jueves, 19 de septiembre de 2024

El poema de cada día. Hoy, Un amigo, de Alda Merini (1931-2009)

 





UN AMIGO


¿Qué es un amigo?

Una masa de carne

adentro con un hilo de alma

que te mira con miles de ojos

y te sientes perseguido.

No es amor solamente,

es uno que ha comprendido

que el verdadero enemigo del hombre es la vida

y la quiere estrangular,

y te mata también a ti,

por confusión de amor.


Alda Merini (1931-2009)

Poetisa italiana














Las viñetas de hoy jueves, 19 de septiembre de 2024

 















miércoles, 18 de septiembre de 2024

De las entradas del blog de hoy miércoles, 18 de septiembre

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles, 18 de septiembre de 2024. Nombre fundamental de la Ilustración, Voltaire, comenta en la primera de las entradas de hoy el periodista cultural Ángel Vivas, fue un escritor prolífico y polifacético, del que se dijo que era más grande cuanto menor era el género que practicaba. La segunda, un archivo del blog de septiembre de 2018 va también de la Ilustración y gira sobre un libro de Steven Pinker que nos habla de que el mundo va a mejor, aunque a muchos nos cueste creerlo. La tercera es hoy el poema titulado El mundo sensual, de la poetisa Louise Glück. Y la cuarta, como siempre, son las viñetas de humor del día. Espero que les resulten de interés. Y ahora, como decía Sócrates nos vamos y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Y sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Tamaragua, amigos míos. HArendt









De Voltaire, como guardián de la tolerancia

 








Nombre fundamental de la Ilustración, o, como dijera Jacques Barzun, «la Ilustración personificada», Voltaire fue un escritor prolífico y polifacético, autor de obras filosóficas, históricas, de teatro, novela y poesía, además de una vasta correspondencia e innumerables artículos, escribe el periodista cultural Ángel Vivas en un artículo titulado Voltaire, el guardián de la tolerancia [Nueva Revista, 28/03/2023]. Se dijo de él que era más grande cuanto menor era el género que practicaba. Diccionario filosófico, Cartas filosóficas o Tratado sobre la tolerancia destacan dentro de su obra y de su constante combate contra la tiranía, la intolerancia y la superstición.

El Tratado sobre la tolerancia es una de las principales obras de su autor, muy representativa de su personalidad y trayectoria. Lo es en un doble sentido. En el fondo, por tratar de uno de los principales empeños de Voltaire, la lucha contra la intolerancia. En la forma, por su carácter heterogéneo que responde bien a la variedad de intereses del filósofo, que le llevaba a saltar de un trabajo a otro y, por ello, a una cierta dispersión. Además de la defensa de la tolerancia que indica el título, el libro (que parte de un caso real: la ejecución de un ciudadano protestante en una causa enturbiada por motivos religiosos) se centra también en combatir las supersticiones asociadas al cristianismo aplicando criterios racionalistas. Insiste, por ejemplo, en rebatir las numerosas historias de mártires de los primeros años del cristianismo. Más allá de su carácter utilitario (el libro forma parte del empeño de Voltaire en la reforma de la justicia penal), o de lo polémico que todavía pueda resultar, el Tratado sobre la tolerancia contiene un perdurable mensaje humanista; la llamada a la fraternidad que sería lema de la Revolución francesa pocos años después tiene aquí un claro antecedente.

Aun para quien no haya oído hablar de él, el título de este libro y el nombre de su autor son de los que abren el apetito lector. Voltaire y tolerancia juntos, en la misma portada. Algo importante, sin duda. La tolerancia es hoy un asunto en permanente candelero. La cuestión es: ¿qué nos puede decir –precisamente hoy– este libro de hace 260 años? Antes de entrar en su contenido, conviene fijarnos en el autor y en las circunstancias en que se escribió este tratado.

Voltaire es todo un clásico, y el que ese hecho no se discuta no implica que Voltaire no haya sido discutido, o que su valoración sea unánimemente favorable. Al decir del gran historiador Jacques Barzun, Voltaire era, ya antes de publicar este libro cerca de sus setenta años, «la Ilustración personificada». Pero para Alfred Whitehead era más un philosophe (algo así como filósofo menor o de salón) que un verdadero filósofo. Y como «ingenioso filósofo de los salones» le define la entrada del Diccionario de filosofía (Espasa) dirigido por Jacobo Muñoz. Julián Marías, en su clásica Historia de la filosofía, va un paso más allá; niega que Voltaire tenga verdadero interés filosófico, aunque le reconoce como «un escritor excelente… enormemente agudo, ingenioso y divertido». Algo muy parecido afirma otra Historia universal de la filosofía más reciente, la de Hans Joachim Störig (Tecnos); que casi todo lo que dice Voltaire se había dicho antes que él, pero nadie lo había dicho tan bien, de modo tan apasionado, tan insistente y con un éxito tan avasallador (retengamos lo del éxito, que es importante). Y si un admirador como Fernando Savater es capaz de detectar su fanatismo antifanático, sus simplificaciones progresistas y su antitradicionalismo más bien obtuso, y definirle como intrigante, veleta, aprovechado, caradura, plagiario con talento, cobarde, adulador, hipócrita redomado, mentiroso sin pudicia, entendido en cien cosas y maestro en nada, ¿qué esperar de ámbitos más conservadores o tradicionalistas? Para Joseph de Maistre, «la admiración por Voltaire es un síntoma infalible de un espíritu corrupto». Por encima de admiraciones y rechazos, o –lo que más abunda– de admiraciones matizadas, a Voltaire se le reconoce la defensa, con encanto inigualado, de valores esenciales para la humanidad (Diccionario Oxford de filosofía) o de entablar quijotescamente «un feroz y desigual combate por la tolerancia» (Savater). Y con esto entramos en la materia del libro que nos ocupa.

Una obra basada en hechos reales. El Tratado sobre la tolerancia tiene un punto de partida muy concreto, el conocido como caso Calas. En 1761, el comerciante Jean Calas, de religión protestante, fue arrestado, acusado del asesinato de su hijo. Desde el primer momento, la intervención de grupos católicos de la ciudad, Toulouse, señaló a Calas como culpable, dando por hecho que el hijo quería abjurar del protestantismo y que ese habría sido el móvil del crimen. En un ambiente de crispación, Calas fue torturado y ejecutado unos meses después, quedando su familia desprotegida. Enterado Voltaire del asunto, y convencido de la inocencia de Calas, o de la inexistencia de pruebas en su contra, así como de que el proceso había estado viciado por la presión de esos círculos católicos de Toulouse, se puso rápidamente en campaña. Él había lanzado hacía poco su consigna Aplastad al Infame, y comprendió enseguida que la ejecución de Calas era una exhibición del poder de ese Infame (la Iglesia en general y la católica en particular) y que él no podía desaprovechar una oportunidad tan clara para llevar a cabo su propia consigna. No era una actitud nueva en él, pero su compromiso con esa causa –que despertó la admiración de Diderot– fue, seguramente, el mayor combate de los muchos que emprendió. En él, Voltaire mostró de nuevo su reconocida capacidad para concitar voluntades en torno a él. Es esa actitud y esa capacidad lo que explican que, en una manifestación de apoyo a Salman Rushdie cuando este fue condenado por Jomeini, alguien enarbolara una pancarta con el texto «Avisad a Voltaire». Su empeño dio como fruto que el parlamento de Toulouse reconociera sus errores y diera marcha atrás, procediendo a la rehabilitación de Calas en 1765.

Un escritor en campaña. El Tratado sobre la tolerancia, que también tuvo un gran éxito y es una de sus obras fundamentales (junto con el Diccionario filosófico y las Cartas filosóficas) puede verse como el remate de esa campaña, una vez conseguida la victoria. Los hechos del caso se ajustaban como un guante a sus ideas sobre la intolerancia de la religión, dice Mauro Armiño, editor y traductor de este volumen, algo corroborado por el propio Voltaire, que escribe al final del libro: «Hemos escrito lo que pensamos de la tolerancia, con ocasión de Jean Calas, a quien el espíritu de intolerancia ha hecho perecer».

Además del texto del Tratado, este volumen incluye algunas piezas de la campaña –«una estrategia de combate sin antecedentes en la historia y que solo puede compararse con una moderna campaña de prensa» (M. Armiño)– que dan una idea del talante de este Voltaire militante. No tuvo empacho, por ejemplo, en alterar levemente algunos datos, como la edad de Calas, haciéndole mayor de lo que era, con el doble objeto de fomentar la compasión hacia él y hacer más inverosímil la muerte de un joven a manos de un padre anciano. No se privó de adornar literariamente el relato con efectos teatrales; y –siempre en aras de conseguir el fin perseguido– escribió cartas que atribuyó a miembros de la familia Calas. Que algunas de esas cartas eran de la mano de Voltaire se transparenta en detalles como que en una, atribuida a un hijo, este dé como edad del padre la misma, aumentada, que da en otro lugar Voltaire. Además de algunas reflexiones típicamente suyas, como hablar del «odio que con tanta frecuencia nace de la diversidad de las religiones». En otras cartas firmadas por él y dirigidas a personas influyentes (ya se ha dicho que se implicó a fondo), utiliza de modo recurrente un argumento central de la campaña y del libro, que ese proceso, como algún otro parecido de esos años, «interesan al género humano». «Importa a todo el mundo que se justifiquen tales sentencias». «Interesa a todos los hombres profundizar este asunto… Es renunciar a la humanidad tratar con indiferencia un episodio como este», escribe en diversas cartas.

Un Voltaire moderado y sumiso. En cuanto al Tratado en sí, se puede decir de él algo parecido a lo que se ha dicho de la obra en general de Voltaire, que tiene un carácter proteico y falta de sistema. El libro pasa de las circunstancias del caso Calas a reflexiones históricas (sobre la tolerancia entre los romanos y los judíos, por ejemplo) o a incluir textos diversos: un diálogo o una carta imaginarios, una oración… Y como tiene un objetivo muy concreto y práctico, que es conseguir difundir la tolerancia para evitar casos como el que le ocupa («a fuerza de levantar la voz se hace oír a los oídos más duros», escribe en una de las cartas), dentro de su combate por la reforma de la justicia penal, el tono empleado es a menudo de prudencia y moderación; adoptando (cabe pensar que sin ironía) un punto de vista de ortodoxa religiosidad. La religión de Voltaire es un asunto ampliamente debatido; era lo que se llama deísta, creyente en un Ser Supremo –aunque no haya faltado quien le tachara de ateo– y no tanto en una religión establecida. En este libro, incluso se muestra y define como católico.

Pone algunos límites a la tolerancia, concediendo que los miembros de la religión minoritaria o no oficial no ocupen los puestos o los honores que ostentan los de la religión oficial, o carezcan de templos públicos. El cuerpo de obispos de Francia le parece «formado por gentes de calidad que piensan y actúan con una nobleza digna de su nacimiento». Hace gala de falsa modestia, esperando «que un ministro ilustrado y magnánimo, un prelado humano y sabio, un príncipe… se digne echar una mirada sobre este escrito informe y defectuoso». Habla de «suavizar unos edictos acaso necesarios en otro tiempo» y de que «no nos corresponde a nosotros señalar al ministerio lo que puede hacer, basta con implorarle en favor de los desgraciados». Y en esa línea, llega a pedir la tolerancia no como un bien en sí misma, sino por el interés de admitir más manos laboriosas que aumentarían los tributos del Estado, volviendo útiles e impidiendo que vuelvan a ser peligrosos los ciudadanos de otra religión. «El interés del Estado estriba en que unos hijos expatriados vuelvan con modestia a la casa de su padre: el sentido de humanidad lo pide, la razón lo aconseja, y a la política no puede asustarle».

admitir más manos laboriosas que aumentarían los tributos del Estado

Contra la superstición sobre todo. Pero, por encima de su profesión de fe católica, combate lo que él considera superstición. El problema estaba, como señala H. J. Störig, en que él entendía por superstición buena parte de lo que para sus contemporáneos significaba religión. En este sentido, el Tratado sobre la tolerancia es un libro típico de la Ilustración, buen representante de ese estilo que se encuentra en otros ilustrados, como el conde de Volney y su famoso Las ruinas de Palmira, un intento de someter a los criterios de la razón numerosos aspectos de la historia sagrada.

Voltaire, en concreto, apunta a las historias de los mártires, poniendo en tela de juicio, o rechazando abiertamente, tanto casos concretos (San Lorenzo, la legión tebana; San Hipólito, martirizado por un método que no se conocía en Roma, pero que coincide con el que sufrió otro Hipólito, pagano e hijo de Teseo) como la extensión de las persecuciones por parte de Roma. Señala la contradicción entre las persecuciones tal como las ha contado la Iglesia y «la libertad que tuvieron los cristianos para reunir cincuenta y seis concilios» en los tres primeros siglos. Admite que hubo persecuciones, pero no del modo tan violento y extendido que se ha contado. De haber sido así, alega, Tertuliano habría sufrido el martirio. El proselitismo cristiano de los primeros siglos, sus misiones, el tropel de fieles que, en esos relatos, acudía a las prisiones o sepultaba al mártir, le parecen argumentos para pensar que los cristianos fueron tolerados bajo los emperadores. Le parece difícil creer que aquellos emperadores, que no eran unos bárbaros, privaran a los cristianos de una libertad que tenían todos. «Es preciso que hayan sido otras las causas de la persecución», sostiene, y apunta a un «fervor desconsiderado» que llevó a algunos a provocar y desobedecer las leyes, alzándose contra los falsos dioses y rebelándose violentamente contra el culto recibido. Concluye que fueron esos mártires los intolerantes y afirma que no se puede dejar de sentir cierta indignación contra los «charlatanes que acusan a Diocleciano de haber perseguido a los cristianos desde que subió al trono». Es comprensible que estos argumentos ofendieran a la Iglesia de su tiempo y de mucho después, aunque Voltaire distinguiera entre las verdades de la religión, que decía respetar, y «la religión mal usada».

«Nos hemos exterminado por unos párrafos». En resumen, Voltaire ataca «esas leyendas absurdas que añadís a las verdades del Evangelio», afirmando que «la superstición es a la religión lo que la astrología a la astronomía, la hija muy loca de una madre muy cuerda». Y añade: «De todas las supersticiones, ¿no es la más peligrosa la de odiar a su prójimo por sus opiniones? ¿Y no es evidente que sería más razonable todavía adorar el santo ombligo, el santo prepucio, la leche y el vestido de la Virgen María que detestar y perseguir a nuestro hermano?». Frase que nos lleva a otra faceta importante del libro, la referida a las guerras de religión, el efecto más perverso de la intolerancia religiosa, que es la que interesa a Voltaire. Aquí, su ataque sí se dirige a la Iglesia católica: «Lo digo con horror pero con franqueza: ¡somos nosotros, cristianos, los que hemos sido persecutores, verdugos, asesinos!». Y sostiene que los protestantes perseguidos acabaron sustituyendo la paciencia por la rabia e «imitaron las crueldades de sus enemigos» con el resultado de que «nueve guerras civiles llenaron Francia de carnicería». Califica el derecho de la intolerancia como absurdo y bárbaro, peor que el derecho de los tigres, que solo se desgarran para comer; «y nosotros –dice Voltaire– nos hemos exterminado por unos párrafos». En definitiva: «A menos dogmas, menos disputas; y a menos disputas, menos desgracias… Sería el colmo de la locura pretender llevar a todos los hombres a pensar de una manera uniforme sobre la metafísica».

En este punto, Voltaire, que no era precisamente optimista sobre la condición humana, muestra su optimismo ilustrado y su confianza en la razón: «La filosofía, la sola filosofía, esa hermana de la religión, ha desarmado las manos que la superstición había ensangrentado tanto tiempo; y la mente humana, al despertar de su ebriedad, se ha asombrado ante los excesos a que la había arrastrado el fanatismo». Y propone una religión que se puede calificar de ilustrada. «El abuso de la religión más santa ha producido un gran crimen. Interesa, por tanto, al género humano examinar si la religión debe ser caritativa o bárbara». «Cuanto más divina es la religión cristiana, menos corresponde al hombre imponerla; si Dios la hizo, Dios la sostendrá sin vos… ¿Querríais, por último, sostener mediante verdugos la religión de un Dios al que unos verdugos hicieron perecer, y que solo predicó dulzura y paciencia?».

Distingue entre el cristianismo original y la práctica de la Iglesia, afirmando que, en los Evangelios, hay muy pocos pasajes «de los que el espíritu de persecución haya podido inferir que son legítimas la intolerancia y la coacción». Recuerda que Jesucristo predicó la dulzura, la paciencia y la indulgencia («si queréis pareceros a Jesucristo, sed mártires y no verdugos») y rastrea testimonios cristianos contra la intolerancia, de autores como San Hilario, Lactancio («la religión no se ordena») o San Atanasio; concluyendo: «Nuestras historias, nuestros discursos, nuestros sermones, nuestros libros de moral, nuestros catecismos, todos ellos respiran, todos ellos enseñan hoy este deber sagrado de la indulgencia… Hay por tanto, repitámoslo una vez más, absurdidad en la intolerancia».

Centrado, pues, en la tolerancia religiosa, el libro no entra en aspectos ajenos a su tiempo y que marcan hoy el debate de la tolerancia (multiculturalidad, sexualidad…). Pero contiene reflexiones todavía actuales, como la diferencia entre pecado y delito: «Para que un gobierno no tenga derecho a castigar los errores de los hombres es menester que esos errores no sean crímenes».

Junto a todo lo anterior, Voltaire brilla en el estilo literario. En el sarcasmo feroz de una supuesta carta dirigida a un jesuita intolerante, en la que se exponen métodos para eliminar a los hugonotes y jansenistas, rechazando cualquier remilgo ante la posibilidad de eliminar a inocentes: «No hay proyecto que no tenga inconvenientes. Si os detuviéramos ante estas pequeñas dificultades, nunca llegaríamos a nada». Un texto que parece deudor del Jonathan Swift, al que había leído y admiraba, de Una modesta proposición.

Pero también está la belleza de una Plegaria a Dios («dígnate mirar en tu piedad los errores unidos a nuestra naturaleza; que esos errores no provoquen nuestras calamidades»). Y conclusiones plenamente vigentes dentro de un libro escrito «con el único propósito de volver a los hombres más compasivos y más dulces». Conclusiones humanistas como: «Los cristianos deben tolerarse los unos a los otros. Voy más lejos: os digo que hay que mirar a todos los hombres como hermanos nuestros». «Puesto que sois débiles, socorreos; puesto que sois ignorantes, ilustraos y toleraos». Ángel Vivas es periodista cultural.













Orgullo de especie. [Archivo del blog, 08/09/2018]









Tú eres una de las personas -se cuentan por millones- que no han leído ni leerán En defensa de la ilustración, el último libro de Steven Pinker, que acaba de traducirse al español, escribe en El Mundo Arcadi Espada a su amada liberada en una de sus últimas "Cartas a K". Como explica cualquiera de sus reseñas, comienza diciendo Espada,  el libro detalla las razones de que el mundo vaya a mejor y se inscribe en el movimiento anticenizos que fundó Matt Ridley hace ocho años al publicar El optimista racional. La tesis de Pinker sobre la buena marcha de las cosas tiene, sin embargo, un punto débil: ¡no irán tan bien las cosas cuando habrá menos lectores de este libro que no lectores! Más seriamente dicho: si este libro, o al menos la información que contiene, fuera de dominio público y se expusiera desde la más tierna escuela, la mejora del mundo sería espectacular. Estas palabras del autor lo concretan: "El problema de la retórica distópica estriba en que si la gente cree que el país es un basurero en llamas, será receptiva a la eterna llamada de los demagogos: '¿Qué tienes que perder?'". Hay, ciertamente, mucho que perder.
Pero la discusión sobre si hay más o menos razones para el optimismo empequeñece este libro y su propuesta de una nueva educación general básica. Pinker ha escrito una conmovedora historia de la humanidad racional que liquida o deja en puramente marginal cualquier objeción que pueda hacerse a su uso de algunas estadísticas. Entre ellas, por cierto, la muy divulgada del progresófobo John Gray, a propósito del descenso de la violencia. El optimismo implica siempre una voluntad prospectiva, a la que solo tenuemente Pinker se adhiere. Su prudencia es lógica: según la experiencia y el conocimiento acumulados, el cuento de la vida acaba mal y casi siempre en contra de los deseos de sus protagonistas. Así lo sustancial y lo más hermoso de este libro es el detalle de la rebelión del hombre contra el destino y sus esfuerzos titánicos para mejorar su condición animal. Este detalle: "Un milenio después del año 1 d. C. el mundo era apenas más rico que en tiempos de Jesús. Se tardó otro medio milenio en duplicar la renta. Entre 1820 y 1900 se triplicaron los ingresos mundiales. Volvieron a triplicarse en poco más de cincuenta años. Solo hicieron falta otros veinticinco años para que se triplicasen de nuevo y otros treinta y tres para que se volviesen a triplicar. El producto bruto mundial ha crecido casi cien veces desde que la Revolución Industrial estaba en plena vigencia en 1820, y casi doscientas veces desde el comienzo de la Ilustración en el siglo XVIII". Ahí está la nuez del libro, de la rebeldía humana y de nuestro mundo. Los números de un progreso económico e, inexorablemente, también moral. La época va saciada de orgullos. Mujer. Gay. Negro. Catalán. La intención de Pinker, aunque no la formule, es bastante perceptible. Un orgullo de especie. La enmienda de la vieja profecía enunciada por Julian Simon: las cosas irán cada vez mejor aunque la mayoría de las personas seguirán diciendo que van peor. Pero este orgullo de especie ha de afrontar un problema irresoluble: ¿contra quién se dirige? Las mujeres tienen a los hombres. Los gays, a los heteros. Los negros, a los blancos. Los catalanes, a los españoles. Hasta los animalistas -en Orgullo Animal milita nuestro ministro de Cultura y Tauromaquia- tienen a las personas. No hay orgullo sin la humillación más o menos explícita del otro. Verdaderamente yo propondría a dios, pero dudo si una ficción resistiría como antagonista.
La paradoja de Simon y su arraigo en la conciencia contemporánea puede tener laboriosas causas múltiples. Pero el vector principal, que Pinker subraya, es el periodismo. Ya en las primeras páginas le pide al lector que no olvide el gráfico que resulta de la técnica llamada minería de opiniones (data mining) que aplicó el científico de datos Kalev Leetaru a todos los artículos publicados en el Times entre 1945 y 2005: según el Times, el mundo va cuesta abajo. Una explicación la da el propio Pinker, páginas atrás: "Dado que nos preocupamos más por la humanidad, propendemos a confundir los daños que nos rodean con signos de lo bajo que ha caído el mundo, en lugar de en lo alto que se han situado nuestros estándares". El ejemplo clásico es el crimen de pareja: mientras en la realidad no deja de bajar, en los periódicos no deja de subir. En su mirada severa sobre los periódicos Pinker no hace suficiente hincapié en su influencia sobre la ampliación del círculo de compasión. Gracias a ellos el hombre ha extendido su solidaridad de especie más allá de los vínculos familiares y tribales. Y es probable que la reducción global de los crímenes esté vinculada con su presencia en los medios, por encima de otros efectos colaterales como el discutido efecto de imitación. Sería interesante que alguien merodeara por la hipotética relación entre la estabilidad de las cifras de suicidio y su casi total ausencia en los periódicos, una ausencia que tiene su origen en el presunto efecto imitativo. Pero con independencia del beneficio que pueda causar el pesimismo periodístico hay otras cuestiones importantes vinculadas con las malas noticias que Pinker no aborda. La materia prima del periodismo son las noticias y la noticia en un edificio de vecinos no es que X e Y sigan con su feliz monotonía conyugal, sino que la rompan. Por eso el invariable primer titular del periódico no es Hoy también amaneció. El periodismo es, y debe ser, poca cosa más que lo que las gentes comentan. Los contextos en que las noticias se insertan deberían darse por sabidos, como el amanecer, y la responsabilidad de ello parece más de la Academia que de los medios. Más inquietante que la descontextualización de la noticia me parece que Harvard, en alguno de sus programas, presente "la enseñanza de la ciencia sin mención alguna de su lugar en el conocimiento humano", según escribe el propio Pinker, profesor en esa Universidad. El recordatorio del rol exacto del periodismo no disculpa, por supuesto, sus frecuentes aberraciones. Una de ellas, y respecto a la importancia del contexto, es la utilización de estadísticas espurias que pretenden cumplir con el mandato contextual. Y otra, tal vez la más importante, es su natural -¡casi biológica!- alianza con la política de oposición. El periódico da malas noticias, pero es la política la que las convierte en falso contexto, pervirtiendo la aprehensión de la realidad y facilitando el triunfo de la demagogia. Hay algo más, cuyo impacto aún está lejos de medirse adecuadamente: cada vez hay más noticias. La irrupción digital las ha multiplicado, de modo que la exposición de una persona al pesimismo ha crecido de manera brutal en la última década. La dificultad del asunto se comprenderá si se piensa que las noticias son el principal negocio de nuestra época -aunque ahora el beneficio sea para Google y no para el Times- y una de sus principales adicciones. De ahí que para rehacer el seminal vínculo entre Ilustración y Prensa, y en defensa de las dos, la primera obligación de un periódico sea la de reducir drásticamente el número de noticiosas estupideces. Y hacer hueco, por ejemplo, a este libro básico, vigoroso y rebelde, que al final y al cabo también está lleno de malas noticias. Sobre los periódicos, naturalmente, esa Biblia del cenizo. Y tú sigue ciega tu camino. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














El poema de cada día. Hoy, El mundo sensual, de Louise Glück (1943-2023)

 








EL MUNDO SENSUAL


Te llamo a través de un gigantesco río o un abismo


para prevenirte, para prepararte.


 


La tierra te seducirá, lenta, imperceptiblemente,


con delicadeza, por no decir con complicidad.


 


Yo no estaba preparada: me quedé de pie en la cocina de


mi abuela,


con el vaso en la mano. Compota de ciruelas, de


albaricoques;


 


el zumo vertido en el vaso con hielo.


Y el agua añadida, con paciencia, de poco en poco,


 


mientras uno a uno los primos opinaban, saboreando


cada adición…


 


El aroma de la fruta de verano, la intensidad del


concentrado:


el líquido colorido iba volviéndose más claro, más


radiante,


dejando pasar más luz.


Placer, luego consuelo. Mi abuela aguardaba,


por si alguien quería más. Consuelo, luego un profundo


ensimismamiento.


Nada me gustaba más: la honda intimidad de la vida


sensual,


 


el yo que desaparece en ella o que es inseparable de ella,


como suspendido, como flotando, con sus necesidades


 


a la vista, despiertas, del todo vivas.


Un profundo ensimismamiento, y con él


 


una misteriosa seguridad. A lo lejos, la fruta brillaba en


sus cuencos de vidrio.


Fuera de la cocina, la puesta de sol.


 


No estaba preparada: el ocaso, el final del verano.


Manifestaciones


del tiempo como un continuo, como algo que llega a su


fin,


 


no a un aplazamiento; los sentidos no me protegerían.


Te prevengo como nadie me previno a mí:


 


nunca tendrás suficiente, nunca te saciarás.


Saldrás lastimado, quedarás marcado, no cesarán tus


ansias.


 


Tu cuerpo envejecerá, no cesará tu deseo.


Querrás la tierra, después más de la tierra:


sublime, indiferente, presente, no obedecerá.


Todo lo abarca, no será tu sirviente.


 


Es decir: te alimentará, te embelesará,


no te mantendrá con vida.



Louise Glück (1943-2023)

Poetisa estadounidense











Las viñetas de humor de hoy miércoles, 18 de septiembre

 

















martes, 17 de septiembre de 2024

De las entradas del blog de hoy martes, 17 de septiembre de 2024

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes, 17 de septiembre de 2024. Admirar a alguien con el que no se está de acuerdo es una suerte en la vida dice en la primera de las entradas de hoy el poeta Luis García Montero; y tiene toda la razón. La segunda, un archivo del blog de septiembre de 2017, va de los fracasos de los nacionalismos, la peor lacra de las democracias. La tercera es el poema Perder el tiempo, de la poetisa Lara Moreno. Y la cuarta, como siempre, son las viñetas de humor del día. Espero que les resulten de interés. Y ahora, como decía Sócrates nos vamos y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Y sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Tamaragua, amigos míos. HArendt









De la admiración

 





Admirar a alguien con el que no se está de acuerdo es una suerte en la vida escribe en El País [La admiración, 16/09/2024] el poeta Luis García Montero. Yo he tenido la suerte de admirar mucho a Mario Vargas Llosa desde que leí La ciudad y los perros, y he tenido la suerte también de mantener mi admiración pese a que sus ideas políticas estén distantes de las mías. Las distancias políticas son inevitables en un mundo cultural que asumió la difícil tarea política de unir las palabras libertad e igualdad. A veces asistimos con indignación a la borradura de la palabra libertad en sociedades que convierten las bellas banderas en excusas para la opresión. Y a veces comprobamos con tristeza que los partidarios de la libertad se alejan cada vez más de la palabra igualdad, desentendidos de la justicia social. En estas dinámicas no resulta extraño que surjan las crispaciones y los fanatismos. Por eso es una suerte admirar mucho a quien no piensa como uno. Se aprende a mantener la propia conciencia sin considerar al otro como un enemigo.

Acabo de leer El país de las mil caras (Alfaguara), el libro en el que Carlos Granés ha reunido los escritos de Vargas Llosa sobre Perú. Nada más llegar a la dirección del Instituto Cervantes, por admiración a Mario, empecé a urdir planes para que el Congreso Internacional de la Lengua se celebrara en Arequipa, la ciudad donde nació. Leo o releo ahora sus opiniones sobre Manuel Odría, Velasco Alvarado, Alan García, Fujimori padre, Fujimori hija o Pedro Castillo, leo sus recuerdos sobre los amigos escritores, su familia y su vida peruana, y mi interés se sostiene en una admiración profunda por el escritor. En literatura, la admiración es una deuda materna muy larga. En el convento de Santa Catalina de Arequipa se puede recordar el retrato de la hija menor de la tatarabuela de una bisabuela. Es una casa, el amor de una madre junto a la que se empezó a leer. Luego están Cervantes, Sartre, Camus, Vargas Llosa… Escribir es vivir, Flaubert dixit. Luis García Montero es poeta.










El fracaso de los nacionalismos. [Archivo del blog, 09/09/2017]










El nacionalismo castellano, el vasco y el catalán han intentado sucesivamente imponer sus identidades y excluir a los disidentes. Su fracaso, víctima de sus excesos, permite vislumbrar una España abierta a la vez que plural, comenta José Ignacio Torreblanca, Director en Madrid e Investigador Principal del European Council on Foreing Relations y profesor titular de Ciencia Política en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED).
Los españoles han sufrido tres nacionalismos, comienza diciendo. Dos de ellos, el castellano y el vasco, ya han fracasado. El tercero, el catalán, lo está haciendo a la vista de todos. A pesar de que sus portadores consideren sus diferencias irreconciliables, lo cierto es que los tres han cometido errores y excesos muy similares: aupados en relatos históricos artificiales o deformados, en manos de sus elementos más fanatizados, ante la inexistencia de frenos eficaces en la sociedad civil y valiéndose de la instrumentalización de las instituciones en apoyo de sus fines, han construido proyectos supremacistas basados en una pretendida superioridad cultural y moral. El resultado ha sido intolerancia con la diversidad, acoso a la pluralidad, exclusión de los diferentes y, en distintos grados, coacción y violencia contra los disidentes.
El primero es un viejo conocido. El nacional-catolicismo, convertido en ideología oficial del franquismo, intentó la asimilación cultural, lingüística e ideológica de los españoles. Para ello se valió de un relato histórico-imperial sobre la grandeza de la nación; de una identidad primordial, la castellana, que asimiló a la española, expulsando a otras posibles identificaciones; unas instituciones políticas y culturales autoritarias y represivas; y de una lengua, el castellano, que intentó imponer como única. En su apogeo, suprimió las instituciones históricas de vascos y catalanes, prohibió y persiguió sus lenguas y consideró como inferiores a los que ostentaban otras identidades.
Por fortuna, el empeño de construir España desde el nacionalismo castellano fracasó. Y aunque los rescoldos de ese nacionalismo se aviven ocasionalmente y se hagan sentir en la negación que la extrema derecha y sus seguidores mediáticos hacen de la pluralidad de lenguas e identificaciones que constituye España, la mayoría de los castellanoparlantes parecen estar vacunados contra el nacional-catolicismo, han abrazado la nación política democrática y descentralizada consagrada en la Constitución del 78 y sustituido o diluido el etnicismo castellano por un sano europeísmo con el cual también se sienten identificados tanto política como culturalmente.
El segundo de los nacionalismos españoles, el vasco, también se encuentra en fase de sano repliegue. Aunque su demanda de recuperación de los derechos, instituciones, autogobierno y lengua suprimidos por el franquismo estaba más que legitimada histórica, cultural y políticamente, el nacionalismo vasco fue usurpado por la confluencia de dos fuerzas que lo hicieron degenerar hasta convertirlo en una ideología excluyente y chovinista. Por un lado, su legitimidad se vio erosionada por el supremacismo racista subyacente en los postulados de Sabino Arana, del que emanaba un desprecio hacia los otros pueblos de España y un complejo de superioridad moral y cultural que en poco se diferenciaba del nacional-catolicismo franquista. Por otro, y de forma más grave, el nacionalismo vasco quedó tocado moralmente por la justificación del terrorismo que la izquierda abertzale derivó de la fusión de nacionalismo y marxismo-leninismo revolucionario. Convertido en un pretendido movimiento de liberación nacional que se valía de la violencia terrorista y el asesinato político, esa degeneración nacionalista, por suerte superada hoy, logró la cruel paradoja de convertir esa versión extrema del nacionalismo vasco en una amenaza para la democracia, vida y libertades de los españoles. De ahí el repliegue hacia posiciones que, hoy, sin renunciar a la independencia como objetivo político, rechazan la violencia como medio para la consecución de un Estado vasco y aceptan el método democrático como única fuente legitimadora de la acción política.
Nuestro tercer nacionalismo español, el catalán, tampoco es ajeno a esta dinámica de auge y caída. Forjado sobre un relato histórico que ensalza la trayectoria de un pueblo noble y sabio a la vez que trabajador y honrado, dotado de una supuesta tradición democrática anclada en el medioevo pero suprimida a sangre y fuego, y amante de la libertad y el autogobierno, el nacionalismo catalán ha estado a punto de construir el nacionalismo perfecto. Y no solo por razones sentimentales, sino de eficacia: el éxito económico catalán se ha sumado a la generosa y ejemplar labor de integración cultural y lingüística de los inmigrantes, que lejos de diluir la identidad catalana la ha reforzado. Pocas identidades nacionales han sido tan abiertas e incluyentes y a la vez tan exitosas a la hora de construir un modelo de integración.
Ese éxito sin paliativos ha desencadenado una tentación ruinosa: la de víctima de la soberbia, jugarse la convivencia y el éxito económico para dotarse de un Estado propio sobre el que construir, por fin, una nación política. Y ahí es donde el nacionalismo catalán se ha resquebrajado. Como ocurrió con los otros dos nacionalismos, algunos han concluido que el fin superior de culminar el proyecto nacional justificaba retorcer los medios para lograrlo. Y pertrechados de la certeza de la superioridad moral de su causa están destruyendo o dispuestos a destruir todo lo bueno y sano que ese nacionalismo había alumbrado, poniendo en entredicho una convivencia ejemplar, sembrando la división entre catalanes buenos y malos y de primera y de segunda, instrumentalizando las instituciones, convirtiendo la lengua de todos en una lengua nacional, subvirtiendo la pluralidad de los medios públicos y aceptando como natural un discurso supremacista de tintes etnicistas y racistas (los españoles, vagos, atrasados y fascistas, nos roban y oprimen).
Pareciera que del ruido y furia del desafío secesionista se dedujera la inminencia del triunfo de su proyecto. Pero el fracaso del nacionalismo catalán es ya evidente. Igual que sus predecesores castellano y vasco, se han situado en una coyuntura en la que el deseo de culminar el proyecto nacional con un Estado propio lleva a anteponer independencia a democracia y pensar que el fin, moralmente superior, justifica medios ilegales y antidemocráticos. Como los otros nacionalismos, ni vencerá ni convencerá. Y una vez constate su fracaso, se replegará —esperemos— hacia posiciones compatibles con la democracia y la convivencia.
Concluyamos con optimismo que este triple fracaso, forjado sobre los excesos de cada nacionalismo, es una buena noticia, ya que permite vislumbrar la resolución de un problema histórico —la pugna entre diferentes proyectos nacionales dentro del país— y la consecución, por fin, de una nación política plenamente compatible con la diversidad de identidades. Quizá no hayamos caído en la posibilidad de que el triunfo del proyecto de construir una España plural en la que quepamos todos con nuestras identidades, lenguas y tradiciones culturales requiera del fracaso sucesivo de los tres nacionalismos españoles. Una España resultado de la domesticación de tres nacionalismos seguramente será más habitable que la que hemos conocido históricamente, incluso puede que refleje de forma más sincera y verdadera la auténtica identidad de España como un país plural. Demos pues la bienvenida a nuestros amigos al grupo de los nacionalismos fracasados. Si la Europa comunitaria se ha creado sobre el fracaso de sus nacionalismos, ¿por qué España no?, concluye diciendo el profesor Torreblanca. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt