miércoles, 26 de julio de 2023

De la imprevisibilidad de los españoles

 








Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la escritora Elvira Lindo, va de la imprevisibilidad de los españoles. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.









Este país imprevisible
ELVIRA LINDO
24 JUL 2023 - El País
harendt.blogspot.com

España nunca decepciona. Es tan irritante como enternecedora, tan imprevisible como fiel a su carácter. Lo primero que hay que celebrar es ese espíritu libre colectivo que huye de todas las certezas a las que apuntan las encuestas. Nos hemos escabullido una vez más de lo que se predecía y aunque debería ser cauta a la hora de hacer lecturas de los resultados, es evidente que una gran parte de la ciudadanía ha proclamado un mensaje que me parece edificante: no queremos que nuestros derechos se vean pisoteados por la extrema derecha, no queremos ver recortadas las libertades, no queremos que se ganen elecciones amparadas en bulos, ni en teorías conspiranoicas; somos capaces de entender la urgencia de las medidas contra el cambio climático, capaces de cambiar algunos estilos de vida, siempre y cuando la transformación energética no caiga sobre los hombros, como suele ocurrir, de los más desfavorecidos; hay una parte considerable de nuestro país que se revuelve contra eslóganes que vejan a quienes dicen defender, y que honestamente piensa que no se deben ganar elecciones atacando irracionalmente a quien ostenta el poder; hay un número importante de españoles que comprenden que los tiempos del bipartidismo quedaron atrás, que apelar al viejo estilo parlamentario ya no se corresponde con la realidad nacional, por más que así lo entiendan quienes ostentaron el poder en otras décadas. Hay una España que no está de acuerdo con que se entre en la liza electoral desacreditando a las instituciones y los entes que dependen del Estado, porque eso pone en duda el buen hacer de miles de trabajadores que hacen responsablemente el trabajo por el que se les paga, sea repartir votos por correo como realizar entrevistas en la televisión pública. Hay una España para la cual la vehemencia no es sinónimo de injuria.
Han sido unos años durísimos, lo han sido. La pandemia, que nos ha afectado a todos en nuestro comportamiento íntimo y colectivo (ya deberíamos decirlo), y la guerra de Ucrania, que ha frustrado en gran parte la recuperación de la economía y del optimismo que tanto necesitábamos, han exacerbado la rabia en muchas personas y alentado emociones revanchistas que envilecen la convivencia política. Es esa la razón por la cual la clase política debería andarse con cuidado y no apelar a lo bajuno ni a la ira para obtener réditos. Es peligroso, es una tendencia indecente y contagiosa que, como bien explicaba en este periódico Andrea Rizzi, amenaza la propia idea de concordia, libertades y bienestar sobre la que se construyeron los cimientos de la Europa que nació del desastre bélico. Hay una parte de nuestro país que teme la involución y que ha vivido estas elecciones con una angustia creciente, como si estuviéramos al borde de un abismo. Sería el momento de detenerse a pensar en el daño que provoca sembrar al desconfianza en el sistema, tanto como echar mano de medias verdades para ensuciar el ambiente o considerar la grosería como un atajo para hacerse entender.
Qué va a pasar ahora. Quién lo sabe. Feijóo no ha obtenido los resultados que esperaba ni los que proclamaban las encuestas. Como ya hemos visto en sus primeras palabras, su objetivo es convencer a esos españoles que le han votado de que lo legítimo es que gobierne el que ha ganado. Él sabe muy bien que apelar a esa razón es convertir su deseo en una ley que no está escrita en nuestro sistema parlamentario; sabe de sobra que repetir esa inexactitud es la manera de socavar desde la casilla de salida la legitimidad de Pedro Sánchez para gobernar. Tampoco Pedro Sánchez puede cantar victoria antes de tiempo. Que su gobierno dependa de Junts es un giro de guion irónico. Al final de tan convulsa legislatura, pacificar Cataluña tenía un precio que ahora quieren cobrarse los que consideran que perdieron poder por el camino. Qué país tan difícil, tan irritado como hedonista, tan cainita como gregario. Tan contradictorio en suma. Pero hay algo que está claro: no queremos perder derechos ni abanderar la involución europea. España puede y debe ser un país avanzado y moderno. Si capitaneamos las libertades civiles, por qué no vamos a hacerlo con el reto del medio ambiente. Tenemos talento, alegría y coraje. De verdad lo creo.






























martes, 25 de julio de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Aquel agosto de 1968. [Publicada el 25/08/2018]










La Unión Soviética truncó la Primavera de Praga y demostró que no se puede destotalizar lo totalitario ni democratizar la no-democracia. El movimiento sucumbió, víctima del peso de sus propias paradojas. Eso fue lo que se llevó aquel agosto de 1968, comenta en El País la escritora española de origen checo Monika Zgustova. El 23 de agosto de 1968, comienza diciendo Zgustova, la disidente rusa Natalia Gorbanevskaya, junto con otros nueve opositores, estaba en la plaza Roja de Moscú para protestar contra la invasión de Checoslovaquia por las tropas soviéticas, que había sucedido dos días antes. Natalia llevaba una pancarta en la mano y otra en el cochecito de su hijo de un año, pidiendo la inmediata retirada de las tropas. Antes de que la policía secreta los detuviera, Natalia tuvo la oportunidad de ver un Volga negro que salía del Kremlin y cruzaba la plaza Roja. Dentro del coche oficial se encogía el líder de la Primavera de Praga, Alexandr Dubcek, vencido y aniquilado. El Volga se lo llevaba al aeropuerto para devolverlo a su país, con unas instrucciones bien claras de parar de inmediato su política de reformas. Al ver el rostro del líder checoslovaco, Natalia comprendió que nadie haría caso a sus pancartas y que lo seguro era que ella y sus compañeros acabarían como Dubcek. Ellos y Checoslovaquia entera.
Tengo delante de mí dos fotografías de Alexandr Dubcek; recuerdo haberlas visto en la prensa checa cuando era una niña de apenas diez años y vivía en Praga. En una de ellas, el líder checoslovaco, en 1968, salta de un trampolín a la piscina. En la otra hay un esbozo de sonrisa en un rostro tímido, indeciso, cándido. Ambas fotos me parecen presagiar lo que pasó durante la Primavera de Praga. Dubcek, el hombre más poderoso del país, se tiró a la piscina sin averiguar si estaba vacía o llena: permitió unas aceleradas reformas democratizadoras que no podían gustar a los dirigentes soviéticos bajo cuya tutela se hallaba Checoslovaquia. No pudo hacer frente a las exigencias cada vez más desorbitadas de un pueblo deseoso de democracia y acabar de una vez por todas con el totalitarismo que ya llevaba dos décadas instalado en el país.
Me crié en medio de ese espíritu de revuelta popular pacífica que fue la década de los años sesenta. La Primavera de Praga empezó con un simposio sobre Franz Kafka, escritor hasta entonces prohibido por las autoridades comunistas. Recuerdo que mis padres y sus jóvenes amigos discutían sobre libros de Milan Kundera y Bohumil Hrabal, seguían las obras de teatro de Václav Havel y las películas de Miloš Forman y Jirí Menzel que ya no estaban sometidas a la censura: la Primavera de Praga era un movimiento que empezó por la cultura. Además, mis padres y sus amigos debatían sobre el muy influyente manifiesto 2.000 palabras en el que el escritor Ludvík Vaculík pedía una profunda reforma del sistema. Durante mis paseos primaverales por la ciudad con mi abuela, en las plazas de Staré Mesto, acostumbraba a ver colas para firmar peticiones de más apertura.
El 21 de agosto del mismo año, de madrugada, a mi hermano y a mí nos despertó un ruido intenso. Corrimos hacia la ventana abierta y lo que descubrimos en la calle era una pesadilla. Por nuestra avenida, Francouzská, bajaban con enorme estrépito unos tanques soviéticos.
Tras el naufragio de la Primavera, quedó claro que las cosas no se pueden hacer a medias: no se puede destotalizar el totalitarismo ni democratizar una no democracia: el movimiento sucumbió bajo el peso de sus propias paradojas. La Praga invadida por los tanques soviéticos se llenó de polémicas sobre lo acontecido; entre ellas, la de dos prominentes escritores, Havel y Kundera. Con un pathos desacostumbrado en él, Kundera hablaba del destino trágico de los checos y del sentido que ese destino ofrecía universalmente a la posteridad: una lección sobre la esencia del socialismo real. Con un pragmatismo desdeñoso, Havel aseguraba que la invasión había sido el resultado de la mala gestión e inexperiencia de la clase dirigente de la Primavera de Praga, y de su incapacidad de prever las consecuencias de una política de abruptas reformas. En otras palabras, Kundera afirmaba: nuestra desgracia servirá para iluminar al mundo, mientras que Havel sostenía: no lo hemos sabido hacer bien y aquí están las consecuencias.
A mi entender, ambos acertaron. A Havel el futuro inmediato le dio la razón: Checoslovaquia quedaría otra vez bajo la tutela de la Unión Soviética y se convertiría en un país cuyo ambiente desangelado lo rompía únicamente el movimiento disidente Carta 77, guiado por los filósofos Jan Patocka (que lo pagó con su vida) y Ladislav Hejdánek, además del mismo Havel.
También Kundera tuvo su parte de razón, porque de acuerdo con su previsión, el golpe de gracia contra la Primavera de Praga fue un duro revés para la izquierda occidental. Bajo el impacto de la invasión soviética, que sacudió al mundo entero, los partidos comunistas occidentales iban a verse obligados a distanciarse de su discurso intransigente y prosoviético. Los partidos comunistas tuvieron que reciclarse profundamente porque si habían cerrado los ojos cuando la Unión Soviética reprimió con tanques y sangre la revuelta en Budapest en 1956, en la posguerra, no podían hacer lo mismo doce años más tarde. Además, dos décadas después, desde el imperio soviético, Mijaíl Gorbachov se inspiró en las reformas de aquella Primavera cuando ponía en marcha su perestroika; tampoco él tuvo suerte con sus reformas.
El presentimiento de Natalia Gorbanevskaya en la plaza Roja se cumplió. Brezhnev ordenó que Dubcek se retirara de la política, lo remplazó por Husák, un aparatchik a las órdenes de Moscú y Checoslovaquia experimentó 20 años de parálisis en todos los ámbitos. La mayoría de los grandes personajes de la cultura se exiliaron a Occidente, Kundera y Forman, entre ellos. Louis Aragon describió el nuevo escenario cultural como la Biafra del espíritu. El KGB envió a los compañeros de protesta de Natalia al gulag, a ella la sentenciaron a una reclusión forzosa en una clínica psiquiátrica o psijúshka donde se destruía el cerebro de los disidentes más peligrosos con drogas químicas. Encerrada en la psijúshka, Natalia no sabía que Joan Baez cantaba en sus recitales una canción que llevaba su nombre y así ayudaba a que el mundo tomara conciencia sobre lo que ocurría en los países que se hallaban al otro lado del Muro.
Cuando hablé con ella poco antes de su muerte en 2011, la lúcida Natalia me confesó que si la Unión Soviética de Breznev envió los ejércitos del Pacto de Varsovia para que Checoslovaquia —y antes Hungría— no se escapara de sus manos, también Putin habría hecho lo posible para retener a los países que fueron satélites del imperio soviético. Al aceptar a los países excomunistas en su club a pesar de ser unos miembros rebeldes y hoscos, la Unión Europea impidió el sueño de Putin de extender el dominio ruso hacia Occidente. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












De las identidades electivas

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo Bernat Castany, va de las identidades electivas. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.












Las identidades electivas
BERNAT CASTANY PRADO
23 JUL 2023 - El País

Cuando le preguntaron al mariscal Ferdinand Foch por qué no escribía sus memorias, respondió: “Porque no tengo nada que ocultar.” Lamentablemente, hoy en día abundan los políticos que no cesan de hablar de la identidad, para ocultarse entre sus ramas, o bajo sus raíces. Hablan de su identidad española, catalana, vasca o andaluza. Hablan de su identidad masculina, femenina, trans o fluida. Hablan de su identidad cristiana, musulmana, judía, blanca, negra o mestiza. Pero, en la mayor parte de las ocasiones, esas identidades tan grandes sólo son, como en el cuento de la Caperucita Roja, para comernos mejor… Y todos caemos en la trampa, pues somos como el dependiente del chiste, que, al oír que un cliente le pedía una “blrblrblá” de pipas, preguntó: “Una bolsa ¿de qué?” Y es que nuestra hipocondría identitaria nos lleva a abalanzarnos sobre nuestros adjetivos preferidos, como si tuviésemos la menor idea de lo que significa un sustantivo tan diferido como el de “identidad”. Pero, como dijo Vicente Huidobro, “el adjetivo, cuando no da vida, mata”. Lo cual, aplicado al caso que nos ocupa, cobra unas resonancias inquietantes. Pues son muchos los millones de sujetos que acabaron murieron por sus atributos. Siendo así que in principio era el sustantivo...
Si nos diésemos el tiempo de reflexionar, comprenderíamos que el concepto “identidad” es una madeja de paradojas. Porque preguntarse por la identidad es preguntarse por la identidad de la identidad; porque es un concepto invisible que se halla en la base misma de la gramática, de modo que es tan difícil hablar acerca de él como saltar más allá de nuestra sombra; porque es una palabra omnipresente, que significa cosas muy diferentes, según la manejen la lógica, la filosofía, la publicidad o la política; porque toda identidad está compuesta por elementos heredados y recreados; porque puede servir tanto para liberar como para dominar; porque puede entenderse a la vez como aquello que nos diferencia de los demás y como aquello que nos identifica con un gran número de personas; porque puede concebirse como una esencia inmutable dada de antemano o como una existencia resultante de nuestras acciones libres; y porque —¡paradojas de paradojas!— la idea que nos formemos acerca de la identidad, no sólo depende de nuestra identidad, sino que, al mismo tiempo, la condiciona. Como diría John Keats, no es posible destejer el arcoíris. Y, aun así, no son pocos los que se han adentrado en ese laberinto, y han sido devorados por el minotauro de la locura y el catoblepas del fanatismo.
¿Quiere decir esto que la identidad no existe, que es un mero constructo, o que sería mejor no hablar de ella? En absoluto —o en relativo—, pues afirmar tales cosa supondría lanzarse en paracaídas al centro del laberinto. Mas debo confesar que hubo un tiempo en que lo creí así. Como el lord Chandos de Hugo von Hofmannstahl, se me pudría esa palabra en la boca. Estaba encantado de haberme desconocido. Y concebía la identidad como una picadura de mosquito que debíamos abstenernos de rascar. Entonces tuve hijos. Y, aunque en un primer momento fantaseé con educarlos en una especie de anabaptismo identitario, consistente en no darles una identidad hasta que tuviesen la madurez suficiente para dársela ellos mismos, al cabo de un tiempo comprendí que, si yo no les hablaba de ello, otros estarían encantados de hacerlo por mí. Y que corría el peligro, tan frecuente, de morir por sobredosis de antídoto. Así que tuve que asumir que, aunque la identidad haya sido secuestrada, una y otra vez, en tanto que alma cristiana, espíritu nacional, empresa unipersonal o estrategia política, a las ideas importantes no se las abandona, sino que se las rescata, como a los hijos, a los amigos, y a los libros prestados... De modo que, como decía Samuel Beckett, es necesario seguir hablando.
Pero para não falar merda también es necesario recuperar una concepción sustantiva de nuestro ser, que no se suba a la parra de la identidad, andándose por las ramas de los atributos, sin haber descendido antes hasta las raíces del nombre. Pues, ¿qué importa ser muy español, muy catalán, muy hombre, muy mujer o muy fluido, si se es poco libre, poco valiente, poco justo, o poco sabio? El núcleo de la identidad no se diferenciaría mucho de aquello que Aristóteles llamó “carácter ético”, y que podemos definir como el conjunto de hábitos, perjudiciales o beneficiosos para la vida, que poseemos o nos poseen. Los antiguos los llamaron virtudes y vicios. Yo prefiero llamarlos potencias o impotencias. Porque no se trata de que cumplan o incumplan unos mandatos divinos o trascendentes, sino de que desplieguen o bloqueen nuestras potencias, dando lugar a una vida más o menos alegre, siempre en el sentido spinoziano. Podemos imaginar ese núcleo ético de muchas otras maneras. Lo importante es, como diría Guillermo de Ockham, que las identidades no deben ser multiplicadas innecesariamente.
Lo cual no sólo atañe a nuestra identidad individual, sino también a la colectiva. Nuevamente, no importa si un grupo concuerda o no con su identidad imaginada, sino si fomenta la educación y la libertad, si es capaz de templar sus miedos excesivos y sus esperanzas exageradas mediante el debate público razonado, si se atreve a criticar y a cambiar aquellos aspectos que considera perjudiciales para la comunidad, y si posee un sentimiento de justicia que le lleve a luchar contra la miseria y la sumisión. El resto es ruido, y furia.
No creo que esto implique negar, o invisibilizar, aquellas cuestiones que nos hemos precipitado en llamar “identitarias”, sino sólo subordinarlas a esta otra dimensión ética, sin la cual todo lo demás es vano. Pues de nada sirve que nos sintamos sentirnos libres de sentirnos lo que queramos, si estamos esclavizados por nuestra propia ignorancia, soledad, adicciones o miseria. Por eso el neoliberalismo se ha mostrado siempre dispuesto a concedernos todos los derechos identitarios que queramos, a cambio de que no le exijamos ningún derecho social. Y, ahora, que nos ha llevado a la quiebra con este mal negocio, llega la ultraderecha, dispuesta a arrebatárnoslo todo, a cambio de repartir las migajas de sus identidades asesinas (uf qué mal, o qué Maalouf). Lo cual es tratar de salvarse de la horca tirando de la cuerda hacia arriba.
Necesitamos, en fin, una revolución copernicana, que atraviese la falsa dicotomía entre “política identitaria” y “política tradicional”. Porque toda política es identitaria, en un sentido ético, ya que se ocupa, o se desocupa, de las acciones que posibilitan que una sociedad asimile hábitos justos, sabios, valerosos y libres; y ninguna debería serlo, en un sentido patético, como es el de exaltar las pasiones tristes del narcisismo, el miedo, el odio o la paranoia, con el objetivo de obtener un rédito económico o político.
Hablemos, pues, de la identidad, sí, pero en los términos adecuados. Pues nadie puede esperar ganar un duelo si deja que sea el otro quien escoja las armas.



































lunes, 24 de julio de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Seis años de Desde el trópico de Cáncer. [Publicada el 06/08/2012]











El pasado 1 de agosto cumplió este blog seis años. Mil setecientas quince entradas después y con una media de ochenta mil visitas anuales sigo planteándome para qué lo cree y porqué sigo escribiendo en él. No tengo una respuesta clara. Lo más aproximado a lo que sería una justificación sobre las razones para mantenerlo vivo las he encontrado por azar -sí, de nuevo el azar- en un libro que regalé a mi mujer hace quince años, y que contra mi costumbre, no había leído hasta hace unos días. Ignoro el porqué.
"-Escribir es como un acto de exorcismo -dije, interrumpiéndola-, sacar a la luz los malos espíritus para  librarse de ellos, y, al igual que la magia negra, clavar agujas a muñecos para vengarse un método para que los débiles y los cobardes retornen a un mundo violento y salvaje sin tener que enfrentarse con el opresor. Es vudú practicado con un procesador de textos.
-¿Podría tratarse de un proceso purificador? -preguntó.
-Más bien creo que es como un "bypass" coronario que te permite sobrevivir. 
Dejé a la joven de mi ensueño sin habla."
El texto que acabo de reproducir se encuentra al comienzo de la novela "Una noche en Tel Aviv" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1996), escrita por Rachel Elboim-Dror, profesora de la Universidad Hebrea de Jerusalén, licenciada en Literatura y Sociología, reputada especialista internacional en políticas y sociologías educacionales y doctora por la Universidad estadounidense de Harvard. Es su única obra de ficción hasta el momento.
¿Pero todo lo que cuenta en ella es ficción? No puedo saberlo, pero soy de los que piensan que toda obra de literatura es siempre una suerte de autobiografía. Como la protagonista de la novela, Ruth Lavin, bióloga y profesora de universidad en Tel Aviv, su autora, Rachel Elboim-Dror, llegó a Palestina procedente de la Europa oriental siendo una niña aún en fechas inmediatamente anteriores al inicio de la II Guerra Mundial. Como ella, pasa su infancia en un kibutz a orillas del Jordán, estudia en la Universidad Hebrea de Jerusalén y como ella también, llega a oficial de las fuerzas armadas israelíes y profesora universitaria.
La protagonista de la novela es una mujer de edad madura, rondando los cincuenta años, madre de dos hijas ya emancipadas, casada con un prestigioso cirujano y director de una clínica universitaria en Tel Aviv. Ella es bióloga y profesora en un Instituto de investigación de biología molecular y está entregada en cuerpo y alma a su familia y a sus tareas investigadoras, sin buscar ni esperar otra cosa que el reconocimiento de su marido y de sus colegas universitarios. Hasta que, a pesar de sus esfuerzos y méritos, es preterida profesionalmente en favor de otros investigadores más proclives a la vida social que al trabajo de campo y al laboratorio. Es en ese momento cuando mira a su interior y hacia atrás en el tiempo y reflexiona y hace recuento de lo que ha sido su vida desde aquel lejano día en que abandonó Europa con sus padres para emigrar a la tierra prometida a sus ancestros. Y lo que nos cuenta, en un diálogo introspectivo consigo misma y con nosotros es un espectáculo desolador. Una vida de frustraciones, sacrificios y renuncias, una relación castradora, a fuerza de cariño, con su madre, y un marido solo atento a su propio éxito personal.
Creo no exagerar al decir que es una de las novelas más desoladoras que he leído nunca. Sin un atisbo de esperanza. Soledades en compañía en estado puro. Triste y desgarradora hasta la repulsión. Y a pesar de ello, o quizá, por ello, atrayente y hermosa, hasta el grado de sentirme identificados íntimamente con su protagonista.
¿Acaso la vida no es así en realidad? Yo diría que sí, que la vida está llena de frustraciones y renuncias, que carece de sentido, pero que es lo único que tenemos, que después no hay nada y que merece la pena vivirla a pesar de todo.
"Mi mundo se derrumba por dentro. -Dice la protagonista casi al final de la novela-. Todo se cierra sobre mí. Las puertas me dan en las narices, los pasillos se  estrechan cada vez más, mi espacio vital implosiona. Me hallo en un punto muerto, en un camino hacia ninguna parte, todos los cruces están bloqueados."
Entonces, ¿para qué escribir?, sigo preguntándome. Y me respondo a mi mismo, como la protagonista de la novela, Ruth Lavin, simplemente para sobrevivir... Abrumado, termino de leer la novela ayer domingo por la tarde e impulsado por una especie de resorte emocional buscó por internet alguna referencia de la autora y encuentro su dirección de correo electrónico en la Universidad de Jerusalén. La escribo contándole la honda conmoción que me ha producido la lectura de su libro. Y apenas una hora después recibo su amigable respuesta. Reconfortante... Les deseo que sean felices, por favor. A pesar del gobierno, a pesar de todo. Al menos inténtenlo. Merece la pena. Tamaragua, amigos. HArendt