sábado, 16 de diciembre de 2017

[Política] Internet y las redes sociales en la formación de la opinión política





Manuel Arias Maldonado es un profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga e investigador visitante en las universidades de Berkeley, Munich, Siena, Oxford y Kele, cuya labor investigadora gira, principalmente, en torno a la teoría de la democracia deliberativa, el liberalismo político, los movimientos sociales globales y Wikipedia como forma de producción del conocimiento. 

El profesor Arias lleva un blog titulado Torre de marfil, que publica en Revista de Libros, y cuya última entrega analiza el papel que han jugado y juegan la prensa, internet y las redes sociales en la conformación de las opiniones políticas. 

En una de las escenas de Ciudadano Kane, comienza diciendo, el magnate periodístico del mismo nombre pide a uno de sus ayudantes que le lea el cable enviado por el corresponsal del Herald en Cuba: "Deliciosas chicas en Cuba. Stop. Puedo enviarle poemas en prosa, pero no me parece correcto gastarme su dinero. Stop. No hay guerra en Cuba. Firmado: Wheeler."

A la pregunta de si desea enviar respuesta, un sonriente Kane dice que sí: «Querido Wheeler: usted ponga los poemas, que yo pondré la guerra». Y así fue: la guerra hispano-estadounidense que se libró entre abril y agosto de 1898 tomando a Cuba como pretexto tiene su origen en la competencia entre The New York Journal, de William Randolph Hearst, de quien es trasunto el Kane de Welles, y The New York World, de Joseph Pulitzer. Para muchos historiadores del periodismo, es aquí donde hemos de localizar el nacimiento del periodismo amarillo; concretamente, en las crónicas hiperbólicas de carácter ficticio que los corresponsales norteamericanos enviaban a su país enfatizando la crueldad española y la debilidad cubana, de manera que la independencia de la colonia ‒ambicionada por Estados Unidos‒ terminó por dibujarse como la única salida. Roosevelt, en busca de un enemigo común que recompusiera los vínculos rotos en la Guerra de Secesión, aprovechó la oportunidad que así se le brindaba.

Recordé este episodio tras leer una pieza de John Naughton en The Guardian que relataba el ascenso fulgurante de The Week, un medio marginal que se dedicaba ‒en la Gran Bretaña de los primeros años treinta‒ a publicar lo que los grandes medios dejaban fuera por miedo a incurrir en revelación de secretos o lesiones al derecho al honor. Al parecer, The Week dejó de ser marginal cuando publicó una edición especial dedicada a la Conferencia Económica de Londres, organizada con el fin de estudiar medidas internacionales contra la Gran Depresión, en la que citaba las impresiones sotto voce de los participantes: el único trabajo desempeñado por los delegados era el de enterradores. De repente, la circulación del medio se disparó y sus problemas económicos desaparecieron. A juicio de Naughton, algo parecido ha sucedido con los tres retuits de Donald Trump a mensajes de Britain First, una organización de agresivo corte nativista que se dedica a denunciar la presunta «islamización» de Occidente. Su relevancia en Gran Bretaña es mínima, pues tiene mil miembros y su líder apenas obtuvo mil votos cuando se presentó a las elecciones generales en su circunscripción, pero los cuarenta y cuatro millones de seguidores de Donald Trump en Twitter no tienen por qué saberlo y se llevarán más bien la impresión contraria. Para el autor, el caso demuestra la medida en que las redes sociales pueden distorsionar la esfera pública.

Y así es, pero estos dos precedentes históricos más bien nos indican que estamos ante un viejo fenómeno que ahora se ve tecnológicamente facilitado y adopta, por ello, formas nuevas. Eso no le resta gravedad; pero no sabemos exactamente qué gravedad tiene. Y es que no podemos estar seguros de que el Brexit, la victoria de Donald Trump o el golpe de Estado del independentismo catalán no se hubieran producido en ausencia de redes sociales; al fin y al cabo, el siglo XX no fue precisamente tranquilo. Otra cosa es que juzguemos estos acontecimientos políticos a la luz de las expectativas creadas inicialmente por las redes digitales, o que el impacto de la Gran Recesión, primero, y la oleada populista, después, sea más fuerte en el marco de triunfalismo psicológico creado tras la caída del Muro de Berlín: creíamos que todo había terminado y ahora tenemos miedo de que vuelva a empezar. Todo ello nos hace olvidar, con demasiada facilidad, que Internet no se agota en las redes sociales y que la conectividad también presenta indudables ventajas informativas. Por ejemplo, y por seguir con las guerras manufacturadas, hoy día sería imposible hacer plausible una sátira cuyo protagonista inventase un conflicto bélico en África a golpe de telegrama con el fin de contentar a su editor londinense; justamente lo que hace el joven William Boot en Scoop («¡Noticia bomba!»), novela que Evelyn Waugh diera a la imprenta en 1938.

Sea como fuere, y aunque no falta el sensacionalismo cuando hablamos de sensacionalismo, el desorden que ha provocado la digitalización en la esfera pública no es ningún scoop. Aunque los datos no terminan de ser concluyentes ni definitivos, parecen observarse tendencias preocupantes para la calidad del debate público: exposición selectiva y balcanización de la opinión, debilidad de los prescriptores tradicionales en el marco de un proceso de desintermediación, miedo a la reacción de las masas de acosos virtuales cuando se emite una opinión inconveniente, erosión del valor persuasivo de los hechos, más rápida propagación de fake news y teorías conspirativas, emocionalización del lenguaje público y creciente sensacionalismo de unos medios obligados a llamar la atención del público a toda costa. El catálogo es ya de sobra conocido.

Y es la tecnología la que produce o potencia estos efectos, porque amplifica los que ya existían en la era de la comunicación vertical de masas. Desde luego, quien sólo leyese El País o escuchase la Cadena SER, igual que quien sólo se dedicase a la COPE y el ABC, no habitaba en un filtro burbuja menos cerrado que los que la digitalización habría traído consigo. La diferencia, como veremos después, es que el concepto de público se ha expandido mediante la incorporación al flujo de noticias de una notable cantidad de ciudadanos que antes se informaban únicamente a través de la televisión o la radio, o no lo hacían en absoluto. No es baladí, además, que la digitalización haya coincidido con la politización causada por la crisis: estamos más atentos a las noticias porque sentimos que hay más en juego.

Viene todo esto a cuento del nuevo proyecto de Jimmy Wales, cofundador y cabeza visible de Wikipedia, sobre el que se daba cuenta este pasado fin de semana en las páginas de Financial Times. Frente al pesimismo habitual acerca del estado de la esfera pública digital, rara vez acompañado por medidas paliativas o correctivas, este emprendedor digital ha optado por proponer una alternativa a la disfunción mediática a su juicio dominante. Su nombre es WikiTribune y se encuentra ya accesible en modo beta. Se trata de una web periodística que, honrando los principios que han hecho de Wikipedia un éxito global, combina la edición profesional con la contribución de los usuarios, sin aceptar espónsores privados. Si hay una desintermediación en marcha que debilita el papel de los expertos, viene a decirse Wales, saquémosle provecho usando la inteligencia colectiva de los usuarios: haciendo que la «sabiduría de las masas» digitales tenga traducción periodística. Escamado por el fracaso de WikiNews, Wales ha querido evitar esta vez que el usuario-editor sea el único creador de contenidos y apuesta por la colaboración entre internautas y periodistas profesionales. Peter Bale, el director del medio, aspira a que WikiTribune cree con ello un «espacio seguro» en el que lectores y periodistas puedan conversar de buena fe y cooperen para producir un contenido a la vez fiable y atractivo. Wales, como es natural, cuenta con que al menos una porción de los usuarios de Wikipedia mostrarán interés por el proyecto y le darán vida y visitas. Aunque la idea es despreocuparse de estas últimas para evitar cualquier tentación sensacionalista, es obvio que, si nadie entra a la página, no quedará más remedio que cerrarla. Wikipedia ‒alegan los promotores del proyecto‒ también surgió de la nada y tardó en conquistar la confianza del público: quizás estemos ante un caso similar.

Sin embargo, es dudoso que suceda lo mismo con WikiTribune, no importa cuán bienintencionada que pueda ser la idea que lo anima. Y ello por razones diversas, cuya elucidación nos ayuda a comprender un poco mejor lo que está pasando y, sobre todo, por qué está pasando. Para empezar: lo que WikiTribune intenta crear ya existe y se llama periodismo de calidad. Dicho de otra manera: ningún consumidor de información periodística mínimamente sofisticado necesita un proyecto de esta índole. Porque, sean cuales sean las virtudes futuras de WikiTribune, parece difícil esperar que sobrepujen a las de un Financial Times, un The Economist o un The New York Times. Y lo mismo cabe decir de las cabeceras nacionales correspondientes. Se alegará que todos ellos padecen algún tipo de inclinación ideológica, de manera que el atractivo de WikiTribune acaso podría radicar en su mayor vocación de objetividad. Pero ya nos enseñó Giovanni Sartori que la mejor esfera pública no se define por la abundancia de medios de comunicación «objetivos», sino por la existencia de una pluralidad de medios que, compitiendo entre sí, ofrecen al ciudadano la oportunidad de formarse una opinión sin que ninguno de ellos pueda reclamar el monopolio de la verdad pública. Pero el auténtico lector de periódicos ya sabe esto y sabe, también, que no puede depender de un solo medio de información. Así que la Red, para él, proporciona recursos adicionales en lugar de sustraer alguno de los preexistentes: junto a sus suscripciones habituales, puede consultar nuevos medios, por no hablar de la facilidad con que puede tener acceso a medios extranjeros de todo tipo. No me refiero únicamente al consumo digital y gratuito, sino también, por ejemplo, a las suscripciones a través de la tableta. Que estas no hayan aumentado en proporción al número de nuevos «consumidores de noticias» dice ya mucho sobre la naturaleza de estos últimos.

También parece difícil que el lector tradicional, acostumbrado a su diario de referencia, que ha podido abandonar el papel para consultarlo online, pueda sentirse atraído por este producto. En la abdicación de este último lector y en la de quienes estaban llamados a ser sus herederos generacionales, por cierto, radica la causa del debilitamiento de los medios clásicos: hablo del típico lector diario de un periódico tradicional que ahora se sienta frente al ordenador en vez de bajar al quiosco. Ese lector cree, equivocándose, que lee la realidad como antes; pero no lo hace, porque no lee el periódico del mismo modo. Que ahora los grandes medios se vean obligados a buscar donde sea lectores de todo tipo trae causa de la deserción de sus viejos fieles; fieles que, con ello, demuestran ser lectores menos sólidos de lo previsto.

Así que, dejando al margen la novedad que representa la colaboración entre periodistas y usuarios ‒que constituye el rasgo diferencial de WikiTribune‒, se diría que Wales está intentando captar al público menos sofisticado. Es decir: al lector accidental de noticias que constituye la gran novedad del proceso de digitalización. Es éste un aspecto central de la nueva opinión pública que, sin embargo, no recibe la atención que merece. Parte del shock que hemos experimentado en este terreno durante los últimos años tiene que ver con el modo en que Internet ha revelado las preferencias, opiniones y maneras del gran público: huimos horrorizados de una sección de comentarios debido al tono bronco y las faltas de ortografía, nos quedamos perplejos ante la lista de las noticias más leídas en los diarios de referencia, presenciamos con el ánimo encogido una disputa en las redes sociales. Pero no sabríamos nada de esto si los ciudadanos no se hubieran conectado masivamente, esto es, si la conectividad no se hubiera convertido ella misma en un entretenimiento. La consecuencia es que se ha multiplicado el número de ciudadanos que se encuentran conectados al flujo de noticias, aunque lo esté de una manera inevitablemente superficial. El oscuro secreto de los estudios que aseguran que cada vez son más los ciudadanos que consumen noticias a través de las redes está en la forma en que se consumen esas noticias. De hecho, no es un asunto sobre el que sea fácil obtener información: impera, en este terreno, un cierto triunfalismo conforme al cual el acceso del usuario a la información es mucho más relevante que la relación que entabla con ella.

En el muy citado informe del Reuters Institute publicado en 2016, por ejemplo, no encontramos precisiones sobre cuántos artículos, reportajes y piezas de opinión leen los usuarios, ni el grado de dificultad de las mismas: se asume que el digital consumer está conectado y eso basta. Pero no basta: la diferencia no está entre el lector analógico y el lector digital, sino entre tipos de lector, y la digitalización está difuminando las diferencias entre ambos. Un reciente estudio del Pew Research Center sobre los hábitos del público norteamericano, por ejemplo, señalaba que solo un 26% de los consumidores de noticias hacen clic sobre los enlaces, algo quizá poco sorprendente si averiguamos que hasta un 55% de ellos se topan con las noticias cuando se conectan a Internet para hacer otra cosa. Y, de acuerdo con una encuesta realizada hace unos años en Estados Unidos por encargo de Microsoft y entre usuarios de Internet Explorer, sólo el 4% de los internautas resultó ser «consumidor activo de noticias», entendiéndose como tal ‒¡ojo!‒ aquel que ha leído al menos diez piezas informativas y dos artículos de opinión a lo largo de un período de tres meses. Si se elimina la exigencia de leer dos artículos de opinión, el porcentaje asciende al 14% (por desgracia, anoté estos datos en su momento sin quedarme con el enlace). Un informe elaborado para Ofcom en 2014 venía a reconocer que los datos disponibles no permitían contestar a preguntas cualitativas sobre el usuario digital; por ejemplo, acerca del tipo de información consumida o el detenimiento con que se consume. Si hay más o mejores datos, yo no los he encontrado.

Que la naturaleza del público esté cambiando, en suma, se debe en gran medida a la incorporación a la esfera pública de un tipo de usuario que se solapa con los anteriores: ahora todos estamos juntos, y a la vez separados, en un mismo espacio cacofónico cuyo sonido ambiente mezcla la música sinfónica con el ruido blanco y la canción de autor. Salvo inesperada sorpresa, un proyecto como WikiTribune ‒al igual que sucede con las webs que asumen heroicamente la tarea de comprobar la verosimilitud de las promesas electorales o el grado de cumplimiento de los programas electorales‒ tendrá una importancia marginal en el proceso de formación de la opinión pública, y servirá antes como recurso para periodistas que como refugio experto para lectores desencantados. De ahí que fenómenos como las fake news, las cámaras de resonancia derivadas de la exposición selectiva a las noticias o la creación de comunidades de afines que comparten noticias entre sí, puedan llegar a ser preocupantes para la democracia. Porque el riesgo no está en que el lector sofisticado llegue a creerse que el papa Francisco apoya a Donald Trump; el problema es que lo creen muchos usuarios hiperconectados que se relacionan superficialmente con el proceso informativo. En realidad, no podía ser de otra manera: el público de masas no iba a cambiar de naturaleza sólo porque apareciesen los medios digitales. Aunque ese mismo público esté más convencido que nunca, gracias al hecho mismo de la conectividad digital, de que tiene toda la información que necesita para formarse ‒¡y expresar!‒ una opinión. Deseemos suerte, en fin, a Jimmy Wales.



Orson Welles en la película "Ciudadano Kane" (1941)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[Humor en cápsulas] Para hoy sábado, 16 de diciembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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viernes, 15 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] Los enemigos de la Constitución





¿Quiénes son los verdaderos enemigos de la Constitución?, se pregunta en El País el profesor Fernando Rey, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid y consejero de Educación en la comunidad autónoma de Castilla y León. El independentismo catalán no es la enfermedad, sino el síntoma más grave de la pérdida de ilusión en algo que nos una en España. La confianza entre ciudadanos y sus representantes se ha roto.

La Constitución roza los 40 años, la edad del demonio meridiano contra el que proviene el salmo 91, comienza diciendo el profesor Rey. El azote que devasta en las horas centrales del día, las de mayor calor, cuando uno está más débil. En la tradición monacal, a esa hora se produce el peor ataque: la acedía, la tentación por la que el monje se vuelve perezoso y descuidado… y pierde la esperanza. España vive una crisis de acedía democrática, de pérdida de ilusión en algo que nos una; es un tiempo de echar las culpas siempre al otro, de pereza e incluso de crispación para convivir. El independentismo catalán no es la enfermedad, sólo el síntoma actual más grave.

El constitucionalismo se enfrenta en todo el mundo a poderosos enemigos culturales. La realidad económica es tan cruda y la política tan frustrante porque sabemos que el futuro puede ser peor que el presente. Ahora, la división política más profunda está entre quienes aceptan esta verdad incómoda como punto de partida del análisis y la de quienes no la aceptan y se instalan, por ignorancia o por cinismo, en la pos-verdad, es decir, quienes eligen creer mentiras. Evidentemente, a partir de la realidad se pueden configurar diferentes políticas, pero la cuestión política central hoy es la de enfrentar o no la áspera realidad. Juan de Mairena observó: “Lo corriente en el hombre es la tendencia a creer verdadero cuanto le reporta alguna utilidad; por eso hay tantos hombres capaces de comulgar con ruedas de molino”.

Los dos principales enemigos culturales del constitucionalismo democrático (y lo son porque están instaladas dentro del sistema y no enfrente como el comunismo o el fundamentalismo) son dos corrientes de pensamiento que se sitúan confortablemente en la mentira: el populismo y el nacionalismo independentista. Ambas tienen bastante en común. De hecho, algunos populismos (los del centro y norte de Europa) son también nacionalistas y de derechas; y algunos populismos nacionalistas son de izquierda (ERC, CUP, etcétera).

Populistas y nacionalistas inventan la comunidad ideal (el pueblo, los catalanes, los vascos, etcétera) oprimida y saqueada por otros (España, la casta). No es casual que desde posiciones populistas se hable, incluso, de “fraternidad”, pero sólo entre los miembros del grupo de las víctimas llamado a redimirse por el nuevo movimiento. Algo así hizo Robespierre cuando acuñó el concepto contemporáneo de “fraternité” a fin de establecer el servicio militar obligatorio (el pueblo en armas) frente a la monarquía absoluta y los aristócratas (la casta del momento).

Nacionalistas y populistas dividen profundamente porque crean sus respectivos enemigos: habría españoles buenos y malos; o incluso habría españoles que no son españoles. No celebran el día de la Constitución porque el significado profundo e inicial de nuestra Constitución, de cualquier Constitución, es la de crear la comunidad política, el Estado español: artículo primero, apartado segundo, la soberanía nacional reside en el pueblo español. Nacionalistas y populistas niegan la existencia de este pueblo español: impugnan el “nosotros”, que es la cuestión constitucional central.

Nacionalistas y populistas coinciden en inventar imaginarios emocionales pero intelectualmente falsos sobre el presente y sobre la historia, por supuesto, reinventada a propia conveniencia. Historias y no historia. De ahí su éxito. Populistas y nacionalistas prometen imposibles ilusionantes; son un destello de luz en medio de la oscuridad más tenebrosa: la independencia o el ascenso al poder de los “puros” arreglará, per se, todos los problemas. Demagogos “tropicalizando” el constitucionalismo en medio de un pueblo cabreado. El bosque abrasado por el calor y la llama en el momento oportuno.

Pero nacionalistas y populistas no son los únicos enemigos. Citaré en estrados otros dos: el pensamiento de izquierdas que considera que la Constitución es una hija (quizá no deseada, pero hija) del franquismo y que remite la auténtica legitimidad democrática a la República. Y, por supuesto, los casos de corrupción y su aparente laxo manejo. Todo esto hace que se haya roto la confianza entre los ciudadanos y sus representantes. Sobre todo entre los jóvenes. La juventud es el problema político fundamental de nuestro país.

Hace falta reformar en profundidad nuestra Constitución, pero no se dan las condiciones porque hemos perdido por el camino el ingrediente previo y principal, que sí tenían los constituyentes de 1978: el espíritu de concordia: “Con-cor”, un solo corazón. Algo que va más allá del consenso, que es un método inteligente de resolver problemas: elegimos no lo tuyo ni lo mío, pero sí algo que podamos admitir ambos. El consenso es el punto de llegada de la reforma y la concordia, el punto de partida. Es el deseo de vivir unidos con un proyecto de convivencia en común. Justo lo que niegan los enemigos de la Constitución.

La única buena noticia es que, a pesar de nacionalistas, populistas, corruptos y republicanos historicistas, la vieja Constitución resiste. Que se lo pregunten a los indepes. Hay que reformarla, pero ¿por dónde empezar? Un grupo de colegas ha presentado unas ideas interesantes. Pero me parece que la cuestión primordial ahora ya no es traer al redil constitucional a los independentistas. Eso es imposible. Jamás se contentarán con menos de lo que pretenden. Y, además, consolida una evolución de nuestro Estado territorial que premia a los más ricos (con cupos fiscales que incrementan la insolidaridad) y a los que peor se portan (los independentistas). Estos tendrán que aprender a convivir con su deseo frustrado; como lo hace el tercio de españoles, por ejemplo, que según el CIS querrían abolir por completo las autonomías (una suma de gente superior a todos los indepes sumados, y creciendo, aunque no hagan ruido… por ahora).

En este contexto, la primera reforma a acometer es, creo, la del sistema electoral del Congreso para evitar depender tanto en las políticas estatales de los partidos nacionalistas autonómicos. Esquerra, la ex-Convergencia, PNV y Bildu, con el 6,6% de los votos nacionales, tienen 24 escaños vitales. Hay que encontrar una fórmula electoral que deje de privilegiarlos. Eso tenía sentido en 1978 pero no en 2018. Estos partidos ya tendrían el Senado (y mejor si es tipo alemán) para obtener representación y participar en la toma de decisiones estatales.


Dibujo de Eduardo Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

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jueves, 14 de diciembre de 2017

A vuelapluma] ¿Estará Merkel a la altura de Macron?





Macron pide comprensión para los padres fundadores que levantaron Europa sin el pueblo porque pertenecían a una vanguardia ilustrada; pero él quiere convertir ahora el proyecto de las élites en un proyecto de ciudadanos. Y Merkel debería responder, escribe en El País el filósofo alemán Jürgen Habermas (1929), el miembro más eminente de la segunda generación de la Escuela de Frankfurt. 

Para Walter Benjamin, comienza diciendo Habermas, París era la capital de Europa. Para el contestatario e irónico Robert Menasse, último Premio del Libro Alemán, debería serlo Bruselas. Una esperanza frágil. El propio Menasse rebaja tan elevadas expectativas en una entrevista en el Frankfurter Allgemeine Zeitung contando una bonita historia sobre la tarde que pasó con un corresponsal alemán en un café de periodistas lleno de humo. Allí pudo observar cómo al reportero en cuestión su redacción de Fráncfort le rechazaba un artículo sobre el programa espacial de la UE con el siguiente comentario: “No escribas de forma tan complicada. Cuenta solo qué nos costará esta vez a los alemanes”. Es difícil formular de forma más concisa el limitado interés que muestran los políticos, gestores y periodistas alemanes en construir una Europa políticamente eficaz. Desde hace décadas una prensa tímida y complaciente presta su ayuda a nuestra clase política para no perturbar a la opinión pública con el tema de Europa. La incapacitación del público no podría haberse demostrado con mayor elegancia que en el (supuesto) debate televisado —el único que hubo— entre la canciller Angela Merkel y el aspirante socialdemócrata, Martin Schulz, antes de las elecciones al Bundestag del pasado septiembre, en el que se delimitó cuidadosamente la agenda de los temas a discusión. Incluso en la década de la crisis financiera aún candente, tanto a la canciller como a su ministro de Finanzas se les permitió presentarse —en abierta contradicción con los hechos— como los auténticos europeos.

Pero ahora ha aparecido en escena Emmanuel Macron, que podría, a pesar de sus halagadores esfuerzos por mantener una cooperación deferente con la canciller, derrotada y acosada por su propio partido, levantar el velo sobre este grato autoengaño. Las mentes realistas de los periódicos nacionales parecen temer que las palabras del presidente francés abran los ojos al público alemán sobre el nuevo traje del emperador: la opinión pública podría percatarse de que el Gobierno alemán, con su robusto nacionalismo económico, está desnudo. Georg Blume recoge en el primer capítulo de su reciente libro —subtitulado Cómo Alemania pone en peligro una amistad— tristes testimonios tomados de la prensa y de la política acerca del condescendiente tono neoalemán hacia Francia y los franceses. Algunos comentarios sobre Macron han oscilado desde el principio entre la indiferencia, la arrogancia y el rechazo precipitado. Y, con la salvedad de un titular de Der Spiegel, en un primer momento el eco del discurso —meticulosamente preparado— del presidente francés sobre Europa fue entre débil y nulo.

Entretanto, la reticencia se resquebraja. También en la prensa se va imponiendo la idea de que el próximo Gobierno alemán (en caso de que alguien siga teniendo ganas de ello) tiene que recoger la pelota del presidente francés, que ahora está en su tejado. Una política de simple aplazamiento, o de inacción, bastaría para echar a perder una oportunidad histórica única.

Pocas veces las contingencias de la historia se evidencian de forman tan drástica como en el caso del inesperado ascenso de una personalidad fascinante, quizá deslumbrante, y desde luego insólita. Nadie pudo contar con que un ministro independiente del Gobierno Hollande, en una egocéntrica actuación en solitario (o eso era lo que parecía), creara de la nada un movimiento político que daría un vuelco a todo un sistema de partidos. Contravenía cualquier fundamento de la demoscopia que una sola persona sin apoyos, en el breve lapso de una campaña electoral, lograra hacerse con la mayoría de los electores con un polémico programa en el que defendía profundizar en la cooperación europea y se enfrentaba al pujante populismo de derechas al que uno de cada tres franceses había dado su voto. Que alguien como Macron —en un país cuya población siempre ha sido más euroescéptica que la luxemburguesa, belga, alemana, italiana, española o portuguesa— llegara a ser elegido presidente era de todo punto improbable.

Aun considerándolo fríamente, es igualmente improbable que el próximo Gobierno alemán tenga la fuerza y la amplitud de perspectiva para dar con una respuesta productiva —es decir, que permita avanzar— a la pregunta que le ha planteado Macron. Incluso aunque se llegue a una renovada Gran Coalición entre la CDU y el Partido Socialdemócrata, es muy poco probable que la cúpula de los socialdemócratas, fundamentalmente proeuropea, logre imponerse con su exigencia de una “Europa solidaria”. Angela Merkel tuvo que enfrentarse a una mayoría de su partido para lograr que se revisaran las dos posiciones que impuso en el primer momento de la crisis financiera: tanto el intergubernamentalismo que garantiza a Alemania una posición dominante en el Consejo Europeo, como la política de austeridad a la que Alemania —gracias a esa posición— pudo someter, para su propio y desproporcionado beneficio, a los países del sur de la Unión. Y también es en grado sumo improbable que esta canciller, desde su debilitada situación política interna, no intente dejar claro a su encantador homólogo francés que, lamentándolo mucho, no puede aceptar su elaborada perspectiva reformista. Por otra parte, y es esa la pregunta que a mí me importa: ¿puede esta política a la que no conozco personalmente —hija de un párroco protestante, notablemente lista y concienzuda, hasta ahora mal acostumbrada por el éxito, pero sin embargo dada a la reflexión— tener verdadero interés en acabar de forma tan poco gloriosa sus 16 años en la cancillería? ¿Se retirará tras cuatro años más de penosa supervivencia política con un poder menguante? ¿O conseguirá mostrar grandeza y saltar sobre su propia sombra, a pesar de todos aquellos que ahora murmuran sobre su decadencia?

También ella sabe que la unión monetaria europea, que es de elemental interés para Alemania, no puede estabilizarse en tanto que se mantenga el régimen actual, que profundiza cada vez más las diferencias de nivel en la renta nacional, el desempleo y el endeudamiento público entre las economías nacionales del norte y del sur de Europa, que llevan años distanciándose. El fantasma de una “unión de riesgo financiero” deforma en Alemania la visión de esta dinámica destructiva, que solo puede frenarse si se establece una competencia verdaderamente limpia que trascienda la fronteras nacionales y se sigue una política contra el deterioro de la solidaridad, cada vez más acusado tanto entre las distintas naciones como dentro de cada una de ellas. Baste mencionar el paro juvenil. Macron no se limita a bosquejar una visión, sino que exige que la eurozona avance con pasos concretos, a través de medidas como la armonización del impuesto de sociedades, un impuesto a las transacciones financieras, la convergencia paulatina de los diversos regímenes de política social, el establecimiento de una autoridad europea para regular el comercio internacional, etcétera.

En todo caso, no son estas propuestas aisladas, conocidas desde hace tiempo, las que hacen que destaque la conducta, la iniciativa y el discurso de este político sobre el de todos aquellos a los que estamos acostumbrados. Lo que se sale de la norma son tres rasgos característicos:

¿Conseguirá Merkel saltar sobre su propia sombra, a pesar de todos aquellos que ahora murmuran sobre su decadencia?

—El coraje para la iniciativa política;

—El compromiso en traducir el proyecto de las élites europeas en una legislación autónoma y democrática de los ciudadanos:

—La capacidad de convicción que transmite una persona que confía en el poder de la palabra que articula el pensamiento.

Con una elección de palabras característicamente francesa, Macron se dirigió el 26 de septiembre a su público de estudiantes y también a la clase política en Alemania al conjurar repetidamente la “soberanía” que solo Europa, y no ya el Estado nacional, es capaz de garantizar a su ciudadanía. Solo bajo la protección y con la fuerza de una Europa unida pueden estos ciudadanos afirmar sus intereses y valores comunes en un mundo convulso. Macron contrapone la soberanía “real” a la quimérica de los “soberanistas” franceses. Llama por su nombre al indigno juego del personal gubernamental que se distancia en casa de las leyes que él mismo ha aprobado en Bruselas, y demanda nada menos que la refundación de una Europa capaz de actuar políticamente tanto en el ámbito interno como en el exterior: a esta autoafirmación de los ciudadanos europeos es lo que se alude con la palabra “soberanía”. Macron menciona, como paso para la institucionalización de la capacidad de actuación común, una mayor cooperación en la eurozona sobre la base de un presupuesto común. Es de lamentar que la Comisión Europea —a causa de una mal entendido sentido de la responsabilidad hacia la unidad de todos los miembros de la UE— torpedee esa decisiva propuesta de una Europa a dos velocidades. La propuesta central de Macron para aunar las fuerzas en el corazón de Europa dice así: “Un presupuesto (común) solo puede ir de la mano de un fuerte liderazgo político a través de un ministro común y de un ambicioso control parlamentario en el nivel europeo. Solo la eurozona con una moneda internacional fuerte puede ofrecer a Europa el marco de un poder económico mundial”.

Debido a esta aspiración a confrontar políticamente los crecientes problemas de una sociedad mundial, Macron destaca como muy pocos otros entre la clase de funcionarios políticos crónicamente desbordados, capaces solo de adaptarse de forma oportunista y de reaccionar día a día, sin sentido alguno de la perspectiva. Es para frotarse los ojos: ¿pero hay alguien que aún quiera cambiar algo en el status quo?

¿Es que hay quien tiene el frívolo coraje de rebelarse contra la conciencia fatalista de felahs que se doblegan irreflexivamente a los pretendidos imperativos sistémicos de un orden económico mundial encarnado en organizaciones internacionales que han perdido el contacto con la realidad? Si le entiendo bien, Macron defiende unos intereses que hasta ahora no se explicitan y que por tanto no están representados en nuestro sistema de partidos, segmentado entre el neoliberalismo cotidiano del centro, el autosatisfecho anticapitalismo de los nacionalistas de izquierdas y la rancia ideología identitaria de los populistas de derechas. Es inherente al fracaso de la socialdemocracia, en toda Europa, que una política en principio favorable a la globalización, que impulsa el avance de la política europea, pero que al mismo tiempo no pierda de vista los daños y destrucciones sociales de un capitalismo desencadenado --y que por tanto también urge la necesaria re-regulación transnacional de mercados importantes— no haya logrado un perfil reconocible. La socialdemocracia alemana solo podría obtener el margen de acción requerido para perfilar una política de esta naturaleza en un futuro Gobierno si el Ministerio de Finanzas recayera en una figura con el peso suficiente para imponer sus puntos de vista, como Sigmar Gabriel.

La segunda circunstancia que distingue a Macron de otras figuras es su ruptura con un consenso silencioso. Hasta ahora mismo, en la clase política iba de suyo que la Europa de los ciudadanos plantea un cuadro demasiado complicado y que la finalité, el objetivo de la unificación europea, es un tema demasiado complejo para que los propios ciudadanos puedan ocuparse de él. Los asuntos corrientes de la política bruselense son solo para expertos, en todo caso para cabilderos bien informados; los choques más serios entre intereses nacionales en conflicto los despachan los jefes de Gobierno entre sí, generalmente aplazándolos o dejándolos en suspenso. Pero sobre todo, los partidos políticos están de acuerdo en que en las elecciones nacionales hay que evitar los temas europeos en la medida de lo posible, a no ser que se pueda echar a los políticos de Bruselas la culpa de los problemas que se han creado en casa. Y ahora Macron quiere acabar con esa mauvaise foi. Al poner en el centro de su campaña la reforma de Europa ha roto un tabú, e incluso —un año después del Brexit— ha ganado esta ofensiva contra “las tristes pasiones de Europa”.

Esta circunstancia confiere credibilidad en su boca a la tan traída frase de que la democracia es la esencia del proyecto europeo. No estoy en condiciones de juzgar cómo se han trasladado a la práctica las reformas políticas que ha anunciado en Francia. Ya se verá si ha cumplido la promesa “social-liberal” de mantener el difícil equilibrio entre justicia social y productividad económica. Como persona de izquierdas, no soy un macronista, si es que existe algo así. Pero la forma en que habla de Europa marca una diferencia. Macron pide comprensión para los padres fundadores que levantaron Europa sin el pueblo porque pertenecían a una vanguardia ilustrada; pero él quiere convertir ahora el proyecto de las élites en un proyecto de ciudadanos, y exige que se den pasos obvios para la autoafirmación de los ciudadanos europeos contra los Gobiernos nacionales que se bloquean mutuamente en el Consejo Europeo. Así, demanda que en las elecciones europeas no solo exista un derecho electoral común, sino también que los candidatos sean elegidos en listas transnacionales. Esto impulsaría la formación de un sistema europeo de partidos sin el que el Parlamento de Estrasburgo no puede convertirse en un lugar en el que los intereses sociales puedan generalizarse y defenderse más allá de las fronteras de cada una de las naciones.

Si se quiere valorar adecuadamente la importancia de Emmanuel Macron, también hay que considerar un tercer aspecto, una cualidad personal: sabe hablar. No es únicamente que estemos ante un político que coseche atención, prestigio e influencia por sus dotes retóricas y su sensibilidad hacia la palabra escrita. Más bien se trata de que la elección exacta de sus frases inspiradoras y la fuerza de articulación de su discurso confieren al propio pensamiento político fuerza analítica y amplitud de perspectiva. El anterior presidente del Bundestag, Norbert Lammert, fue el último que suscitó entre nosotros el recuerdo de los grandes debates parlamentarios de los primeros tiempos de la RFA. Naturalmente, la calidad del ejercicio de la profesión de político no se mide por el talento oratorio. Pero los discursos pueden cambiar la percepción de la política en la opinión pública, elevar el nivel y ampliar el horizonte de un debate público. Y con ello la calidad no solo de la formación de la voluntad política, sino también de la propia actuación política.

Cuando las amorfas tertulias se convierten en el baremo de la complejidad y aliento que son admisibles en el pensamiento político, Macron sorprende por el formato de sus discursos. Parece que carecemos de la capacidad para percibir tales cualidades, incluso para el cuándo y el dónde de un discurso. Por eso, el discurso que ofreció hace no mucho en el Ayuntamiento de París con motivo del centenario de la Reforma protestante no solo fue interesante en cuanto a su contenido; no solo fue un hábil intento de aprovechar el repaso a la historia de las luchas de religión en Francia para adaptar una doctrina de Estado, el estricto laicismo francés, a las exigencias de una sociedad pluralista. La ocasión y el tema del discurso fueron al mismo tiempo un gesto hacia la cultura del país vecino, marcada por la impronta del protestantismo... como también hacia su colega protestante en Berlín. Naturalmente, a nosotros se nos han vuelto extraños la ambición y el estilo para representar el poder del Estado, al menos desde la mirada nostálgica de Carl Schmitt a la contrailustración francesa del siglo XIX. Puede faltarnos el sentido y la gravitas de una vida en el palacio del Elíseo que Macron exhibe en su entrevista con Der Spiegel. Pero vuelve a impresionar el íntimo conocimiento de la filosofía de la historia hegeliana que muestra su reacción cuando se le pregunta por Napoleón como el “espíritu del mundo a caballo”.



Dibujo de Enrique Flores para El País



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[Galdós en su salsa] Hoy, con "La desheredada"



Estatua de Galdós (Pablo Serrano, Las Palmas GC)


Si preguntan ustedes a cualquier canario sobre quien en es su paisano más universal no tengan duda alguna de cual será su respuesta: el escritor Benito Pérez Galdós. Para conmemorar su nacimiento, del que van a cumplirse 174 años, he ido subiendo al blog a lo largo de los últimos meses su copiosa obra narrativa, que comencé con el primero de sus Episodios Nacionales, colección de cuarenta y seis novelas históricas escritas entre 1872 y 1912 que tratan acontecimientos de la historia de España desde 1805 hasta 1880, aproximadamente. Sus argumentos insertan vivencias de personajes ficticios en los acontecimientos históricos de la España del XIX como, por ejemplo, la guerra de la Independencia Española, un periodo que Galdós, aún niño, conoció a través de las narraciones de su padre, que la vivió. 

Nacido en Las Palmas de Gran Canaria, en las islas Canarias, el 10 de mayo de 1843 y fallecido en Madrid el 4 de enero de 1920, Benito Pérez Galdós fue un novelista, dramaturgo, cronista y político español, uno de los mejores representantes de la novela realista del siglo XIX y un narrador esencial en la historia de la literatura en lengua española, hasta el punto de ser considerado por especialistas y estudiosos de su obra como el mayor novelista español después de Cervantes. Galdós transformó el panorama novelístico español de la época, apartándose de la corriente romántica en pos del realismo y aportando a la narrativa una gran expresividad y hondura psicológica. En palabras de Max Aub, Galdós, como Lope de Vega, asumió el espectáculo del pueblo llano y con su intuición serena, profunda y total de la realidad, se lo devolvió, como Cervantes, rehecho, artísticamente transformado. De ahí, añade, que desde Lope, ningún escritor fue tan popular ni ninguno tan universal, desde Cervantes. Fue desde 1897 académico de la Real Academia Española y llegó a estar propuesto al Premio Nobel de Literatura en 1912. 

Subo hoy al blog su novela La desheradadapublicada en 1909, en Madrid, por la Librería de Perlado, Paéz y Cía. El original del texto que ha servido para esta edición electrónica de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, de la Universidad de Alicante, se encuentra en la Biblioteca de Magisterio de esa universidad. Algunos estudiosos de su obra la han considerado una de sus narraciones más cervantinas, mientras otros la relacionan con Balzac, como un «étude des moeurs», propósito anunciado por el propio Galdós en "Observaciones sobre la novela contemporánea en España", en un artículo publicado en 1870.​ También se ha reseñado el paralelismo entre la Nana de Zola y la protagonista de La desheredada, ambas prostitutas.

La novela se desarrolla en lo que ha llegado a conocerse y estudiarse como el Madrid galdosiano, y narra las desventuras de Isidora —la supuesta desheredada—, una bonita muchacha que llega a la capital española "llena de ilusiones, cae en la prostitución y acaba en la cárcel". Una sensibilidad soñadora a la que han hecho creer heredera de un marquesado. A este respecto, Casalduero, leyendo con acierto a Galdós, anota que "una impostora como Isidora puede llegar a tener grandeza trágica, cuando ella misma es engañada; de lo contrario es una farsante vulgar". Entre los personajes secundarios de este intento naturalista de Galdós, sobresale el aquí joven médico Augusto Miquis, heroico en su humanidad y protagonista coral en otras novelas posteriores como El doctor Centeno, Torquemada y San Pedro o Tristana.






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[Humor en cápsulas] Para hoy jueves, 14 de diciembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas.






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