jueves, 4 de mayo de 2023

De la marca España del exilio

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la filóloga Lola Pons, va de la marca España del exilio. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
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Qué pena, Luis
LOLA PONS RODRÍGUEZ
28 ABR 2023 - El Paísharendt.blogspot.com

A veces he usado esta carta de 1948 en mis clases para ilustrar cómo la lengua de la escritura epistolar puede asemejarse a una conversación. Dos poetas españoles, que vivían en España en la misma ciudad, se cruzaron alguna carta cuando uno de ellos pasaba unos meses como invitado en Estados Unidos. El filólogo Dámaso Alonso (1898-1990) se dirige desde la Universidad de Yale a su amigo Luis Rosales (1910-1992) y, amparado en la confianza mutua, le atiza nada más empezar la carta: “Pero hombre, ¿hasta cuándo te vas a estar cayendo de la bici?”. A renglón seguido, añade: “Ayer, no, anteayer, estuve en Boston comiendo con Paquito”. La carta rompe con muchas de las ideas que estereotipamos sobre la comunicación epistolar: el estilo es informal pero cuidado, procede de una persona formada, pero no evita esa autocorrección tan propia de lo hablado (“ayer, no, anteayer...”).
También rompe con algunos esquemas mentales que hemos terminado asentando sobre la identidad de los intelectuales exiliados y la actitud de los que no se exiliaron y permanecieron en la España de la posguerra. Digo esto porque ese “Paquito” con quien decía Dámaso Alonso haber comido en Boston era Francisco García Lorca, el hermano menor de Federico, y porque a esa referencia añade en su carta otras personas que ha frecuentado en Estados Unidos: “Claudio, el chico de Jorge”, esto es, el entonces veinteañero Claudio Guillén, hijo del poeta Jorge Guillén; el arquitecto Amós Salvador, breve ministro con Azaña; el profesor de Pediatría Guillermo Angulo, al que acompañaba un tal “Dr. Ochoa” que no es otro que Severo Ochoa, ayudante de Negrín en su cátedra e instalado en Estados Unidos desde 1940. La sobremesa con todos los personajes allí presentes, que aquí no señalo en su totalidad, la resume Dámaso Alonso en su carta con una frase demoledora: “¡Cuánto hablamos de España! Todos buena gente, inteligentes, ¡qué pena, Luis!”.
Los intelectuales españoles que visitaban Estados Unidos llegados de la oscura España de los años 40 no parecían sorprenderse mucho por los incipientes electrodomésticos de las cocinas americanas, no los cegaba el tamaño y el diseño osado de sus coches. No describen la realidad estadounidense con que se encuentran como si tuvieran la boina calada hasta las cejas ni parecen soltar el “ay, mi madre” de quien mira un rascacielos cayéndose de espaldas. Habían hecho en su mayoría estancias en universidades europeas y tenían ya un poco de mundo: lo que no tenían era la experiencia del exilio. Las cartas que van enviando quienes pasan por allí de visita fugaz, recuperadas y editadas en los últimos años, nos muestran que a los españoles que iban a Estados Unidos les sorprende sobre todo reencontrarse con la otra España que ven allí. Y cuelan en sus cartas frases tan íntimas, sinceras y tristes como ese “Qué pena” ante el que se detiene el lector actual de esta carta, que hoy guarda impecablemente digitalizada el Archivo Histórico Nacional dentro del legado de la familia de Luis Rosales.
Los españoles exiliados en Estados Unidos estaban construyendo una dolorosa marca España sin pretenderlo. Muchos trabajaban como profesores de lengua: en pleno Gobierno de Roosevelt, se reactivaba una cierta ilusión de panamericanismo y la demanda de docentes de español había crecido. El poeta Pedro Salinas, por ejemplo, exiliado en Estados Unidos, cuenta en una de sus cartas a Jorge Guillén que ha visto a Dámaso en esa primavera de 1948 y que este hablaba “con su fatal impronta de hombre que vive allí”. Ese “allí”, la tremenda España de la posguerra, era conocida a través de esos otros, los visitantes, sabedores de que resultaban afortunados por poder ir fuera y tener la opción de volver a su familia y a su entorno en España.
Entre la argumentación infundada que se desliza en los últimos años discurre la idea simplista de ver en cualquier intelectual o figura pública de época franquista a un aliado de los desmanes inhumanos de la dictadura. Sin embargo, el propio exilio tuvo sus bajamares ideológicas, y las tuvieron también muchos de los intelectuales de la España franquista.
En una sociedad como la española actual, hemos terminado administrando las culpas al por mayor, hemos condenado a la desmemoria o mirado con sospecha a los intelectuales conservadores que no encajan en el perfil del preso o el exiliado político, ni tampoco en el del fiel seguidor del argumentario totalitarista de Franco. Muchos de ellos participaron en las primeras invocaciones a la libertad, que fueron más que tentativas, pero menos que “contubernios”, como el franquismo mediático se encargó de calificar. Formaron parte de una generación que conoció la frustración y apoyó la democracia, ahora no debemos convertirlos en herencia incómoda.
Corresponde al Gobierno la aplicación de la Ley de Memoria Democrática y nos corresponde como sociedad afinar la percepción de nuestro pasado más próximo. Si no, esto se va a quedar en una simplona y maniquea historia de buenos y malos. Lola Pons Rodríguez, es filóloga e historiadora de la lengua; trabaja como catedrática en la Universidad de Sevilla. Dirige proyectos de investigación sobre paisaje lingüístico y sobre castellano antiguo; es autora de 'Una lengua muy muy larga', 'El árbol de la lengua' y 'El español es un mundo'. Colabora en La SER y Canal Sur Radio.

































[ARCHIVO DEL BLOG] Canarias como crisol y mestizaje. [Publicada el 12/08/2016]












El pasado 14 de mayo el periodista Antonio González escribía en el diario La Provincia de la ciudad de Las Palmas un hermoso artículo titulado "El hilo de Ariadna del mestizaje", que es un canto a la capacidad de las islas, de todas, de convertirse en crisol de los mestizajes. No iba a ser Canarias excepción a la regla. Ya conocen mi definición de Canarias como "un estado de ánimo rodeado de agua por todas partes"... Dejémoslo así de momento. Lo guardé por un si acaso, y este es un momento tan bueno como cualquier otro para traerlo hasta el blog.
Meramente casualidad desde la perspectiva de Canarias, es, sin duda, dice González, el hecho de que en los mismos días en los que Sadiq Khan, abogado musulmán y laborista, sale elegido alcalde de Londres, se produzca un hecho de una trascendencia política y simbólica sin precedentes en las islas: la universidad de La Laguna hace doctores honoris causa a un canario afincado en la capital británica, Manolo Blahnik, célebre diseñador de zapatos de mujer, y a un británico afincado en Tenerife, el científico John Beckman, primer director de investigación del prestigioso Instituto de Astrofísica de Canarias, en donde aún trabaja. Beckman no es londinense sino de Leeds, una elegante ciudad del viejo cinturón industrial del norte de Inglaterra, como Manchester o Sheffield, reconvertida a la nueva economía de servicios (financieros, comerciales, turísticos y culturales) y de nuevo ahora una urbe emergente. Blahnik es palmero, de origen checo por parte de padre, y londinenses de adopción hace décadas. Vive en Bath, pueblo precioso de origen romano, con unas termas famosas, paisaje bucólico y zona residencial también, al oeste de Londres. Sadiq Khan es pakistaní de origen, hijo de conductor de autobús y costurera, nacido en Tooting, un conflictivo barrio del sur profundo de la capital británica, en unas viviendas sociales. Se ha abierto paso en la vida como jurista especializado en derechos humanos, antes de entrar en política y hacer carrera en el laborismo. Esta casualidad no solamente es, para las Islas, un reflejo imprevisto de su histórica relación con Reino Unido: Canarias formó parte del área de la esterlina durante toda la etapa del imperio marítimo británico. Sobre todo, visto hoy en las figuras tan dispares de Sadiq Khan y Manolo Blahnik, muestra la lógica cosmopolita y la realidad mestiza de la que participan, en el plano mundial, la principal global city europea, como diría Saskia Sassen, y a una micro escala, desde el periodo moderno, estas pequeñas islas, convertidas finalmente en una playa de Inglaterra y de Alemania, como destino turístico.
Una de las consecuencias principales de los lugares fronterizos, sigue diciendo González, como de los espacios cosmopolitas, de toda realidad mestiza (hoy, no en vano, el mundo entero se está volviendo fronterizo a cuenta de la hibridación étnica, cultural y religiosa) es que en éstos, ahora lo llaman multiculturalidad, se reparten las cartas de nuevo en las relaciones sociales y personales. Sus polos sustantivos -Londres es quizás el más importante del mundo ahora- cifran , en particular, una arqueología distinta de las emociones y los afectos, lo que provocan una apertura de identificaciones y la deconstrucción de corsés construidos durante siglos. Es de esa manera como -no sin resistencias importantes, a veces dramáticas, surgidas muchas veces con más virulencia en el seno mismo de los grandes emplazamientos del cambio- van saliendo las mutaciones sociológicas, que luego se irradian al resto del mundo.
Su sentido no es, sin embargo, algo predeterminado, añade más adelante, algo que pudiera ser dirigido. Parecería obvio que si un abogado musulmán progresista dirige Londres y lo hace medianamente bien, eso redundará no solamente en la calidad de vida de la mayoría de los habitantes de la ciudad, capturada por capitales internacionales en una espiral inflacionaria loca. Incluso puede que sirva de ayuda a la integración de las comunidades musulmanas occidentales, auténticos enjambres del yihadismo. Pero no es seguro: el radicalismo religioso, como variante de la histeria, puede que vaya a más porque un musulmán dirija Londres. Ésas serían, claro, resistencias, el precio a pagar, porque al final una corriente subterránea azarosa, el trenzado de emociones y afectos en las historias de la gente, hace misteriosamente su trabajo. Lleva tiempo, claro, a veces generaciones para que los nudos gordianos se suelten. Y en ocasiones lo hacen, además, de forma imprevista, paradójica. Pero lo hacen.
Cuando pienso en esto, continúa diciendo, pienso obviamente en Londres. La capital británica inventa la caligrafía de la Humanidad. Y, sin embargo, no dejo de acordarme de un hecho muy personal en la vida de Manolo Blahnik, durante su infancia en una finca de Garafía. Un hecho que habla de ese trenzado emocional, de la construcción de un imaginario en sitios fronterizos, cosmopolitas, mestizos, en esos goznes o rajas en los que un vendaval de tráficos de toda clase, a la intemperie, convocan al azar. El padre de Blahnik era un joven checo, hijo de un conocido perfumista de Praga. Y se enamoró de la hija de los dueños del hotel balneario Bajamar, abandonado hoy, en la salida hacia el sur de Santa Cruz de La Palma. En éste los pasajeros de uno de esos cruceros ingleses de entreguerras, como el que los llevaba a su familia y a él, hacían escalas de días. La familia materna era prototípica de la burguesía agrícola, aunque con negocios turísticos de la vieja época, como éste, e intereses políticos. En línea con la tradición ilustrada de la élite insular, algunos, de hecho, habían sido miembros del Partido Republicano Palmero, integrado en Izquierda Republicana de Manuel Azaña durante la II República, por decir así, unos socialdemócratas. El hecho es que para escuchar en tiempos de Franco a Radio España Independiente, emisora de los exiliados españoles que emitía desde París, financiada por la URSS, la familia tenía una radio potente en una casa de la finca de plataneras de Garafía.
De niño, concluye su artículo, Manolo Blahnik jugaba con sus hermanas, se disfrazaba de mujer y bailaba con música que sintonizaban en esa radio. Por razones geográficas obvias escuchaban habitualmente frecuencias de Marruecos, que emitían música árabe. Era lo que más les gustaba: sueños de las mil y una noches? Manolo Blahnik se habituó así a escuchar a Oum Kalsoum, cantante egipcia y uno de los mitos de la canción árabe, que sonaba por doquier en cualquier emisora entre Casablanca y El Cairo. Kalsoum fue un auténtico fenómeno social en los años 50 y 60 del siglo XX. Recuerdo que yo mismo compré en Marraquech varios CDs con su música después de la conversación con Blahnik, una larga entrevista concedida a este periódico hace años, primera, por qué no decirlo, que dio a un medio informativo español. Con aquella música, además de bailar, Blahnik se sumergía en las ediciones en italiano de Vanity Fair, Vogue y Harper's Bazaar, que a su madre le mandaba un quiosquero de Santa Cruz de Tenerife. Se traducían en Argentina al español (sólo para América Latina) y al italiano. Y se mandaban por barco para su distribución desde Roma. El barco hacia escala en Tenerife y, por medio de contactos, dejaba algunos ejemplares. Pues bien, años después, cuando Blahnik se convierte en diseñador de zapatos, que ésa es otra historia magnífica, le sale una línea con arabescos, un clásico entre sus colecciones, que calzan hoy en día las mujeres que pueden permitirse unos manolos. Pues bien, los famosos arabescos de Blahnik salen, según confesó, de aquellas tardes oyendo a Oum Kalsoum en Garafía. Él mismo lo descubrió mucho tiempo después. El diseñador tiene una poderosa querencia por lo árabe. Obviamente a su nivel no significa políticamente mucho. Nada quizás. Blahnik, un artista y un artesano, es, en realidad, un nombre del consumo más exclusivo, del capital internacional que está matando a Londres. Pero para Blahnik lo árabe tienen connotaciones propias, una calidez, intimidad? Es un caso en la arqueología de los afectos y las emociones de un lugar fronterizo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt











miércoles, 3 de mayo de 2023

Del Israel democrático que se apaga

 








Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del periodista Lluís Bassets, va del Israel democrático que se apaga. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.










Israel, una luz que se apaga
LLUÍS BASSETS
27 ABR 2023 - El País
harendt.blogspot.com

A sus 75 años, Israel está llegando al cabo de la calle. Un paso más y poco quedará de aquella luz entre las naciones del mejor sueño sionista. Lo contó Josep Piqué, el lúcido y malogrado ministro de Aznar, en Política Exterior (junio de 2021), la revista de la que era brillante editor, bajo el título de El trilema de Israel y la causa palestina: “Se trata de decidir si Israel quiere ser un Estado democrático, judío y controlar de facto los territorios ocupados. Si quiere ser judío y controlar el territorio, no puede ser democrático, al condenar a los palestinos a ser ciudadanos de segunda en su propia tierra. Si quiere ser judío y democrático, no cabe seguir con la ocupación. Y si quiere ser democrático y controlar los territorios, no puede ser judío y debe abrirse a un Estado plurinacional en el que todos sus ciudadanos tengan los mismos derechos”.
Este trilema, latente desde la fundación del Estado de Israel en 1948, se abrió de par en par en 1967, tras la Guerra de los Seis Días, cuando el ejército israelí conquistó Jerusalén, Gaza, Cisjordania, además del Sinaí y el Golán, y el país se vio enfrentado a la realidad de la demografía. Entre el Jordán y el Mediterráneo, los palestinos se encuentran en paridad demográfica con los judíos, de forma que la solución más racional que se fue abriendo paso fue la construcción de un Estado palestino separado en los antiguos territorios ocupados. Los acuerdos de Oslo de 1993, la posterior instalación de la Autoridad Palestina y el fracasado proyecto de los dos Estados mutuamente reconocidos y conviviendo en paz y seguridad se explican por el irreductible dramatismo del trilema, que obliga a Israel a renunciar a la ocupación si persiste en su vocación democrática.
Hay otra fórmula más universalista y liberal que ha contado desde los primeros pasos del sionismo ya en los años 20. La defendieron filósofos de enorme envergadura e influencia pero escaso éxito político, como Martin Buber, Hannah Arendt o Judah Leib Magnes. Concebían el Hogar Judío que querían construir en Palestina más como un proyecto educativo, cultural y espiritual que político y nacionalista y temían, proféticamente, en la militarización de un Estado exclusivamente judío, que se vería obligado a someter a los árabes a las mismas injusticias y discriminaciones que habían sufrido ellos mismos. Su idea de un Estado democrático y binacional para árabes y judíos, donde se reconocieran los derechos individuales de todos y nadie fuera expropiado ni expulsado, quedó arrollada por la cruda realidad de las revueltas y las matanzas sectarias entre árabes y judíos en la Palestina anterior al Estado de Israel y luego por el exterminio nazi.
La realidad que se impuso superó cualquier expectativa. Aun en guerra permanente, Israel ha sido desde su fundación una excepción y un milagro, la única democracia en un océano de dictaduras, una modernísima start-up nation dentro de la geografía feudal de las monarquías y autocracias militares, y siempre una ventana todavía abierta a la improbable reconciliación entre árabes y judíos, gracias a la persistencia del campo de la paz y del diálogo, legataria de Buber y sus amigos.
Esta ventana lleva tiempo entornada y se ha ido cerrando desde 2000, cuando Bill Clinton fracasó en su último intento de alcanzar un acuerdo final entre el presidente palestino, Yasir Arafat, y el primer ministro israelí, Ehud Barak. Todo ha ido de mal en peor desde entonces, de un lado y del otro. En el campo palestino, corroído por el terrorismo, dividido y paralizado por la corrupción y la autocracia. Y en el israelí, con la extensión sin fin de las colonias ilegales en los territorios ocupados, la vida miserable e insoportable de una población palestina acosada y humillada y, sobre todo, la constante deriva hacia la derecha que no ha cesado desde entonces, hasta la entrada de los dos partidos extremistas en el Gobierno, el de los ultraortodoxos religiosos y el de los colonos supremacistas.
Si Israel se convierte definitivamente en un Estado judío sobre el entero territorio, tal como quieren Benjamín Netayahu y sus nuevos socios de Gobierno, partidarios de seguir colonizando, expropiando y expulsando a placer a los palestinos, poco quedará de la democracia en un régimen propiamente de apartheid. Ni los dos Estados que exigía la racionalidad política. Ni un solo Estado binacional con igualdad de derechos para todos, como quería el sionismo más universalista e idealista. Solo quedará el Gran Israel de los ultras, sin igualdad de derechos, sin división de poderes, ni poder judicial independiente, una democracia iliberal más en el oscuro paisaje de nuestro mundo. Las luces se están apagando en Oriente Próximo.



























[ARCHIVO DEL BLOG] Ciencia, fe, filosofía. [Publicada el 12/05/2013]










Dentro del mundo científico -del que no formo parte- a la hora de publicar se distingue con bastante claridad entre el estudio académico, el ensayo y el mero artículo, teniendo en cuenta el aparato erudito, las referencias y las notas incorporadas al texto en cuestión. Así pues, sin ninguna  pretensión de rigor científico o académico, las opiniones vertidas en este blog deben tomarse por parte de sus amables lectores como lo que realmente son: meras opiniones personales de su autor que no pretenden convencer de nada ni a nadie, a salvo de la credibilidad o confianza que les merezcan los enlaces externos a los que remito.
La lectura, ayer mismo, de un artículo al que me refiero más adelante, me anima a plantear de nuevo la vieja -para muchos, pero siempre actual- controversia entre ciencia, fe y filosofía, que ya expusiera en septiembre de 1942 la joven filósofa francesa de origen judío, Simone Weil, en un pequeño y trascendental librito de apenas setenta páginas titulado "Carta a un religioso" (Trotta, Madrid, 1998).
Sé que me repito, pero quién no, después de mil ochocientas sesenta y cuatro entradas y siete años de escribir casi a diario en este "Desde el trópico de Cáncer" de mis desventuras... 
El artículo que citaba más arriba es uno del profesor Antonio Piñero, catedrático de Filología Griega en la madrileña Universidad Complutense, titulado "Más allá de la muerte". Publicado en marzo pasado en el blog "Vitrinas", que edita "Revista de Libros", constituye una reseña crítica del libro del también profesor y filósofo Javier Gomá Lanzón titulado "Necesario pero imposible. O ¿qué podemos esperar?", (Taurus, Madrid, 2013).
La cuestión que plantea la crítica del profesor Piñero al libro de Javier Gomá es la siguiente: ¿de qué hablamos cuando hablamos del fenómeno, auténticamente universal de la figura de Jesús de Nazareth; de fe, de ciencia o de filosofía? ¿Se puede creer a la luz de los testimonios históricos existentes en la resurrección real y física de Jesús? Curiosa polémica viniendo de un filólogo y un filósofo y no de unos teólogos como podía resultar más pertinente. Les aconsejo no dejen de leer los comentarios suscitados en la entrada del blog por el artículo en cuestión, entre ellos, la amistosa pero contundente réplica que formula a la reseña el propio autor del libro, el profesor Gomá. 
Pero  vuelvo a la cita que hacía al comienzo de la entrada a Simone Weil y su libro "Carta a un religioso". Yo, que no soy creyente si por creyente se entiende la aceptación de una vida después de la muerte, la resurrección de los muertos en el mundo futuro o en la existencia de un Dios eterno, inmutable, preexistente y creador del universo, confieso que no tengo empacho en declararme cristiano si por cristiano entendemos únicamente el mensaje que dejó a los hombres el hombre histórico Jesús de Nazareth.
Hay una frase en el libro de Simone Weil que me impresionó profundamente desde el primer momento que la leí. Está al final de la página 47 de la edición que cito, y dice así: "Si el Evangelio omitiera toda mención de la resurrección de Cristo, la fe me sería más fácil. La Cruz sola me basta". Al comienzo del libro, que no es en realidad mas que la publicación de la carta que enviara poco antes de su muerte, a los treinta y cuatro años de edad, al sacerdote dominico Jean Couturier, dice Weil: "Cuando leo el catecismo del Concilio de Trento, me da la impresión de que no tengo nada en común con la religión que en él se expone. Cuando leo el Nuevo Testamento, los místicos, la liturgia, cuando veo celebrar la misa, siento con alguna forma de certeza que esa fe es la mía o, más exactamente, que sería la mía sin la distancia que entre ella y yo pone mi imperfección. Me gustaría que ésta fuese no menos penosa, pero sí más clara. Cualquier sufrimiento es aceptable en la claridad". La carta de Simone Weil al padre Couturier, con el que había llegado a entrevistarse en Nueva York, nunca obtuvo respuesta.
En una obra suya anterior ("Cuadernos, XI") que cita el prologuista de "Carta a un religioso", Carlos Ortega, Weil había dicho: "La Iglesia ha sido un gran animal totalitario. Fue la iniciadora de la manipulación de toda la historia de la humanidad con fines apologéticos [...] Nunca se ha hecho una limpieza filosófica de la religión católica. Para hacerla, habría que estar dentro y fuera de ella".
En la misma obra citada dice también: "No creer en la inmortalidad del alma, sino contemplar la vida entera como algo destinado a preparar el instante de la muerte; no creer en Dios,sino amar siempre el universo como se ama una patria, aun desde la angustia del sufrimiento, ése es el camino de la fe por la vía del ateísmo".
Termino. Sobre lo de que para hacer una limpieza filosófica de la religión católica habría que estar dentro y fuera de ella, sabe bastante el teólogo católico y profesor en la universidad de Tubinga, Hans Küng. En un artículo publicado en El País del pasado viernes: "¿Es el papa Francisco una paradoja?", el controvertido teólogo, compañero como consultor del Concilio Vaticano II del también teólogo Josep Ratzinger, más tarde papa con el nombre de Benedicto XVI,  expresaba su esperanza en que los gestos del nuevo papa Francisco, Jorge Mario Bergoglio, hagan posible otra iglesia católica abierta a la pobreza, la humildad y la sencillez que predicaba Francisco de Asís. Si no es así, concluye, la iglesia católica corre el riesgo de vivir una nueva era glacial en lugar de una primavera y quedarse reducida a una secta grande de poca monta. Yo también lo pienso, y tampoco lo deseo.
Posdata 1: Sobre la última obra de Hans Küng, "¿Tiene salvación la Iglesia?" (Trotta, Madrid, 2013), el profesor Fernando Bermejo Rubio, publicó el 23 de mayo en el blog "Vitrinas" de Revista de Libros, un artículo muy crítico con Kung, titulado "Hans Küng, en la puerta de Rashomon", que estoy seguro les resultará muy interesante.
Posdata 2: En el numero de junio/julio de Revista de Libros, el profesor Antonio Piñero publica de nuevo un interesante artículo titulado "La divinización de Jesús" (que pueden leer aquí) comentando las recientes aportaciones de otros especialistas como William Horbury, Larry W. Hurtado, James D.G. Dunn o Daniel Borain en torno a la decisiva cuestión del proceso a través del cual las primitivas comunidades judeo-cristianas llegaron a la convicción de que Jesús era el mismo Dios bíblico de Israel.
Sean felices, por favor, a pesar de todo. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt












martes, 2 de mayo de 2023

De la idea de la nación española

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor y jurista José María Ruiz Soroa, va de la idea de la nación española. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 









La idea de nación española
JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA
12 DIC 2022 - Revista de Libros
La editorial Los libros de la Catarata ha publicado simultáneamente dos muy apreciables trabajos de los profesores Antonio Rivera Blanco y Juan Sisinio Pérez Garzón1 que pretenden simétrica y respectivamente hacer una completa historia de las derechas y las izquierdas en España. Obras ambiciosas ambas que no pretendemos ni mucho menos comentar en estas líneas, aunque sí nos permitimos aconsejar su lectura pues las dos son, en nuestra opinión, textos historiográficamente muy bien ordenados y completos y desde luego enjundiosos en sus contenidos.
Aunque también es de advertir que, al incluir ambas «Historias» entre la realidad tratada el más puro presente histórico, es decir, la actualidad de los últimos veinte años, exceden de lo que es objetivamente historiable, y entran en terrenos más propios del ensayo y la opinión que del puro relato e interpretación del pasado. Suponemos que fueron los deseos editoriales los que provocaron esta inclusión del presente en las obras comentadas, pero ella hace más difícil tanto la objetividad en el tratamiento como la perspectiva necesaria para el historiador. Este desequilibrio de perspectiva se acusa más en el texto de Antonio Rivera, que dedica al período que va desde 1996 a 2022 nada menos que cien páginas, lo que supone el 20% del texto para un periodo que sólo supone el 10% del tramo de la historia examinado.
En cualquier caso, nuestro comentario no lo es del conjunto de ambas obras sino limitado a una particular y atractiva tesis que Antonio Rivera expone a modo de conclusión en el «Epílogo» de la suya. En concreto, cuando el profesor de la Universidad Vasca analiza el juego que ha dado en el comportamiento de las derechas el segundo de los elementos componentes de la tríada «Dios, Patria y Rey» (o «Altar, Nación y Trono»). Un lema que para él «sintetiza con precisión las preocupaciones de este mundo tradicionalista o liberal-conservador» (pg. 514). Y la tesis que propone, formulada como apotegma, es la de que en la historia de España opera inexorable desde hace ciento cincuenta años hasta hoy un principio: el de que la idea de patria o nación española derechiza la política y la inclina hacia el lado conservador o reaccionario. Una tesis potente, afirmada casi como una verdadera ley histórica, y que por ello explica el pasado tanto como el presente (¿y predice el futuro?). Por eso mismo llama la atención del lector, no sólo por su contenido sino también, o más, por su inusual ambición epistemológica.
Pero expongámosla con más detalle, siguiendo fielmente al autor. El cual arranca de la constatación de que por lo menos desde la impugnación nacionalista catalana y vasca de la soberanía exclusiva de la nación española en el último tercio del siglo XIX (y ahí comenzarían los 150 años a que hace referencia), «la gestión del suelo patrio se ha convertido en el mayor problema y la mayor desavenencia entre fuerzas políticas», hasta el punto, en su opinión, de «hacer incompatibles sus respectivos proyectos de convivencia». En relación con esa cuestión crucial, «y teniendo en cuenta el carácter esencialista del último nacionalismo español -y de sus alternativas regionales que actúan como reflejo-», afirma el historiador que:
«…el factor territorial ha derechizado la política a lo largo de siglo y medio. Lo que empieza en cualquier ámbito ideológico como una defensa de España -da igual que sea patriótica o instrumental, organizativa- acaba convertido en un discurso global profundamente conservador. La idea de nación española, por decirlo más claro, lleva a los individuos preocupados por ello (sic) y a las formaciones políticas que hacen causa de la cuestión hacia la derecha. En sentido contrario, y contraviniendo una tradición española olvidada, los nacionalismos alternativos que surgieron desde la extrema derecha, se han transmutado en opciones progresistas de manera aparente; basta verlos acercarse al poder o manejarlo para volver a descubrir en ellos el mismo esencialismo reaccionario que da vida a todos los patriotismos políticos»(subrayados nuestros).
La formulación de Rivera es inicialmente un tanto imprecisa: ¿Qué se entiende por «derechizar la política» así en general? ¿Qué significa «la idea» de nación española? Sin embargo, su propio desarrollo la aclara al describir el mecanismo por el que opera esa derechización: es la preocupación política por la nación española la que lleva tanto a individuos como a fuerzas políticas, con independencia del ámbito ideológico en que se encuentren inicialmente, a una evolución hacia la derecha terminada en la adopción de un discurso global profundamente conservador. La derechización de la política, por tanto, consiste en el desplazamiento de personas y grupos hacia su universo político. Y el factor que lo produce es el hecho de que esas personas o grupos políticos se preocupen por la nación española o hagan causa de la defensa de su subsistencia. Y ello con independencia de que su idea de la España que defienden «sea patriótica o instrumental, organizativa», lo que parece señalar que es indiferente que la idea de nación con la que opera el observador preocupado sea esencialista o no, sea «cultural» o «política» en los términos clásicos de Meinecke. En todo caso, se produce el efecto de derechización porque, como señala Rivera, lo que sucede en el fondo es que todo patriotismo político está animado por un esencialismo reaccionario.
Hay un acusado «idealismo» implícito en este principio, desde el momento en que deriva de un simple cuestionamiento intelectual o discursivo un efecto político real, tanto sobre las personas como sobre los grupos. No se trataría tanto del caso de un uso interesado y estratégico de la idea de nación por parte de las derechas conservadoras o reaccionarias como un baluarte defensivo más de la sociedad burguesa o capitalista contra las izquierdas, cuanto de una propiedad asociada a la idea misma de nación española, cuyo cuestionamiento provoca en aquellos que lo reflexionan como problema un íntimo efecto derechizador.
En cualquier caso, lo primero que sorprende al lector es el hecho de que el historiador no cite o señale ningún caso concreto de derechización inducida, ni haga mención siquiera de ese fenómeno, en toda la historia que va de 1789 a 1996. En efecto, el único caso concreto de un tal tránsito político inducido aparece sólo en la más rabiosa actualidad, como enseguida detallaremos. Lo cual no deja de ser anómalo tratándose como se trata de un principio que habría operado desde hace ciento cincuenta años, por lo que hubiera sido esperable que el autor hubiera señalado algún ejemplo o hito de su actuación en ese pasado. Al no hacerlo así, suscita la duda de si no se estará sobrevalorando la influencia de un caso del presente en la comprensión de la historia anterior. La pérdida de perspectiva que ya comentamos
En efecto, el único ejemplo de «derechización idealista» lo apunta Rivera al describir y analizar un fenómeno reciente: los efectos del gobierno de los nacionalismos vasco y catalán sobre algunos intelectuales inclinados a la izquierda en sus respectivos ámbitos geográficos, alrededor del último cambio de siglo: en concreto, la eclosión de fenómenos de protesta como el «Foro de Ermua» o «Basta Ya» y más adelante partidos políticos como «UPyD» o «Ciudadanos». En relación con ellos, Antonio Rivera cita ampliamente y con aprobación (págs. 432 y 478) un trabajo de Javier Muñoz Soro (Sin complejos. Las nuevas derechas españolas y sus intelectuales, 2007) en el que, entre otras cosas, se comenta que en estos ámbitos se produjo un tránsito político por el que intelectuales formados en la izquierda fueron pasando a la derecha, aunque sin llegar a implicarse partidariamente en la mayoría de los casos. Y lo hicieron motivados fundamentalmente por su rechazo de unas políticas que vivían como homogeneizadoras y antipluralistas por parte de los respectivos nacionalismos gobernantes. El fenómeno lo lee así el autor: de una reclamación inicial del derecho a existir de una España que no tenía por qué ser necesariamente franquista en su concepción nacional, se pasó en el caso de estos intelectuales a la impugnación ácida de todas las políticas culturales características de la izquierda radicalizada de la época de Rodríguez Zapatero y luego Pedro Sánchez. Se produjo una quiebra cultural de una parte de la izquierda más socialdemócrata clásica, que llevó a sus mantenedores al conservadurismo.
Pues bien, la tesis de Rivera parece hasta cierto punto algo así como una extensión de un fenómeno muy reciente a la generalidad de la historia de España durante el último siglo y medio. Lo que Muñoz Soro afirmaba para más o menos la época de Aznar se generaliza a toda la historia – ¡y es mucha! – que va desde Restauración canovista en la que aparecen los desafíos e impugnación nacionalistas vasco y catalán hasta hoy: «El factor territorial ha derechizado la política a lo largo de siglo y medio», dice. Y eso porque los individuos o fuerzas políticas que se preocupan por la idea o realidad de España como nación sufren derivadamente un proceso de reconversión en políticamente conservadores o reaccionarios. Algo que se recoge también en unas declaraciones de Rodríguez Zapatero de 2020 que se citan ampliamente en la página 477 y de las que copiamos la pregunta y respuesta iniciales:
«P. ¿Ser duro con el nacionalismo vuelve a un partido de derechas?
R: Para la historia de España sí».
Hay en definitiva un cierto presentismo en la tesis global de Rivera. Es el riesgo de incluir en un libro de historia el relato del presente, que al final todo se mezcla un poco: la ciencia histórica con el ensayo interpretativo de fenómenos muy particulares de hoy.
En cualquier caso, la tesis está ahí y merece la pena reflexionar sobre ella. Aunque sólo sea porque su derivada inevitable es la de que la historia de España hubiera sido mucho más de izquierdas si no hubiera sido por el factor territorial, es decir, por el problema de integración nacional suscitado por los movimientos nacionalistas vasco y catalán. Una hipótesis sugerente.
Parece oportuno, en primer lugar, examinar su alcance; en concreto, la cuestión de si el efecto político derechizador de la idea de patria o nación lo produce la de cualquier patria o nación, sea la española, la catalana, la vasca o la francesa, o se trata de un efecto exclusivo de la española.
Para no tener que reconocer que el desplazamiento al universo conservador lo provoca sólo y únicamente la idea de España como nación o patria, lo cual sería sorprendente, Antonio Rivera afirma que cualquier nacionalismo o patriotismo político es por sí mismo reaccionario, por lo que insinúa que también los nacionalismos vasco y catalán serían todos ellos de derechas, aunque aparentemente puedan funcionar ante la opinión y en el juego político como de izquierdas, como es el caso de partidos como Bildu o Esquerra Republicana o sindicatos como ELA o LAB.  Pero da la impresión de que aquí se suman dos equívocos: uno lo constituye el auténtico tour de force imaginativo necesario para sostener con seriedad que no existe en España un nacionalismo vasco o catalán que es radical y de izquierdas, a pesar de que el juego político que presenciamos nos demuestra todos los días lo contrario: Esquerra o Bildu son de izquierdas, no sólo lo aparentan, y por eso se comportan como lo hacen (Sisinio Pérez Garzón no lo duda en su Historia de las izquierdas en España y habla de izquierdas nacionalistas con naturalidad). Cosa distinta, y aquí asoma el segundo equívoco es el de que sean también fuerzas políticas reaccionarias, en tanto que impugnan el pluralismo social y defienden la homogeneización cultural impuesta coercitivamente a su sociedad. Lo son, desde luego, pero ello no les priva de su condición de pertenecer a la izquierda política, salvo que (y pienso que este es el caso) el historiador arranque de una concepción apriorística muy característica de los autores de izquierdas, la de que por definición la izquierda no puede defender políticas concretas reaccionarias nunca. Es decir, que no puede existir un nacionalismo de izquierdas porque ello sería un oxímoron.
Ahora bien, desgraciadamente para los izquierdistas con tan buena imagen de su familia política, la realidad nos demuestra lo contrario todos los días. Lo que no existe en la península, eso sí, es un nacionalismo español explícito y de izquierdas, pero nacionalismo e izquierda no son realidades políticas inmiscibles en general, sino todo lo contrario. El nacionalismo es transversal a las demás ideologías políticas, por la sencilla razón de que es una ideología que trata de algo que las demás no abordan, sino que dan por presupuesto: la definición del ámbito personal y territorial del poder público.
Por tanto, si se acepta la tesis de Rivera de la derechización inevitable de quienes frecuentan la idea de nación, y al tiempo se reconoce la realidad política como es (no como nos parece que debiera ser), es decir, que efectivamente existen nacionalismos de izquierda en España (y también fuera de ella), la conclusión obvia es la de que sólo la idea de nación o patria española posee la propiedad de derechizar a los embrujados por ella. Algo que, así de entrada, suena raro.
Pero vayamos con la «idea de nación o patria española» y su rodar por la historia. En principio, resulta pacífica la consideración de que, en su origen, la idea de nación, y en concreto de nación española, fue revolucionaria; tanto que creó una nueva realidad política en la que se podía empezar a hablarse de izquierdas y derechas. Y que hasta el último tercio del siglo XIX coexistieron en el ámbito liberal dos ideas de nación, la de la derecha conservadora de «nación de propietarios» (que además se afirmó como la versión institucional) y la demócrata radical que luego va siendo republicana y federal de la «nación de todos». Ambas, esto es lo relevante, aceptan sin problemas la idea de España como ámbito nacional indiscutido. Existe un «nacionalismo español naturalizado o implícito» en todas las fuerzas políticas. Hasta ahí todos de acuerdo.
Es a partir del cambio de siglo cuando surge un nacionalismo español esencialista, no ya implícito sino manifiesto, que se constituye como una ideología política operativa y es de signo marcadamente regeneracionista, autoritario y asimilacionista. Aunque entre nosotros se suele verlo como una respuesta antagonista a la eclosión de los nacionalismos catalán (sobre todo) y vasco, en realidad se trata de un fenómeno común a todos los Estados nación europeos. Como dice Hobsbawm, el cambio de siglo es el momento en que el nacionalismo se hace una ideología de derechas y empieza a actuar como tal. En que se constituye como lo que clásicamente se ha denominado nacionalismo. Sucede en España, pero también en Francia, Italia o Alemania.
En todo caso, una parte de la derecha política hará suyo este nacionalismo trufado de catolicidad y militarismo que conocerá su éxtasis -y su fracaso- con el franquismo. A partir del comienzo del siglo XX, el nacionalismo español explícito es monopolizado por parte de la derecha, que usa y abusa de la idea de nación española, cierto. Pero ello no significa que las demás fuerzas políticas no posean también un sentido nacional y se preocupen seriamente por la articulación de la nación. Sin volverse por ello conservadoras de derechas.
En concreto, al lado del discurso de la España agónica, existe al tiempo un nacionalismo español de cuño republicano, continuador del anterior federal y, como él, de izquierda. Lo estudió con detalle Andrés de Blas Guerrero en Tradición republicana y nación española (1991). La idea de nación española que sostiene éste otro nacionalismo, a veces orgánica, otras historicista, cultural y política al tiempo, pero en todo caso ciudadana, no le lleva a la derecha del espectro político: ahí están Marcelino Domingo, Álvaro de Albornoz o el mismo Azaña -a pesar de su acusado tacticismo- para demostrarlo. «Nadie tiene en las venas un españolismo tan puro, tan profundo y ardiente como yo, nadie siente palpitar en su corazón los ecos de la historia de nuestro país con la vehemencia, la profundidad, con la pasión personal que yo lo siento» decía Azaña en una reunión de su partido Acción Republicana en 1931. Vamos, que el nacionalismo español tuvo (y tiene) también su versión liberal capaz de proponer cuando ocupa poder institucional unos esquemas funcionales de convivencia nacional pluralista bastante equilibrados con las realidades regionales o nacionales alternativas y, sobre todo, sin que sus sostenedores se vieran conducidos obligadamente al conservadurismo o a la reacción.
Y si acudimos, como ejemplo exterior a la Península, al caso francés, comprobaremos sin duda que la reflexión y la práctica política de liberales moderados y demócratas radicales (sobre todo desde el desastre de Sedan y la III República), tradición girondina y tradición jacobina, impulsan la noción de nación o patria francesa como sostén cívico y republicano de un Estado unitario y centralista. La labor de «convertir campesinos en franceses» fue un empeño desde las instituciones estatales, y en gran parte lo sigue siendo todavía, estuviesen ocupadas por una u otra tendencia política. Hubo y hay fuertes brotes del otro nacionalismo antiliberal y tradicionalista, pero existe un nacionalismo liberal y de izquierda, aunque camuflado semánticamente como «laicismo republicano».
La historia de España, entonces, no avala empíricamente la afirmación de que todo patriotismo o nacionalismo español lleva inexorablemente a sus sostenedores a la derecha, porque si así fuera no podríamos dar cuenta de gran parte de nuestra historia política y de cómo se entendieron a sí mismos muchos actores de ella, al tiempo patriotas (no esencialistas ni exasperados, eso sí) y a la vez de izquierda o liberales.
La tesis de Rivera, que como se ve no admito como válida, creo sin embargo que nos revela mucho acerca de algunos rasgos intelectuales y políticos peculiares de la izquierda española en su trato con los nacionalismos particularistas que desde hace siglo y medio impugnan la idea de España como ámbito nacional de convivencia. Y con ello desvela una posible explicación alternativa de esos «itinerarios de frontera» de abandono de la izquierda por parte de tantos intelectuales y ciudadanos.
A tal efecto, conviene tener en cuenta que desde los años ochenta se está produciendo en España un hecho históricamente nuevo, sin antecedente en el pasado y sin parangón en otras Estados europeos. Es el fenómeno de la renacionalización impulsada desde el poder de amplios sectores de población en las regiones controladas por los nacionalismos catalán y vasco. En nuestra historia contábamos con el caso de la nacionalización española (acentuada durante las dos Dictaduras), pero nunca con uno de nacionalización suplementaria, alternativa y correctiva de poblaciones en gran parte ya nacionalizadas previamente. Un fenómeno que se comprende mal desde fuera, desde los ámbitos intelectuales españoles que no se ven sometidos a él sino subjetivamente instalados en una parte del territorio ibérico sin apremios renacionalizadores. Quien no ha visto su devenir vital amenazado por no cumplir con ciertos marcadores identitarios no aprecia bien lo que es el nacionalismo gobernando.
En cualquier caso, y a lo que ahora nos interesa, este fenómeno produjo entre los intelectuales más conscientes y afectados un movimiento de repulsa, no tanto nacional cuando demoliberal. Se impugnaron como patentemente contrarios a la libertad de desarrollo de la personalidad y a la igualdad de oportunidades las políticas de construcción nacional en marcha, y se creyó que esa impugnación sería atendida por el Estado común. Si bien la derecha españolista aceptó entusiasmada esa impugnación, aunque su interés de fondo fuera más la conservación de la nación española en peligro que los derechos individuales (y lo demostró cuando no le convenía defenderlos), lo cierto es que la izquierda española, las izquierdas españolas, no supieron qué hacer con ella ni donde encajarla. La razón de fondo era sencilla: las izquierdas se habían abonado a una comprensión de España como «suma de territorios» en la que prevalecía algo que puede ser definido como el principio westfaliano de cuius regio eius religio: es decir, a las élites nacionalistas gobernantes se les concedía permiso para aculturar a sus poblaciones a su gusto en tanto no se impugnase la soberanía nacional española. Todo ello envuelto en una melopea de cánticos al pluralismo (propio), a la diversidad y la diferencia.
Muchos ciudadanos de sentimiento ideológico de izquierdas se encontraron entonces abandonados. No emigraron a la derecha, pero sí quedaron desengañados de una izquierda que incumplía sus propios principios, y la criticaron acerbamente por ello. Crítica que se extendió a otras políticas de la izquierda en el gobierno de acusado carácter identitario en sentido amplio.
Como es de todo punto lógico, la izquierda no reconoció su incapacidad de amparar este tipo de reclamaciones. Las izquierdas nacionalistas, precisamente, porque lo eran. Las izquierdas estatales -para entendernos- por las exigencias de la política práctica y por su concepción global de España como «nación de naciones homogéneas». Prefirió proyectar la culpa de lo sucedido en los propios afectados: no era la realidad de unos procesos de construcción nacional coercitivos, que no existían más que en su imaginación, afirmó y afirma la izquierda, lo que les mueve, sino que «se han vuelto de derechas».
Esta sería la explicación alternativa a la de Antonio Rivera sobre los «itinerarios de frontera» detectados en este último período de la historia de España, de sus derechas y sus izquierdas. O así lo sugiero yo.






























[ARCHIVO DEL BLOG] Las guerras civiles. [Publicada el 08/05/2008]













No es una postura generalizada, pero hay bastantes historiadores a ambos lados del Atlántico que asumen ya que las denominadas "guerras de independencia" que sacudieron hispanoamérica a principios del siglo XIX son, sí, e indudablemente, guerras de independencia, pero también "guerras civiles", porque a fin de cuentas los que se enfrentan con las armas desde México hasta Chile son, todos ellos, españoles...
¿Podría decirse algo similar de la Guerra de Independencia de la que estos días celebramos, o sufrimos, los fastos conmemorativos de los 200 años de su inicio? ¿Deberíamos considerarla también, amén de una "guerra de independencia" contra el ocupante francés una "guerra civil" entre españoles? Lo plantea con acierto el escritor y Premio Nacional de la Crítica, Luciano G. Egido, en un interesante artículo [¿De la Independencia o de la Libertad?] en El País de hoy. A mí, como historiador, me parece acertado su posicionamiento y me sumo a él con placer.
Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt