Mostrando entradas con la etiqueta Politica. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Politica. Mostrar todas las entradas

viernes, 10 de enero de 2020

[NUESTRA EUROPA] ¿Puede confiar Europa en Estados Unidos?



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País


Las políticas europeas sobre Washington, escribe Ivan Krastev, presidente del Center for Liberal Strategies, han oscilado entre la grandilocuencia sobre nuestra capacidad para arreglárnoslas solos y la actitud de fingir, aterrados, que todo está como antes, y así, es difícil para Europa volver a confiar en Estados Unidos. 

"En 1991 llegué a Detroit para realizar mi primera visita a Estados Unidos. Mis anfitriones, -comienza diciendo Krastev- de la ya extinta Agencia de Información de EE UU, estaban decididos a mostrarme a mí y a los demás búlgaros del grupo no solo el sueño americano, sino sus puntos débiles. Antes de recorrer la ciudad, nos dieron instrucciones sobre cómo conducirnos en lugares supuestamente peligrosos. Nuestros anfitriones dejaron claro que, si no queríamos convertirnos en víctimas, no debíamos actuar como tales. Caminar por en medio de la calle y mirar nerviosamente a nuestro alrededor con la esperanza de encontrar un policía solo aumentaría la probabilidad de un atraco. Insistían en que no había que olvidarse del terreno que uno pisaba.

Desde la llegada a la presidencia de Trump en 2016, los europeos nos hemos atenido al mismo consejo en materia de política exterior. Nos empeñamos en no parecer víctimas, con la esperanza de evitar así que nos atraquen en un mundo abandonado por el sheriff en el que antes confiábamos.

Mientras Trump insultaba a las instituciones internacionales y abandonaba a sus aliados en lugares como Siria o la península de Corea, los políticos de esta orilla del Atlántico se veían caminando por la cuerda floja: por una parte, quieren protegerse de Washington, que da la espalda a Europa; por otra, no quieren que esa protección aleje todavía más a la Administración de Trump.

En consecuencia, las políticas europeas respecto a Estados Unidos han oscilado entre la grandilocuencia sobre nuestra capacidad para arreglárnoslas solos y la actitud de fingir, aterrados, que todo está como antes. Véase, por ejemplo, cuando el presidente francés Emmanuel Macron proclamó hace poco que la OTAN estaba en situación de “muerte cerebral” y cuando la canciller alemana Angela Merkel no tardó en responder, insistiendo en que la “Alianza sigue siendo vital para nuestra seguridad”.

Durante la reunión de los líderes de la OTAN esta semana en Londres, gran parte de la atención se habrá centrado en los desacuerdos entre Macron y Merkel. Sin embargo, bajo la superficie está surgiendo un nuevo consenso europeo sobre las relaciones transatlánticas que representa un enorme desafío. Hasta hace poco, gran parte de las esperanzas de los líderes europeos iba ligada al resultado de las elecciones presidenciales estadounidenses. Si Trump perdía en 2020, creían, el mundo prácticamente volvería a la normalidad.

Todo eso ha cambiado. Aunque Gobiernos europeos afines a Trump como los de Polonia y Hungría siguen pendientes de las encuestas y cruzan los dedos para que Trump se mantenga cuatro años más en la presidencia, los progresistas europeos están perdiendo la esperanza. No es que ya no les apasione la política estadounidense. Al contrario, siguen con fervor las sesiones del impeachment en el Congreso y rezan por la derrota de Trump. Sin embargo, por fin han comenzado a comprender que una política exterior europea digna de tal nombre no puede basarse en quién ocupe la Casa Blanca.

¿Qué explica este cambio? Puede que a los progresistas europeos no les convenza la concepción de la política exterior de los aspirantes demócratas y que también detecten en su partido tendencias aislacionistas. A los europeos les sigue costando comprender cómo es posible que Barack Obama —quizá el presidente estadounidense más proeuropeo y uno de los más queridos en el Viejo Continente— también fuera el que menos interés tuviera en Europa. (Por lo menos hasta que llegó Trump.)

A los europeos también les da miedo que pueda producirse una confrontación, como las de la Guerra Fría, entre Estados Unidos y China. Según una encuesta reciente del European Council on Foreign Relations, en los conflictos entre EE UU y China, la mayoría de los votantes europeos prefiere mantenerse neutral, sin optar por ninguna de las dos superpotencias. Hay una buena razón: parece que Washington no acaba de apreciar los vínculos económicos entre Europa y China, algo que ha dejado patente el reciente rifirrafe por los planes que tiene el gigante chino de las telecomunicaciones Huawei de construir redes de 5G en el continente europeo.

Sin embargo, dejando a un lado este asunto, yo creo que hay un cambio todavía más fundamental: los progresistas europeos han llegado a la conclusión de que la democracia estadounidense ya no genera consensos de los que emane una política exterior predecible. El cambio de presidente no solo conlleva la presencia de alguien nuevo en la Casa Blanca, sino que, en realidad, también supone la llegada de un nuevo régimen. Si los demócratas triunfaran en 2020 y el timón fuera a parar a un presidente proeuropeo, no hay ninguna garantía de que en 2024 los estadounidenses no eligieran a otro que, como Trump, vea en la Unión Europea un enemigo y que se empeñe en desestabilizar las relaciones con Europa.

La autodestrucción del consenso estadounidense en materia de política exterior ha quedado enormemente de relieve, no solo durante las últimas sesiones relativas al proceso de destitución de Trump, donde se ha asistido a la politización de la política respecto a Ucrania, sino al comprobarse que el espectro de la subversión rusa no provocaba una reacción alérgica en los dos partidos estadounidenses. Cuando a los votantes de Trump se les dijo que el presidente ruso Putin era partidario de su candidato, en lugar de abandonar a Trump comenzaron a admirar a Putin.

Durante los últimos 70 años, los europeos estaban seguros de que, independientemente de quien ocupara la Casa Blanca, la política exterior y las prioridades estratégicas de EE UU serían consecuentes. Hoy en día, puede pasar de todo. Aunque a la mayoría de los líderes europeos les horrorizaron los despectivos comentarios de Macron sobre la OTAN y Estados Unidos, muchos coinciden con él en que Europa necesita una política exterior más independiente. Quieren que el continente desarrolle sus propias potencialidades tecnológicas y su capacidad para realizar operaciones militares al margen de la OTAN.

¿Es posible que la cumbre de la OTAN cambie la actitud de Europa respeto al futuro de las relaciones transatlánticas? En este caso, es más fácil esperar que así ocurra que apostar por el cambio. Inmediatamente después de la Guerra Fría, el vicepresidente estadounidense Dan Quayle prometió a los europeos: “Mañana habrá un futuro mejor”. Se equivocaba. Y los líderes europeos ya están comprendiendo que, en realidad, el futuro era mejor ayer".




La Victoria de Samotracia, Museo del Louvre, París


La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt




Entrada núm. 5623
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 8 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Regreso al pasado



Foto de archivo en la que aparecen las Trece Rosas


Conducir con el espejo retrovisor, ignorar la carretera que tenemos por delante, es el mejor medio para acabar estrellados, afirma el profesor y politólogo Fernando Vallespín, aludiendo a las incendiarias declaraciones de la presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, Isabel Díaz Ayuso.

Algún día habrá que otorgar un premio a las declaraciones más extravagantes o disparatadas de los políticos, comienza diciendo Vallespín. Algo así como lo que se hace en los premios Razzies, los Oscar alternativos a las peores películas. Si estos existieran, yo propondría premiar las declaraciones de Ayuso sobre la quema de conventos, ex aequo con el inefable remate de Aguado. Y eso que la competencia es fiera. Porque lo de Ortega Smith sobre las 13 Rosas como viles “violadoras” también es para nota. Lo malo no es ya que se digan estupideces supinas, sino que no podamos evitar hablar sobre ello en vez de recubrirlas con un manto de vergonzoso silencio. Sin embargo, no son meras ocurrencias, detrás hay algo más. Está, en primer lugar, la carrera dentro de la derecha por ver quién encarna mejor sus esencias —y aquí Ciudadanos ha dado muestras una vez más de su tremendo despiste ideológico—. Y, en segundo término, es expresivo de la improvisación o dejadez con la que los partidos proceden a la selección de su personal. La Comunidad de Madrid le viene grande, muy grande, a alguien como Ayuso.

Con todo, el problema de fondo es esta necesidad de darle vueltas al pasado. Se dirá que todo empezó con la medida de Sánchez de sacar a Franco del Valle de los Caídos, que sin duda posee una buena dosis de electoralismo. Pero tiene la virtud al menos de zanjar una cuenta pendiente desde la Transición. Basta con leer la prensa extranjera sobre el asunto para tomar conciencia de la anomalía en la que estábamos instalados. Una derecha inteligente así lo hubiera entendido y hubiera pasado a otro tema. En definitiva, quienes en su día más insistieron en la necesidad del olvido son los que más se afanan ahora por remover la guerra civil, el tema más divisivo en este ya de por sí fragmentado país.

Hasta ahora, los debates políticos sobre nuestro pasado reciente se reducían casi exclusivamente a la naturaleza de la Transición. Atacar a esta era una forma de poner en cuestión nuestra condición de país reconciliado. Ahora nos retrotraemos a la guerra civil. Hay incluso quienes van más lejos y eligen la discusión sobre la Leyenda Negra como el lugar en el que escenificar las confrontaciones. Parece como si se nos hubieran hecho pequeños los motivos para discrepar en este presente y tuviéramos que volver al pasado para recargar las baterías del odio, para reverdecer los antagonismos.

Preferimos recuperar y reavivar conflictos pretéritos en vez de elegir temas unificadores, como si aquello que nos une careciera de rentabilidad política. Aunque tengo para mí que esto se debe a la ausencia de ideas y de propuestas que se ocultan mediante una renovación constante del nosotros frente a ellos. Eso es lo fácil. Lo difícil es ofrecer un programa sobre cómo abordar los retos del futuro e implicar en él al mayor número posible de fuerzas políticas y sociales. Más que mirar hacia atrás, deberíamos debatir sobre cómo abordar lo que se nos viene encima, proyectarnos unidos hacia adelante, justo aquello de lo que parece incapaz esta generación de políticos. Nos sobra pasado y nos faltan previsiones de futuro. Y ya lo sabemos, conducir con el espejo retrovisor, ignorar la carretera que tenemos por delante, es el mejor medio para acabar estrellados.





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt




Entrada núm. 5329
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 6 de abril de 2019

[A VUELAPLUMA] ¿De dónde vienen nuestras ideas políticas?





Nunca se sabe el origen de nuestras ideas y convicciones, señala el historiador José Andrés Rojo. De los cuadros y la literatura, sí, y hoy también del cine y las series, de la radio, la prensa, la televisión; y nos vamos haciendo políticamente gracias a esas historias que permanecen veladas en nuestra conciencia.

En alguna parte del tercer volumen de Tu rostro mañana, comienza diciendo Rojo, Javier Marías escribe: “Lo cierto es que nunca sabemos de quién proceden en origen las ideas y las convicciones que nos van conformando, las que calan en nosotros y adoptamos como una guía, las que retenemos sin proponérnoslo y hacemos nuestras”. Unas cuantas páginas después irrumpe en su relato una pintura, Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en Málaga, de Antonio Gisbert. Como ocurre a lo largo de toda la novela (unas 1.600 páginas), Marías salta de un lado a otro, se entretiene en múltiples digresiones, da vueltas sobre asuntos distintos. De la mano de un oscuro personaje, Tupra, que tiene unos cincuenta años y que trabaja en los servicios secretos británicos, el narrador de la obra de Marías se sumerge en las cloacas de la historia y descubre que lo que hay no es sino un rosario de chapuzas y traiciones, de violencias gratuitas, de daños involuntarios e irreparables. Ahí está el cuadro de Torrijos, con los cadáveres de los que ya han sido pasados por las armas y el noble porte de aquellos liberales que van a ser inmediatamente fusilados (y ese sombrero negro tirado en la playa, como un signo abrupto del desamparo de la muerte). No es casual que la prosa de Marías salte del cuadro de Gisbert a la Guerra Civil: “y también me acordé de los ejecutados sin juicio o con farsa en esas mismas playas de Málaga por quien la tomó más un siglo después con sus huestes franquistas y moras y con los Camisas Negras de Roatta o ‘Mancini”.

El Prado inauguró hace unos días una pequeña exposición que protagoniza el célebre cuadro del fusilamiento de Torrijos. Fue el primer encargo de una pintura que hizo el Estado destinado al museo y lo realizó el gabinete liberal de Práxedes Mateo Sagasta en 1886. Antonio Gisbert fue el elegido para su ejecución. Tenía que construir un símbolo que exaltara la lucha por la libertad en la construcción de la nación española. El 2 de diciembre de 1831, el general José María de Torrijos y Uriarte partió de Gibraltar con destino a Málaga acompañado de sesenta cómplices con el afán de provocar un alzamiento militar que restableciera el sistema constitucional. Las fuerzas de Fernando VII los detuvieron a los nueve días. Fueron fusilados, y se convirtieron en mártires de la larga batalla para derrotar al absolutismo. Espronceda, en el soneto que dedicó a Torrijos, ya subraya que esa sangre no había caído en vano: “Y los viles tiranos con espanto / siempre amenazando vean / alzarse sus espectros vengadores”.

Fue el historiador José Álvarez Junco el que recordó esos versos en su Mater dolorosa, donde trata de la idea de España en el siglo XIX. “Si la literatura había puesto palabras en la boca de nuestros antepasados, la pintura les dio forma y color, los imaginó de forma visible. Facilitó los ensueños sobre nuestro pasado”, escribe. Existían asuntos que tenían que prender en la imaginación popular. La entereza de Torrijos y los suyos ante la condena a muerte de los absolutistas era, para los liberales, uno de ellos.

Nunca sabemos de dónde proceden “las convicciones que nos van conformando”. De los cuadros y la literatura, hoy también del cine y las series, de la radio, la prensa, la televisión. Antonio Machado escribió en 1938: “Recordad el cuadro de Gisbert: la noble fraternidad ante la muerte de aquellos tres hombres cogidos de la mano”. Nos vamos haciendo políticamente gracias a esas historias que permanecen veladas en nuestra conciencia. No hay que olvidar que son construcciones y que, a veces, producen monstruos. Así que nunca está de más mantener frente a nuestras más íntimas certezas una saludable distancia irónica.



El fusilamiento de Torrijos, por Antonio Gisbert, 1888. Museo del Prado



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4833
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 30 de marzo de 2019

[A VUELAPLUMA] Los votantes huérfanos del PSOE





Los votantes huérfanos del PSOE son fantasmas desorientados, atrapados, como en las películas del género, en otra dimensión, dice de ellos, de nosotros, José Ignacio Torreblanca, profesor de Ciencia Política en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). 

Por el día observan desde el otro lado de la puerta las vicisitudes de los dueños de la mansión, comienza escribiendo Torreblanca. Y por la noche dan golpes en las puertas, baten las ventanas y hacen crujir los suelos para llamar la atención de los habitantes de la casa. Pero sus quejidos son ignorados ("no hay que dar importancia a los ruidos", dicen los gerifaltes, "saldremos adelante").

Son los votantes huérfanos del PSOE, los de toda la vida, los del centroizquierda moderado, los progresistas sin estridencias, los pragmáticos que abjuran de los radicalismos y las exageraciones ideológicas, los que prefieren que su partido haga mucho y diga poco a que diga mucho y haga poco. No tienen problemas con la Constitución del 78 y se sienten moderadamente patriotas, más por orgullo por lo logrado por este país en los últimos 40 años que por un fervor identitario y esencialista. Querrían una discusión pública racional sobre educación, pensiones, sanidad, sí, pero rechazan que se les hurte un debate territorial en el que tendrían mucho que decir.

Porque, a su manera, e incluso con más justificación que la derecha, se sienten traicionados por los nacionalistas. Pensaban que estaban haciendo un gran país que superara sus diferencias históricas y que articulara (por fin), una nación cívica compatible con la integración en Europa (por fin) y con el reconocimiento de la pluralidad de identificaciones nacionales (por fin). Pero en los últimos años han descubierto que aquello era una ficción: que algunos aprovecharon para construir una identidad nacional sobre la que asentar una demanda de estatalidad que dividiera y enfrentara a la ciudadanía. Y se sienten tan decepcionados por la doblez de sus aliados de la Transición como humillados por tener que soportar que, para colmo, la culpa es suya por, al parecer, ser una mera reencarnación del autoritarismo franquista contra el que muchos se dejaron la piel.

A los votantes fantasma del PSOE les espanta Vox, les preocupa el giro a la derecha del PP y temen que Ciudadanos cierre las puertas a una reconstrucción de un centro político tan necesario como, al parecer, por ahora imposible. Pero tanto como temen un tripartito entre Vox, el PP y Ciudadanos que agudizaría la polarización y generaría una enorme tensión social (incluso riesgos de retroceso en derechos adquiridos), les provoca escalofríos que su PSOE de toda la vida pudiera, justo en el momento en el que Podemos está finiquitado, conformar un Gobierno de coalición que diera una Vicepresidencia y ministerios clave a Iglesias, Montero y los suyos, amén de predisponerse sobre la base de silencios, omisiones y sobreentendidos a ganarse los votos de los independentistas. En su retina está fijada la escalofriante rueda de prensa coral de Iglesias en enero de 2016 reclamando la Vicepresidencia, el CNI y el BOE. Como lo está el no de Podemos a la primera investidura de Pedro Sánchez, porque fue ese no el que verdaderamente llevó a Rajoy a La Moncloa.

Los votantes fantasma del PSOE penan todos los días por los diales de las radios, los editoriales de su periódico de referencia y las parrillas de las televisiones buscando una señal tranquilizadora, una brizna de esperanza, un atisbo de firmeza. A veces imaginan a su líder proclamando solemnemente: "nunca aceptaré los votos de los independentistas para seguir en La Moncloa". Pero, acto seguido, se despiertan sobresaltados en la oscuridad para descubrir que todo ha sido un sueño. Y, a la mañana siguiente, vuelven a comprobar que el discurso de campaña de su partido está más centrado en cavar trincheras y alimentar una política de bloques contra la derecha que está enfrente que en confrontar a la izquierda radical y el independentismo que queda detrás de sus líneas que, sin duda, no dudará en apuñalar a su partido por la espalda a la menor ocasión.

Otras veces, los votantes fantasma dejar volar su imaginación y, como quien adivina formas de animales en las nubes, fabulan sobre lo que pasaría si dentro del PSOE existiera una alternativa, una mínima disidencia, aún sin fuerza, que por débil que fuera sirviera para dejar testimonio de que no todo el mundo se entregó al oportunismo, de que no todo el mundo prefirió el poder a toda costa, que hubo quien prefirió perder hoy para ganar mañana que ganar hoy para perder mañana. A los votantes fantasma del PSOE les desespera el conformismo de los barones territoriales y de los supuestos disidentes, que rehúyen la confrontación con una política que saben equivocada a cambio de salvaguardar sus cuotas de poder autonómico, municipal y personal. Recuerdan con nostalgia aquellos años en los que el PSOE era un partido vibrante, en los que el secretario general, lejos de controlar el partido, tenía que soportarlo, un partido con grandes figuras de referencia, corrientes internas que expresaban una sana disidencia y un aparato orgánico que intentaba impulsar y controlar la acción de Gobierno. Pero hoy, los votantes fantasma del PSOE echan de menos a alguien que, sin temer las consecuencias inmediatas sobre su futuro político, pusiera pie en pared e hiciera un discurso, modesto pero firme, que al menos enseñara a votantes y militantes la existencia de una alternativa, de otro camino. Sin duda sería derrotado, pero habría sembrado la semilla de una futura reconstrucción.

Por desgracia, del pasado solo queda nostalgia, acompañada, eso sí, del reconocimiento del cúmulo de errores cometidos por el PSOE en la incompetente gestión de la sucesión de Zapatero, incluido el feroz aplastamiento de Eduardo Madina sirviéndose de Pedro Sánchez y la paradójica victoria del que primero fue candidato del aparato para luego presentarse como inmaculado candidato de las bases. De aquellos tejemanejes del aparto y comités federales delirantes queda hoy un PSOE arrasado orgánicamente, sin referencias intelectuales ni pesos ni contrapesos internos. Un partido que ha enterrado sus instituciones e historia organizativa e importado las prácticas caudillistas y de hiperliderazgo de aquellos populistas a los que quería combatir.

Pero ante todo, y de forma más preocupante, queda un partido sin pulso orgánico ni capacidad de debate interno en la principal cuestión que preocupa a los votantes de este país: la cuestión catalana. Porque, tras un comportamiento ejemplar en esa crisis, conduciéndose como un leal socio con visión de Estado a lo largo del otoño de 2017, el PSOE cayó en la tentación de apoyarse en los votos de los independentistas para llegar al poder. Y, aunque en un primer momento pudiera afirmar que los recibió sin contrapartidas, desde el instante en el que decidió continuar en el poder en lugar de convocar elecciones, se obligó a contemporizar con el independentismo: de ahí las propuestas de libertad provisional para los acusados del procés; las rebajas en la calificación de los delitos por parte de la abogacía del Estado; las especulaciones sobre futuros indultos; la búsqueda de fórmulas negociadoras basadas en extraños relatores; la tolerancia con la reapertura de la red de Embajadas en el exterior; la dejación de funciones respecto al abuso que de la educación y los espacios públicos e institucionales hace la Generalitat. Cierto que de ello quedó finalmente poco en términos prácticos. Pero sembró en el votante socialista la percepción, alimentada por las reuniones entre Pablo Iglesias y Oriol Junqueras en la cárcel de Lledoners, de que después de unas elecciones, Sánchez estaría más que dispuesto a formalizar, ahora sí, esa coalición con Podemos y con los apoyos (visibles o subterráneos) de los independentistas.

Así que el 28 de abril, el votante fantasma del PSOE arrastrará sus pesadas cadenas hasta las urnas para decidir cómo se debe gobernar este país: si con el PSOE apoyado por Podemos y los independentistas o por el PP en coalición con Ciudadanos y el apoyo de Vox. ¿De verdad no hay nadie que pueda aliviar a los socialistas de esa pesada carga y dejarles votar en paz por su partido de toda la vida?



Dibujo de LPO



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4822
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)