La Unión Soviética truncó la Primavera de Praga y demostró que no se puede destotalizar lo totalitario ni democratizar la no-democracia. El movimiento sucumbió, víctima del peso de sus propias paradojas. Eso fue lo que se llevó aquel agosto de 1968, comenta en El País la escritora española de origen checo Monika Zgustova. El 23 de agosto de 1968, comienza diciendo Zgustova, la disidente rusa Natalia Gorbanevskaya, junto con otros nueve opositores, estaba en la plaza Roja de Moscú para protestar contra la invasión de Checoslovaquia por las tropas soviéticas, que había sucedido dos días antes. Natalia llevaba una pancarta en la mano y otra en el cochecito de su hijo de un año, pidiendo la inmediata retirada de las tropas. Antes de que la policía secreta los detuviera, Natalia tuvo la oportunidad de ver un Volga negro que salía del Kremlin y cruzaba la plaza Roja. Dentro del coche oficial se encogía el líder de la Primavera de Praga, Alexandr Dubcek, vencido y aniquilado. El Volga se lo llevaba al aeropuerto para devolverlo a su país, con unas instrucciones bien claras de parar de inmediato su política de reformas. Al ver el rostro del líder checoslovaco, Natalia comprendió que nadie haría caso a sus pancartas y que lo seguro era que ella y sus compañeros acabarían como Dubcek. Ellos y Checoslovaquia entera.
Tengo delante de mí dos fotografías de Alexandr Dubcek; recuerdo haberlas visto en la prensa checa cuando era una niña de apenas diez años y vivía en Praga. En una de ellas, el líder checoslovaco, en 1968, salta de un trampolín a la piscina. En la otra hay un esbozo de sonrisa en un rostro tímido, indeciso, cándido. Ambas fotos me parecen presagiar lo que pasó durante la Primavera de Praga. Dubcek, el hombre más poderoso del país, se tiró a la piscina sin averiguar si estaba vacía o llena: permitió unas aceleradas reformas democratizadoras que no podían gustar a los dirigentes soviéticos bajo cuya tutela se hallaba Checoslovaquia. No pudo hacer frente a las exigencias cada vez más desorbitadas de un pueblo deseoso de democracia y acabar de una vez por todas con el totalitarismo que ya llevaba dos décadas instalado en el país.
Me crié en medio de ese espíritu de revuelta popular pacífica que fue la década de los años sesenta. La Primavera de Praga empezó con un simposio sobre Franz Kafka, escritor hasta entonces prohibido por las autoridades comunistas. Recuerdo que mis padres y sus jóvenes amigos discutían sobre libros de Milan Kundera y Bohumil Hrabal, seguían las obras de teatro de Václav Havel y las películas de Miloš Forman y Jirí Menzel que ya no estaban sometidas a la censura: la Primavera de Praga era un movimiento que empezó por la cultura. Además, mis padres y sus amigos debatían sobre el muy influyente manifiesto 2.000 palabras en el que el escritor Ludvík Vaculík pedía una profunda reforma del sistema. Durante mis paseos primaverales por la ciudad con mi abuela, en las plazas de Staré Mesto, acostumbraba a ver colas para firmar peticiones de más apertura.
El 21 de agosto del mismo año, de madrugada, a mi hermano y a mí nos despertó un ruido intenso. Corrimos hacia la ventana abierta y lo que descubrimos en la calle era una pesadilla. Por nuestra avenida, Francouzská, bajaban con enorme estrépito unos tanques soviéticos.
Tras el naufragio de la Primavera, quedó claro que las cosas no se pueden hacer a medias: no se puede destotalizar el totalitarismo ni democratizar una no democracia: el movimiento sucumbió bajo el peso de sus propias paradojas. La Praga invadida por los tanques soviéticos se llenó de polémicas sobre lo acontecido; entre ellas, la de dos prominentes escritores, Havel y Kundera. Con un pathos desacostumbrado en él, Kundera hablaba del destino trágico de los checos y del sentido que ese destino ofrecía universalmente a la posteridad: una lección sobre la esencia del socialismo real. Con un pragmatismo desdeñoso, Havel aseguraba que la invasión había sido el resultado de la mala gestión e inexperiencia de la clase dirigente de la Primavera de Praga, y de su incapacidad de prever las consecuencias de una política de abruptas reformas. En otras palabras, Kundera afirmaba: nuestra desgracia servirá para iluminar al mundo, mientras que Havel sostenía: no lo hemos sabido hacer bien y aquí están las consecuencias.
A mi entender, ambos acertaron. A Havel el futuro inmediato le dio la razón: Checoslovaquia quedaría otra vez bajo la tutela de la Unión Soviética y se convertiría en un país cuyo ambiente desangelado lo rompía únicamente el movimiento disidente Carta 77, guiado por los filósofos Jan Patocka (que lo pagó con su vida) y Ladislav Hejdánek, además del mismo Havel.
También Kundera tuvo su parte de razón, porque de acuerdo con su previsión, el golpe de gracia contra la Primavera de Praga fue un duro revés para la izquierda occidental. Bajo el impacto de la invasión soviética, que sacudió al mundo entero, los partidos comunistas occidentales iban a verse obligados a distanciarse de su discurso intransigente y prosoviético. Los partidos comunistas tuvieron que reciclarse profundamente porque si habían cerrado los ojos cuando la Unión Soviética reprimió con tanques y sangre la revuelta en Budapest en 1956, en la posguerra, no podían hacer lo mismo doce años más tarde. Además, dos décadas después, desde el imperio soviético, Mijaíl Gorbachov se inspiró en las reformas de aquella Primavera cuando ponía en marcha su perestroika; tampoco él tuvo suerte con sus reformas.
El presentimiento de Natalia Gorbanevskaya en la plaza Roja se cumplió. Brezhnev ordenó que Dubcek se retirara de la política, lo remplazó por Husák, un aparatchik a las órdenes de Moscú y Checoslovaquia experimentó 20 años de parálisis en todos los ámbitos. La mayoría de los grandes personajes de la cultura se exiliaron a Occidente, Kundera y Forman, entre ellos. Louis Aragon describió el nuevo escenario cultural como la Biafra del espíritu. El KGB envió a los compañeros de protesta de Natalia al gulag, a ella la sentenciaron a una reclusión forzosa en una clínica psiquiátrica o psijúshka donde se destruía el cerebro de los disidentes más peligrosos con drogas químicas. Encerrada en la psijúshka, Natalia no sabía que Joan Baez cantaba en sus recitales una canción que llevaba su nombre y así ayudaba a que el mundo tomara conciencia sobre lo que ocurría en los países que se hallaban al otro lado del Muro.
Cuando hablé con ella poco antes de su muerte en 2011, la lúcida Natalia me confesó que si la Unión Soviética de Breznev envió los ejércitos del Pacto de Varsovia para que Checoslovaquia —y antes Hungría— no se escapara de sus manos, también Putin habría hecho lo posible para retener a los países que fueron satélites del imperio soviético. Al aceptar a los países excomunistas en su club a pesar de ser unos miembros rebeldes y hoscos, la Unión Europea impidió el sueño de Putin de extender el dominio ruso hacia Occidente. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
No hay comentarios:
Publicar un comentario