Nombre fundamental de la Ilustración, o, como dijera Jacques Barzun, «la Ilustración personificada», Voltaire fue un escritor prolífico y polifacético, autor de obras filosóficas, históricas, de teatro, novela y poesía, además de una vasta correspondencia e innumerables artículos, escribe el periodista cultural Ángel Vivas en un artículo titulado Voltaire, el guardián de la tolerancia [Nueva Revista, 28/03/2023]. Se dijo de él que era más grande cuanto menor era el género que practicaba. Diccionario filosófico, Cartas filosóficas o Tratado sobre la tolerancia destacan dentro de su obra y de su constante combate contra la tiranía, la intolerancia y la superstición.
El Tratado sobre la tolerancia es una de las principales obras de su autor, muy representativa de su personalidad y trayectoria. Lo es en un doble sentido. En el fondo, por tratar de uno de los principales empeños de Voltaire, la lucha contra la intolerancia. En la forma, por su carácter heterogéneo que responde bien a la variedad de intereses del filósofo, que le llevaba a saltar de un trabajo a otro y, por ello, a una cierta dispersión. Además de la defensa de la tolerancia que indica el título, el libro (que parte de un caso real: la ejecución de un ciudadano protestante en una causa enturbiada por motivos religiosos) se centra también en combatir las supersticiones asociadas al cristianismo aplicando criterios racionalistas. Insiste, por ejemplo, en rebatir las numerosas historias de mártires de los primeros años del cristianismo. Más allá de su carácter utilitario (el libro forma parte del empeño de Voltaire en la reforma de la justicia penal), o de lo polémico que todavía pueda resultar, el Tratado sobre la tolerancia contiene un perdurable mensaje humanista; la llamada a la fraternidad que sería lema de la Revolución francesa pocos años después tiene aquí un claro antecedente.
Aun para quien no haya oído hablar de él, el título de este libro y el nombre de su autor son de los que abren el apetito lector. Voltaire y tolerancia juntos, en la misma portada. Algo importante, sin duda. La tolerancia es hoy un asunto en permanente candelero. La cuestión es: ¿qué nos puede decir –precisamente hoy– este libro de hace 260 años? Antes de entrar en su contenido, conviene fijarnos en el autor y en las circunstancias en que se escribió este tratado.
Voltaire es todo un clásico, y el que ese hecho no se discuta no implica que Voltaire no haya sido discutido, o que su valoración sea unánimemente favorable. Al decir del gran historiador Jacques Barzun, Voltaire era, ya antes de publicar este libro cerca de sus setenta años, «la Ilustración personificada». Pero para Alfred Whitehead era más un philosophe (algo así como filósofo menor o de salón) que un verdadero filósofo. Y como «ingenioso filósofo de los salones» le define la entrada del Diccionario de filosofía (Espasa) dirigido por Jacobo Muñoz. Julián Marías, en su clásica Historia de la filosofía, va un paso más allá; niega que Voltaire tenga verdadero interés filosófico, aunque le reconoce como «un escritor excelente… enormemente agudo, ingenioso y divertido». Algo muy parecido afirma otra Historia universal de la filosofía más reciente, la de Hans Joachim Störig (Tecnos); que casi todo lo que dice Voltaire se había dicho antes que él, pero nadie lo había dicho tan bien, de modo tan apasionado, tan insistente y con un éxito tan avasallador (retengamos lo del éxito, que es importante). Y si un admirador como Fernando Savater es capaz de detectar su fanatismo antifanático, sus simplificaciones progresistas y su antitradicionalismo más bien obtuso, y definirle como intrigante, veleta, aprovechado, caradura, plagiario con talento, cobarde, adulador, hipócrita redomado, mentiroso sin pudicia, entendido en cien cosas y maestro en nada, ¿qué esperar de ámbitos más conservadores o tradicionalistas? Para Joseph de Maistre, «la admiración por Voltaire es un síntoma infalible de un espíritu corrupto». Por encima de admiraciones y rechazos, o –lo que más abunda– de admiraciones matizadas, a Voltaire se le reconoce la defensa, con encanto inigualado, de valores esenciales para la humanidad (Diccionario Oxford de filosofía) o de entablar quijotescamente «un feroz y desigual combate por la tolerancia» (Savater). Y con esto entramos en la materia del libro que nos ocupa.
Una obra basada en hechos reales. El Tratado sobre la tolerancia tiene un punto de partida muy concreto, el conocido como caso Calas. En 1761, el comerciante Jean Calas, de religión protestante, fue arrestado, acusado del asesinato de su hijo. Desde el primer momento, la intervención de grupos católicos de la ciudad, Toulouse, señaló a Calas como culpable, dando por hecho que el hijo quería abjurar del protestantismo y que ese habría sido el móvil del crimen. En un ambiente de crispación, Calas fue torturado y ejecutado unos meses después, quedando su familia desprotegida. Enterado Voltaire del asunto, y convencido de la inocencia de Calas, o de la inexistencia de pruebas en su contra, así como de que el proceso había estado viciado por la presión de esos círculos católicos de Toulouse, se puso rápidamente en campaña. Él había lanzado hacía poco su consigna Aplastad al Infame, y comprendió enseguida que la ejecución de Calas era una exhibición del poder de ese Infame (la Iglesia en general y la católica en particular) y que él no podía desaprovechar una oportunidad tan clara para llevar a cabo su propia consigna. No era una actitud nueva en él, pero su compromiso con esa causa –que despertó la admiración de Diderot– fue, seguramente, el mayor combate de los muchos que emprendió. En él, Voltaire mostró de nuevo su reconocida capacidad para concitar voluntades en torno a él. Es esa actitud y esa capacidad lo que explican que, en una manifestación de apoyo a Salman Rushdie cuando este fue condenado por Jomeini, alguien enarbolara una pancarta con el texto «Avisad a Voltaire». Su empeño dio como fruto que el parlamento de Toulouse reconociera sus errores y diera marcha atrás, procediendo a la rehabilitación de Calas en 1765.
Un escritor en campaña. El Tratado sobre la tolerancia, que también tuvo un gran éxito y es una de sus obras fundamentales (junto con el Diccionario filosófico y las Cartas filosóficas) puede verse como el remate de esa campaña, una vez conseguida la victoria. Los hechos del caso se ajustaban como un guante a sus ideas sobre la intolerancia de la religión, dice Mauro Armiño, editor y traductor de este volumen, algo corroborado por el propio Voltaire, que escribe al final del libro: «Hemos escrito lo que pensamos de la tolerancia, con ocasión de Jean Calas, a quien el espíritu de intolerancia ha hecho perecer».
Además del texto del Tratado, este volumen incluye algunas piezas de la campaña –«una estrategia de combate sin antecedentes en la historia y que solo puede compararse con una moderna campaña de prensa» (M. Armiño)– que dan una idea del talante de este Voltaire militante. No tuvo empacho, por ejemplo, en alterar levemente algunos datos, como la edad de Calas, haciéndole mayor de lo que era, con el doble objeto de fomentar la compasión hacia él y hacer más inverosímil la muerte de un joven a manos de un padre anciano. No se privó de adornar literariamente el relato con efectos teatrales; y –siempre en aras de conseguir el fin perseguido– escribió cartas que atribuyó a miembros de la familia Calas. Que algunas de esas cartas eran de la mano de Voltaire se transparenta en detalles como que en una, atribuida a un hijo, este dé como edad del padre la misma, aumentada, que da en otro lugar Voltaire. Además de algunas reflexiones típicamente suyas, como hablar del «odio que con tanta frecuencia nace de la diversidad de las religiones». En otras cartas firmadas por él y dirigidas a personas influyentes (ya se ha dicho que se implicó a fondo), utiliza de modo recurrente un argumento central de la campaña y del libro, que ese proceso, como algún otro parecido de esos años, «interesan al género humano». «Importa a todo el mundo que se justifiquen tales sentencias». «Interesa a todos los hombres profundizar este asunto… Es renunciar a la humanidad tratar con indiferencia un episodio como este», escribe en diversas cartas.
Un Voltaire moderado y sumiso. En cuanto al Tratado en sí, se puede decir de él algo parecido a lo que se ha dicho de la obra en general de Voltaire, que tiene un carácter proteico y falta de sistema. El libro pasa de las circunstancias del caso Calas a reflexiones históricas (sobre la tolerancia entre los romanos y los judíos, por ejemplo) o a incluir textos diversos: un diálogo o una carta imaginarios, una oración… Y como tiene un objetivo muy concreto y práctico, que es conseguir difundir la tolerancia para evitar casos como el que le ocupa («a fuerza de levantar la voz se hace oír a los oídos más duros», escribe en una de las cartas), dentro de su combate por la reforma de la justicia penal, el tono empleado es a menudo de prudencia y moderación; adoptando (cabe pensar que sin ironía) un punto de vista de ortodoxa religiosidad. La religión de Voltaire es un asunto ampliamente debatido; era lo que se llama deísta, creyente en un Ser Supremo –aunque no haya faltado quien le tachara de ateo– y no tanto en una religión establecida. En este libro, incluso se muestra y define como católico.
Pone algunos límites a la tolerancia, concediendo que los miembros de la religión minoritaria o no oficial no ocupen los puestos o los honores que ostentan los de la religión oficial, o carezcan de templos públicos. El cuerpo de obispos de Francia le parece «formado por gentes de calidad que piensan y actúan con una nobleza digna de su nacimiento». Hace gala de falsa modestia, esperando «que un ministro ilustrado y magnánimo, un prelado humano y sabio, un príncipe… se digne echar una mirada sobre este escrito informe y defectuoso». Habla de «suavizar unos edictos acaso necesarios en otro tiempo» y de que «no nos corresponde a nosotros señalar al ministerio lo que puede hacer, basta con implorarle en favor de los desgraciados». Y en esa línea, llega a pedir la tolerancia no como un bien en sí misma, sino por el interés de admitir más manos laboriosas que aumentarían los tributos del Estado, volviendo útiles e impidiendo que vuelvan a ser peligrosos los ciudadanos de otra religión. «El interés del Estado estriba en que unos hijos expatriados vuelvan con modestia a la casa de su padre: el sentido de humanidad lo pide, la razón lo aconseja, y a la política no puede asustarle».
admitir más manos laboriosas que aumentarían los tributos del Estado
Contra la superstición sobre todo. Pero, por encima de su profesión de fe católica, combate lo que él considera superstición. El problema estaba, como señala H. J. Störig, en que él entendía por superstición buena parte de lo que para sus contemporáneos significaba religión. En este sentido, el Tratado sobre la tolerancia es un libro típico de la Ilustración, buen representante de ese estilo que se encuentra en otros ilustrados, como el conde de Volney y su famoso Las ruinas de Palmira, un intento de someter a los criterios de la razón numerosos aspectos de la historia sagrada.
Voltaire, en concreto, apunta a las historias de los mártires, poniendo en tela de juicio, o rechazando abiertamente, tanto casos concretos (San Lorenzo, la legión tebana; San Hipólito, martirizado por un método que no se conocía en Roma, pero que coincide con el que sufrió otro Hipólito, pagano e hijo de Teseo) como la extensión de las persecuciones por parte de Roma. Señala la contradicción entre las persecuciones tal como las ha contado la Iglesia y «la libertad que tuvieron los cristianos para reunir cincuenta y seis concilios» en los tres primeros siglos. Admite que hubo persecuciones, pero no del modo tan violento y extendido que se ha contado. De haber sido así, alega, Tertuliano habría sufrido el martirio. El proselitismo cristiano de los primeros siglos, sus misiones, el tropel de fieles que, en esos relatos, acudía a las prisiones o sepultaba al mártir, le parecen argumentos para pensar que los cristianos fueron tolerados bajo los emperadores. Le parece difícil creer que aquellos emperadores, que no eran unos bárbaros, privaran a los cristianos de una libertad que tenían todos. «Es preciso que hayan sido otras las causas de la persecución», sostiene, y apunta a un «fervor desconsiderado» que llevó a algunos a provocar y desobedecer las leyes, alzándose contra los falsos dioses y rebelándose violentamente contra el culto recibido. Concluye que fueron esos mártires los intolerantes y afirma que no se puede dejar de sentir cierta indignación contra los «charlatanes que acusan a Diocleciano de haber perseguido a los cristianos desde que subió al trono». Es comprensible que estos argumentos ofendieran a la Iglesia de su tiempo y de mucho después, aunque Voltaire distinguiera entre las verdades de la religión, que decía respetar, y «la religión mal usada».
«Nos hemos exterminado por unos párrafos». En resumen, Voltaire ataca «esas leyendas absurdas que añadís a las verdades del Evangelio», afirmando que «la superstición es a la religión lo que la astrología a la astronomía, la hija muy loca de una madre muy cuerda». Y añade: «De todas las supersticiones, ¿no es la más peligrosa la de odiar a su prójimo por sus opiniones? ¿Y no es evidente que sería más razonable todavía adorar el santo ombligo, el santo prepucio, la leche y el vestido de la Virgen María que detestar y perseguir a nuestro hermano?». Frase que nos lleva a otra faceta importante del libro, la referida a las guerras de religión, el efecto más perverso de la intolerancia religiosa, que es la que interesa a Voltaire. Aquí, su ataque sí se dirige a la Iglesia católica: «Lo digo con horror pero con franqueza: ¡somos nosotros, cristianos, los que hemos sido persecutores, verdugos, asesinos!». Y sostiene que los protestantes perseguidos acabaron sustituyendo la paciencia por la rabia e «imitaron las crueldades de sus enemigos» con el resultado de que «nueve guerras civiles llenaron Francia de carnicería». Califica el derecho de la intolerancia como absurdo y bárbaro, peor que el derecho de los tigres, que solo se desgarran para comer; «y nosotros –dice Voltaire– nos hemos exterminado por unos párrafos». En definitiva: «A menos dogmas, menos disputas; y a menos disputas, menos desgracias… Sería el colmo de la locura pretender llevar a todos los hombres a pensar de una manera uniforme sobre la metafísica».
En este punto, Voltaire, que no era precisamente optimista sobre la condición humana, muestra su optimismo ilustrado y su confianza en la razón: «La filosofía, la sola filosofía, esa hermana de la religión, ha desarmado las manos que la superstición había ensangrentado tanto tiempo; y la mente humana, al despertar de su ebriedad, se ha asombrado ante los excesos a que la había arrastrado el fanatismo». Y propone una religión que se puede calificar de ilustrada. «El abuso de la religión más santa ha producido un gran crimen. Interesa, por tanto, al género humano examinar si la religión debe ser caritativa o bárbara». «Cuanto más divina es la religión cristiana, menos corresponde al hombre imponerla; si Dios la hizo, Dios la sostendrá sin vos… ¿Querríais, por último, sostener mediante verdugos la religión de un Dios al que unos verdugos hicieron perecer, y que solo predicó dulzura y paciencia?».
Distingue entre el cristianismo original y la práctica de la Iglesia, afirmando que, en los Evangelios, hay muy pocos pasajes «de los que el espíritu de persecución haya podido inferir que son legítimas la intolerancia y la coacción». Recuerda que Jesucristo predicó la dulzura, la paciencia y la indulgencia («si queréis pareceros a Jesucristo, sed mártires y no verdugos») y rastrea testimonios cristianos contra la intolerancia, de autores como San Hilario, Lactancio («la religión no se ordena») o San Atanasio; concluyendo: «Nuestras historias, nuestros discursos, nuestros sermones, nuestros libros de moral, nuestros catecismos, todos ellos respiran, todos ellos enseñan hoy este deber sagrado de la indulgencia… Hay por tanto, repitámoslo una vez más, absurdidad en la intolerancia».
Centrado, pues, en la tolerancia religiosa, el libro no entra en aspectos ajenos a su tiempo y que marcan hoy el debate de la tolerancia (multiculturalidad, sexualidad…). Pero contiene reflexiones todavía actuales, como la diferencia entre pecado y delito: «Para que un gobierno no tenga derecho a castigar los errores de los hombres es menester que esos errores no sean crímenes».
Junto a todo lo anterior, Voltaire brilla en el estilo literario. En el sarcasmo feroz de una supuesta carta dirigida a un jesuita intolerante, en la que se exponen métodos para eliminar a los hugonotes y jansenistas, rechazando cualquier remilgo ante la posibilidad de eliminar a inocentes: «No hay proyecto que no tenga inconvenientes. Si os detuviéramos ante estas pequeñas dificultades, nunca llegaríamos a nada». Un texto que parece deudor del Jonathan Swift, al que había leído y admiraba, de Una modesta proposición.
Pero también está la belleza de una Plegaria a Dios («dígnate mirar en tu piedad los errores unidos a nuestra naturaleza; que esos errores no provoquen nuestras calamidades»). Y conclusiones plenamente vigentes dentro de un libro escrito «con el único propósito de volver a los hombres más compasivos y más dulces». Conclusiones humanistas como: «Los cristianos deben tolerarse los unos a los otros. Voy más lejos: os digo que hay que mirar a todos los hombres como hermanos nuestros». «Puesto que sois débiles, socorreos; puesto que sois ignorantes, ilustraos y toleraos». Ángel Vivas es periodista cultural.
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