Dibujo de Sr. García para El País
"Cuando recibo un mensaje en el móvil, parpadea una luz azul. El resto del tiempo, la luz es verde -comenta la escritora Judith Duportail en el A vuelapluma de hoy lunes ("Amigos con derecho a roce, unámonos". El País, 28/2/2020)-. Esta noche, estoy con unos amigos en un café debajo de mi casa. Hablo, río, pido una cerveza, salgo a fumar un cigarrillo. Por fuera, parece que estoy presente. Pero, en realidad, estoy obsesionada con esa luz. Esa luz verde, otra vez verde, siempre verde. ¿Por qué no me escribe él? Él, un hombre al que he conocido a través de Tinder y que me gusta. Me dijo que me “tendría al corriente” de lo que iba a hacer esta noche. “Escríbele tú y ya está”, me indica una amiga. Me parece imposible. Ilegítimo. Porque estoy en el lado de las llamadas “amigas con derecho a roce”. Sí, es una expresión violenta. Vulgar. Deshumanizante, casi. Lo sé, y lo siento por la gente a la que sorprende. Pero lo uso a propósito. Para mostrar lo violento que es. Y para volver esa violencia contra la sociedad y no contra los que la padecen.
Como periodista especializada en el amor y las redes sociales, en L’amour sous algorithme investigué el funcionamiento de Tinder y su repercusión en nuestras vidas, incluso las de quienes no usan la aplicación. Una de las principales consecuencias observadas por los expertos es que se ha agudizado la separación entre vida emocional y sexual. Se ha agudizado la línea de fractura entre la pareja propiamente dicha y los amigos con derecho a roce. El compañero oficial frente a aquel al que no debemos nada. Casi como si fuera una nueva lucha de clases: la burguesía contra el proletariado emocional. Porque el problema de la relación de amigos con derecho a roce no es que sea sexo sin obligaciones, no; es que es sexo sin palabras. Sin derecho a hablar. El amigo con derecho a roce no está autorizado a expresarse, debe mantenerse confuso, sin que la claridad pueda tranquilizarle; solo está autorizado a esperar, mientras finge que no espera nada; no está autorizado a escribir mensajes. ¿Les parece anecdótico? Me parece todo lo contrario. Nunca me cansaré de repetirlo: nuestra vida digital es nuestra verdadera vida. No tener derecho a escribir un mensaje es no tener derecho a hablar.
He pasado tres años enganchada a Tinder porque fingía no esperar. Tinder, con su sistema de deslizar y coincidir, está pensado para engancharnos; es lo que los especialistas como la profesora estadounidense Natasha Dow Schüll llaman el diseño de la adicción. Uno de los mecanismos psicológicos más poderosos de la adicción es el principio de la recompensa aleatoria y variable. Todo se reduce al hecho de no saber si vamos a recibir una recompensa y de qué naturaleza. ¿Un mensaje? ¿Una coincidencia? ¿Pero de quién? Con cada notificación, se produce una nueva descarga de serotonina en nuestro cerebro, como cuando ganamos al Candy Crush. Es el mismo mecanismo que nos engancha a Instagram o Facebook. Si el mecanismo se ha apoderado tanto de mí es porque, para fingir que no esperaba, me dedicaba a conversar con otros hombres. Prefería volver a empezar de cero con otro antes que mostrarme vulnerable, atreverme a reconocer que estaba pendiente de la luz verde.
No creo que, en mi caso, fuera cuestión de orgullo, sino más bien de un profundo sentimiento de ilegitimidad. Como no estaba en una pareja tradicional, no tenía voz en el asunto. No me di cuenta enseguida, Fue cuando pedí mis datos personales a la aplicación y leí la totalidad de mis mensajes, unos detrás de otros, cuando comprendí que me había quedado estancada. Estaba atrapada en un bucle.
No se trata de escribir un alegato en defensa de que todas las relaciones sexuales desemboquen en el matrimonio, con peladillas y vestido de novia, salvo para quienes así lo deseen. Sin duda, es maravilloso poder hacer el amor sin formar necesariamente una pareja. ¿Pero por qué separar el sexo de las emociones? ¿Por qué convertirlo en un producto de consumo inmediato, que se desliza y se olvida a continuación? Por otra parte, ¿es humanamente posible separar el sexo de las emociones? “Como si pudiéramos verdaderamente acariciar la piel de un/a desconocido/a sin emocionarnos un poco”, escribe Victoire Tuaillon en Les couilles sur la table.
De hecho, ¿existe el sexo por el sexo? Durante mi investigación me he encontrado con decenas, centenares de personas que desplegaban enormes energías para obligarse a no sentir nada. Como si no sentir nada fuera un logro. ¿Por qué? ¿Para qué hacer el amor si no es para ser visto/a, tocado/a, sostenido/a, abrazado/a por ser esa persona, precisamente esa persona y no otra? La periodista estadounidense Moira Weigel afirma en The Labor of Love que el capitalismo nos ha robado la revolución sexual. Convertir el sexo en un objeto de consumo como cualquier otro beneficia, por ejemplo, a aplicaciones como Tinder. Mientras deslizamos kilómetros y kilómetros de vacío, la aplicación saca provecho a nuestros datos y se transforma en la aplicación más rentable de la App Store.
Viví dos años en Berlín, considerada la capital europea de la diversión y la liberación sexual. La ciudad acoge unas veladas locas, magníficas y liberadas, con todos los excesos que eso entraña. Sin embargo, me pareció que era también la capital de la soledad. Participé en grupos de apoyo dedicados a Divertirse en Berlín, a los que acudían jóvenes llenos de angustia. Porque, en nuestra sociedad, optar por la libertad y rechazar la pareja tradicional es incorporarse al proletariado emocional. Si la expresión de las necesidades afectivas solo se considera legítima en el marco de la pareja, ¿cómo construir una vida segura cuando todas nuestras relaciones íntimas deben ser “ligeras”, “divertidas”, “desenfadadas”? Por supuesto, y afortunadamente, tenemos en nuestras vidas otras fuentes de felicidad y afecto: amigos, familias, incluso animales.
Pero es urgente que nos neguemos a la separación forzosa del sexo y las emociones, que inventemos nuevas maneras de conectar, aparte de, por un lado, el amigo con derecho a roce que solo puede callarse y, por otro, el vínculo oficial que tiene todos los derechos, a veces incluso demasiados (a aislarnos del mundo, vigilarnos, leer nuestra correspondencia). Rechazar esta división entre la sexualidad y las emociones, que rebaja las experiencias humanas plenas y las transforma en semiexperiencias, que empaña los amores de vacaciones, los besos a medianoche y las pasiones más deliciosas, y los convierte automáticamente en sucedáneos de relación. Este combate se libra en todas partes, en las palabras que empleamos para hablar de nuestras experiencias sexuales, en las películas, los libros y los relatos que se construyen. Pero creo que empieza en cada uno de nosotros. Cuando escribía L’amour sous algorithme me di cuenta de que el combate debía comenzar en lo más profundo de mi ser. Para empezar, frente a la intromisión de las voces dentro de mi cabeza: lo que Bourdieu llama la violencia simbólica, la interiorizacion de la dominación. Unas voces que me repetían que nunca sería suficientemente guapa, suficientemente divertida, suficientemente nada para poderme expresar con plenitud. Todos tenemos esas voces, hombres y mujeres, porque todos hemos crecido en una sociedad que nos llama al orden de forma brutal desde niños siempre que no respondemos por completo a las normas de la feminidad o la masculinidad y, más tarde, de la pareja. “Me han hecho falta muchos años para vomitar todas las porquerías que me habían enseñado sobre mí mismo”, escribió James Baldwin, el poeta afroamericano, en relación con lo que había sufrido por ser negro en Estados Unidos en los años cuarenta.
Sin poder imaginarme los horrores que sufrió él, creo que podemos inspirarnos en su lucha. Aprender a no despreciar nuestras emociones cuando se salen de la norma. Decir nuestra verdad. Escribir esos mensajes. Levantar la cabeza del móvil, dejar de obsesionarnos con las luces verdes, los “visto”, las V azules de WhatsApp. ¿Les parece anecdótico? Nunca me cansaré de repetirlo: nuestra vida digital es nuestra verdadera vida. Levantar la cabeza del teléfono es levantar la cabeza, sin más".
A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo.
La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
Entrada núm. 5788
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)