domingo, 15 de septiembre de 2024

El poema de cada día. Hoy, Disolución del sueño, de Guillermo Carnero (1947)

 





DISOLUCIÓN DEL SUEÑO


Nadie puede instalarse

en los sueños de otro: están fundados

en la incredulidad, la decepción y el miedo,

y su inquietud no admite compañía.

Juguetes rotos de una niñez tapiada

que no quiere arriesgar el privilegio

de mecerse en la paz de no haber sido;

un andrajo sin nombre

vacante en el umbral del paraíso

al no tener un cuerpo que lo vista.

El que contempla el Sol no ve su fuego,

cifrado en cenital circunferencia;

baja la vista, y teme. Lo confunde la luz;

sólo puede mirarla si se mezcla

a los colores turbios de las cosas.

Tampoco se permite

afrontar la arrogancia de sus sueños.

Finge que no lamenta su vacío

pues no los tiene ni jamás los tuvo,

o los destierra al sótano más hondo

sin calor ni alimento, hasta que mueren

y vagan insepultos y lo acosan

al apagar la luz en un cuarto de hotel;

y por fin engalana su cadáver,

lo corona de mirto y lo pasea

para ofrecerlo a quien lo pisotee,

y lo destierra al fin a la página escrita

para eludir su insulto de blancura,

salpicando de tinta su amenaza de espejo,

su insoslayable potestad de lirio.

Sueño: región más alta,

sonora en geometría cuyo color se vuelve

imán de la certeza del exilio.

La voz es una brisa que nos trae

los primeros jirones

de los aromas del jardín del sueño.

Ha de reburujarse como seda

o desplegarse cálida y redonda,

henchida al ascender en su ternura,

y volar sobre cumbres y estuarios.

Así tu voz, umbral de tantos mundos,

sabía concederlos resumidos

en la proximidad del horizonte

de la luz de la llama de una vela;

pero hoy vendría a mí tenue y descalza,

sobre la duda de cristales rotos

que esparciste en la estela de tu nombre.

Si rompieras a hablar, tu voz tendría

una pátina oscura de parajes

donde se pudre la lección del tiempo.

Ya no podré entenderte si me hablas:

sólo olvidando el lastre de las cosas

y las aristas negras de los nombres

tiene tu voz la pulcritud del sueño:

música en el estuche de su brillo.

En los sueños, los ojos son azules:

si son de otro color, no estás soñando.

El azul es un reino de dulzura.

Dulzura no es palabra suficiente

en lo espiritual y trascendido;

es la de los torrentes cuando llegan

a presentar en el Abril del valle

la rendición templada de su hielo,

conservando en color de las alturas

la transfiguración del aire límpido;

la del rumor de guijas y de conchas

que resuena en las playas por la noche,

llenando de sí misma

la conciencia de estar oculto y solo.

Cuando abrías los ojos levantabas

una cúpula azul sobre la tierra,

coronada de flámulas ardientes;

un recinto tan alto

y en su ofrenda de luz tan silencioso

que toda voluntad se deslizaba

por la pendiente del desasimiento.

Así unos ojos pueden encender

la latitud inaugural del mundo

diáfana y trasparente sin frontera,

y entrecerrar su propio laberinto

de heces y esquirlas de rumor taimado.

No quiero su amenaza

en la consternación del aire turbio:

sólo el azul extático y redondo.

La curvatura es vocación del río

con inflexiones lentas de meandro

en el arroyo que desciende al valle,

es consuelo en el círculo del Sol

cuando tiñe de rojo la parábola

en que la luz dibuja el horizonte,

espiral aguzada

en el brillo del brote de la hoja,

convexidad en la tensión del fruto,

densidad y turgencia

en todo lo colmado y lo creciente.

La redondez es signo de la carne

de mujer, salvación,

oasis de volumen

en la angustia del plano y de la recta;

pero ha de ser jardín al que no lleve

la ausencia de un camino no trazado.

Esa es la norma capital del sueño,

lo que confiere elevación de nube

y resplandor solar de paraíso

a la entereza de un jardín redondo

retirado al secreto

de su concavidad, sin que el dardo del tiempo

-serpiente rectilínea que hiere con la ciencia

del veneno sin paz de la memoria-

tenga puerta cerrada en que clavarse.

Pero tú oscureciste el horizonte

donde pudo brillar el más diáfano

silencio precursor de voz primera,

y trajiste al preludio

de su estación redonda la maldición del tiempo:

un largo corredor de palabras caídas

pudriéndose en la sombra de su otoño.

Así llegué al umbral del paraíso

como Moisés en su último viaje;

y en la desolación de la memoria

y la miseria del entendimiento

se desvanecen un jirón azul,

geometría sin voz, música abstracta.


Guillermo Carnero (1947). Poeta español














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