La cultura actual de la felicidad condena las emociones negativas y estigmatiza la soledad, y la literatura de autoayuda, que parte de la idea de que el carácter es moldeable, se presenta como el remedio, comenta la catedrática de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, Helena Bejar. ¿Pero de verdad es ese el remedio?
La modernidad tardía está creando dos fenómenos interrelacionados que apuntan en direcciones opuestas: el aumento de la soledad y del suicidio y el imperativo cultural de la felicidad. El primero ha llevado en Reino Unido a la creación de una secretaría de Estado. En España hay 10 suicidios diarios y el Gobierno prepara un plan para remediar cuestión tan alarmante. La escasa información solo señala que se produce entre mayores, personas sin techo y mujeres maltratadas. Pero España arroja cifras altísimas de consumo de ansiolíticos y antidepresivos en toda la población. Luego la depresión y el suicidio constituyen un horizonte posible en todo el espectro social. Vienen a la mente la crisis económica y la devastación que conlleva. Pero más allá de ella hay que analizar nuestra cultura.
La sociología clásica —Émile Durkheim— teoriza tres tipos de suicidios. El llamado altruista era propio de sociedades tradicionales donde las normas de la comunidad tenían un peso excesivo: así, la mujer hindú se suicidaba cuando enviudaba. Los otros dos tipos, el egoísta y el anómico, interesan más aquí porque son el producto de una individuación desintegrada, y de momentos de perturbación del orden colectivo y de crisis económica, respectivamente. En ambos, los individuos pierden los lazos sociales y se hallan insertos en una cultura individualista que avanza desde los albores de la sociedad industrial.
El aumento actual del suicidio es propio de una sociedad de solitarios, de hombres y mujeres en una precariedad de vínculos estables y nutrientes. La sociedad individualizada crea instituciones zombis, que no están ni vivas ni muertas porque permanecen, pero que han perdido sus contornos y la certeza que antaño proveían. Entre ellas destacan el matrimonio y la familia. A pesar de estar sumidas en continua mudanza, matrimonio y pareja contrarrestan el caos normativo de la modernidad líquida. Fuera de ellas es el desierto emocional y sexual, la soledad, la depresión y el abismo del suicidio. Dentro, el colchón económico en tiempos de crisis, el salvavidas afectivo, la energía emocional que nos dan los otros y que nos mantiene como seres vinculados. La literatura contemporánea muestra tal paisaje. Las novelas del último Philip Roth narran las vidas sin esperanza de ancianos rodeados de soledad, enfermedad y muerte. En Ampliación del campo de batalla, Houellebecq profundiza en una depresión y divide al mundo entre quienes tienen una vida sexual y quienes no. En Sumisión describe cómo un profesor universitario, expulsado de su trabajo y por ende desinstitucionalizado, se encuentra repentinamente solo. También el cine refleja la soledad contemporánea: The Visitor, La cour, Annalisa y sobre todo la excelente Her, donde un holograma encantador es la única compañía de un joven, completamente solo, que se enamora de la cálida voz de su ordenador, a falta de lazos estables. En ese futuro cercano de una sociedad tecnologizada no existen ni amigos ni familia ni pareja. La compañía del ordenador está programada para durar brevemente: el tiempo de sufrir una profunda decepción, dolor y de pensar en acabar esa vida tan miserable.
La modernidad tardía engendra soledad en una vida más larga y con un ocio —y desempleo— que se extienden en el tiempo. Pero además ha creado un mandato cultural bifronte: el imperativo de la felicidad, de ser “positivos” a toda costa. Por una parte, ofrece un camino a seguir que da sentido a una vida secularizada. Por otra, se impone como una nueva ideología que agudiza la desdicha. El imperativo de la felicidad forma parte del credo estadounidense basado en un voluntarismo radical por el cual con esfuerzo y determinación todo se puede conseguir: éxito y bienestar. También ser feliz. El voluntarismo se une a un individualismo que proclama el valor de la independencia por encima de la interdependencia y que condena la dependencia, del Estado y del prójimo. El credo americano anida en la literatura de autoayuda desde su fundación. Desde los pasados noventa, la psicología positiva en su vertiente científica y popular es el estandarte de dicha ideología. Se difunde por la autoayuda y ha penetrado el sentido común actual con gran éxito.
Su presupuesto es que el carácter es moldeable y ofrece el cambio del yo para conseguir la felicidad. Es un proyecto privado, propio de una cultura individualista que ha dejado atrás los colectivos, el llamado programa de emancipación. La oferta del cambio interno no es poco en una sociedad secular y desencantada. La literatura de consejos quiere construir un yo fuerte y autosuficiente e instaura un código frío con la autosuficiencia y el distanciamiento como valores centrales. La felicidad es cuestión de técnicas.
Según el cognitivismo sociológico, el pensamiento domina la emoción: cambie su “estilo negativo” de pensar por uno “positivo” y será feliz. La voluntad ha de vencer a la necesidad, en forma de herencia genética y de circunstancias sociales: no busque reconocimiento, sea usted la fuente de su propia valía, no se compare con los demás; afirme el “aquí y el ahora” y deje de lamentarse por su pasado, no tema al futuro, aunque sea incierto; sustituya a los amigos o amores que pierda; céntrese en su interior, único ancla de seguridad. Un mercado creciente de bienestar subjetivo le espera. Y si la dicha es cuestión de método, alcanzarla depende de uno. Solo el individuo es responsable tanto de hacerse como de deshacerse a sí mismo. Vuelve el budismo light de los sesenta, ahora llamado mindfulness, que ayuda a ser feliz. A aprender a suspender el deseo, la tristeza, el yo mismo. En la respiración está la clave de su vida. Líderes morales como David Lynch o Martin Scorsese practican la meditación, que se está extendiendo en los colegios como parte de una educación para ser feliz.
La cultura actual de la felicidad condena las emociones y actitudes “negativas” —tristeza, duda, queja— mientras que la soledad se estigmatiza. Si uno carece de lazos sociales será por su culpa, por su estilo negativo. Por carecer de flexibilidad, valor ya incontestable, y no poder adaptarse al mercado, al trabajo, a los otros. La soledad se ha convertido en la nueva cara del fracaso y ha de ocultarse, porque la depresión que puede conllevar es contagiosa y “tóxica”, según el credo positivo. La psicología popular recomienda la interacción social como un recurso, los otros renovados: redes sociales, páginas de encuentros, grupos de intereses comunes.
Pero hay que recordar que en España carecemos de tradición asociativa, sea cívica, política o de autoayuda. Tenemos solo las redes sociales, hechas de contactos inestables y efímeros, guiados por una lógica mercantil donde todos somos intercambiables en una ilusión de infinitas opciones. La adaptación a las nuevas formas de integración social es signo de ductilidad, de “estar abiertos” a ese interior plástico y optimista. El imperativo de la felicidad hace responsables de la desdicha. El ascenso de la ideología positiva deja más solos a los que fracasan en el cambio del yo. Y con la suspensión de las causas sociales de la soledad —y del suicidio— avanza el progreso de la conciencia psicológica, el declive de las instituciones y la colonización de la moral por parte de la cultura psicoterapéutica. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt