El escaso éxito de las arengas antipopulistas ha dejado un reguero de gente perpleja. ¿Son malos nuestros análisis o los votantes? ¿Cómo es posible que el pueblo tome soberanamente decisiones tan absurdas o vote a políticos tan indeseables?, escribe en La Vanguardia [Contra el antipopulismo. 14/09/2024] el filósofo Daniel Innerarity. Da la impresión de que el objetivo de esos interrogantes no es entender la causa de unas malas decisiones sino denunciar su irracionalidad. Por supuesto que el pueblo se equivoca, pero, como análisis, esa afirmación es insuficiente. También nos equivocaríamos quienes tratamos de entender lo que sucede si redujéramos todo a la cuestión: ¿Qué le está pasando a la gente? En vez de tomarlo como un motivo para investigar y cuestionarse, lo enfocamos como si se tratara de una extraña patología que no puede tener ningún fundamento objetivo.
El pueblo soberano, cuando protesta o vota, se nos ha convertido en el culpable de inaceptables sobresaltos, en una caja negra que nadie termina de entender, en una caja de sorpresas, que se equivoca ostentosamente (Brexit) o recupera por un momento la lucidez (segunda vuelta de las legislativas francesas). Así pensamos la soberanía popular y así hemos despotenciado el factor de imprevisibilidad que forma parte de la democracia, esa incertidumbre que se hace valer especialmente en los momentos electorales.
Soberanía significa poder desmentir los pronósticos y decepcionar las expectativas, algo que sucede muchas veces en las elecciones y las consultas. Por supuesto que la democracia no es solo democracia electoral, pero hay quien piensa que el problema de la democracia es la imprevisibilidad del pueblo en las elecciones. Son quienes proponen como solución salvarla disminuyendo su dimensión electoral o los asuntos que son dejados a la decisión popular, neutralizando constitucionalmente todo lo que sea posible, aunque sea a costa de estrechar el espacio de la política y generar nuevos conflictos.
Es así como en el debate actual acerca del populismo ha resurgido la antigua narrativa elitista del siglo XIX, el viejo miedo de los dominantes ante el poder político de la mayoría. De hecho, toda la tipificación del populismo (como indignados, negacionistas, emotivistas, irracionales) sigue teniendo un aroma paternalista y no está consiguiendo que lo entendamos mejor, que debería ser el punto de partida para hacerle frente. Uno de los principales argumentos contra el populismo es la apelación a las evidencias científicas, lo que manejado así puede ser percibido por muchos como un estrechamiento del pluralismo y la democracia, con un toque de arrogancia. Pero lo cierto es que las evidencias científicas no son tantas ni indiscutibles, ni es muy compatible con la democracia el ideal tecnocrático de depositar en la técnica la esperanza en la solución de los problemas políticos.
Con el objetivo de frenar el autoritarismo, podemos estar ofreciendo una idea de la ciencia y de la tecnología muy poco amables, dogmáticas. El diseño institucional que sustrae demasiados temas de la decisión colectiva y la instrumentalización de la ciencia y la tecnología para limitar la discusión pública tienen en común una deriva autoritaria. La política tiene que respetar el derecho y tomar en consideración las opiniones científicas, por supuesto. Pero no es una solución acertada apelar a las instancias absolutas del derecho y la verdad científica para resolver los problemas que plantea la incertidumbre democrática.
Seguiremos fracasando mientras el discurso populista, pese a su debilidad, siga pareciendo verosímil a amplias capas de la población. Es más útil analíticamente indagar en aquello que lo hace creíble que insistir en su falsedad. No está acertando la actual investigación sobre el populismo, que es fundamentalmente investigación sobre la desviación política, sobre la anormalidad democrática. Por este camino no iremos muy lejos en su comprensión. Tenemos que entenderlo en su vinculación con la democracia liberal, no como su contrario.
Hemos de explicar por qué ha proliferado ese populismo que los liberales califican como enemigo de la democracia liberal, pero que a mí me parece, más que un enemigo, un efecto causado por la concepción liberal de la democracia. El populismo no es el problema de la democracia representativa sino la señal de que esta tiene un problema.
No es fácil saber si la ola de constitucionalización que generó los regímenes liberales responde al deseo de protegerse del populismo o si es al revés y el populismo surge como respuesta a una excesiva limitación de los espacios de acción política. Puede que el populismo no sea el enemigo de la democracia liberal sino su espectro, la reacción que produce ese diseño institucional pensado para limitar al máximo un posible descontrol popular. El liberalismo no se encuentra sino que produce sus propios enemigos.
Populismo y antipopulismo forman parte del mismo marco de juego político. Declararse contra el antipopulismo no le convierte a uno, en virtud de una dialéctica elemental, en defensor del populismo, del mismo modo que criticar la tecnocracia no implica ser populista. La defensa de la democracia en este siglo XXI consiste en concebirla y practicarla de modo que no se plantee ese antagonismo, que no haya una ruptura tan radical entre el principio de realidad y el principio de placer, entre razones y emociones. Esta escisión es lo que pone de manifiesto que tenemos un problema que no se resuelve con la toma de posición por uno de sus términos. Daniel Innerarity es filósofo.
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