lunes, 16 de septiembre de 2024

De la muerte de la cultura

 







En Occidente nos quejamos como caniches excitados, sin apreciar lo reciente que es en términos relativos nuestra libertad para lanzar reproches diarios sobre política, deporte, clima, comida, escribe en Revista de Libros [¿Es posible que la cultura tal como la conocías haya muerto sin que te hayas enterado?, 04/09/2024] la escritora Gabriela Bustelo, o incluso sobre temas punteros como la inteligencia artificial y la robotización mundial que nos podrían dejar sin trabajo. Gran parte de las libertades individuales que definen las democracias occidentales ―libertad de opinión, libertad de prensa, de manifestación, de movimiento, de conciencia, de asamblea― son evoluciones de este lamento personalizado que es, hasta cierto punto, la esencia del ciudadano occidental. Durante el segundo que tardamos en decir ¡ay! se lanzan al universo digital unos seis mil tuits, que suman la inconcebible cantidad de 200.000 millones de tuits al año, de los cuales un alto porcentaje son quejas.

Con la «ciberización» global hemos comprobado aquello que vaticinaba el sociólogo estadounidense Neil Postman en su ensayo de 1985 Amusing Ourselves to Death. El intraducible título ―algo así como «Matándonos de felicidad»― alude a la cultura popular en el sentido de un entretenimiento que funciona como el soma de Huxley, una droga sin secuelas que mantiene a la población mundial tenazmente distraída, suprimiendo toda voluntad de perfeccionamiento espiritual o de alcanzar nada que no se tenga ya. Cuando leíamos hace décadas tanto a Postman como a Huxley, nos impresionaban sus vaticinios intelectualizados sobre la sociedad de consumo, la publicidad, la manipulación, la psicología de masas, la instrumentalización de la ciencia, el totalitarismo y la eliminación del pensamiento crítico. Todo aquello era algo que nunca íbamos a vivir. El Mundo feliz de Huxley era ciencia-ficción, ese subgénero literario para friquis y nerds. Lo de Postman era un ingenioso ensayito ochentero, una mochila especulativa acoplada al universo huxleyano, con su «civilización» como una pompa de sedación tecnológica, felicidad prefabricada y gratificación instantánea. Eso no nos iba a pasar a nosotros.

Pero entonces llegó la globalización, esa abrumadora interconexión planetaria que empezó en 1492, cuando Cristóbal Colón descubrió el continente americano, inaugurando la Edad Moderna. Y que culminaron Steve Jobs y Bill Gates, con el teléfono inteligente y el ordenador personal, capaces de acoplar en tiempo real a 8.000 millones de personas. Esa pequeña computadora portátil, el teléfono inteligente que Steve Jobs presentó al mundo en 2007, cinco años antes de morir, es hoy un artefacto cotidiano que parece que siempre estuvo ahí, cuando de hecho es el tótem tecnológico, informativo y cultural de la era cíber. Resulta prácticamente imposible conjeturar nuestros tiempos sin internet, ni móviles, ni redes sociales. Pero viniendo del siglo del modernismo literario, el diálogo interior, la narración fragmentada y la autoficción, del siglo de Freud, Picasso, Foucault, Wittgenstein, Curie, Beauvoir, cabe preguntarse, ¿cuál es la situación de la cultura?

En 2014 el periodista estadounidense Carl Taro Greenfeld publicaba en el New York Times que «nunca como en el siglo XXI ha sido tan simple aparentar saber tanto sin saber realmente nada», cosa que relacionaba con el modelo de interacción frenética de las redes sociales, que obliga a demostrar las veinticuatro horas al día que no se es analfabeto. «Nos acercamos peligrosamente a un pastiche cultural que en realidad es un nuevo modelo de incultura», avisaba el periodista antes de confesarse un impostor cultural que también ha sucumbido al maleficio de alardear de conocimientos en las redes.

Esta perspectiva arrolladora llevaría a plantear que nos hallemos ante una transmutación de la noción occidental de cultura. De hecho, la era cíber en tanto que democracia digital permite a los siete millones de dueños de un teléfono inteligente decidir qué consideran cultura y en qué formato quieren recibirla. En este proceso de autoculturización, la labor del prescriptor cultural clásico —el adorado intelectual del siglo XX— sería innecesaria o sustituible por la de una estrella mediática con pódcast en YouTube. A juzgar por estos nuevos parámetros, la cultura posterior a la revolución informática no va a ser la que ha sido hasta ahora.

Mario Vargas Llosa, el último Premio Nóbel de Literatura en español, ya lo denunció en 2012 en su ensayo La civilización del espectáculo, traducido al inglés con el título Notes on the Death of Culture («Apuntes sobre la muerte de la cultura»). Su perspectiva, sin embargo, es la de un intelectual agraviado a medio camino entre Guy Debord y Neil Postman, que define el problema como una cuestión de prioridades mal elegidas: «el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento y divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal». T. S. Eliot, en Notas para la definición de la cultura, hablaba de «un sistema orgánico y creencias compartidas que no pueden planificarse ni inducirse artificialmente». Abordando el fenómeno como el desplome mundial de una mentalidad, acertaba el autor angloamericano al concebir la cultura global como un ente orgánico con vida propia. Cabe aventurar, por tanto, que las punzantes quejas de intelectuales como Vargas Llosa —y los insultos del autor español Arturo Pérez-Reverte a las personas que no leen— no logren resucitar la cultura de antaño.

Pero entonces, ¿qué sucede con los intelectuales? ¿Existen todavía aquellos gurús culturales, intocables durante siglos, por no decir milenios? Haberlos, haylos. Pero la noción actual del intelectual se va alejando de la del pope sacrosanto del conocimiento y se acerca más a la de Dwight Eisenhower: «Un intelectual es una persona que emplea más palabras de las necesarias en fingir que sabe más de lo que sabe». En los países occidentales la palabra cada vez se usa con más desdén, incluso anteponiendo adjetivos como «presunto» o «autodenominado». La función adoctrinadora de antaño, la de evangelizar a los incultos, hoy la hacen en las redes los activistas políticos y los agitadores mediáticos. En las potencias occidentales, la ciberización ha despojado a los intelectuales clásicos de su aura de seres iluminados y los ha reducido a seres redundantes, camino de la extinción. Porque el autodidacta se basta y se sobra con el iPhone. No necesita a nadie que le diga con condescendencia qué pensar, qué leer ni qué decir.

En España, sin embargo, sigue siendo una ocupación considerada naturalmente venerable, ejercida por personas que pontifican a diario, cuando no insultan a la población por obstinarse en no alcanzar sus niveles de sabiduría. En nuestra esquina de Europa, es frecuente toparse con la palabra «cultura» empleada todavía como un lema sagrado o como un conjuro de acceso a instancias vedadas al resto de los humanos.

Este hecho no es casual. La explotación de la cultura como instrumento de manipulación política ha funcionado en España como un mecanismo bien engrasado durante toda la democracia. Incluso existen confesiones explícitas de esta actividad. Hace quince años, Juan Luis Cebrián recurrió a una humorada estadounidense sobre profesiones impopulares —«No le digas a mi madre que soy político, dile que toco el piano en un puticlub»— y se la aplicó a sí mismo como periodista, al publicar en 2009 un libro que tituló El pianista en el burdel.

En 2010 se publicó la versión inglesa, titulada The Piano Player in the Brothel: The Future of Journalism, prologada por el veterano periodista británico-americano Harold Evans, exdirector del Sunday Times. Esta introducción explicaba cómo la prensa española orientó a la ciudadanía durante la Transición, ayudando a los espíritus aturdidos a emprender su nueva vida y enderezar el rumbo hacia el deslumbrante universo occidental. No en vano, la prensa era la única institución competente, según Evans, para instruir democráticamente a 35 millones de personas que nunca habían vivido en un país soberano. «Y cuando digo la prensa me refiero a El País», se apresuraba a explicar el prologuista. El comentario iba dirigido al público angloparlante, porque los españoles sabemos que durante los cuarenta años posteriores a la muerte de Franco, la médula del poder político-cultural fue el diario El País, a cuyo alrededor se ovillaba un entramado de empresas mediáticas, educativas y editoras. Las líneas de separación entre este conglomerado y el Partido Socialista eran borrosas, por no decir inexistentes.

Desde los comienzos de la Transición, este núcleo irradiador nos ha embuchado sus productos culturales libertarios, igualitarios y solidarios, glaseados en formatos sofisticados y diseños rutilantes. El objetivo era crear a toda velocidad —con el material humano disponible— una cultura española homologable con la de las democracias veteranas. La España posfranquista de los cromos, las canicas y los coleccionables no había visto nada igual. Cayó rendida ante aquellos «nuevos intelectuales» publicados en Alfaguara, columnistas de El País, tertulianos de la Ser, colaboradores en la Escuela de Letras y conferenciantes de la UIMP. Sus ineludibles obras se lanzaban y vendían en las librerías Crisol, también parte del coloso empresarial. Era un montaje eficaz, bien untado, con un aire mundano, aunque localista en cuanto a la repercusión efectiva, capaz de producir con su aparataje decenas de personajes culturales intercambiables entre sí. Durante casi medio siglo nos han acribillado el encéfalo con obras que no han tenido resonancia mundial alguna, como demuestra el hecho de que en las últimas cinco décadas la única obra en español conocida por el gran público global sea Cien años de soledad, del colombiano Gabriel García Márquez, con 50 millones de libros vendidos desde que se publicó en 1967. La siguiente es La sombra del viento, del español Carlos Ruiz Zafón, publicada en 2001 por la editorial Planeta, empresa no perteneciente a este engranaje del que venimos hablando.

Pues bien, en España, tierra de las grandes paradojas, fue la pandemia la que le asestó el golpe de gracia a este imperio manufacturero de «cultura». En nuestro país, el coronavirus digitalizó el sector empresarial en dieciocho meses. El catalizador fue que el gobierno socialista impuso uno de los confinamientos más drásticos de Occidente, forzando a las pymes a tecnologizarse para sobrevivir. Hoy en España, el 99,9% de los hogares tiene teléfono fijo o móvil, siendo el país europeo con más smartphones por habitante: un 55,2% de la población tiene uno (mientras la media europea es de 46,7%). Atrás queda la imagen romántica del bibliobús que llega al pueblo rural para culturizar a sus rústicos habitantes. Durante la Guerra Civil española los soldados de las Brigadas Internacionales descubrieron que un libro tenía que tener al menos 350 páginas para detener una bala. No parece que los nativos digitales españoles vayan a elegir un grueso tomo como escudo contra la manipulación mediática. Pero tampoco para defenderse del nuevo concepto cultural al que venimos aludiendo: individualista, caprichoso, audiovisual, dinámico, cambiante y asequible a golpe de teléfono móvil.

En marzo del año 2020 ―cuando la OMS declaró que el coronavirus era una pandemia― el desnivel generacional producido por la brecha digital estaba bien asentado en el mundo. Pero la jerarquía veterana, la cúpula guardiana de las esencias culturales de Occidente, se vio de golpe recluida, gravemente enferma o diezmada por la infección letal. Los supervivientes parecían carecer de instrumentos mentales para analizar una «nueva realidad» donde aterrizaban entre perplejos y noqueados. Entre tanto, las juventudes del planeta, prácticamente inmunes al virus, hallaban el escenario despejado. Las posibilidades para desequilibrio de la balanza cultural eran casi infinitas.

Con la primera oleada de pánico y desinformación científica en torno a la pandemia, las ventas globales de libros descendieron en torno a un 20%, porque se daba por cierta la permanencia infecciosa del virus en superficies como el plástico y el papel. Las librerías del mundo echaron el cerrojo. Pero al mes siguiente resurgió la lectura como un acompañamiento esencial de la cuarentena y las ventas de libros ascendieron deprisa en formatos electrónicos y versiones de audiolibro, destacando la ficción infantil, los libros educativos y la literatura tradicional. Novelas como El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez, El gran Gatsby de Scott Fitzgerald y La campana de cristal de Sylvia Plath doblaron en Amazon sus cifras de ventas respecto al mismo periodo del año anterior. Según la cadena británica de librerías Waterstones, las compras de libros por internet llegaron a aumentar un 400% en abril.

Tres meses después de que la OMS declarase el coronavirus como pandemia global, se derribó la primera estatua de Colón, en Richmond, Estados Unidos. El martes 9 de junio de 2020 tras pasar casi un siglo en un parquecillo de la capital de Virginia, la obra de dos metros de altura y 900 kilos de hierro fundido fue arrancada de su pedestal, incendiada, rociada con pintura y arrojada a un estanque. El motivo aducido fue la muerte del ciudadano afroamericano George Floyd en Mineápolis a manos de un policía dos semanas antes. Los agitadores declararon que actuaban en solidaridad con los nativos americanos y en concreto con la tribu Powhatan, a quien pertenecía la tierra donde estaba el monumento. Esta sería la primera de una treintena de estatuas de Colón atacadas durante la pandemia en Estados Unidos por grupos de activistas que le consideraban un genocida. Ninguna de ellas ha sido restaurada ni devuelta a su emplazamiento original.

Nada representó la brecha generacional como estas revueltas contra personajes históricos considerados racistas o genocidas en distintos países occidentales. Recordemos que durante los confinamientos las generaciones jóvenes actuaban con la impunidad que les daba su resistencia al virus. Mientras la mayor parte de la población mundial se encerraba en casa y obedecía dócil al gobierno correspondiente como estrategia para intentar conservar la vida, cientos de miles de personas sabían que la pandemia había abierto una «ventana de oportunidad» única, que duraría poco y que convenía aprovechar. Un planeta amordazado era la oportunidad perfecta para que ciertos movimientos políticos o activistas individuales se colaran por las rendijas buscando avanzar sus propias reivindicaciones. Los más activos fueron los «antifas» (abreviatura de antifascistas), una mezcolanza de anarquistas, comunistas y marxistas, en cuyas filas se infiltraban oportunistas de toda índole.

El gran triunfador literario de la pandemia, instalado durante meses en la cima de las listas, fue La peste de Albert Camus. Publicado por primera vez en 1947, se convertía en un superventas mundial casi tres cuartos de siglo después. Las ventas en Reino Unido llegaron a crecer un 1.000% y en Japón se despacharon más copias en la primavera de 2020 que en los últimos 30 años. Varias librerías niponas tuvieron que limitar el número de ejemplares a uno por persona, porque se había desatado una monomanía febril con la novela francesa.

En la traducción al español de Rosa Chacel describe así Camus la ciudad apestada de Orán: «Nuestros conciudadanos trabajan mucho, pero siempre para enriquecerse. Se interesan sobre todo por el comercio, y se ocupan principalmente, según propia expresión, de hacer negocios. Naturalmente, también les gustan las expansiones simples: las mujeres, el cine y los baños de mar». Es decir, el renombrado autor francés, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1957, describía al comienzo de su novela a «las mujeres» como un divertimento simple, comparable al cine o los baños de mar. Dado que las generaciones jóvenes estaban aprovechando la ausencia de sus mayores para aplicar los correctivos históricos que consideraban necesarios, cabía plantearse entonces la posibilidad de que los antifas del mundo se pusieran a leer lo que las redes sociales llamaban «el libro paradigmático de la pandemia», que los editores reimprimían durante toda la cuarentena en nuevas tiradas con cubiertas esplendorosas e introducciones rimbombantes. ¿Pudo haber acabado la novela de Camus ardiendo en una pira igualitaria? Cosas más raras se vieron durante el confinamiento, cuando la brecha generacional de la que venimos hablando se instaló como lo que podríamos llamar el signo de nuestros tiempos.

El mismo día en que las juventudes furibundas derribaron la primera estatua de Colón, la plataforma HBO Max suprimió de su parrilla la película Lo que el viento se llevó. El gran clásico cinematográfico es una fiel adaptación de la novela homónima de Margaret Mitchell, ambientada en la Guerra Civil estadounidense y ganadora del premio Pulitzer en 1937. La pregunta que surgía era: ¿cuántas películas sobrevivirían a la creciente incapacidad para valorar las obras de arte en su contexto histórico? El Padrino de Francis Ford Coppola, disponible por ahora en Netflix, podría ser la siguiente en caer, al descubrirse que el personaje Sonny Corleone dice a mitad de la película (1h 36m): «Los negratas lo están pasando en grande con nuestros bancos amañados de Harlem» y que unos minutos después Giuseppe Zaluchi proclama: «Ese tráfico lo mantenemos con los oscuritos, con la gente de color. Como son unos animales, nos da igual que pierdan el alma». ¿Censurarían El Padrino de Coppola por estos fragmentos de diálogo racista sacados de la novela The Godfather de Mario Puzo, coautor del guion? La obra había sido unánimemente alabada en 1969 como una crítica de la corrupta mafia italoamericana, definida por el protagonista Vito Corleone en la página 38: «La amistad lo es todo. Es más que el talento. Es más que el gobierno. Casi equivale a la familia». La trilogía de Coppola funciona hoy como un brillante documental que disecciona el hampa neoyorquina, pero también retrata la fusión de dos nacionalidades en un país forjado por la emigración de origen europeo.

Dependiendo del grupo de edad al que se pertenezca, el cine se juzga un entretenimiento del todo ajeno a la cultura o se considera la cultura misma. Los nacidos a partir de 1970 tienden al formato audiovisual, mientras las generaciones previas asocian tercamente la cultura con los formatos impresos. La revolución informática ha causado un abismo generacional que enfrenta a dos mundos tan distintos como pudieran serlo dos civilizaciones. Uno de los puntos de mayor fricción es el concepto de la cultura en sí, que ha cambiado al cambiar el formato, como nos avisó Marshall McLuhan allá por 1964.

Como estamos viendo, la sumisión global a internet no parece haber convertido a la población mundial precisamente en una masa devota de la lectura. Tal vez sirva de orientación el hecho de que Netflix tenía en junio de 2024 más de 270 millones de suscriptores —de los cuales casi 200 no son estadounidenses, sino ciudadanos del resto de los países del planeta— y Amazon Prime cuenta con 200 millones de abonados. Recordemos que Netflix se fundó en 1997 en Scotts Valley, California, como empresa de alquiler de películas de cine en formato DVD, mediante el sistema de enviar por correo las cintas a los domicilios de los clientes. Una década después, en 2007, se convirtió en lo que todos entendemos hoy nada más escuchar su nombre: una plataforma de visualizado de cine y series por internet. En 2001 tenía menos de medio millón de suscriptores. Hoy su modelo audiovisual ha cambiado el modo de abordar el entretenimiento cultural en Occidente.

El cine no es para los nativos digitales el «séptimo arte», sino que para las generaciones jóvenes el formato audiovisual representa la cultura de primer nivel, en contraste con el estatus de ocio o entretenimiento que le confieren todavía las generaciones veteranas. La insistencia en santificar los estrenos en las grandes pantallas contrasta con el hecho de que, según el sitio web Movie Treasures, a fecha de julio de 2024 han cerrado 46.798 salas de cine en todo el planeta (y destruido 23.841).

Todo parece indicar que las generaciones añejas desprecian cuanto ignoran de una juventud cuyos valores culturales la convierten hasta cierto punto en «autodidacta digital» a través de internet, las redes sociales y el cine de plataforma. La sima entre ambos grupos de edad no se atenúa con el paso del tiempo, sino que es cada vez mayor. Las jóvenes generaciones audiovisuales se organizan en grupos virtuales abiertos, frente a los grupos socioeconómicos cerrados de las longevas generaciones precedentes. Con intereses tan variopintos como inconexos, la cosecha humana de los mileniales tiende a despreciar los modelos referenciales clásicos y la información procedente de cauces homologados (telediarios, familia, centros educativos). Al mismo tiempo, el bombardeo mediático sobre los mismos asuntos, unido a la mala calidad de la información en sí, con frecuentes desmentidos y contradicciones, desprestigia a sus ojos la llamada legacy media, es decir, la prensa tradicional. La ironía macabra de la infoxicación es que el enganche permanente a internet no parece mantenernos más informados a diario, sino más desinformados a diario.

Recapitulando, de nada sirve ignorar o fingir que no existe ese abismo generacional nacido en buena parte de la informatización mundial. Las huestes veteranas parecen incapaces de aceptar que la cultura ya no la protagonice una élite pequeñoburguesa subida a una atalaya, regurgitando conocimientos que las masas ignoran y despreciando a los de abajo por su barbarie. Las generaciones cibernéticas saben que la cultura hoy es una poscultura global, democrática, primordialmente audiovisual, mediante la cual nuestro planeta comparte ideas, costumbres y tradiciones de modo instantáneo e hiperconectado. ¿La cultura nunca volverá a ser lo que fue? En un mundo digitalizado donde la información es accesible y gratuita para la mayoría de la humanidad, hoy la cultura es hasta cierto punto lo que cada persona decide que sea. Gabriela Bustelo es periodista, escritora, traductora.















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