martes, 29 de abril de 2025

De los déficits de las democracias representativas

 










La calidad de la democracia depende, en gran parte, de la implicación de los ciudadanos en el proceso político, dice The Economist [22/04/2025] en un artículo reproducido en Nueva Revista, en el que intenta responder a la pregunta: ¿Qué le pasa a la democracia representativa? A pesar de que los valores democráticos siguen gozando de la aceptación general, comienza diciendo The Economist, existe a nivel mundial una creciente insatisfacción con la democracia en sí. Los resultados de las encuestas realizadas por entidades como el Pew Research Center o Gallup indican que, si bien este sistema de gobierno sigue siendo la opción preferente de la mayoría, su aplicación en la práctica genera cada vez más frustración entre la población.

Como lleva realizando todos los años desde 2006, The Economist ha publicado recientemente su Índice de democracia, en el que analiza el estado mundial de la democracia en 2024. Los datos que recoge hablan de un retroceso general de los niveles democráticos en los distintos gobiernos del planeta, y las encuestas consultadas reflejan un vertiginoso aumento del descontento democrático entre la población en la última década. A partir de esta información, la publicación ha elaborado un ensayo en el que explora en qué está fallando la capacidad representativa del sistema democrático, centrando el análisis en cinco déficits detectados: de igualdad, de los partidos, de elección, de ideas y de ciudadanía.

Una de las principales razones que explican la insatisfacción con la democracia es una menor confianza popular en el gobierno. Las encuestas indican que la ciudadanía cree cada vez más que sus gobiernos favorecen los intereses de las élites antes que los de la población común. La frustración con el sistema político parece encajar con la inquietud en torno al estado de la economía y, en particular, con el aumento de las desigualdades económicas y sociales. Según la encuesta Global Attitudes Survey realizada por Pew en la primavera de 2024, un promedio del 64% de participantes, de una muestra de treinta y cuatro países, contestó que la situación económica nacional era mala. Por su parte, un promedio del 54% de los participantes, de una muestra de treinta y un países, afirmaron estar insatisfechos con el funcionamiento de la democracia en sus lugares de origen.

Déficit de igualdad. Los datos indican que son muchos los que perciben la existencia de una falta de igualdad y justicia tanto en lo económico como en lo político. A los votantes no solo les preocupan la inflación elevada y el estancamiento económico, sino también las desigualdades económicas y sociales, además del porvenir de las siguientes generaciones. Creen que el sistema favorece a quienes cuentan con más medios y formación, quienes terminan conformando las clases profesionales, empresariales y políticas.

Estas inquietudes económicas, entre otras, han sido la causa de la oleada de votos de castigo de 2024. En el año electoral que ha afectado a más países, setenta, desde que empezó a generalizarse el sufragio universal, los votantes de todo el mundo han expresado su descontento con las condiciones económicas, el aumento de la inflación y otros fallos percibidos de los gobiernos, votando contra los gobernantes en ejercicio. Fue el mayor rechazo a los partidos, gobiernos y presidentes en el poder desde que existen registros electorales. Los gobernantes de Botsuana, Ghana, Panamá, Portugal, Senegal, Reino Unido, Uruguay y Estados Unidos perdieron sus respectivas elecciones. En otras muchas naciones, el partido dirigente perdió escaños o incluso la mayoría parlamentaria, como en el caso del Congreso Nacional Africano (ANC) de Suráfrica, el partido Bharatiya Janata (BJP) de Narendra Modi en la India, o el Partido Democrático Liberal (LDP) de Japón.

El aumento en la inflación de los precios al consumidor generado tras la pandemia, que afecta desproporcionadamente a los hogares con rentas más bajas, ha exacerbado el descontento tanto en los países desarrollados como en desarrollo. Las investigaciones de los académicos Thomas Piketty y Branko Milanovic han demostrado que, en las últimas décadas, se ha producido en los países democráticos un notable aumento de la desigualdad salarial provocado por un mayor rendimiento del capital y la erosión de la fiscalidad progresiva. Según sostienen Piketty y Milanovic, la concentración de riqueza en las esferas más altas de la sociedad repercute, a su vez, en un sistema cada vez más susceptible a la influencia de los más ricos, que buscan forzar políticas injustas en su propio beneficio. Los grupos de presión se encuentran bajo el control mayoritario de ciudadanos acaudalados y empresas privadas, que cuentan con los recursos suficientes para garantizar que se escuchen sus peticiones y se protejan sus intereses. Esta influencia indebida sobre el proceso político termina por socavar el gobierno de la mayoría.

La desigualdad es una importante fuente de conflicto y, en el ámbito público, un tema de debate natural entre partidos. Cabe concluir que un adecuado funcionamiento de los sistemas políticos democráticos es incompatible con una situación acuciante de desigualdad económica y social.

No es de extrañar que la corrupción sea un tema que los participantes en las encuestas suelan mencionar al expresar su malestar por los sistemas políticos democráticos. La corrupción ejerce de barómetro y recordatorio visible de la desigualdad económica para los votantes. El Índice de percepción de la corrupción de Transparency International lleva varios años señalando la corrupción como un tema de preocupación constante incluso en las democracias más estables.

Los escándalos de corrupción no son exclusivos de los países en desarrollo: en los últimos años se han dado numerosos ejemplos de cohecho, corrupción y uso de información privilegiada en democracias desarrolladas, entre ellas en Francia, Alemania y Reino Unido. La política estadounidense se vio salpicada en 2024 por un aluvión de casos, con la imputación de varios veteranos de la escena política por cargos relacionados con la corrupción, y la condena del senador Robert Menendez por cohecho, entre otros delitos, en enero de 2025. La encuesta Gallup de 2024 concluyó que la confianza en el Congreso de los Estados Unidos había descendido hasta el 35%, cuando en la década de los 1970 gozaba de un 75%.

Otro importante motivo de la insatisfacción democrática es la incapacidad de los políticos y sus partidos de representar adecuadamente a sus votantes y abordar los problemas que les afectan. Esta incapacidad se manifiesta en tres áreas fundamentales: la desconexión entre los partidos y sus bases históricas, la falta de opciones políticas reales entre las que elegir y el déficit de ideas políticas nuevas y de capacidad de resolución de los problemas.

Déficit en los partidos. Hasta la década de 1980, las identidades colectivas de los votantes y su afinidad por partidos concretos se habían mantenido sorprendentemente inmutables. El proceso de desapego que ha terminado generando una desconexión completa entre los partidos políticos y su electorado original ha sido un movimiento progresivo, pero las consecuencias han resultado palpables, sobre todo en el caso de los socialdemócratas y laboristas. Su relación con la clase obrera comenzó a tensarse con el aumento de la militancia laborista tras el fin del boom de posguerra, en la década de los 1970.

También se han dado otros factores relevantes, como la profesionalización de los partidos y su progresivo acercamiento al Estado, del que reciben sus recursos y posición. Los dirigentes políticos ya no dependen tanto del apoyo de las bases como de las entidades externas que les facilitan el cargo y los recursos que lo acompañan.

Además, los grupos sociales que constituían el electorado fundamental de los principales partidos comenzaron a fragmentarse y diluirse. Los cambios económicos, sociales y culturales precipitaron un declive en el peso relativo que había podido ostentar hasta entonces la clase obrera tradicional. Por su parte, en el caso de los partidos conservadores tradicionales, el atractivo de las religiones organizadas también fue debilitándose. Todo ello dio lugar a la erosión de las identidades colectivas y sus afinidades políticas, con el consiguiente incremento de la fluidez de voto. Los partidos empezaron a intentar atraer votantes fuera de sus feudos habituales, lo que reforzó la tendencia al apartidismo. En los últimos tiempos, las guerras culturales en torno a cuestiones como las políticas identitarias, la historia e identidad nacional o la libertad de expresión han contribuido al debilitamiento del voto por afinidad y al auge del populismo.

Las políticas de partido son un elemento fundamental en la estructura de la democracia representativa. Sin los partidos políticos, no existe la posibilidad de una representación popular genuina ni de un gobierno representativo. La función de los partidos es integrarse en la sociedad civil, establecer vínculos con sus votantes, aprender de ellos y movilizarlos. Este tipo de organización política no solo es capaz de crear las mayorías necesarias para elegir un gobierno, sino que también es más probable que se responsabilice de su trabajo frente al electorado.

Déficit de elección. Una afirmación habitual entre los ciudadanos insatisfechos es la de que «todos los partidos políticos son iguales». La existencia de unos partidos políticos antagónicos que ofrezcan alternativas claras es la base fundamental de los gobiernos representativos. Si no hay alternativa, es imposible que la población pueda elegir y, por tanto, no tendrá la capacidad de influir en el gobierno. Buena parte de la ciudadanía tiene la impresión de que los principales partidos han ido convergiendo hacia el centro hasta dejar de ofrecer alternativas dignas de considerarse como tales. El Pew Research Center (2024) indica que el 42% de los participantes en su encuesta afirman no sentirse representados por ningún partido.

Esto no había sido así hasta la década de 1990. Antes de esa época, existían líneas divisorias bien definidas que separaban a los protagonistas de la escena política. La existencia de dos visiones antagónicas sobre la forma en que debía organizarse la sociedad definió la brecha política entre los partidos durante buena parte del siglo XX. En la mayoría de los países democráticos había al menos un partido que representaba los intereses de las élites empresariales tradicionalistas y las clases medias (los demócratas cristianos y los partidos conservadores), y otro que representaba los intereses de la clase trabajadora (los socialdemócratas y los partidos laboristas).

Hasta la década de 1990, diferentes versiones más o menos diluidas de estas ideologías de derecha e izquierda fueron las que conformaron el panorama político. Sin embargo, en los últimos años, estas líneas divisorias se han ido difuminando y provocando una convergencia política centralista debido a la acción de una serie de factores. Entre ellos se incluye la caída del comunismo, el fin de la lucha de clases, el descrédito de los modelos alternativos y de la izquierda, la creciente influencia de las teorías de gobierno mundial, la expansión del proyecto de la UE y una mayor injerencia en las políticas nacionales por parte de organizaciones internacionales como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional.

Desarrollar alternativas políticas que diferencien unos partidos de otros no debería ser difícil, dado que los puntos de vista divergentes en materias específicas son el resultado natural de cualquier debate. La función de los partidos en un sistema representativo es tomar esas divergencias, definirlas y darles forma. Sin embargo, para los partidos centristas actuales, no siempre es fácil dar con alternativas coherentes que presentar ante el electorado y que empujen a los votantes a apoyar o rechazar una candidatura.

La excepción sería la de los dirigentes populistas que han plantado cara a los partidos tradicionales, como en el caso de Estados Unidos, donde los resultados de los tres últimos procesos electorales muestran un contraste llamativo tanto en políticas como en estilo de liderazgo. En Latinoamérica también se ha abierto una brecha ideológica patente entre, por un lado, los libertarios, como el presidente argentino Javier Milei, y los izquierdistas, como el presidente de Brasil Luiz Inácio Lula da Silva. Esto nos indica que otros procesos similares podrían llegar también a producirse en la política europea.

Déficit de ideas. Conforme los gobiernos se han ido volviendo más tecnócratas, se han encontrado con más dificultades para componer una visión trascendente del futuro que ofrecer a los ciudadanos. Por lo general, optan, en su lugar, por una visión cortoplacista cuyo énfasis político se centra en combatir las crisis en lugar de en llevar a cabo reformas económicas y sociales.

Durante algún tiempo tras el final de la Guerra Fría, y ante la disolución de las antiguas certezas e identidades políticas, los partidos se impusieron la aparente misión de hallar una especie de visión renovada. Perdido el contacto con sus antiguas bases electorales, optaron por centrarse en grupos concretos en un intento de encontrar la inspiración, pero con el tiempo, bastantes de estos políticos terminaron comprendiendo que perseguir una «visión» no era realmente imprescindible. Algunos dirigentes, en ciertos países, convirtieron en virtud la carencia de ideas y el definirse como «apolítico», en parte como respuesta a las políticas profundamente partidistas y hostiles de las décadas de 1970 y 1980. El «nuevo laborismo» británico del gobierno de Tony Blair (1997-2007) defendía una «tercera vía» que repudiaba de forma explícita el enfoque ideológico tradicional.

Esta tendencia a actuar más como directivos que como dirigentes no solo ha provocado una despolitización del centro, sino también del propio gobierno. Los bancos centrales independientes se han apropiado de la gestión de la inflación y las políticas monetarias para dejarlas en manos de economistas y tecnócratas. En su momento hubo argumentos a favor de estas medidas, como los errores cometidos en el pasado, o el hecho de que la politización resta eficacia a la capacidad del banco central para controlar los excesos fiscales. Sin embargo, también reducen las áreas en las que los políticos tienen una responsabilidad directa. Este modelo se ha ido extendiendo a otros ámbitos públicos, de tal manera que el cuerpo político percibe que las decisiones en materia de salud, presupuestos gubernamentales, sistemas de protección social y otras cuestiones de interés general suelen estar en manos de expertos designados, en lugar de en políticos electos. El resultado, para bien o para mal, es la insatisfacción tanto con los políticos como con los expertos.

Déficit cívico. En las encuestas de opinión en torno a la democracia, los participantes no solo han exigido más de sus políticos, sino que también han indicado que esperaban que se exigiera más de ellos mismos. En otras palabras, querrían que se les tratara como a ciudadanos, y no como a accionistas. Desde que la vida política ha abandonado las ideologías, la ciudadanía se ha distanciado del ámbito público.

Cuando los políticos hablan de una crisis democrática, lo que les preocupa más es el estatus de las instituciones políticas, y no tanto la función de la ciudadanía. Para muchos defensores de la democracia liberal, la prioridad radica en proteger las instituciones nacionales y el orden constitucional, sobre todo frente a las demandas populistas de que el equilibrio se rompa en favor de la soberanía popular. Sin embargo, otro punto de vista sería el de que la calidad de la democracia también viene marcada por el carácter de sus ciudadanos y su patrón de participación en la vida democrática de la nación. En tanto en cuanto definimos la democracia, desde una perspectiva operativa, como un conjunto de instituciones y procesos gubernamentales, su legitimidad y eficacia dependerán, en última instancia, de hasta qué punto represente realmente a sus ciudadanos. […] La esencia o calidad de la democracia se valora, sobre todo, en base a la implicación ciudadana en el proceso político y en su actitud hacia él.

La noción de que la participación en la vida política exige algún tipo de credencial intelectual o educativa contradice el principio de igualdad que sustenta la democracia misma. La democracia tiene una dimensión no solo institucional, sino también moral: no hace distinciones en base a título, riqueza, género, raza, educación o inteligencia. Aparte de la ciudadanía, no es necesario demostrar ningún tipo de acreditación para votar o para participar en la vida política de una democracia. Tampoco se exigen conocimientos ni experiencia en ninguna materia concreta a los ciudadanos que votan para elegir a sus representantes, quienes tienen la función de desarrollar políticas, presentarlas ante la opinión pública e implantarlas en el gobierno. Lo único que se requiere de los ciudadanos es que se familiaricen con las políticas propuestas y se informen de tal manera que puedan tomar una decisión consciente al votar a un partido o candidato en unas elecciones.

Hubo un tiempo, no obstante, en que la ciudadanía aspiró a algo más en el tablero político que a limitarse a hacer una cruz en una papeleta cada cuatro o cinco años. A lo largo de la historia, los grandes movimientos y partidos políticos surgieron de la lucha de hombres y mujeres corrientes por tomar las riendas de su destino. En la actualidad, estos partidos históricos y los sistemas políticos en los que operan ya no pueden describirse de verdad como representativos. El conflicto, por su parte, sí perdura, y divide la sociedad en base a intereses contrapuestos, que es lo que genera la necesidad de una representación política. Hasta cuándo podrá seguir ignorándose esta necesidad sin provocar una revuelta ciudadana es algo aún por concretar, pero lo más probable es que la ciudadanía termine despertando más tarde o más temprano. Cuando lo haga, es posible que surjan partidos capaces de encarnar esa nueva identidad política. Este texto es una versión recortada del ensayo «What’s wrong with representative democracy?» que figura en las páginas 29 a 37 del Democracy Index 2024 elaborado por The Economist Intelligence Unit. . La traducción del inglés es de Patricia Losada Pedrero.













[ARCHIVO DEL BLOG] Gran Canaria entra en la Historia. [Publicada el 29/04/2012]











"Restituidos nuestros conquistadores al Real de Las Palmas, dejando atalayas y espías que avisasen de cualquier movimiento, no apartaron el pensamiento de los preparativos para la campaña próxima. El deseo de concluir aquella grande obra de la entera reducción de Canaria devoraba sin cesar a Pedro de Vera, y no se pasó mucho tiempo sin que hiciese una revista e inspección general de todas sus fuerzas, tanto de Europa como de islas. Halló que tenía más de 1000 hombres de armas; proveyose de las municiones, víveres y forrajes precisos y salió el 8 de abril de 1483 en alcance del enemigo, con resoiución de morir con sus tropas, antes que volver al Real de Las Palmas, sin haber sometido todo el país. Nuestro general estaba ya muy práctico en ese género de guerra, por decirlo así, de sofistería o cavilación que se hace en terrenos quebrados y montuosos.
Habían avisado los espías que el grueso de la nación canaria, compuesto por más de 600 hombres de pelea y 1500 mujeres con sus hijos, estaba refugiado a la sazón en el fuerte de Ansite, entre Gárdal y Tirajana, bajo la obediencia y apoyo del guanarteme Bentejuí y del faycan de Telde. Así, Pedro de Vera, acompañado del Obispo don Juan de Frías (que pocos días antes había llegado de Lanzarote a ser testigo de esta empresa), marchó derecho a ellos y fijo su campo a las faldas de aquel monte escarpado.
Pero entre tanto, como don Fernando Guanarteme conocía las intenciones sanguinarias del general y se condolía de la suerte que amenazaba a sus paisanos, pidió licencia para pasar a hablarles y, habiéndose acercado a ellos, no hizo otra cosa que mostrarles un semblante abatido y ahilado de muerte, en que se echaba de ver la angustia y el dolor. Los canarios por su parte levantaron también hasta el cielo la vocinglería y los sollozos, a cuyo espectáculo, esforzándose don Fernando a romper el silencio, les dijo anegado en lágrimas: "Hijos de mi corazón: yo os suplico tengáis piedad de vosotros. ¿Qué pensaréis adelantar con la terquedad? ¿Es posible que todavía tenéis arrojo para ser enemigos de los españoles? ¿Sacaréis alguna ventaja de que la nación y el nombre canario se acabe? ¿Qué más tendréis con que os gobierne ese joven que habéis aclamado como guanarteme, que obedeciendo al rey más poderoso del mundo? Abrid los ojos. Vosotros seréis bien tratados, libres, dueños de vuestros ganados, aguas y tierras de labranza, protegidos contra las demás potencias del mundo, ennoblecidos, doctrinados en las artes y ciencias, civlizados y cristianos, quer valer más que todo."
No pudiendo resistirse a este tierno razonamiento la muchedumbre atribulada, retumbó al punto por los valles circunvecinos la algaraza con que los bárbaros pedían rendirse a Pedro de Vera, aquel hombre tan terrible para la nación. Todos arrojaron al aire sus magados, dardos y tabonas e, hincados de rodillas, llamaron a don Fernando Guanarteme para ponerse entre sus manos. Pero así que observaron Bentejuí y el faicán de Telde tan extraordinaria revolución, se abrazaron fuertemente el uno al otro y se precipitaron desde la eminencia de Ansite, repitiendo la regular exclamación: ¡Atis Tirma! Se asegura que Bentejuí estaba para desposarse un día de aquellos con la joven guayarmina, hija de don Fernando (y heredera de los estados de Gáldar).
Luego que se fue serenando la conmoción, volvió este príncipe a nuestro campo, seguido de los suyos, y, trayendo del brazo a su hija Guayarmina y a su sobrina Masequera, las presentó al general dirigiéndole estas memorables palabras: "Unos isleños que nacieron independientes entregan su tierra a los señores Reyes Católicos y ponen sus personas y bienes bajo su poderosa protección, esperando vivir libres y protegidos." Pedro de Vera, el obispo, los oficiales, en fin, todo el ejército no creían lo mismo que miraban, pues es evidente que, a no haber sobrevenido en los ánimos aquella mutación prodigiosa, no se hallaban todavía los negocios en tan buen estado, y parecía preciso derramar mucha sangre antes de conseguir la última victoria.
En efecto, los canarios fueron recibidos con las más distinguidas demostraciones de placer; y, habiéndose abrazado recíprocamente ambas naciones, entonó el obispo el Te Deum, que prosiguió toda la tropa. Aconteció este suceso tan deseado como glorioso para nuestras armas, el 29 de abril de 1483, día de San Pedro de Verona por cuya circunstancia y la de llamarse Pedro el general se puso a toda la isla de la Gran Canaria bajo el patrocinio de aquel mártir.
Del campo de Ansite, tan feliz para Pedro de Vera, se volvió nuestro ejército, seguido de muchos canarios, al Real de Las Palmas, donde se ejecutó la entrada con todas las aclamaciones y las libertades de un triunfo. Y mientras los españoles se ocupaban en no sé qué vana admiración de sí mismos, subió Alonso Jáimez a la explanada del torreón y, tremolando el real estandarte que llevaba, dijo tres veces: "La Gran Canaria por los muy altos y poderosos Reyes Católicos, don Fernando y doña Isabel, nuestros señores, rey y reina de Castilla y de Aragón." Al día siguiente se celebró en la iglesia de Santa Ana una fiesta  de acción de gracias, en que dijo la misa el reverendo obispo, concluyéndola con una exhortación que pareció muy elocuente a los cristianos, y de la cual sólo entendieron los nuevamente conquistados y convertidos que ellos eran el asunto".
Hasta aquí, el relato que de aquella jornada hace el gran historiador canario Joseph de Viera y Clavijo (1731-1813), preclaro discípulo de la Ilustración en las islas, en su magna obra "Noticias de la Historia de Canarias", tomo I, págs. 234/235 (Cupsa, Madrid, 1978. Edición de Alejandro Cioranescu) de aquella memorable jornada. Ahora sabemos mejor que aquello no fue exactamente así, como él lo cuenta; pero esa es otra historia.
Un 29 de abril de hace cuarenta y cinco años, en 1967, yo llevaba un mes escaso viviendo en Gran Canaria y fui con mi novia, ahora mi esposa, a ver la procesión cívico-religiosa que, partiendo de la catedral de Santa Ana, después de una solemne misa, y con el pendón real de Castilla que se custodia en la misma desde la época de la conquista al frente, se paseaba por las calles de Vegueta. Después nos fuimos a pasar el resto de la mañana en la playa de Las Alcaravaneras, donde mojé por vez primera mis pies en el océano Atlántico, y ya a media tarde, y con superficiales quemaduras en mi blanquecina piel, a tomar unas copas y bailar en el Pueblo Canario de la Ciudad Jardín.
Con la llegada de la democracia, a partir de 1978, y el ascenso de las fuerzas nacionalistas y de izquierda (entonces y como ahora, bastante despistadas sobre el asunto de las identidades nacionales o pretendidamente nacionales) la conmemoración del 29 de abril comenzó a parecer algo vergonzante, impropio de un hecho que celebraba el sometimiento de un pueblo a otro. Solo los catalanes, en eso como en muchas otras tan sentimentales, a pesar de que el tópico se encarga de achacarles lo contrario, siguen celebrando su derrota ante las tropas de Felipe V, un 11 de septiembre, como su fiesta nacional.
Casualmente estoy releyendo estos días el capítulo titulado "Más sobre el pasado de los españoles", que dentro de su libro "Cervantes y los casticismos españoles" (Alianza, Madrid, 1974) serviría a su autor, el prestigioso filólogo e historiador Américo Castro (1885-1972), de introducción a su magna obra "La realidad histórica de España" (Porrua, México, 1966). Y encuentro en él una felícisima reflexión sobre el antagonismo secular entre unos españoles y otros, antes en razón de su casta (cristiano viejo frente a cristiano nuevo o converso), ahora de origen territorial, que me atrevo a reproducir y con ello concluir esta entrada, tan "sui generis", de hoy. 
Dice así: "Mientras los españoles no se resignen a aceptar el hecho de haber sido como han sido, a percibir el latir de su pasado, las discusiones acerca de su futuro se basarán en vocablos y exclamaciones. La secular y falsa imagen del pasado es como una antigua arma de panoplia frente a las automáticas de nuestros días. [...] Así comienza a hacerse alguna luz en torno al hecho capital de no haberse soldado unas con otras las regiones que ostentan "hechos diferenciales", sin advertir, empero, que diferencias tan grandes o mayores que las existentes entre Cataluña y Castilla no impidieron fundirse interna y firmemente a Francia, Italia o Suiza". Espero que les haya resultado interesante. Y sean felices, por favor, a pesar de nuestros gobernantes (q.D.g.). Tamaragua, amigos. HArendt



















Del poema de cada día. Hoy, Regn / Lluvia, de Jon Fosse

 






REGN



Eg ser ut

det regnar


eg ser inn

det er mørkt


eg høyrer regnet

mot ruta


eg tenkjer

på deg


det regnar

så stille




***




LLUVIA



Miro hacia fuera

está lloviendo


Miro hacia dentro

está oscuro


Oigo la lluvia

contra la ventana


Pienso

en ti


Está lloviendo

tan silenciosamente



***




JON FOSSE (1959)

poeta noruego





















De las viñetas de humor de hoy martes, 29 de abril de 2025

 






































lunes, 28 de abril de 2025

De las entradas del blog de hoy lunes, 28 de abril de 2025

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes, 28 de abril de 2025. La diversidad que refleja el mito de Babel es una bendición frente a las utopías reaccionarias, digitales, nostálgicas o transhumanistas; las armas las carga el diablo, las palabras el cuerpo, se dice en la primera de las entradas del blog de hoy. La segunda es un archivo de marzo de 2019 en el que se hablaba de las elecciones generales previstas para el siguiente mes de abril, en el que se decía que solo una alianza entre PSOE, PP y Ciudadanos, partidos de contrastada lealtad constitucional, tendría la fuerza y la legitimidad para sacar al país del largo bloqueo que padecía y conducirlo hacia un futuro con garantías. El poema del día, en la tercera, del poeta sueco Tomas Tranströmer, se titula Allegro y comienza con estos versos: Toco Haydn después de un día negro/y siento un calor sencillo en las manos./Las teclas quieren. Martillos suaves golpean./El sonido es verde, vivaz y tranquilo. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt













De la utopía sobre la unidad

 








La diversidad que refleja el mito de Babel es una bendición frente a las utopías reaccionarias, digitales, nostálgicas o transhumanistas, afirma en El País [Refutación de la unidad, 24/04/2025] el filósofo y escritor Santiago Alba Rico. Las armas las carga el diablo; las palabras el cuerpo, comienza diciendo Alba Rico. La maldición de Babel consistió en que, una vez derribada la Torre y derrotada la poderosa unidad que Yahvé temía, los humanos, porque hablaban desde sus cuerpos, se dispersaron con sus diferencias por el mundo, obligados desde entonces a traducirse los unos a los otros. Esa maldición es nuestra condición: la de criaturas analógicas que se parecen las unas a las otras, se aproximan, se malentienden, resuenan sin fundirse jamás, y cuyas relaciones —políticas, amorosas, literarias— son un permanente ejercicio de traducción. Esa es, digamos, la paradoja: puesto que nuestras palabras, al igual que nuestras pieles, son intraducibles, lo único que podemos hacer con ellas es justamente eso: intentar traducirlas sin cesar. Los besos, digamos, traducen el deseo que los cuerpos separan; la muerte de un niño traduce siempre un mal que se nos escapa y que intentamos traducir, a su vez, a distintas lenguas más o menos comprensibles; las palabras “guerra” o “tiempo”, por su parte, se pueden —claro— definir, pero su definición académica es ya una pobre traducción, la aproximación “oficial” a una comunidad lingüística en cuyos cuerpos concretos el concepto refracta como la luz en un vaso de agua. ¿Y la poesía? Lorca traduce, por ejemplo, el color verde a una lengua nueva que luego habrá que traducir al inglés o al persa. De los grandes poemas se dice con razón que son intraducibles, pero eso se dice tras haberlos traducido o mientras los estamos traduciendo. Al traducir un cuerpo o un poema revelamos su intraducibilidad al tiempo que multiplicamos el número de las traducciones, mediante las cuales estamos siempre aferrando y dejando escapar la realidad de nuestras vidas.

Puede que Babel sea una maldición, pero más lo es la tentativa de rebelarse contra ella. Hay dos utopías gemelas que suelen derivar hacia su contrario: la de la unidad y la de la transparencia. Se intentó desde la izquierda con el esperanto, lengua universal desarrollada por el polaco Zamenhof a finales del siglo XIX, pero que sucumbió en el XX a los cismas y a las persecuciones: hoy, con sus casi 5.000 palabras y su millón de hablantes, constituye una hermosa lengua más a la que se traduce y desde la que se traduce la opacidad del mundo que ella misma transporta. Se intentó también desde el imperialismo con el llamado “inglés básico”, inventado por Charles Kay Ogden en 1930 y compuesto de 800 palabras que debían asegurar el dominio comunicativo de la lengua inglesa sin malentendidos ni resistencias. Esta segunda opción no fracasó del todo: se ha impuesto parcialmente, un siglo después, a través de la economía y la tecnología, que difunden un inglés de calderilla muy funcional para el turismo y para los negocios, pero incapaz de leer o traducir a Shakespeare.

El lingüista alemán Uwe Porksen solía oponer en sus obras “comunicación” y “conversación”: ciertas palabras que él llamaba “plásticas” (“desarrollo”, “modernización”, “sexualidad”), privadas de cuerpo y que homogeneizan la experiencia de los hablantes, frente a otras denominadas “vernáculas”, concretas y limitadas en su jurisdicción y cuyo significado sólo se revela a través de un tono, un contexto y un gesto. Lo que comparte todo el mundo, es decir, no requiere traducción porque todos entienden (o creen entender) lo mismo; y eso está bien para las ciencias duras e incluso para las sociales. Ahora bien, en términos humanos solo vale la pena ocuparse de lo “vernáculo”, esa diferencia que hay que traducir sin descanso de un cuerpo a otro. En nuestro mundo, el de este Babel sin remedio, no existe ni comunicación ni unidad ni transparencia: sólo largas, trabajosas conversaciones entre traductores intraducibles.

Las dictaduras abrigan siempre, sí, un proyecto de comunicación y transparencia. O al revés: la utopía de la comunicación y la transparencia se tuerce fácilmente en un formato dictatorial. La “comunión de las almas” genera aparatos inquisitoriales y guerras de religión; la Unidad de España divisiones fratricidas; la comunicación digital odios seniles sin lóbulo frontal; la unidad de la izquierda minúsculos nichos de devoción mariana; el fervor MAGA, por su parte, un orden orwelliano de persecución y tiranía. La utopía de la transparencia se consuma, en efecto, por dos vías: a través de la imposición o la prohibición de ciertas palabras y a través de la soberanía sobre el significado del lenguaje. O de otra manera: a través de la respuesta institucional a estas dos preguntas: “¿qué está permitido u obligado decir?” y “¿quién nombra las cosas?”. Es esta distopía lingüística lo que da miedo del nuevo EE UU y sus compinches internacionales. En una reciente entrevista, uno de los gurús filosóficos del trumpismo, Curtis Yarvin, elogia el poder desinhibido del presidente Trump. Para ejemplificar su excitante “revolución” monárquica, se refiere a la “estupidez” de rebautizar el golfo de México: “lleva 400 años llamándose así”, dice. E inmediatamente añade entusiasmado: “No hay ninguna razón de peso para cambiarle el nombre, salvo poder decir: ‘Tengo el poder de hacerlo”. Trump, como sabemos, no se detiene ahí. Sus políticas contra los programas de diversidad, igualdad e inclusión (DEI) se han materializado en una orden ejecutiva que prohíbe el uso por parte de la administración de decenas de palabras, entre las cuales se encuentran, por supuesto, “género”, “discriminación”, “trans” o incluso “mujer”, pero también el adverbio “históricamente”, pues siempre es peligroso introducir la Historia, con sus indígenas despojados y sus negros esclavizados, en una Gran Transparencia Común.

Así que, en este contexto adverso, creo que sería bueno defender bien la maldición de Babel contra las utopías, reaccionarias o digitales, nostálgicas o transhumanistas, que nos quieren infligir una Unidad sin arrugas. La disputa se da, pues, entre conversación y comunicación o, si se prefiere, entre unidad y traducción. Políticamente, la larga y trabajosa conversación entre traductores intraducibles que defiendo tiene un nombre minúsculo: se llama democracia. Culturalmente, uno mayúsculo: se llama literatura. La literatura, sí, es siempre “vernácula” y ello por dos motivos: porque conserva el lenguaje mismo erosionado por la “plasticidad” abstracta (qué placer leer en El camino, de Delibes, la palabra “encella”, que la IA no sabe traducir) y porque multiplica las diferencias aplanadas por todos los puritanismos y todas las falsas transparencias. Como quiera que es intraducible, la literatura, como los cuerpos, ¡solo puede ser traducida! Tiene razón Jordi Gracia: es “más poderosa que tiktok e instagram”: es de hecho nuestro más vigoroso sistema de traducción humana. Cualquiera que haya leído a García Márquez, a Scorza, a Cortázar, a Arguedas o a Vargas Llosa lo sabe. Por desgracia, como la democracia, requiere más tiempo, más atención, más trabajo, de los que concede el ocio proletarizado de una conexión a internet.

¿Y la unidad, ay, de la izquierda? Lo contrario de la Unidad es la “unión”, según la fórmula de Gaetano Salvemini, un socialista encarcelado por Mussolini que, tras la II Guerra Mundial, discutía con los comunistas una estrategia común frente al gobierno: “golpear unidos, caminar separados”. Tanto se ha invocado y forzado la Unidad a la izquierda del PSOE, tantos rencores ha generado y tantas tentaciones de suicidio, que es ya demasiado tarde, me temo, para su contrario: la unión circunstancial en un punto del camino. No se debería insistir más en ello. Pero tampoco se debería olvidar esta lección para el futuro: que la ley del mundo, desde Babel, es caminar separados y reunirse para cenar en las posadas (y en los libros). Todo lo demás es quimera, destrucción y tiranía. Santiago Alba Rico es filósofo.













[ARCHIVO DEL BLOG] Tras el 28 de abril. Publicado el 24/03/2019











Tras el 28 de abril solo una alianza entre PSOE, PP y Ciudadanos, partidos de contrastada lealtad constitucional, tiene la fuerza y la legitimidad para sacar al país de este largo bloqueo y conducirlo hacia el futuro con garantías, escribe el periodista y exdirector del diario El País Antonio Caño.
Todos los pronósticos y cálculos electorales en España, comienza diciendo Caño, apuntan hacia un horizonte inestable e incierto, sin mayorías coherentes y, por tanto, con alianzas inconvenientes y un Gobierno débil. Acostumbrados a observar el mundo partido entre la derecha y la izquierda, solo parecen adivinarse dos bloques, uno a cada lado del espectro político tradicional, ambos igual de incongruentes y de peligrosos.
Pero lo cierto es que, según las encuestas, existe otra fórmula que garantiza un Gobierno fuerte, consistente y plenamente alineado con la Constitución. Me refiero, obviamente, a la suma del Partido Socialista, el Partido Popular y Ciudadanos. Esta es una solución que nadie quiere tomar en consideración, pese a las evidentes y múltiples ventajas que supone, la principal de ellas la posibilidad de hacer frente con plenas garantías y con amplio respaldo electoral al mayor desafío de la democracia española en la actualidad: el independentismo en Cataluña.
Vale la pena repasar, aunque solo sea como ejercicio teórico, las virtudes de esa alianza. España lleva casi tres años sin un Gobierno propiamente dicho, es decir, sin un poder Ejecutivo con resolución y capacidad para acometer las profundas reformas que se requieren para sacar al país de la crisis institucional en la que se encuentra inmerso —ojalá también una reforma constitucional para abordar la cuestión territorial—. Ningún partido democrático posee en estos momentos, como sería idóneo, el liderazgo y el respaldo para emprender en solitario ese proceso de reformas. Intentar hacerlo en compañía de socios que ponen en duda la Constitución o sencillamente quieren destruir el Estado por el que se sienten oprimidos, no solo sería suicida, sino que contribuiría a aumentar la división actual y nos conduciría a un largo periodo de revanchismo.
Solo una alianza entre PSOE, PP y Ciudadanos, partidos de contrastada lealtad constitucional y que suman, según el promedio de las últimas encuestas, alrededor del 70% del electorado, tiene la fuerza y la legitimidad para sacar al país de este largo bloqueo y conducirlo hacia el futuro con garantías.
Las condiciones de ese pacto son fáciles de definir. Lo prioritario es que los tres partidos se comprometan de antemano a cerrar el paso a las fuerzas que actualmente amenazan la democracia en Europa y otras regiones del mundo: el nacionalismo, el populismo y el radicalismo. Deben, por tanto, negarse a firmar acuerdos con los grupos independentistas catalanes, Bildu, Vox y Podemos. No se puede blanquear a las fuerzas que combaten el sistema invitándolas a sentarse en la mesa de mando del Estado. Bastante triste —aunque manejable dentro de las reglas de la democracia— es que consigan presencia parlamentaria significativa como para convertirlos además en los garantes de la estabilidad nacional.
Las características de la alianza entre los tres partidos constitucionales quedarían supeditadas a los resultados electorales. Los tres deben aceptar el papel preponderante del partido que obtenga los mejores resultados. Sí, en una situación política sin mayorías razonables, el partido más votado tiene una posición natural de privilegio, incluso en una democracia parlamentaria. Eso era válido en diciembre de 2015, en junio de 2016 y sigue siendo válido hoy.
Si la distancia entre el partido más votado y el segundo de los otros dos partidos constitucionales fuese amplia —digamos superior a los 50 escaños— se podría contemplar la posibilidad de un Gobierno en solitario con apoyos puntuales a las leyes y reformas pactadas en el Parlamento. Si la diferencia fuese menor, lo más recomendable sería un Gobierno de coalición.
Uno de los argumentos contra las coaliciones de las principales fuerzas constitucionales en el pasado había sido el de que resultaba peligroso dejarles el monopolio de la oposición a los partidos antisistema. Sin desestimar del todo ese riesgo, es mucho mayor el peligro que supone darle legitimidad de Gobierno a quien, en realidad, pretende el fracaso y la demolición de las instituciones. Como recuerdan Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en el magníficoHow Democracies Die, “cuando el miedo, el oportunismo o un error de cálculo llevan a los partidos establecidos a elevar a los extremistas al primer plano institucional, la democracia está en peligro”.
La historia ha probado de forma dramática cómo han concluido todos los intentos de domesticar a las fuerzas radicales incorporándolas el sistema. Y los últimos ocho meses de Gobierno en España han demostrado igualmente que todas las concesiones hechas a los independentistas no han menguado su determinación rupturista ni han favorecido su reconocimiento de la ley. Este es un momento que requiere firmeza y convicciones sólidas. Es posible que con una respuesta más contundente al independentismo, Vox no sería hoy una preocupación nacional.
Otra de las fórmulas de Gobierno consideradas anteriormente ha sido la de la combinación de PSOE y Ciudadanos o PP y Ciudadanos, reservando la oposición para uno de los dos partidos principales. Desgraciadamente, ya es tarde para esa solución. No solo porque difícilmente sumarían el número de diputados que se requiere para gobernar, sino porque la crisis política ha alcanzado un punto que exige medidas urgentes y drásticas que únicamente pueden ser fruto de amplias mayorías.
Cabrían muchos más argumentos para defender esa alianza, que sería el mayor logro político de la España democrática desde la Transición, para una época que no le va muy a la zaga en cuanto a retos y amenazas a nuestra convivencia. El pacto sería un mensaje de confianza para la economía, un gran ejemplo para todos los países del mundo, una oportunidad para recuperar presencia política en Europa, un gesto de esperanza para los ciudadanos más escépticos y desanimados, una redención para la desacreditada clase política.
¿Por qué, entonces, no es una opción que se tome en consideración? Desafortunadamente, una sociedad cada vez más polarizada ha dejado de buscar soluciones en el centro. David Brooks recoge en su columna de The New York Times un estudio según el cual un 42% de la población de EE UU considera a su rival político “completamente perverso”, un 20% de demócratas y de republicanos creen que sus adversarios “no merecen ser considerados plenamente humanos, se comportan como animales”, y un 20% de demócratas y el 16% de republicanos afirman que el mundo estaría mejor si una buena parte de los miembros del partido contrario desapareciera. Por terrible que suene, es posible que la situación no sea muy diferente en España.
Todo lo sucedido en los últimos años ha ido en dirección a la polarización y el radicalismo. Las primarias del PSOE dieron la victoria a quien consiguió convencer a los votantes de que él odiaba al PP más que sus contrincantes. Poco después, el PP se movió en una dirección similar. Atrapado entre ese extremismo, Ciudadanos cometió el error de negarse a negociar con uno de los partidos centrales de la democracia española.
En estas condiciones, ciertamente, las esperanzas de una gran coalición constitucional son nulas. El autor del “No es no” carece de autoridad moral para pedir ahora sacrificios al mismo partido al que se negó a dejar gobernar. El PP, como en su día le ocurrió al PSOE con Podemos, está más preocupado por sobrevivir a la amenaza de Vox que por la gobernabilidad de España. Hay que ver si después del 28 de abril Ciudadanos conserva margen para desempeñar algún papel entre los dos partidos tradicionales, pero no será fácil.
Las perspectivas son las de la sustitución del viejo sistema bipartidista por un nuevo sistema de dos polos, mucho más radical, mucho más ingobernable, mucho más temerario. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 





















El poema de cada día. Hoy, Allegro, de Tomas Tranströmer

 







ALLEGRO


Jag spelar Haydn efter en svart dag

och känner en enkel värme i händerna.

Tangenterna vill. Milda hammare slår.

Klangen är grön, livlig och stilla.


Klangen säger att friheten finns

och att någon inte betalar tull till kejsaren.

Jag sticker ner händerna i mina Haydn-fickor

och låtsas om att jag lugnt ser på världen.   


Jag hissar Haydn-flaggan – det betyder:

”Vi ger oss inte. Men vill fred.”

Musiken är ett glashus på sluttningen

där stenarna flyger, stenarna rullar.


Och stenarna rullar rakt igenom

men varje glasruta är hel.   



***



ALLEGRO


Toco Haydn después de un día negro

y siento un calor sencillo en las manos.

Las teclas quieren. Martillos suaves golpean.

El sonido es verde, vivaz y tranquilo.


El sonido dice que la libertad existe

y que alguien no paga peaje al emperador.

Meto las manos en mis bolsillos de Haydn

y finjo que miro el mundo con calma.


Izó la bandera de Haydn – significa:

"No nos rendimos. Pero queremos paz."

La música es una casa de cristal en la ladera

donde las piedras vuelan, las piedras ruedan.


Y las piedras ruedan directamente a través

pero cada cristal está intacto.




***



TOMAS TRANSTRÖMER (1931-2015)
poeta sueco