sábado, 31 de agosto de 2024

De la posteridad como juez de todo

 






Estos días ando leyendo una magnífica biografía de Gustavo Adolfo Bécquer, del filólogo e historiador Joan Estruch Tobella (Bécquer, vida y época , Ed. Cátedra, 2020), pues estoy documentándome para un trabajo que del poeta sevillano estoy llevando a cabo, comenta en La Vanguardia el escritor Fernando Trías de Bes [La posteridad, 29/08/2024]. Son muchas las sensaciones y reflexiones a las que conduce, siempre que hay un buen biógrafo detrás, el adentrarse en la vida de ciertos egregios. Y con este libro ha sido así. La vida de Bécquer me ha suscitado dos pensamientos que quiero compartir con los lectores de La Vanguardia.

El primero, que muchas de las grandes figuras de la historia y del arte están impregnadas de estereotipos o de un reduccio­nismo enfermizo. En el ideario popular, Bécquer encarna al romántico bohemio, solitario, sin recursos y falto de amor que, debido a su sufrimiento personal, plasma su dolor en poemas excelsos. 

Nada más lejos de la verdad. Periodista reputado, activista político, traductor, escritor de obras teatrales, de leyendas, director de varios periódicos… estaba, ya en vida, considerado uno de los grandes literatos españoles del momento. Ocupó cargos importantes en la administración de la mano de los políticos a los que defendía con sus artículos, cuando ya se trasladó a Madrid. La figura de Bécquer está totalmente deformada, tal y como se enseña en muchas escuelas e institutos.

El segundo es que Bécquer deseaba, ya desde niño, soñando durante sus paseos junto al Guadalquivir, con pasar a la historia como el más grande de los poetas. Cuando falleció, a la edad de 34 años, solo algunas de sus rimas se habían publicado, deslavazadas, en diferentes diarios y fechas. Cuando muere, es consciente de que no pasará a la posteridad. Su producción ha sido fértil y su prosa periodística es una maravilla. Pero no ha publicado ninguna novela ni obra poética completa. Y fallece, creyendo que su tumba será el lugar “donde habite el olvido”: no pasará a la posteridad. Son sus amigos quienes, tras morir, publican sus Rimas y convierten a Bécquer en leyenda.

La segunda reflexión: pasar a la posteridad entraña producir, en vida, obras de calidad y atemporales. Poco importa que hoy vean la luz. El paso del tiempo es el verdadero juez. Fernando Trías de Bes es escritor y economista.










Sobre la Historia y sus tergiversaciones. [Archivo del blog, 02/02/2014]









Nunca me ha convencido del todo esa frase tan manida de que la Historia la escriben los vencedores. La Historia la escriben los historiadores en base a documentos, relatos y objetos materiales de valor objetivo, que luego ordenan, exponen e interpretan según su saber y entender. Y en ese saber y entender es donde está la clave. Porque los hechos son los hechos se miren por donde se miren, aunque claro está, cada uno los mira como puede, como quiere o como le dejan. Por esa la Historia no está nunca escrita del todo.
Tergiversaciones de la Historia ha habido y seguirá habiendo mientras haya algo que contar sobre nuestro pasado, y contra más lejano sea ese pasado, más tergiversaciones, involuntarias o a propósito, habrá. Traigo hoy al blog varios artículos recientes que hablan sobre esas tergiversaciones.
El profesor Carlos A. Segovia, inicia el suyo con una declaración de principios que debería constituir el "leit motiv" de todo historiador que se precie: "No puede haber, por definición, investigación sin método; ni método carente de principios. Y el primero que debe regir toda investigación antropológica o sociocultural (o histórica, añado yo) que se pretenda verdaderamente seria lo formulaba inmejorablemente Bruce Lincoln a mediados de los años noventa: cuando uno accede a que sean aquellos a quienes uno debe estudiar quienes definan los términos en que deben ser estudiados, renuncia pura y simplemente a su condición científica para convertirse en un mero amanuense o, en el peor de los casos, en una suerte de animador político o deportivo. Lo sorprendente es que, a día de hoy, haya ámbitos de estudio en los que enunciar esta aparente obviedad sea motivo de escándalo y controversia".
El primero de los artículos citados trata sobre un libro que acabo de leer con placer: "La herencias viva de los clásicos. Tradiciones, aventuras e innovaciones" (Crítica, Barcelona, 2013), de Mary Beard, catedrática de Clásicas en la Universidad de Cambridge, comentado por el profesor Carlos García Gual el pasado diciembre en el blog Vitrinas de Revista de Libros. Considerada como la mayor autoridad mundial actual sobre estudios clásicos, la profesora Mary Beard, desmonta con amenidad y humor los mitos que la historia y los historiadores han ido acumulando siglo tras siglo sobre los personajes de la Grecia y la Roma clásicas: desde el cretense Minos, hasta Calígula o Adriano, pasando por Tucídides, Alejandro Magno, Cleopatra, Julio César o Augusto.
El segundo, titulado "La falsa Tizona, el falso don Pelayo", de F. Javier Herrera, publicado en el blog Historia(s) de El País, el 9 de enero pasado, persigue una finalidad similar: en este caso, hacer ver la tergiversación en provecho propio que las clases y grupos dirigentes españoles han hecho en los momentos convenientes (para sus intereses) de los acontecimientos más importantes y significativos de la historia patria. Por ejemplo, como reza el título del artículo, sobre el mito de don Pelayo o la espada del Cid, pero también sobre el cuadro "La rendición de Breda", de Diego Velázquez, o la primacía de Toledo como cabeza de la iglesia española.   
Más enjundioso, y no lo digo solo por su extensión, me ha parecido el artículo "Los orígenes del Corán. Del simulacro al laberinto", de Carlos A. Segovia, profesor de Estudios Islámicos en la Saint-Louis University, aparecido en el número del pasado enero de Revista de Libros, reseñando las publicaciones más recientes en el plano académico internacional sobre los orígenes y expansión del Islam y sobre la figura real, histórica y mitificada de su fundador, el profeta Mahoma. 
El último de los artículo que reseño trata también sobre el fenómeno religioso, en este caso sobre los orígenes del cristianismo y de quién es considerado el fundador de su iglesia, el apóstol san Pablo. Lleva por título: "La investigación moderna sobre Pablo de Tarso. Nuevas perspectivas". Está escrito por el profesor Antonio Piñero, y se publicó en el número de noviembre pasado de Revista de Libros. El artículo del profesor Piñero, catedrático de Filología Griega en la Universidad Complutense de Madrid, reseña las publicaciones académicas más recientes sobre el origen y expansión del cristianismo primitivo, sobre todo a partir del estudio y exégesis de las cartas de san Pablo contenidas en el Nuevo Testamento. La conclusión fundamental a la que llegan esos estudios es que Pablo de Tarso nunca pretendió fundar una nueva iglesia al margen del judaísmo de su época, tesis esta que no comparte plenamente el profesor Piñero, ni un servidor de ustedes tampoco. Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt










El poema de cada día. Hoy, Una nube le dice a otra nube, de Luis Eduardo García (1984)

 






UNA NUBE LE DICE A OTRA NUBE

Me encanta aprovechar cuando no hay mucho viento

y ver hacia abajo. Mira, ese humano parece una columna

de humo y ese otro un halcón

enfermo, ¿verdad que es relajante? Hay quienes le

llaman

a esto pareidolia, pero yo prefiero decirle magia. Fíjate

en aquel, si entrecierras los ojos es idéntico

a un cráter lunar. Qué lindo. Mi único consejo

es que no pierdas el tiempo

con los que se ven como niebla

a punto de extinguirse.


Luis Eduardo García (1984). Poeta mexicano









Las viñetas de humor del blog de hoy sábado, 31 de agosto de 2024

 
























viernes, 30 de agosto de 2024

De las entradas del blog de hoy viernes, 30 de agosto de 2024

 







Hola, buenos días a todos y feliz viernes, 30 de agosto de 2024. A días, me siento de una manera por la que me tengo que preguntar a mí mismo por qué me siento de esa manera, si nada va mal o no hay motivos que yo sepa, comenta en la primera de las entradas del blog de hoy el escritor José Luis Sastre; y HArendt le responde con una palabra que él encuentra muy bella, que eso se llama desasosiego. En la segunda, un archivo del blog de agosto de 2016, el politólogo Manuel Villoria hablaba de corrupción, de los distintos niveles que puede llegar a alcanzar y de si toda ella es igual de peligrosa para la sociedad. La tercera nos lleva hoy a la poesía americana escrita en español con el poema titulado Besos, de la poetisa chilena Gabriela Mistral. Y la cuarta y última, como todos los días, con algunas de las viñetas de humor de la prensa española. Espero que les resulten de su interés. Y ahora, como decía Sócrates, nos vamos. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico; al menos inténtenlo. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 






Del desasosiego

 






En la primavera de 2006 la página electrónica de Escuela de Escritores lanzó una convocatoria a través de Internet para proponer a los lectores que eligieran por mayoría la palabra más bella del castellano. Veinte y pico mil internautas propusieron 7130 palabras. Ganó "amor", seguida de "libertad". Dos docenas de personas propusieron "desasosiego"; yo, entre ellas, alegando en su favor el que me parecía una expresión hermosísima para explicar un estado de ánimo que encontraba muy generalizado en el hombre urbano de nuestro tiempo.

Ocurre a veces que el cuerpo se pone de un estado de ánimo que no es fácil de explicar, comenta el escritor José Luis Sastre [Un extraño desasosiego. El País, 28/08/2024]. No es malhumor ni tristeza. Ni siquiera es inquietud. Es algo que se parece a la desazón, como si fuera un presagio malo o incierto. Eso es, supongo: incertidumbre, aunque no podría afirmarlo del todo. A días, me siento de una manera por la que me tengo que preguntar a mí mismo por qué me siento de esa manera, si nada va mal o no hay motivos que yo sepa. Y entonces, igual que si fuera la lista de la compra, me pongo a repasar lo último que yo haya hecho o que haya dicho por si llego a saber por qué me molesta la boca del estómago.

Si no hay razones concretas u obvias, me suelo engañar con lo primero que me resulte convincente. Me digo que si será el estrés y esta forma nuestra de vivir, que nos quiere al tanto de cualquier novedad y conectados sin descanso. Me hablo de la ansiedad y de las prisas y por supuesto del miedo, sea por la salud o por el trabajo. Miedo a desperdiciar el tiempo y a lo imprevisto. La actualidad, que ya se sirve a menudo como los capítulos de una serie de intriga y de humor, te enseña que todo puede trastocarse en cuestión de segundos, incluso lo que se diría más sólido.

Luego me pregunto si esta desazón tendrá que ver con las horas que paso pendiente del teléfono y, más en concreto, de las redes sociales. Me pregunto cuánto es el uso normal del móvil y desde cuándo es adicción. Me miento y me digo que tampoco le dedico tanto tiempo, que los comentarios que leo no me afectan, si la verdad es que afectan aunque no quieras, y que los lees aunque no quieras o aunque los mires de reojo. Muchos de esos mensajes son buenos y hasta divertidos. Hay risas que, sin las redes, nos hubiéramos perdido para siempre, pero hay otros humores que conseguirán más alcance cuanto más polaricen.

Me digo, al cabo, que sé que la vida y el mundo no son las redes sociales, pero que ese mundo virtual no es mentira ni es ficción, que tiene efectos sobre la vida real y sobre nuestro apego a las cosas. Ese mundo propicia un clima con una traducción política, si hay pocas cosas tan políticas como el humor, y, aun así, genera una repercusión todavía mayor y más concreta que se suele manifestar en un extraño desasosiego. Puede que sea eso: desasosiego; aunque quizá Sartre lo hubiera descrito como una náusea. José Luis Sastre es escritor.







Sobre la corrupción en España. [Archivo del blog. 28/08/2016]











Embarcados en la nave de la dialéctica hegeliana, en una espiral que nos permite recuperar, desde otro nivel de desarrollo, abismos pasados y sueños inalcanzados, España, cada cierto tiempo, recupera su estado depresivo y torna a verse llena de miseria y necesitada de redención y profundo cambio. Numerosos textos han tratado desde la historiografía estos movimientos cíclicos, sobre todo los que comienzan con la invasión francesa. Yendo al presente, la crisis económica que nos azota desde 2008 ha sido el reactivo que ha vuelto a generar la reflexión lúcida –a veces– y pesimista –casi siempre– sobre la situación real del país y sus posibilidades de alcanzar el bienestar y prestigio de los países líderes en nuestro entorno. Recuperando el espíritu regeneracionista, algunos autores han emulado a Joaquín Costa o a Lucas Mallada y han escrito textos de notorio pesimismo y ácida crítica hacia un marco social e institucional que entendían funesto para el desarrollo del país. Así, hemos podido leer El dilema de España. Ser más productivos para vivir mejor, de Luis Garicano; Qué hacer con España. Del capitalismo castizo a la refundación de un país, de César Molinas; La urna rota. La crisis política e institucional del modelo español, del colectivo Politikon; o España estancada. Por qué somos poco eficientes, de Carlos Sebastián, entre otros muchos. De estos textos hemos podido aprender que el origen esencial del «mal» de España no está en los genes, ni en factores culturales atávicos, sino en el erróneo diseño de una gran parte de nuestras instituciones políticas, económicas y sociales. El neoinstitucionalismo económico ha sido, sobre todo, el referente teórico que ha dado fundamento a estas críticas.
Las palabras anteriores es evidente que no son mías. Me falta capacitación técnica para opinar con conocimiento de causa sobre asuntos que se me escapan en su complejidad. Pero somos un país de opinadores, con o sin causa... ¡Es indudable! Basta con detenerse y ojear con cierto detenimiento los comentarios que suscita cualquier noticia o artículo de opinión en los medios de prensa y no digamos en Facebook, Twitter y otras redes sociales.
En alguna que otra ocasión, no muchas, he escrito en el blog sobre la corrupción. Recuerdo una entrada de marzo de 2014 sobre ello. A mí personalmente, decía, me asustan los que se manifiestan día sí, día también, como partidarios de la tolerancia cero, así, sin matices. En democracia la tolerancia debería ser una virtud intrínseca. Y los perseguidos, más bien los intolerantes. ¿Cúal debería ser entonces la altura del listón en cuanto al grado de tolerancia, y sobre qué cuestiones? Lo ignoro.  
Soy de los que piensan que una democracia asentada puede permitirse un cierto grado de corrupción individual, no social ni política, sin que las instituciones se resquebrajen o resientan. Entiéndanme, por favor: no estoy en favor de la corrupción ni de los corruptos. Digo, simplemente, que la corrupción es algo consustancial a la democracia porque hay libertad, y donde la hay, siempre habrá políticos, funcionarios, administradores, financieros, empresarios, trabajadores, vividores y sinvergüenzas que se aprovechen de ello. Lo que hay que hacer es descubrirlos, destituirlos, despedirlos o meterlos en la cárcel. Y punto.
A mí, personalmente, me asusta mucho más el que la sociedad y la ciudadanía se tomen esa corrupción, por ejemplo, la de sus políticos, dirigentes y administradores públicos como algo no sólo normal sino divertido, excusable e incluso elogioso. En la Unión Europea los ministros dimiten por falsear su currículum académico; un presidente de la República Federal Alemana por hacer un favor. En España, la palabra dimisión no tiene conjugación; "dimitir" es verbo intransitivo. Hace unos años el gobernador del Estado norteamericano de Illinois, acusado de vender un asiento en el Senado al mejor postor, fue destituido de su cargo sin contemplaciones, por su propio partido y su parlamento. El presidente Clinton se salvó por un voto de la destitución... ¿Por follarse a una becaria empleada de la Casa Blanca? No, eso no es delictivo; se le procesó por mentir a quienes investigaban el caso.
¿Y aquí? Políticos corruptos, incursos en causas judiciales, se amparan en la presunción de inocencia (aplicada a "los suyos", nunca a "los otros"), para seguir en el cargo, sin entender que la presunción de inocencia delictiva no tiene nada que ver con su posición política. Me resisto a aceptar las imágenes de partidarios, amigos y vecinos, jaleando como "hooligans" a políticos acusados de corrupción. O reelegidos una y otra vez, a pesar de estar incursos en procedimientos criminales. Esa sí es la corrupción que me asusta: la del cuerpo social y político, la de los ciudadanos indiferentes, la de los estómagos agradecidos. La otra, la verdad, es que no me preocupa en exceso. Y si la Justicia, fuera justicia, es decir rápida y eficaz, me preocuparía menos aún.
Manuel Villoria, profesor de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, es el autor de las palabras que sirven de excusa a esta entrada de hoy y corresponden al inicio de un incisivo y extenso artículo que examina en profundidad el tema de la corrupción en España publicado en el número del pasado mes de julio de Revista de Libros. Intentaré resumirlo, pero en cualquier caso creo preferible que vayan de entrada al enlace de más arriba, donde podrán leerlo completo y examinar con detalle las tablas de datos y encuestas que se citan en el mismo.
El estudio de estas instituciones en profundidad y de cómo generan en nuestro país incentivos y desincentivos productores de equilibrios ineficientes se ha convertido en una auténtica veta para la producción científica en las ciencias sociales y jurídicas, dice en él. La aprobación durante la legislatura 2011-2015 de numerosas normas que trataban de reducir la corrupción y promover la integridad de nuestras Administraciones ha generado, por ejemplo, un conjunto de textos que nos permiten entrar en los vericuetos de la vieja y la nueva normativa y sus posibilidades y errores. 
Para muchos de esos autores, añade el profesor Villoria, la crisis económica ha sido un test de estrés sobre nuestro sistema político que ha permitido ver más claramente sus debilidades, generándose una cierta repolitización y una movilización importante contra las medidas gubernamentales surgidas de resultas de la crisis, que sólo pueden entenderse si incorporamos como variable clave la continua presencia de escándalos de corrupción en la prensa española desde comienzos de los años noventa, escándalos que empiezan a generar verdadera indignación cuando a ellos se une, a partir del otoño de 2008, el dato de que más del 50% de los españoles creen que la economía va mal o muy mal. De hecho, dice, a partir de los últimos meses de 2012 y los primeros de 2013 la corrupción se consolida como el segundo problema dentro del ranking de preocupación pública, y ahí sigue. El porcentaje de quienes señalan la corrupción como uno de los tres principales problemas del país pasa de niveles del 10% al 40%. Todo ello unido a un incremento de la percepción de los políticos como otro de los problemas más importantes del país. Pero, entonces, se pregunta, más allá de las narraciones y los marcos explicativos, ¿España es un país altamente corrupto? Y, si fuera así, ¿la explicación de ello sería cultural?
Para comenzar, continúa diciendo, en relación con los datos de corrupción es importante dejar claro que las dificultades para obtener datos objetivos fiables es enorme. La medición del fenómeno puede hacerse, añade, a partir de las denuncias de corrupción y las investigaciones abiertas por el ministerio público o los jueces de instrucción; o a través de proxies, como el precio de los contratos sobre una serie de bienes homogéneos. Un país, dice, puede tener datos muy bajos de corrupción perseguida y, sin embargo, tener una corrupción altísima; basta simplemente con que exista un sistema de detección defectuoso, una policía corrupta y un modelo judicial altamente ineficaz y, entonces, los delitos de corrupción perseguidos pueden ser bajísimos y la impunidad, enorme. Por su parte, las proxies a veces miden corrupción y, a veces, simplemente, ineficiencia. Para el caso de España, continúa, los datos objetivos tienen un problema añadido, cual es el de la inexistencia de bases de datos oficiales sobre las causas, juicios orales, imputados, acusados y sentenciados por corrupción. En segundo lugar, añade, la corrupción puede intentar medirse a través de encuestas de percepción a inversores nacionales y extranjeros, a expertos o a la ciudadanía en general. En estas encuestas hay un problema inicial, y es que normalmente no definen la corrupción, dejando a cada uno de los encuestados la configuración personal del concepto. Y además, los datos no miden la corrupción en sí, sino que miden simplemente opiniones sobre su extensión en un país determinado y, además, aunque respondan expertos y empresarios, las opiniones sobre la extensión de la corrupción pueden reflejar también estados de opinión, mediáticamente influidos, del país correspondiente, pues diversos estudios demuestran que la percepción general de la corrupción está fuertemente influida por los escándalos y la cobertura mediática del tema, de forma que el nivel real de corrupción puede no cambiar, pero, al hacerse más visible, las percepciones sí cambian, y una política agresiva de lucha contra la corrupción genera, ineludiblemente, escándalos que, a su vez, incrementan la percepción de corrupción. 
Tal vez estas ideas, continúa diciendo, ayuden a entender mejor la situación actual de España en el Índice de Percepción de Corrupción de Transparencia Internacional. Este índice es posiblemente el instrumento más utilizado mundialmente para medir la percepción de la corrupción por países. Los datos de percepción medidos por este índice (IPC) para España han ido empeorando en los últimos diez años, y especialmente en 2009 y 2013, tras un proceso de mejora que comenzó en 1997 y alcanzó sus mejores resultados en 2002 y 2004. En cualquier caso, en 2015 España ha vuelto a perder puntos y se sitúa ahora con 58/100 en lugares alejados de los países más honestos de Europa, y ha sido la peor desde que tenemos más de cuatro estudios o encuestas en los que basar los resultados.
Otro aspecto de notable dificultad, añade más adelante, es el de identificar las causas de la corrupción. La causalidad en ciencias sociales, dice, es siempre problemática, pero en el estudio de la corrupción esta dificultad se extrema. Con datos de los años ochenta y noventa del siglo pasado, había ya autores que definían con bastante precisión las causas fundamentales de la corrupción en España y las principales áreas de riesgo de entonces y de ahora: la consolidación de unas elites partidistas profesionalizadas que han buscado la captura de clientes, de instituciones de control y de fondos públicos con una voracidad desmedida. Pero también es cierto que, tras este conjunto de fenómenos, existe un magma cultural que lo ha facilitado: una sociedad en la que el nivel de desarrollo moral mayoritario parece más cercano a lo que se ha categorizado como nivel tres que al nivel cuatro, más propio de democracias avanzadas. En este nivel tres, las personas son capaces de sacrificar sus intereses y respetar reglas, pero sólo aquellas que surgen de las obligaciones familiares o de amistad. Sin embargo, en el nivel cuatro las personas sacrifican sus intereses particulares por el cumplimiento de las leyes estatales y el buen funcionamiento de la sociedad. En suma, en España estaríamos peligrosamente cercanos a una cultura particularista, en la que las personas no son tratadas igual bajo la ley, sino que acceden a servicios públicos y a privilegios en función de sus relaciones familiares, políticas o de amistad. 
Esta suma de factores podría ayudarnos a entender en gran medida que, de todos los países de la Unión Europea, España sea el que, en los últimos tres años, haya sufrido los mayores cambios en la percepción de la corrupción y en la consideración de la corrupción como uno de los problemas más importantes del país. De acuerdo con el último estudio disponible llevado a cabo en febrero-marzo de 2013, un 95% de los españoles creía que la corrupción estaba muy (65%) o bastante (30%) extendida en el país; más aún, el 77% de los españoles creían que la corrupción forma parte de la cultura de los negocios en el país (media europea del 67%), el 84% que el soborno y las conexiones son la forma más sencilla de obtener servicios públicos (la media europea es del 73%) y el 67% que la única forma de tener éxito en los negocios son las conexiones políticas (media europea del 59%). Estos datos nos llevarían a pensar que España tiene niveles de corrupción sistémicos –aquellos propios de países en los que toda la sociedad está embarcada en actos corruptos de forma persistente– y, sin embargo, los datos sobre pagos de sobornos son bastante bajos, muy similares a los de países como Alemania o Finlandia. 
Pero la ciudadanía, continúa diciendo el profesor Villoria, incorpora dentro del concepto de corrupción algo más que los sobornos: de hecho, los encuestados tienden a considerar como corrupción la inequitativa distribución de los servicios públicos, de lo que podemos concluir que la muy alta percepción de la corrupción en España no tiene que ver con experiencias personales de sobornos, sino con una concepción de la corrupción mucho más amplia. Corrupción es abuso de poder para beneficio privado, directo o indirecto.
El clientelismo, continúa, es otra modalidad de corrupción altamente peligrosa. En esencia, consiste en un intercambio discrecional y particularista de favores, en el cual los responsables políticos deciden la concesión privilegiada e, incluso, ilegal de derechos y prestaciones a cambio de apoyo electoral o económico a quienes forman parte de sus redes. El clientelismo puede ser electoral, corporativo y de partido. En el clientelismo electoral, el cliente es un votante, el cual da su voto a aquel partido que por promesas hechas personalmente por el candidato o sus representantes le garantiza mayores favores y beneficios materiales exclusivos. Lo que se intercambia son necesariamente votos por favores (algo que en el escándalo de los ERE en Andalucía parece producirse de alguna manera). El rasgo típico del vínculo político clientelar frente al vínculo político programático es que, en el segundo, el partido votado no se compromete con sus votantes a proporcionarles favores y privilegios, sino a aplicar unas políticas determinadas de forma objetiva y universal. Una modalidad cada vez más importante de clientelismo electoral es la de nivel institucional. Son los supuestos en que un político con un cargo importante a nivel central, sobre todo, o regional favorece con sus decisiones a un área geográfica concreta, que es aquella donde él fundamenta su carrera política y tiene sus redes de apoyo. Por ejemplo, el uso del AVE como mecanismo de clientelismo electoral parece, en ciertos casos, evidente. Las actualmente en entredicho diputaciones provinciales son ejemplos de numerosos casos de clientelismo de este tipo, en especial apoyando económicamente de forma privilegiada a municipios cercanos a la mayoría en el gobierno. En el clientelismo de base corporativa, el cliente es una persona jurídica o un individuo en nombre de tal persona que aporta dinero y/o apoyos materiales –su voto no es aquí lo esencial, aunque también cuente– al patrón político a cambio de que bien se le adjudiquen contratos, subvenciones o concesiones públicas de forma fraudulenta, bien se le faciliten trámites y se le entregue información privilegiada, bien se le exima de pagos, contribuciones, requisitos contractuales o impuestos. Bajo esta definición parece obvio que encajarían algunos de los más graves casos de corrupción hoy conocidos: Gürtel, Púnica o los diferentes sumarios valencianos. Finalmente, en el clientelismo de partido el cliente es un miembro del partido que da su voto o, mejor aún, que pone su red de clientes internos al servicio de una determinada facción, candidatura o corriente del partido, a cambio, sobre todo, de obtener un puesto de responsabilidad en el partido, en el gobierno o en las listas de candidatos del partido a las distintas elecciones. En este caso, se apoya a aquella corriente o candidato que da más a cambio del voto. 
El despilfarro y el abuso de los privilegios públicos sería otra forma de corrupción, dice más adelante. Cuando un alto cargo carga al presupuesto público comidas en restaurantes de lujo, regalos de joyas a las esposas de otros altos cargos o utiliza el coche oficial para actividades particulares, está abusando de su poder para beneficio privado. Más aún, cuando un político relevante decide realizar una obra fastuosa sin preocuparse de su necesidad, de su mantenimiento posterior o de la eficiencia de ese gasto, está valiéndose de su poder para reforzar sus opciones electorales con grave daño para el interés público. Normalmente, ello se conecta además con donaciones de las empresas adjudicatarias al partido del político y, en ocasiones, con la recepción personal de algún soborno. 
Finalmente, dice, es preciso insistir en que fijarse solamente en la corrupción perseguible penalmente brinda una imagen distorsionada del problema. En los países más desarrollados económicamente, la corrupción más preocupante es la denominada corrupción legal: aquella consistente en la captura de ciertas políticas públicas o, al menos, de decisiones fundamentales en el marco de dichas políticas por poderosos grupos de interés. La captura puede realizarse a través del estratégico aterrizaje en puestos importantes del Gobierno, en órganos regulatorios o en comités asesores clave; también mediante el reclutamiento de políticos bien relacionados y poderosos para su incorporación a consejos de administración bien remunerados; o mediante la presión mediática, dado el control de grandes grupos multimedia. Más aún, la captura opera en cascada: si se consigue la captura en la Unión Europea, luego ya las capturas nacionales son más sencillas, y así sucesivamente. A veces, esta captura se solidifica con la financiación de los partidos cártel, de manera que conecta con el clientelismo corporativo. En estos casos, las leyes ya surgen sesgadas a favor de estos grupos, rompiendo muy a menudo el principio de igualdad política y la equidad en la toma de decisiones.
En suma, en época de vacas flacas, la inmensa mayoría de la ciudadanía ha percibido un empeoramiento de sus condiciones de vida y ha considerado que la corrupción, en sus múltiples variantes, ha sido la principal responsable de llegar a este estado y de –una vez en él– fomentar respuestas inequitativas e insolidarias desde los poderes públicos. Así, desde hace ya más de tres años, como se ha apuntado, es el segundo problema más importante para los españoles. Todo ello, unido a la constante presencia en los medios de escándalos de corrupción, está teniendo un impacto terrible sobre el grado de satisfacción con el funcionamiento de la democracia y la confianza en las instituciones representativas.
Los demás países del Sur de Europa, concluye el profesor Villoria, también han sufrido la crisis y tienen niveles de corrupción comparativamente altos en relación con los países escandinavos o centrales de Europa, pero la reacción española frente a la corrupción, en este contexto de crisis, ha sido especialmente dura. La eterna herida de España –la corrupción– ha empezado a supurar de nuevo y nos ha generado este desasosiego. Desde el testamento de Isabel la Católica a la crítica regeneracionista, pasando por la picaresca, la corrupción ha estado siempre presente en nuestra historia como un relato explicativo de nuestras miserias y, por ello, como una losa que nos impedía despegar. Cuando creíamos que embocábamos el camino de la plena equiparación a las democracias más desarrolladas, la crisis económica nos ha descubierto, de nuevo, esta enfermedad histórica. El rechazo y la indignación frente al fenómeno (no por conocido menos repugnante) han sido intensos. Todo ello ha sucedido en el marco de una sociedad con valores democráticos ya bastante asentados y plenamente integrada en Europa, con la juventud mejor formada de nuestra historia y con instituciones judiciales muy mejorables, pero que funcionan. Por ello, esta vez la reacción ha sido también más propositiva y exigente, se han empezado a depurar algunas culpas y los programas de los partidos están llenos de medidas regeneradoras. En suma, podríamos preguntarnos si no existen ahora mejores bases en las que asentar la esperanza de que la eterna herida empiece a sanarse a través de las reformas institucionales adecuadas. Incluso podríamos preguntarnos si no estamos mejorando nuestra cultura de la legalidad y el desarrollo moral colectivo. La historia nos contestará. Mientras tanto, sigamos trabajando para conseguirlo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt










El poema de cada día, Hoy, Besos, de Gabriela Mistral (1889-1957)

 






BESOS


Hay besos que pronuncian por sí solos

la sentencia de amor condenatoria,

hay besos que se dan con la mirada

hay besos que se dan con la memoria.

Hay besos silenciosos, besos nobles

hay besos enigmáticos, sinceros

hay besos que se dan sólo las almas

hay besos por prohibidos, verdaderos.

Hay besos que calcinan y que hieren,

hay besos que arrebatan los sentidos,

hay besos misteriosos que han dejado

mil sueños errantes y perdidos.

Hay besos problemáticos que encierran

una clave que nadie ha descifrado,

hay besos que engendran la tragedia

cuantas rosas en broche han deshojado.

Hay besos perfumados, besos tibios

que palpitan en íntimos anhelos,

hay besos que en los labios dejan huellas

como un campo de sol entre dos hielos.

Hay besos que parecen azucenas

por sublimes, ingenuos y por puros,

hay besos traicioneros y cobardes,

hay besos maldecidos y perjuros.

Judas besa a Jesús y deja impresa

en su rostro de Dios, la felonía,

mientras la Magdalena con sus besos

fortifica piadosa su agonía.

Desde entonces en los besos palpita

el amor, la traición y los dolores,

en las bodas humanas se parecen

a la brisa que juega con las flores.

Hay besos que producen desvaríos

de amorosa pasión ardiente y loca,

tú los conoces bien son besos míos

inventados por mí, para tu boca.

Besos de llama que en rastro impreso

llevan los surcos de un amor vedado,

besos de tempestad, salvajes besos

que solo nuestros labios han probado.

¿Te acuerdas del primero…? Indefinible;

cubrió tu faz de cárdenos sonrojos

y en los espasmos de emoción terrible,

llenáronse de lágrimas tus ojos.

¿Te acuerdas que una tarde en loco exceso

te vi celoso imaginando agravios,

te suspendí en mis brazos… vibró un beso,

y qué viste después…? Sangre en mis labios.

Yo te enseñe a besar: los besos fríos

son de impasible corazón de roca,

yo te enseñé a besar con besos míos

inventados por mí, para tu boca.


Gabriela Mistral (1889-1957)

Poetisa chilena










Las viñetas de humor de hoy viernes, 30 de agosto