domingo, 6 de noviembre de 2022

De las falacias de Núñez Feijóo

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de las falacias de Núñez Feijóo sobre el peligro de sedición, porque como dice en ella el filólogo y crítico literario Jordi Amat, el líder del partido popular aparece como el garante de una unidad nacional que hoy nadie amenaza más allá de las palabras gastadas al precio de seguir desgastando al Poder Judicial. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







La coartada de la sedición
JORDI AMAT
30 OCT 2022 - El País


En un seminario organizado por FAES, aquel magistrado reaccionario de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo planteó el siguiente escenario: en un pleno de un Parlamento autonómico la mayoría de los diputados proclama la secesión del territorio español tras una votación, erigiéndose la región en Estado independiente. El ponente del seminario era el jurista Adolfo Prego, fechó la ponencia Derecho penal y defensa del ordenamiento constitucional el 31 de marzo de 2008 y se discutió dos días después con otros jueces y abogados.
Para empezar, Prego aclaraba que dicha proclamación no podría hacerse efectiva: la secesión estaba destinada al fracaso constitucional. Pero lo que profetizaba era algo previo, anterior al intento de materialización de esa independencia. Se refería, simplemente, a una proclamación tras una votación parlamentaria. “Un incidente gravísimo en la estabilidad política española y el mayor reto que pudiera sufrir el orden constitucional y el Estado de derecho”. A pesar de esa gravedad, ante un escenario como el que había imaginado, advertía de que el Código Penal no daba respuestas para castigar a quienes realizasen esa proclamación. “Nadie cometería ningún crimen si oficialmente proclamara en el boletín oficial de una comunidad autónoma su independencia y separación de España. Sin perjuicio de su ineficacia constitucional, no sería un comportamiento criminal”.
Según él, la proclamación de la secesión en el Parlamento autonómico no sería un delito de traición ni de rebelión ni tampoco de sedición. No era una rebelión porque no se habría producido un alzamiento violento. Tampoco sería un caso de traición, según argumentó, porque las modalidades de ese delito descansan en la hipótesis de un conflicto bélico entre España y una potencia extranjera. ¿Sedición? Pues según el magistrado conservador, tampoco. “Este es un concepto conectado con movimientos de masas que se desbordan en algarada callejera y tiene relación con la idea de motín, en el que se quebranta el orden público, pero no necesariamente el orden constitucional”. El Código Penal, por tanto, no podría responder a una situación como la que se produjo en octubre de 2017 en Cataluña.
Entonces, el fiscal general del Estado, además de por malversación, se querelló contra los líderes independentistas por rebelión, lo que tuvo inmediatas consecuencias para los acusados incluso antes de ser juzgados, y también se querelló por sedición. Ninguno de los dos tipos encajaba claramente con los hechos que ocurrieron durante esas semanas de nefasta revuelta institucional, afirmaba el viernes Ignacio Varela, de manera que el Tribunal Supremo tuvo que realizar “un admirable ejercicio de creatividad conceptual” para condenar al Gobierno de la Generalitat y a los líderes sociales tras más de dos años de prisión preventiva. La ironía del veterano Varela desvela uno de los ángulos muertos de la respuesta judicial y ejecutiva que se dio a una crisis constitucional que iba ensanchándose a la vista de todos. Mariano Rajoy y su Gobierno la gestionaron pésimamente, activando primero las cloacas desde el Ministerio del Interior y luego en función de las batallas intestinas entre Soraya Sáenz de Santamaría y María Dolores de Cospedal (como demuestra con brillantez El muro, de Lola García).
Pero a pesar de la gestión catastrófica de su partido, la posible reforma del delito de sedición ha sido la coartada que Alberto Núñez Feijóo ha encontrado para volver a bloquear la renovación del CGPJ. ¿Incentivos? Aparece como el garante de una unidad nacional que hoy nadie amenaza más allá de las palabras gastadas al precio de seguir desgastando al poder judicial del Estado sin que se note el cuidado. Bien es cierto que el Ejecutivo ha pospuesto meses y meses la discusión sobre la reforma del delito y ahora parece una concesión de urgencia a Esquerra Republicana para aprobar los Presupuestos. Posponer los debates no resuelve los problemas. Incluso peor. Inutiliza al legislativo. Lo cierto es que, hace dos años y medio, el entonces ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, constituyó una comisión de juristas para estudiar el delito y proponer la disminución de la condena asociada o su modificación. Una oportunidad para adecuar la sedición a la realidad y consensuar soluciones a la crisis constitucional. Otra oportunidad perdida.




















sábado, 5 de noviembre de 2022

[ARCHIVO DEL BLOG] Cuento de Navidad. [Publicada el 27/12/2008]



Belén navideño


Si hay algo que "me pone de los nervios" es la ignorancia pedante trufada de fanatismo. Y sí, reconozco que hay mucho gilipollas suelto (lo digo sin ánimo injurioso alguno, sino en el coloquial sentido que da al sustantivo la Real Academia Española) que piensa que los no-creyentes en dioses trinos y unos somos seres arreligiosos, carentes de espiritualidad y personas de moral relajada, por no decir amorales absolutos... Lo siento por ellos, pero se equivocan.

Por citar un solo ejemplo, el de Simone Weil, la joven filósofa y mística francesa, muerta en 1943 a los 34 años de edad. Quizá la pensadora europea que mejor ha sabido entender la esencia del cristianismo en el siglo XX; un cristianismo que no necesita la existencia de un Dios para convertirse en el centro de la existencia humana, y cuyas raíces se hunden en los mitos más antiguos de la humanidad y del pensamiento filósofico y teológico de la antigua Grecia.

A mí el mito cristiano de la Navidad me parece bellísimo, y lo sigo celebrando cada año en familia con mis hijas y mis nietos, y perdónenme la irreverencia si alguien se siente ofendido, con mis gatos, que también son animalitos de Dios. Y todo ello, con independencia de que el mito no se sostenga en realidad alguna, y que tenga precedentes claros en otros mitos mucho más antiguos como los de Isis, en el antiguo Egipto, o el del dios Mitra, también nacido en una cueva, de una madre virgen, un 25 de diciembre, y adorado por magos y pastores que le traen regalos un 6 de enero. Líquido, blanco y en botella... Vale: pues sí, leche.

Los mitos son una forma de pensar el mundo. Lo dice el antropólogo  francés Claude Levy-Strauss en un erudito y bellísimo libro del que ya he hablado en ocasiones anteriores en el blog: "Mitológicas. Lo crudo y lo cocido" (Fondo de Cultura Económica, México, 1968); mitos que construyen una explicación total del mundo en toda su riqueza, y en los que toda realidad -física, biológica y espiritual- está determinada por ellos y en ellos.

El escritor castellano-leonés Gustavo Martín Garzo publicaba ayer en El País un hermoso artículo, "El buey y los ángeles", rememorando las navidades de su infancia, que comparto plenamente. Y como a él, a mi me resulta imposible desprenderme de esas figuras maltrechas por los años, los hijos, los nietos y los gatos, que configuran nuestro Belén en el mejor rincón de nuestro hogar; celebración anual de la Navidad, tan Navidad como la de los creyentes, y con la misma fe y esperanza en un mundo, aquí, ahora y en el futuro, mucho mejor que el que nosotros heredamos de nuestros padres. Y eso. sin dejar de reconocer que no es más que un mito, pero un mito central para poder comprender lo que es y significa occidente y su forma de pensar. HArendt



La filósofa Simone Weil


"El buey y los ángeles", por Gustavo Martín Garzo

En uno de sus poemas más hermosos, Thomas Hardy evoca un recuerdo de su infancia. Es Nochebuena y alguien, al hablar de los bueyes del portal, exclama: "Ahora estarán todos de rodillas". Pasa el tiempo, y el poeta, que tiene ahora 75 años y se ha convertido en uno de los escritores más grandes de la lengua inglesa, escribe (utilizo la traducción de Joan Margarit): "Todavía / si alguien dijese en Nochebuena, 'vamos a ver a los bueyes de rodillas, / dentro de la cabaña solitaria / de aquel valle lejano que solíamos visitar en la infancia', con él iría por la oscuridad / esperando encontrármelos así".

También Jules Supervielle, el poeta uruguayo francés, escribió un relato sobre los animales del portal. Se titula El buey y el asno del pesebre, y es una delicada muestra de amor a esas criaturas inocentes cuyas figuras de barro tantas veces pusimos en nuestra infancia junto a la cuna del Niño. Supervielle nos cuenta esa historia desde los ojos de un narrador imprevisto: el buey que vive en el portal. Es un relato de un extraño lirismo, pues lo que nos conmueve del buey es esa capacidad para relacionarse con lo no revelado todavía, con ese ámbito de lo invisible que constituye la esencia de la poesía. El buey de Supervielle asiste asombrado a lo que tiene lugar a su alrededor. Ve al Niño que acaba de nacer y se pone a calentarle con su aliento. Todo se vuelve maravillosamente difícil para él. Los ángeles no paran de ir y venir, y acude gente humilde cargada de regalos. Cuando sale al campo se da cuenta de que hasta las piedras y las flores saben lo que ha pasado, y están nimbadas de luz. Y el pobre se pasa las noches en vela, arrodillado junto al niño, viendo aquel mudo celeste que penetra en el establo sin ensuciarse. Esa dicha le conduce al agotamiento más extremo y cuando por fin María, José y el Niño se alejan con el asno, en busca de un lugar más seguro, no puede seguirles, y se queda solitario en el establo, donde muere, sin llegar a entender nada de lo que le ha pasado. José Ángel Valente, al comentar este relato, y lamentándose de que tantos hombres hayan llegado a perder el sentimiento de lo poético, escribe: "Ignoran tanto hasta qué punto los rodea lo invisible, que ni siquiera tienen la prudencia de aquel buey de un delicioso cuento de Jules Supervielle, que en el colmo del júbilo 'temía aspirar un ángel', tan denso está el aire de espirituales criaturas".

Es la misma atmósfera de los frescos que el Giotto pintó en la capilla de los Scrovegni, en Padua. En uno de ellos, María permanece en el lecho y tiende sus manos para tomar agotada a su hijo, y a su lado están el buey y la mula mirándoles. Muy cerca, junto a un san José, misteriosamente ausente, adormecido, hay un rebaño de ovejas y dos pastores, que miran hacia el cielo, donde varios ángeles revolotean sobre el techado de madera como si hubiera tomado alguna sustancia psicotrópica. Todo está detenido y, a la vez, ardiendo, lleno de luz, como si hombres, animales y ángeles fueran presas del mismo hechizo. Una de las cosas que más me conmueve de esta historia, la más hermosa del universo cristiano, es este extraño protagonismo de los animales: que las pobres bestias estén al lado de los hombres y los ángeles participando en un plano de igualdad de la misma revelación.

Coleridge pensaba que la verdadera poesía debía transmutar lo familiar en extraño y lo extraño en familiar, y es justo a eso a lo que asistimos aquí. James Joyce llamó epifanías a estos instantes de comunicación profunda con las cosas, y es esa capacidad para transformar el detalle trivial en símbolo prodigioso la que transforma esta ingenua y antigua historia en verdadera poesía. Eso es una epifanía, una pequeña explosión de realidad que hace del mundo el lugar de la restitución. Miles de niños nacen en el mundo a cada instante y no todos tienen, por desgracia, la misma suerte; pero basta con que sean recibidos con amor para que algún buey aturdido ande cerca y exista el peligro de aspirar alguna criatura invisible al menor descuido.

Un viejo anarquista de un pueblo minero leonés acostumbraba a poner todos los años el belén. Era un belén peculiar, en el que estaban ausentes el castillo de Herodes y el portal, pues, según él, sólo el pueblo merecía figurar en él por ser lo único sagrado. Pero basta acercarse a cualquier niño que nace para saber que ese portal y ese castillo deben estar ahí, pues dan cuenta de la belleza, el misterio y el temor que acompañan su nacimiento. El mundo de los recién nacidos es el mundo de la adoración, de los pastores y los bueyes, de los peregrinos conducidos por señales errantes; pero también el de la muerte de los inocentes y el de la incierta huida a Egipto. No es posible ver la crianza de un niño separada de un humilde portal, de la luz de una estrella, de las innumerables visitas y las calladas atenciones; pero tampoco de la fuga en la noche y de la persecución injustificable y cruel. El mundo de la adoración tiene su contrafigura en ese otro en el que el niño cuanto más querido más vulnerable nos parece, y en que toda vigilancia es poca para preservarle de los peligros que le aguardan en la vida.

Recuerdo ahora los belenes de mi infancia y la emoción que sentíamos cuando, al llegar las navidades, se sacaban las figuras de barro del cajón en que descansaban para montarlos. El río hecho de papel de plata; el musgo, que había que ir a coger al pinar; la escoria, que quedaba en la caldera tras la combustión del carbón; y el serrín, que nos regalaban en una tienda de telas que, por una mágica coincidencia, se llamaba Sederías de Oriente. Pero la casa estaba llena de niños que inevitablemente cogían las figuras de barro al menor descuido para jugar con ellas. Además, de tanto guardarlas y volverlas a sacar de su cajón, era inevitable que muchas se rompieran. Algunas se reponían, pero otras nos daba pena tirarlas, y así el belén se fue poblando de lavanderas con un solo brazo, burros sin orejas, ovejas que habían perdido una pata y campesinos cojos.

Años después escribí una novela en que aparecía una María manca. Cuando me preguntaban por qué, yo solía decir que esa imperfección me permitía arrancarla de aquel mundo de retablos llenos de racimos dorados, vidrieras iluminadas e iconos de oro en que María solía estar, para devolverla al mundo, entre las muchachas reales. Ésta era la explicación que daba, pero creo que la virgen de mi libro venía directamente de ese belén de mi infancia, de ese pequeño pueblo de tullidos, que bien mirado es el que mejor habla de lo que somos. Aquellas figuras rotas y amadas representaban las penas y dolores de la vida, pero también su hondo e incomprensible misterio. El misterio de la belleza y de lo inexplicable, que tan bien representa ese buey del relato de Supervielle que no sabemos si muere de dicha o de tristeza. Aquí termina mi cuento. Ahora sólo me queda desearle una feliz Navidad, querido lector. (El País, 26/12/08)



La Natividad, de Duccio de Buoninsegna (1311)



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







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Entrada núm. 5268
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 4 de noviembre de 2022

Del precio de la civilización

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va del precio de la civilización, de ahí que como dice en ella el escritor Javier Cercas, el diagnóstico de Piketty nos parezca acertado; la solución, también: que los milmillonarios paguen un 90% de impuestos. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







El precio de la civilización
JAVIER CERCAS
29 OCT 2022 - El País


No se puede decir mejor: “Los impuestos son el precio de la civilización”. Lo dijo Claudi Pérez en este diario; o, más bien, Claudi Pérez dijo que lo dijeron “los clásicos”. Los clásicos de la economía, claro está. Pero apenas hace falta saber de economía para entender que, como los otros, estos clásicos también llevan razón. ¿Para qué sirven los impuestos? Para pagar escuelas, hospitales, pensiones y toda la serie de servicios indispensables en la única sociedad donde merece la pena vivir: aquella que ha sido diseñada no para las personas excepcionales, las más fuertes y capacitadas, sino para las comunes y corrientes, las que no son nada del otro mundo (aunque esa sociedad también deba reservar un espacio y una función para las excepciones). En resumen: imposible ser una persona civilizada sin pagar a tocateja los impuestos que te corresponden. Es verdad que, en una tradición como la nuestra, donde el catolicismo mató de raíz al protestantismo, donde el espíritu picaresco derrotó al caballeresco y Quevedo a Cervantes, a la mayoría de la gente le trae al pairo ser civilizada o no, y quien paga sus impuestos pudiendo escaquearse es un panoli. Es verdad, pero no por ello los clásicos dejan de ser clásicos.
Dicho esto, ¿son sólo el catolicismo, la picaresca y Quevedo los responsables de que haya tan poca gente entre nosotros que obre conforme al criterio impositivo de los clásicos, o como mínimo de que haya mucha menos gente que en algunos países escandinavos, que no son el paraíso terrenal, pero tienen una ética fiscal más firme que la nuestra? La respuesta es no. Porque, además de cobrar impuestos, nuestros gobernantes deben gastarlos bien, o por lo menos no derrocharlos. Tranquilos: evitaré la demagogia antipolítica (aunque algunos chiringuitos, algunos sueldos de sátrapas y algunas trapacerías más no sean exactamente demagogia); me limitaré a recordar un par de cifras. Según el FMI, en 2019 la corrupción le costaba a España del orden de 60.000 millones anuales, lo que equivale a 4,5 puntos de nuestro PIB; según la OCDE, en 2017 entre el 10% y el 30% de la inversión en un proyecto de construcción financiado con fondos públicos podía llegar a malgastarse a causa de la mala gestión y la corrupción. ¿Es comprensible o no que haya tantos españoles que consideran un tonto del bote a quien paga impuestos pudiendo no pagarlos? La ética fiscal y el buen gobierno son dos caras de la misma moneda: uno paga impuestos menos a disgusto si sabe que el Gobierno no los va a malgastar, o si, al menos, como ocurre en los susodichos países nórdicos, los índices de corrupción figuran entre los más bajos del planeta. Por lo demás, la pregunta del millón es por supuesto quién debe pagar los impuestos, y cuántos y cómo debe pagarlos. Mientras escribo estas líneas, las comunidades autónomas (y no sólo las del PP) se han lanzado a un sprint fiscal a la baja, mientras el Gobierno prepara un alza de impuestos de algo más de 3.000 millones, obtenidos de los patrimonios de más de tres millones y de las grandes empresas. Lo primero me parece una locura en un país cuya presión fiscal está 6 puntos por debajo de la media europea; en cuanto a lo segundo, me parece insuficiente: el problema no son las personas que tienen tres millones de euros, sino las que acumulan miles. Por eso me gusta mucho la propuesta del economista Thomas Piketty, quien aboga por una sociedad en la que todos podamos disponer de algunos centenares de miles de euros, y en la que algunos que crean riqueza y gozan de éxito tengan unos millones, quizá unas decenas de millones. “Pero, francamente,” añade, “tener varios centenares o miles de millones no creo que contribuya al interés general”. El diagnóstico me parece acertado; la solución, también: que los milmillonarios paguen un 90% de impuestos. “Un 90% a quien tenga 1.000 millones de euros significa que le quedarán 100 millones de euros”, razona Piketty. “Con 100 millones uno puede tener un cierto número de proyectos en la vida”.
Yo creo que eso es muy civilizado. Piketty no debe de computar como clásico, pero a veces lo parece. ¿Quién le pone el cascabel al gato?

















jueves, 3 de noviembre de 2022

De arte, activismo y ecología

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de arte y activismo ecológico, porque como dice en ella la escritora Azahara Palomeque, los activistas que atacan cuadros pretenden llamar la atención sobre la hecatombe climática inminente y exigir aquello de lo que disfrutaron quienes los precedieron: el derecho a una vida digna que admita recorrido. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.





Vilipendiar el arte para evitar un exterminio
AZAHARA PALOMEQUE
29 OCT 2022 - El País


Por definición, una urgencia es algo que no puede esperar. Si a nuestra madre le da un infarto, acudimos corriendo al hospital o llamamos a una ambulancia, lo que estimemos que resolverá el problema más rápidamente, sin prestar atención a circunstancias secundarias, pues se trata de salvar su vida. De la misma manera, si se desata un incendio en nuestras inmediaciones, una agarra lo imprescindible y desaloja su casa, en un minuto, o menos, evitando llevarse objetos que, aunque acumulen un alto valor sentimental, son completamente inútiles cuando nos encontramos en peligro de muerte. De nuevo, ese es el significado de urgencia y hasta aquí la mayoría de la gente estará de acuerdo conmigo. Sin embargo, cuando el asunto a abordar es la crisis climática, es decir, rescatar a la especie humana de una probable extinción en este siglo XXI, provocada por catástrofes de calibre inimaginable, sean estas hambrunas, fenómenos meteorológicos extremos, guerras o ecofascismo, se multiplican las voces que reclaman retrasar la acción efectiva, guiarnos por métodos teóricamente civilizados como cumbres que culminan en acuerdos no vinculantes que nadie cumple, o directamente no hacer nada. La urgencia climática es impostergable, como han alertado los activistas de Just Stop Oil en sus embestidas a varias obras de arte, pero en vez de encomiar su coraje o, al menos, intentar entender las razones que conducen a un grupo de jóvenes a cargar con furia contra pinturas tan emblemáticas como son las de Van Gogh, Monet o, más recientemente, Vermeer, hay quien se lleva las manos a la cabeza, los acusa de vandalismo, de “banalidad” o de haber perpetrado una “gamberrada”, como decía Sergio del Molino. Nada más lejos de la realidad.
Las agresiones a estos lienzos por parte de Just Stop Oil y otros colectivos de activistas preocupados por el cambio climático hielan la sangre de quien tenga un mínimo de sensibilidad porque atacan lo sagrado o, si preferimos secularizar nuestro lenguaje, lo sublime. Confieso que, en un primer momento, al contemplar las manchas resbaladizas sobre la superficie acristalada de obras que aprecio, sentí un horror visceral, un rechazo impulsado por las innumerables horas que, a lo largo de mi vida, he pasado en pinacotecas de todo el mundo. Yo, que no tuve padres de los que te llevan a museos, rememoro con entusiasmo cómo, al mudarme a Madrid con 18 años, lo primero que hice fue acudir al Prado y deleitarme con su colección, de la que me sobrecogieron especialmente las Pinturas negras de Goya. Lo segundo fue comprar un vuelo barato a Londres para admirar las piezas de esa desgarradora maravilla que es el British Museum. No creo que haya vivido algo más parecido al síndrome de Stendhal que entre los muros de aquel lugar en el que, al toparme con la Piedra Rosetta, supe identificar la llave que abría la puerta a varias civilizaciones cuyo legado demuestra los prodigios de que es capaz la especie humana. No obstante, esa especie que tantas veces me ha hecho vibrar con sus creaciones es la misma que está alterando el equilibrio climático hasta transformar el planeta en algo totalmente irreconocible y, en ese tira-y-afloja, es donde ha de dirimirse la lata de tomate lanzada al van gogh, o de puré de patatas catapultada al monet, ya que el mensaje es más complejo de lo que se cree.
En primer lugar, la contraposición comida-cuadro evoca un escenario en que las necesidades básicas —la alimentación— pasan a un primer plano, opacando la producción artística, como señalaron las propias activistas. Quién puede o no crear en mitad de tragedias insoportables es una interrogación bien anclada en nuestra tradición intelectual que el filósofo Theodor Adorno subrayó al escribir que la poesía, después de Auschwitz, es un acto barbárico. Esta frase, que más tarde transmutó en otras parecidas, como que es imposible el arte tras el Holocausto, alude a la dificultad de construir belleza o transcendencia en una civilización que, fruto del raciocinio, fue capaz de aniquilar a cantidades ingentes de personas. Algunos años antes, María Zambrano se hacía preguntas similares y Alejo Carpentier, al visitar nuestra Guerra Civil, llegó a declarar que no sabía para qué servía la literatura frente a ciertos “desamparos profundos”. Conscientemente o no, Just Stop Oil retoma las reflexiones de una trayectoria de pensamiento aterrado ante la violencia contra la vida que, en este caso, se refiere específicamente a la debacle fósil, y no es casual que su rabia parezca concentrarse únicamente en muestras de arte occidental, aludiendo al dislate que implica creernos superiores mientras que otras culturas consideradas atrasadas han efectuado menos daño a la biosfera. Más allá, lo que su performance pone de manifiesto es el delirante contrapunteo entre la inmediatez, el tiempo de respirar, de comer y sobrevivir, y la eternidad que se le atribuye al arte, para el que el tiempo supone un valor añadido que le otorga densidad interpretativa y lazos con universos otros, lejanos o desaparecidos. Pero, si resulta que abundarán dentro de poco los estómagos vacíos en Europa, y que en apenas tres años el número de población global afectada por la inseguridad alimentaria aguda, según la ONU, ha pasado de 135 a 345 millones, ¿quedará pluma, pincel o cuerpo para la creatividad del ánimo? Y, si queda, ¿a quién contentará, inundará de goce o llevará al éxtasis estético en un paisaje devastado?
En otras palabras, podríamos afirmar que los cuadros actúan como dispositivos de memoria, proyectan una continuidad histórica que sobrepasa la mera biografía de su autor, y eso, como vulgares criaturas pronto volatilizadas en polvo, nos reconforta enormemente. De forma análoga a la fotografía del abuelo fallecido, cuyo recuerdo sabemos que perdurará entretejido en sus redes afectivas, pero ataviadas con un “aura” que no han logrado perder a pesar de lo que Walter Benjamin llamó “la era de la reproductibilidad”, esas pinturas están dotadas de aquello que el cambio climático nos niega: la posibilidad de perpetuación. Por eso, verlas mancilladas, con latas parapetándoseles —aunque no han resultado dañadas— o manos untadas de pegamento en sus marcos, causa tantísimo espanto. De ahí también que innumerables detractores no hayan escatimado en insultos, como gritando: “¿Cómo osas privarme de mi inmortalidad?”, arremetiendo contra el patrimonio común de Occidente, violando la respetabilidad de nuestros espíritus más excelsos…, sin darse cuenta, quizá, de que si se cumplen las predicciones científicas que apuntan a casi 3ºC de calentamiento de aquí a finales de la centuria, o las que aseguran que a partir de 1,5ºC la destrucción será irreversible por activarse una serie de mecanismos de retroalimentación como el derretimiento del permafrost, pronto no habrá museos, y no se deberá precisamente a la rebeldía de unos muchachos. Al final, lo que estos activistas pretenden es llamar la atención sobre la hecatombe inminente, y exigir nada más y nada menos que aquello de lo que disfrutaron las generaciones que los precedieron: el derecho a una vida digna que admita recorrido, a poder leer y componer versos como el de la poeta griega Safo: “Te aseguro que alguien se acordará de nosotras”. A mí también me genera estupor esa iconoclasia desmedida, ese agravio a la belleza, pero más me estremece pensar en una absoluta carencia de futuro.



















De la investigación del cáncer

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va sobre la investigación del cáncer de mama en España, pues como dice en ella la escritora Laura Ferrero, que no nos confunda el lazo rosa: entre el 20% y el 30% de los cánceres de mama no tienen curación, y lo que necesitamos se llama fondos para investigación. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







Ni pena ni miedo
LAURA FERRERO
29 OCT 2022 - El País


A la poeta y ensayista Anne Boyer le diagnosticaron un cáncer de mama triple negativo de pronóstico grave. Lo contó en un libro necesario y desgarrador llamado Desmorir, donde desgranaba su enfermedad, pero sobre todo las consecuencias de esa omnipresente cultura del lazo rosa que, más que ayudar, hostigaba a las mujeres con discursos edulcorados del estilo “la actitud lo es todo”. Boyer contaba, en una frase que subrayé que “a veces dar a una persona una palabra con la que nombrar su sufrimiento es el único tratamiento disponible”. Y esa palabra, me temo, no es un símbolo, tampoco una frase hecha, tampoco un lazo rosa.
El 19 de octubre, el Día Mundial en Contra del Cáncer de Mama, la organización Teta&teta publicó una campaña de concienciación sobre esta enfermedad en la que se cuenta, en un vídeo de cinco minutos de duración, el origen del lazo rosa, que no era rosa sino de color melocotón, pero que se centra especialmente en denunciar el lavado de cara de una enfermedad tan áspera como el cáncer de mama en este mes de octubre en que el lazo rosa inunda medios y redes sociales. A lo largo del vídeo, varias mujeres que han padecido o padecen la enfermedad toman la palabra para decir, entre otras cosas que: “El cáncer de mama no es rosa, es un puto marrón” o que a menudo, la proyección que se hace de la enfermedad —pacientes maquilladas y sonrientes—, no coincide con la realidad en lo más mínimo: “Está la gente haciéndose fotos con su pañuelo. Monísimas, peinadas. Y yo estoy aquí vomitando y calva”, dice otra de las protagonistas. La campaña se plantea, entre otras cosas por el uso del vocabulario bélico o por las razones por las que el cáncer de mama es la única enfermedad comercializada del mundo: “¿Por qué no hay campañas de recaudación para el cáncer de próstata ni mensajes en los packs de calzoncillos?”.
Colgué el video de la campaña en redes e inmediatamente después, me escribió una mujer para decirme que a ella y a sus compañeros, trabajadores en un centro médico privado, les habían pedido que el 19 de octubre acudieran a sus puestos con una prenda de color rosa para dar visibilidad al cáncer de mama. Y me pareció una anécdota muy reveladora del tipo de sociedad en que vivimos. Una sociedad que no quiere ver el dolor ni la enfermedad sino es romantizado, infantilizado, un dolor a la altura de nuestras expectativas.
Tardamos de tres a cuatro años en aprender a hablar con fluidez, y casi toda una vida en saber lo que queremos decir. Pero a lo que aprendemos rápido y casi instintivamente es a dar rodeos. A no decir lo que no puede decirse. A sortear el tabú. A inventar frases hechas, símbolos, a dar con un hashtag solidario para cada causa a la que nos apuntamos sin movernos del sofá. Un día es una pantalla en negro, otro, un lazo de cualquier color, en otra ocasión, una foto de una ciudad que ha entrado en guerra con un #prayfor, que siempre queda mejor en inglés. Y todo esto estaría bien si fuera la mecha que encendiera lo verdaderamente importante, si moviera a las instituciones, a inversores, si nos moviera a nosotros del sofá porque el símbolo vacío no sirve. No es suficiente. No es real.
Tengo una buena amiga que cada vez que alguien le dice que tiene una enfermedad que no conoce se saca de la manga un “bueno, ahora hay muchos avances” con el que da por finalizada la conversación, sin importar que se trate de un ictus, de una depresión, de un cáncer metastásico o de una rotura de ligamentos. Y sería cómico si solo fuera algo anecdótico, pero es una muestra de nuestra infinita capacidad de negar y blanquear el sufrimiento y el dolor. Un hecho que sorprende teniendo en cuenta los tiempos en los que vivimos, tiempos tan llenos de imágenes violentas, de guerra, explosiones, unos tiempos tan llenos de muerte en los que sigue funcionando un mandamiento invisible según el cual no está permitido tener una conversación sobre la vulnerabilidad o sobre el miedo.
Últimamente releo mucho al poeta chileno Raúl Zurita, que tiene unos versos tatuados sobre la piedra del desierto de Atacama que dicen así: Ni pena ni miedo. No soy muy de lemas, pero me parece que este da en el clavo. Si, como apuntaba también Anne Boyer, solo pudiéramos nombrar el sufrimiento y dejar de esconderlo para poder, de verdad, acompañar sin compadecer a los que lo padecen. Si solo pudiéramos ver lo que hay tras el símbolo y el lazo.
Pero no quiere ser esta columna un alegato en contra del lazo rosa, ni mucho menos. Solo un recordatorio, una petición. Que el rosa no sea motivo de infantilizar, de lavar la cara a la dureza, de seguir hablando de guerreras y luchadoras culpando de perder la batalla a quien no se cura en esta sociedad en la que hablemos de la enfermedad mediante un lenguaje restringido y estereotipado. Y que tantos lazos rosas no nos confundan: entre el 20% y el 30% de los cánceres de mama no tiene curación: lo que necesitamos se llama investigación.