martes, 25 de octubre de 2022

De un país para viejos

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de si este es un país para viejos, y si como dice en ella el escritor Ignacio Peyró, quizá debiéramos mostrar cautela por principio ante la juventud como valor en política, y pensar si como sociedad no nos hacemos daño al dejar escapar inteligencias que han sabido cuajar en experiencia. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






De la nueva política a los estadistas sénior
IGNACIO PEYRÓ
21 OCT 2022 - El País


A punto de cumplir los 80 años, Paco de la Torre lleva siendo alcalde de Málaga desde los tiempos en que Amazon era una pyme y el efecto 2000 iba a convertir el mundo en un apocalipsis. Es una ironía que, lejos de acusar las erosiones del tiempo, su candidatura —con la ritirata de Ciudadanos— pueda ganar más votos que cuatro años atrás: De la Torre ya ha ingresado en ese panteón de alcaldes estelares en el que, más valorados por su personalidad que por sus siglas, han podido convivir el peneuvista Azkuna, un Abel Caballero del PSOE o el Almeida del primer zarpazo de la covid. Recordemos que el PP no rebañaba un voto en Cataluña y todavía regía —Albiol y Badalona— en su segunda ciudad. Es llamativo: los académicos minusvaloran una política de cercanía que tienden a ver municipal y espesa. Y los ideólogos y zelotes de partido desconfían de unos alcaldes que contrastan la política con la experiencia más que con el argumentario. Todo el mundo parece dar por hecho, en definitiva, que el camión de la basura pasa porque sí: todo el mundo salvo los propios electores, que con un raro sensus fidei votan a esos perfiles que podríamos espigar lo mismo en un PSOE templadito que en una IU clásica, en el PP que cabecea hacia la democracia cristiana o —de cumplir con sus exigencias en materia de fotogenia— el Ciudadanos de sus buenos años. Por supuesto, haríamos mal en desatender esta política, siquiera sea porque las municipales sirven para ir preparando el laurel o las pompas fúnebres en las elecciones generales. Y por otra razón más noble: si contra el francés nos salvó el bando “de mí, el alcalde ordinario de la villa de Móstoles”, en la última crisis también nos ayudó mucho la responsabilidad de las entidades locales. Incluidas esas diputaciones que “la nueva política” —sic transit!— quiso borrar de la faz de la tierra.
España es país gerontófilo y nada nos gusta más que un buen abuelo. Hace solo unos años vimos un triunfo del branding político tan rotundo como injusto: para mercar la candidatura de Manuela Carmena a la alcaldía, se podía haber acudido a décadas de militancia progresista, pero se prefirió subrayar la bondad natural de una abuela que horneaba magdalenas. En literatura, la canonización civil ha sido un proceso bien conocido, de Miguel Delibes a una Ana María Matute que, al final de su vida, fue sometida a ese fenómeno que Aloma Rodríguez ha llamado la “abuelización” de las escritoras del pasado. A Paco de la Torre, sin embargo, se le ha criticado por presentarse a alcalde ya octgenario. No es una cruzada solo española: en The Atlantic, Derek Thompson hablaba del “riesgo” de poner nuestro bienestar en manos de “septuagenarios” que “apuntan a un predecible deterioro cognitivo”. Todo ello —menos mal— “sin animar a los votantes al edadismo”.
Quizá debiéramos tener una cautela por principio ante la juventud como valor en política, toda vez que muchos de los que hoy juzgamos sabios de mozos andaban pidiendo maoísmo, falangismo o comunismo a la albanesa. Fue Albert Rivera quien afirmó que en España la regeneración política pasaba “por gente que haya nacido en democracia”, lo que, por cierto, excluía a las generaciones que habían traído esa democracia. Durante un tiempo nos tentó pensar que el combate en las juventudes de los partidos —Susana Díaz, Pablo Casado— era tan darwiniano que podía cribar un buen líder, pero el balance de los estadistas yogurines en la política española ha sido muy melancólico. Irónicamente, algunos venían bien promocionados por la gerontocracia empresarial. Otros han preferido la televisión a la revolución. De la nueva política al viejo engaño, hemos aprendido que nuestra vida pública tenía problemas peores que los debates fantasma sobre el bipartidismo, las primarias, o el hecho de que Rajoy pareciera un primer ministro victoriano en los debates. Hoy, él y González —de aniversario— posan como los estadistas sénior que nunca hemos tenido.
No hacen falta muchos argumentos para defender que la juventud está primada: basta con pensar que todos preferimos —según y cómo— ser jóvenes a ser viejos. Aun así, quizá la juventud sólo deba jugar como factor a favor si la inexperiencia opera como factor en contra. Ejemplos clásicos hay muchos. Churchill ganó una guerra con 70 años, Reagan aspiraba a octogenario al caer el muro. A los 35, Cervantes ni siquiera había escrito La Galatea, e iba a tener que esperar —que aprender— mucho más para escribir el Quijote. Velázquez solo se va tras tocar techo: Las meninas. Igual que Tiziano o Miguel Ángel. Que la juventud haya pasado de mal transitorio a canon absoluto es algo que tenemos ahora en casa cada día, con el niño que tiraniza la televisión y se postula para la cabecera de la mesa. A los mayores, mientras, les obligamos a veces a una hiperactividad de clases de pintura o de taichí: todos entendemos las ventajas sin número de una buena prejubilación, pero cuesta pensar si como sociedad no nos hacemos daño al dejar escapar esas inteligencias que han sabido cuajar en experiencia. Uno tiende a pensar que somos más sabios cuanto más pertenecemos al tiempo. Otros lo dijeron con más lírica: el sol “demora su esplendor cercano del ocaso”.




















lunes, 24 de octubre de 2022

De los que aplauden a Putin

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de los que aplauden a Putin. a los que, como dice en ella la politóloga Estefanía Molina, el miedo ante la amenaza nuclear paraliza o impide ver otras posibilidades, como cuestionar la pontificada superioridad del presidente ruso. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.





Tras los palmeros de Putin
ESTEFANÍA MOLINA
20 OCT 2022 - El País


Señala el profesor de Yale, Timothy D. Snyder, experto en Historia de Europa central y oriental, la dificultad para muchos aún de creer o de vislumbrar cómo Ucrania podría lograr la victoria en la guerra de Vladímir Putin. Prueba es que algunos siguen en la idea de una Rusia imperial, que ya no existe, o se deleitan recreando la Guerra Fría, que tampoco. Y es cierto que los marcos mentales a veces son tan fuertes, que emborronan el poder de los hechos, o impiden ver una salida que no sea el desastre. Los palmeros de Putin son hábiles jugando con los tiempos y los marcos.
No hay más que ver a qué velocidad ha irrumpido el espantajo de la guerra nuclear en el debate público, a medida que Ucrania ha empezado a remontar en el campo de batalla. De afirmar que Volodímir Zelenski alargaba “un sufrimiento innecesario” porque era “imposible” frenar al Ejército ruso en Kiev, ahora se blande la idea de la destrucción colectiva. De criticar a la Unión Europea porque sus sanciones serían “inútiles”, se ha pasado a exigir “no humillar a Putin” cuando el Ejército ucranio avanza ya por la provincia ocupada de Jersón, tras liberar Járkov.
Y esto no va de optimismos estériles, de obviar las posibilidades de desastre, o de aventurar desenlaces. Tampoco se trata de creer que erosionar al Kremlin sea suficiente para derrotarlo. Pero es innegable el efecto que generan ciertas ideas en la opinión pública, a veces de forma buscada. De cómo el miedo nuclear paraliza o impide ver otras posibilidades, según el profesor Snyder, como cuestionar la pontificada superioridad de Putin.
Primero, porque la reciente intensificación de la estrategia de Rusia mediante la destrucción, con los bombardeos sobre Kiev, o los intentos de aislar a Ucrania energéticamente, no rinde cuentas tanto de una supremacía bélica, como de suplir flaquezas militares mediante la venganza. Muestra de ello es que ni siquiera buscaba cosechar objetivos concretos, sino más caos sobre una población ya muy castigada. Por eso, algunos lo comparan con los misiles lanzados por Hitler sobre Londres en 1944, cuando la guerra se decantaba.
Otro ejemplo es cómo Putin llenó la Plaza Roja, a bombo y platillo, para vender las anexiones rusas mediante referendos sin garantías. Esa grandilocuencia sirvió para difuminar su necesidad de movilizar reclutas, que se saldó con protestas en zonas como Daguestán y salidas masivas del país.
Así que, tal vez, la principal arma del Kremlin en esta fase de la guerra no será tanto la ofensiva militar, como fue hasta el verano. Llega la intensificación del imaginario de la destrucción para tapar cualquier cuestionamiento sobre el proclamado “segundo mejor Ejército del mundo”. Todas las acciones parecen ir orientadas ya a seguir manteniendo el marco mental de una Rusia imposible de vencer, o de una guerra sin fin, con consecuencias muy temibles, para que Europa o el mundo se piensen su resistencia proucrania o la obliguen a rendirse.
Aunque hasta la propaganda de la psicosis cumple una función: en Occidente, muchos tampoco creen que Ucrania pueda expulsar a Rusia de su territorio, o esta retirarse del todo. Ello implicaría seguir proveyendo de armamento militar cada vez más sofisticado para apuntalar la fortaleza del Ejército ucranio. Es decir, ir hasta las últimas consecuencias, incluso, si a la escalada se suman aliados como Irán. Segundo, podría abrir la puerta a escenarios como una hipotética caída o colapso interno del régimen de Putin, o del desmembramiento de algunas zonas del actual territorio ruso. Tercero, obligaría a definir qué es la “victoria ucrania” o sus costes.
Así que, como dice el profesor de Yale, se acepta como más legítimo verse atraído por la premisa nuclear, aunque sus efectos permitan también cuestionarla, dentro de la paleta de posibilidades. Conllevaría la destrucción colectiva inmediata, o se acabaría normalizando el lanzamiento de bombas nucleares por cualquier otro conflicto territorial.
Los marcos mentales cuesta superarlos, está claro. La Alemania de Hitler parecía invencible en la Segunda Guerra Mundial porque la espectacularidad propagandística que vendía el régimen nazi no permitía imaginar otra cosa. Pero los marcos mentales también cumplen funciones sobre nosotros mismos. Romperlos supone aceptar que otros mundos son posibles, o asumir un cambio de statu quo. Y eso se aplica para la guerra, la política, o para la vida. Esconderse tras los palmeros de Putin, sin diseccionar sus relatos interesados o terribles, solo empuja a limitar nuestra valentía de creer en otros finales, quizás un día la victoria de Ucrania.


















De la sacralización de la naturaleza

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de la sacralización de la naturaleza, algo que como dice en ella el filósofo y catedrático universitario Víctor Gómez Pin, supondría, en última instancia, la prohibición de su instrumentalización, lo cual podría entrar en contradicción con los intereses de nuestra especie. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.




Lo sagrado es el hombre, no la naturaleza

VÍCTOR GÓMEZ PIN

19 OCT 2022 - El País


La naturaleza se deja desvelar por la ciencia pero, en lo profundo, no se deja violentar por la técnica del hombre, la cual sólo puede realizar aquello que la naturaleza misma posibilita. Esta incapacidad del hombre para modificar la dinámica profunda de la necesidad natural no es óbice para que pueda perturbar el frágil equilibrio que supone un entorno favorable a las sociedades humanas: impotente ante la naturaleza, el hombre sí tiene capacidad para hacerse daño a sí mismo. Conscientes de este peligro y de que el creciente deterioro del entorno incrementa además las desigualdades sociales, organizaciones sindicales y partidos políticos han erigido la causa ecologista en capítulo clave de sus reivindicaciones. Pero hay aquí cierto equívoco.

Un tiempo, la jerarquía entre los dos polos de la reivindicación estaba clara. El objetivo último era la causa del hombre, es decir, la abolición de situaciones en las que el ser humano es convertido en un mero instrumento, y así literalmente deshumanizado. Y,siendo indispensable para el objetivo la salud del entorno natural, la defensa del mismo se presentaba como corolario del proyecto humanista. Sin embargo, a veces esta jerarquía entre el objetivo y una de las condiciones para alcanzarlo se diluye e incluso invierte. El sentimiento de desarraigo que embarga a tantas personas en nuestras sociedades, da nueva vida a la idea panteísta de fusión con una naturaleza considerada como causa final e irredenta. Significativo es al respecto el título de uno de los libros de la escritora británica Karen Armstrong (Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales en 2017), La naturaleza sagrada. El término sagrado es equívoco, pero en unos de sus sentidos sagrado es aquello que consideramos merecedor de respeto absoluto, y en consecuencia no puede ser reducido a medio para otros fines. En una hipérbole, ciertos discursos sitúan como meta final de la ecología el “salvar la naturaleza”, considerando incluso las facultades del hombre, concretamente su potencialidad técnica, un medio para tal objetivo. Vana supervaloración de nuestras capacidades, ya que la naturaleza persiste por sí misma, en altiva indiferencia a nuestra superficial intervención.

Pero no hay simetría, pues la naturaleza sí puede modificar los proyectos de los hombres y eventualmente hacer baldío todo esfuerzo en pos de los mismos. De ahí que ya sea mucho intentar salvaguardar las azarosas formas del equilibrio natural que posibilitan un amejoramiento por la técnica del hombre. El éxito en el empeño facilitará la aparición de esas sociedades en las que se despliega el pensamiento, y acaban por surgir ideas como la de igualdad entre los hombres, sofisticadísima construcción de la razón que, entre otras cosas, encierra un proyecto de control del mero despliegue de fuerzas, control del que la naturaleza precisamente no da ejemplo. Por controvertido que sea a veces el pensamiento de Nietzsche, es difícil negar veracidad a las siguientes líneas: “Las situaciones de derecho no son nunca más que situaciones de excepción, restricciones parciales de la auténtica voluntad de la vida, la cual tiende hacia el poder”.

La sacralización de la naturaleza supondría, en última instancia, la prohibición de su instrumentalización, lo cual podría entrar en contradicción con los intereses de nuestra especie. Por el contrario, la prohibición de instrumentalización del ser humano, la erección del hombre en sagrado, además de perfectamente compatible con el orden natural, es garantía de un orden social. De hecho, la naturaleza no es sagrada más que en razón de que el hombre la consagra, erigiéndola en divinidad favorable o temible.

Sagrado el hombre, expresión de esa enorme ruptura de continuidad en la historia evolutiva que supuso la aparición del lenguaje y la razón, ese Verbo que la tradición bíblica polariza frente a la naturaleza, pero que en todo caso es testigo de la misma. Si las cosas tienen peso en la medida en que significan algo, y no habiendo constancia de otra fuente de significación que el lenguaje del hombre, el tiempo de nuestra presencia en el devenir de la naturaleza aparece como esa suerte de paréntesis entre una nada pretérita y una nada por venir, evocadas con serena lucidez por el poeta Francisco Brines.

Difícil entonces complacerse en la idea de que antes del hombre había la naturaleza y después del hombre sigue la naturaleza. Recordaré la frase célebre que (ante la subversión que para nuestra concepción de la naturaleza supuso la física cuántica) Arthur Eddington escribía hace ya un siglo: “Allí donde la ciencia ha alcanzado mayores progresos, la mente no ha hecho sino recuperar de la naturaleza aquello que la propia mente había depositado en ella. Habíamos encontrado una extraña huella en la rivera del mundo desconocido. Y habíamos avanzado, una tras otra, profundas teorías que dieran cuenta de su origen. Finalmente, hemos logrado reconstruir la criatura que había dejado tal huella. Y ¡sorpresa!, se trataba de nosotros mismos”.




















sábado, 22 de octubre de 2022

De la desconfianza en los partidos y las élites

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de la desconfianza creciente en los partidos y las élites, que como dice en ella el sociólogo y profesor universitario Ignacio Sánchez-Cuenca, rompe los mecanismos de mediación que permitían ordenar los procesos políticos de forma más o menos previsible e inteligible para representantes y representados. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







Política desintermediada
IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA
18 OCT 2022 - El País


En las últimas semanas se han producido dos nuevos episodios de lo que cabría calificar como el desorden político de nuestro tiempo. Me refiero a sucesos que en principio podrían parecer improbables (con seguridad lo habrían parecido hace 30 o 40 años) pero que se están volviendo cada vez más frecuentes (como la elección de Donald Trump en 2016, el asalto al Capitolio en 2021, el Brexit, la victoria de Jair Bolsonaro en Brasil, el avance de la extrema derecha en los países nórdicos y un largo etcétera). Los dos elementos recientes que deberían añadirse a esta lista son el rechazo del proyecto constitucional en Chile y la victoria de la extrema derecha en Italia.
A primera vista, puede ponerse en duda que haya relación alguna entre el resultado de un referéndum constituyente en un país latinoamericano y unas elecciones generales en Italia. Igualmente, cabe dudar de que estos dos episodios estén conectados a la lista de sucesos improbables a la que acabo de hacer referencia.
Permítanme que les intente convencer de que, con la suficiente perspectiva, lo ocurrido en Chile y en Italia forma parte de un patrón general, lo que en un libro reciente he intentado caracterizar como una crisis de la intermediación democrática.
La democracia representativa es un sistema muy complejo de intermediación entre los ciudadanos y el Estado. En concreto, hay dos agentes intermediadores fundamentales, partidos y medios de comunicación. Los partidos agregan, canalizan y transforman en políticas públicas las preferencias de los ciudadanos. Los medios, por su parte, ordenan y filtran las creencias u opiniones de los ciudadanos, a la vez que vigilan a los gobiernos.
Cuando estos agentes intermediadores fallan, la política se desordena. Si los partidos abusan del poder, o no cumplen lo prometido, o no tienen en cuenta lo que sus electores desean, el vínculo representativo se erosiona y el espacio de la política se vuelve caótico. De la misma manera, cuando la transmisión de la información y el debate público se desplazan de los medios a las redes sociales, sin la mediación de la prensa, dicho debate se vuelve ensordecedor y confuso.
Aunque hay razones específicamente políticas que explican la creciente desintermediación en nuestras democracias representativas, creo que este proceso, en última instancia, forma parte de un cambio social más general. Los avances de la digitalización y las nuevas formas emergentes de individualismo se combinan dando lugar a un cuestionamiento de los agentes de intermediación. Conviene reparar en que los ciudadanos están experimentando una desintermediación generalizada en múltiples esferas de su vida, en el sentido de que, gracias a internet, pueden prescindir de los intermediadores clásicos. Esto afecta a los intercambios económicos (las agencias de intermediación en los mercados de trabajo y vivienda son crecientemente redundantes, oferentes y demandantes pueden conectarse directamente) o en los hábitos culturales (la gente ya no presta mucha atención a los intermediadores clásicos, los críticos, prefiere guiarse por las valoraciones de los usuarios en la red). Internet permite un mayor control por parte del individuo en transacciones y decisiones de todo tipo. En general, las formas jerárquicas o verticales de intermediación se encuentran en retroceso: la tendencia es que se reemplacen por redes horizontales y descentralizadas.
Este proceso de transformación social y cultural no podía dejar de afectar a la política y, en concreto, a la democracia representativa. Mucho del desorden político que observamos en el siglo XXI es consecuencia de la pérdida de autoridad o legitimidad que han sufrido los partidos y los medios tradicionales. Un número creciente de gente rechaza que sean los partidos quienes filtren o seleccionen sus demandas políticas y que los medios decidan qué es relevante y qué no lo es. Se produce así un cuestionamiento del establishment que durante generaciones protagonizó la intermediación democrática.
Repasemos ahora muy brevemente el referéndum chileno. Tras el estallido social de 2019, los partidos tradicionales aceptaron iniciar un proceso constituyente, una de las demandas más intensas procedente del movimiento de protesta. Para poder convocar un referéndum en el que se preguntara a la ciudadanía si querían ir adelante con la asamblea constituyente, los políticos hubieron antes de realizar una reforma de la Constitución de 1989. La pandemia ralentizó el proceso y el referéndum no se celebró hasta el 25 de octubre de 2020. Los ciudadanos dieron un “sí” abrumador, el 78%, al proyecto de cambio. Además, había que decidir si la nueva Constitución la elaboraba una convención mixta (formada por un 50% de diputados y un 50% de constituyentes electos) o una convención con un 100% de electos. Dada la mala reputación de los partidos, la gente apostó claramente por este segundo modelo: es decir, los ciudadanos rechazaron la función intermediadora de los partidos en el proceso constituyente.
La convención ciudadana elaboró un nuevo texto que fue sometido a ratificación popular el pasado 4 de septiembre. A pesar de que el Gobierno de Gabriel Boric (cuyo mandato comenzó en marzo de este año) se volcó para conseguir la aprobación, el “no” se impuso por una gran diferencia (23,8 puntos porcentuales).
La derrota llama la atención porque los referéndums de ratificación suelen salir bien casi siempre para quien los convoca. Piénsese, por ejemplo, en el referéndum de 1978 para ratificar la Constitución española, diseñada por los partidos y apoyada por ellos: la aprobación popular fue masiva. Los partidos se hicieron responsables de la propuesta y pidieron a sus electores el voto positivo. En Chile, la ausencia de los partidos en el proceso constituyente produjo una reacción imprevisible que acabó con el fracaso de la Constitución. La ausencia de intermediación partidaria provocó un resultado del todo imprevisto.
En Italia, los dos grandes intermediadores de la primera República, la Democracia Cristiana y el Partido Comunista Italiano, entraron en crisis, por distintos motivos, en los años noventa del pasado siglo. La política italiana se sumergió en una fase caótica o desordenada de la que aún no ha salido. Primero fueron los años de Silvio Berlusconi, un pionero de la política antiestablishment, luego el primer Gobierno tecnocrático de Mario Monti, después la victoria de una fuerza anti-partidos, el Movimiento 5 Estrellas, luego el Gobierno tecnocrático de Mario Draghi y ahora la victoria de Giorgia Meloni. Este ciclo de gobiernos antiestablishment y tecnocráticos no se ha cerrado. Meloni no es más que el último eslabón (y el más peligroso) de una cadena de gobernantes que no han conseguido reordenar la política italiana. Lo único que quedaba por probar era una alianza de la extrema derecha con los restos del berlusconismo. El descrédito de los partidos en Italia impide que la competición política se estabilice.
Con la suficiente distancia, el fenómeno subyacente a estos dos últimos episodios en Chile y en Italia puede interpretarse en términos de intermediación fallida. La desconfianza hacia los partidos tradicionales o hacia las élites del establishment rompe los mecanismos de mediación que permitían ordenar los procesos políticos de forma más o menos previsible e inteligible para representantes y representados. El desorden político de nuestro tiempo es, ante todo, consecuencia de los procesos de desintermediación que se están viviendo en la política, pero también en muchos otros ámbitos de la sociedad. Sabemos de lo que nos estamos alejando (la intermediación clásica), pero no somos capaces de anticipar lo que no espera.