«Gobernar consiste en hacer creer», afirmó Nicolás Maquiavelo en su célebre obra El Príncipe. El filósofo florentino se encontraba escribiendo su Discursos sobre la primera década de Tito Livio en una reflexión en la que el pensador elogió el ejercicio del poder como fin en sí mismo. El buen gobernante debía mantener un grato orden y una sana prosperidad en su territorio. Una idea que, en realidad, es intuitiva: todo líder se apoya en la mentira más temprano que tarde.
La mentira y el ejercicio del poder se complementan por razones inevitables. La más evidente es la consecución de unos propósitos, conocidos o escondidos, para los que se necesita el apoyo o la aprobación, casi siempre por omisión, de los gobernados, escribe el filósofo David Lorenzo Cardiel [Mentira, poder y viceversa. Ethic, 11/09/2024]. Pero también hay otros motivos comprensibles –aunque no necesariamente justificables–, también otros loables. Por ejemplo, famoso es el engaño de Temístocles a la asamblea ateniense para que los aristócratas desviasen fondos que se destinaron a la construcción de barcos, unos navíos que marcaron la diferencia en la decisiva batalla naval de Salamina del 480 a.C. Como sucede en la esfera personal, el engaño puede convertirse en un agradable mal menor. Pero en la mayoría de los casos, la mentira se convierte en la columna vertebral del discurso político. Y cuando la honestidad permea en el ánimo colectivo la inestabilidad política y la tragedia afloran.
«No dejes que se vea tu poder, no te mantengas en blanco, sin acción. El gobierno llega a las cuatro esquinas, pero su fuente siempre está en el centro. El sabio se aferra a la fuente y desde las cuatro esquinas llegan a servirle. En el vacío les espera y ellos espontáneamente [le sirven]». A los occidentales nos puede parecer enigmática esta frase traducida del aristócrata y legalista chino del siglo III antes de nuestra era Han Feizi, de la recopilación que lleva su nombre. Pero lo que vino a expresar este adelantado Maquiavelo del extremo oriente, con gran influencia del taoísmo quietista de Laozi, es que, para gobernar el mundo («las cuatro esquinas») es necesario que el gobernante preserve su autoridad o shi. Muy astutamente, Han Feizi recomendaba la no acción como acción. Es decir, no desperdiciar el poder que emana de la autoridad con intervenciones constantes y vanas, sino dejar que la ley se manifieste «como una fuerza» capaz de obrar por sí misma.
Salvando las distancias con el gobierno tiránico de la brevísima dinastía Qin (que, además, no fue muy grata con sus servicios como consejero), en democracia es deseable un imperio de la ley, sólido e inquebrantable, frente al cambiante signo de la voluntad de los gobernantes. El último modelo llevamos soportándolo los seres humanos desde hace más de seis mil años, con la fundación de las primeras urbes conocidas: tenemos la certeza de que es una lotería el carácter, el buen juicio y las intenciones de quien asuma el poder. La democracia, en cambio, promete seguridad en su marco legal fundamental. Esa es la fuerza del sistema, que no le sea fácil a un gobernante, incluso con habilidad oratoria para la persuasión y el engaño, ejercer el poder bajo directrices tiránicas.
La palabra lleva décadas perdiendo su valor como transmisora de alguna certeza según se extiende su mal uso y se reescriben sin cautela el significado de los conceptos. La mentira, inseparable de la praxis del poder por motivos tan sutiles como lo son los comunicativos, amenaza con convertir la rica diversidad ideológica de la ciudanía en un peligroso campo de batalla dialéctico, donde las falacias ad hominem copan el discurso público. Mientras unos sectores prometen un temible inmovilismo cuando no un evidente retroceso en ciertos derechos sociales y leyes que hemos asumido como esenciales de nuestra sociedad, a lo largo y ancho de múltiples países, otros grupos exigen revisar hasta el último signo de puntuación de las leyes fundamentales de nuestros Estados, arriesgando la convivencia pacífica y diversa propia de las gratas democracias en dirección hacia marcos legales erráticos y desiguales.
De hecho, la situación es aún más grave cuando la mentira se vuelve patológica. Es un riesgo que, en el ejercicio del poder, debe evitarse. El historiador y disidente soviético Aleksandr Solzhenitsyn, galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1970, descubrió, bajo un sombrío desencanto que, si el comunismo de la URSS había producido un estado de «esclavitud espiritual» en el individuo a través del homo sovieticus, la situación no era mejor en los países capitalistas occidentales, donde el homo capitalista se entrega a una vida de trabajo, vicio y utilización de su ser como objeto de la opinión de masas y del mercado. Se trata de una situación de la que ya avisó León Tolstói a finales del siglo XIX y que fue actualizada por una contemporánea de Solzhenitsyn, Hannah Arendt, quien en su ensayo Verdad y mentira en la política (1967) escribió: «La libertad de opinión, si no se garantiza una información objetiva y no se respetan los hechos, es una farsa». La alemana fue otra intelectual combativa contra la actitud mentirosa en la política. La deshonestidad, en el ámbito del poder –en cualquiera de los tres pilares, sea económico, político o intelectual–, conduce a la corrupción del sistema. El problema de la mentira es que necesita de la palabra para propagarse. Regresando al origen de este círculo, requiere demasiada acción, como diría Han Feizi.
Por ese motivo, demasiada mentira en cualquier ámbito del poder resulta un ejercicio arriesgado. Se exponen los conceptos y, en consecuencia, nuestra visión del mundo, que queda a expensas de una u otra ideología. Se sacrifica el grato desacuerdo, que permite que personas de muy distinto origen, etnia, credo o intereses políticos puedan trascender en su dimensión humana, al mismo tiempo que el gobernante mentiroso suele incentivar la crispación social. El progreso, que emana de la interioridad del ser humano, puede detenerse por completo si, como sostuvo Solzhenitsyn, la crisis espiritual de la persona ahonda hasta trivializar el discurso, desligar la dimensión individual de la persona de su sentido colectivo del bien común y agotar al sujeto político mediante dosis continuas de falsedad, cambios legales insustanciales y un desengaño encadenado.
Paradójicamente para quienes acostumbran a mentir, consecuentemente para quienes aman la verdad, un mayor poder exige una mayor contención tanto en la palabra como en la acción. La verdad es absoluta, pero nuestros pensamientos y actos suelen ser incompletos. Por ese motivo, son más numerosos los lazos que nos unen en acuerdo con nuestros adversarios que los que sostienen una posible discordia. Y por ese mismo motivo, cuando se acusa al contrincante, sin la menor prueba, de amañar resultados electorales o de incapacidad para gobernar, la libertad democrática se resquebraja, la tiranía asoma y el poder, deshilachado por el abuso en la mentira, cede el paso a la inestabilidad, el caos y el sufrimiento. David Lorenzo Cardiel es filósofo.
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