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sábado, 5 de enero de 2019

[A VUELAPLUMA] El precio de unas risas





«Hoy en día hacer un chiste sale tan caro que es un lujo que muy pocos se pueden permitir»: de esta forma tan sorprendente (¿provocativa?) comienza un anuncio navideño de la empresa Campofrío, escribe en su blog Morir de risa el historiador, filósofo y crítico literario Rafael Núñez Florencio. ¿Un spot publicitario en esta sección?, comienza diciendo. ¿Por qué no? Como habrán podido comprobar, nuestro punto de referencia habitual suele ser un libro, no para hacer algo parecido a una reseña, sino para hablar de su contenido o de temas adyacentes: el texto como pretexto, como suele decirse muchas veces. Pero no sólo de libros vive el humor, naturalmente. Nos hemos ocupado también de periódicos, revistas, obras teatrales, películas, exposiciones artísticas, cómics, viñetas, toda clase de chistes, espacios humorísticos de televisión o memes de Internet, por citar un abanico suficientemente variado de expresiones humorísticas. Pero hasta ahora habíamos dejado de lado la publicidad propiamente dicha. Como decía antes, ¿por qué no ocuparnos también del humor de los reclamos publicitarios?

Como todo el mundo sabe, el humor vende. Y, como es obvio, los primeros que lo saben son los ejecutivos de las marcas y las oficinas de promoción de los productos. Casi me atrevería a decir que el ingrediente más indispensable del anuncio clásico es un toque de humor. Bastaría con remitirme a ese humor zafio, elemental y machista de la torpe ama de casa que no da pie con bola hasta que llega el producto mágico que limpia, lava o cocina como ninguno. Se lo recomienda su vecina o un hombre con actitudes paternalistas. Todos tenemos en la cabeza alguna marca que ha utilizado ese recurso de modo recurrente. O podría traer también a colación ese humor más o menos romántico de la chica o el chico tímidos o desmañados que sólo pueden ligar cuando descubren la bebida o el perfume de sus sueños. El humor basado en situaciones equívocas o en frases de doble sentido es también un clásico que ha sido utilizado en multitud de ocasiones. Como en todo, los hay malos, pasables y buenos, muy buenos. A veces basta hallar una expresión que hace fortuna por el mimetismo social. Suelen ser acuñaciones que, por los más tortuosos motivos, permanecen en la memoria colectiva. ¿Quién no se ha encontrado alguna vez diciendo «Ya es primavera...» y que otro le conteste «...en El Corte Inglés»? ¿Quién, de una cierta edad, no recuerda el anuncio de los donuts y la cartera? ¿O quién no sabe a que nos referimos cuando hablamos de «Póntelo, pónselo»?

Pero volvamos al principio, porque no es mi intención hablar aquí de anuncios en general, ni siquiera del humor en la publicidad. Aludía al inicio de estas líneas al reclamo de Campofrío, que se abre de una manera un tanto desusada, con una voz en off que pronuncia las frases transcritas anteriormente mientras el espectador contempla en un plano general a una mujer elegante caminando por una acera solitaria en un día lluvioso. La mujer se acerca a un escaparate que resulta pertenecer, como enseguida veremos, a una tienda de lujo que vende chistes. En ese escaparate, su mirada se posa en un Chiquito de la Calzada en miniatura, contenido en una cajita de joyas, desplegando su voz y sus movimientos característicos. Rápidamente nos sumergimos en el interior del establecimiento, más fastuoso aún de lo que podríamos colegir de su fachada, en el que un solícito director atiende a la señora recién llegada: «Bienvenida, ¿en qué podemos ayudarle?» «Venía a comprar un chiste», responde ella con una sonrisa. «¿Es para una ocasión especial?» «Hombre, hacer un chiste no es algo que uno pueda permitirse todos los días».

Desde esos primeros compases, resulta evidente que la factura técnica del anuncio es impecable. Dirigido por Daniel Sánchez-Arévalo –del que los cinéfilos recordamos algunas películas nada desdeñables‒, está protagonizado por rostros muy conocidos del panorama cinematográfico español, como Antonio de la Torre, Belén Cuesta, Silvia Abril, David Broncano o Enrique San Francisco, con guiños a otros personajes de la llamada crónica rosa, como Jaime Peñafiel. El ritmo es muy rápido, con escenas que se suceden de forma vertiginosa y diálogos chispeantes, con preguntas y respuestas llenas de intención que son difíciles de captar en su totalidad en una primera visión. Pero, en fin, no les voy a contar el contenido del anuncio, que está al alcance de cualquiera en Internet [Lo pueden disfrutar en el vídeo al final de la entrada], sino a reflexionar ‒como suelo hacer aquí‒ sobre algunos de sus ingredientes y, aún en mayor medida, sobre su significado global, que no es otro que el precio del humor en la sociedad actual.

El sintagma «precio del humor» resulta poco claro o, incluso, equívoco. En términos estrictos, cualquiera de nosotros diría que el humor no tiene precio, porque su característica básica es su gratuidad. Compartimos nuestro (buen) humor de modo desinteresado con quien convivimos, queremos o apreciamos. De este modo, contamos, por ejemplo, chistes, o nos los cuentan, que es una manera convencional de establecer lazos de comunicación, empatía o simple diversión. Cuando todo esto se hace a nivel profesional, para vivir del humor, nos situamos en otro nivel, claro está, porque dicho profesional tiene que poner precio a su actividad. Pero en el fondo, si se fijan, nadie tiene la propiedad intelectual de un chiste y, por tanto, nadie puede ponerle un precio. El chiste, por definición, es de todos. En principio, eso es, pues, lo que sorprende del planteamiento del anuncio de Campofrío: comprar un chiste es un oxímoron.

Pero, como todos sabemos, el concepto de precio tiene otro significado que no puede traducirse en términos monetarios. Como enseguida resulta obvio, el anuncio en cuestión juega con este equívoco y traduce lo que es una estimación genérica en un concreto asunto mercantil. Con todo, el susodicho equívoco sería ininteligible si no operara sobre un sobreentendido previo, a saber, los recientes problemas que han tenido algunos humoristas y determinadas bromas en el actual contexto político español. El más sonado de todos ellos, como todos ustedes recordarán sin duda, estuvo protagonizado por Dani Mateo en la emisora televisiva La Sexta, cuando se sonó los mocos con la bandera española. La expresión «precio del humor» adquiere así otro sentido: ¿cuánto cuesta –y no precisamente en dinero contante y sonante‒ hacer determinados chistes, realizar algunas parodias o dar ciertas bromas? En otras palabras, como bien dice Darío Adanti en «El vino y el humor, los límites del idealismo», estamos ante el viejo problema de los límites del humor. ¿Qué se puede decir y qué no? Y cuál es el precio que hay que pagar por decir lo que no se puede decir. En otras palabras, ¿cuál es el precio de la transgresión?

Vamos por partes. Primero, el contexto. Una sociedad crispada, como la española actual (aunque no sólo ella, ni mucho menos) tiene pocas ganas de reír y menos motivos aún para tomarse determinados acontecimientos con humor. Es un problema, como digo, de muchas sociedades actuales, que se sienten objetiva o subjetivamente amenazadas por la deslocalización de empresas, las precarias condiciones laborales, la inmigración, la crisis de la democracia representativa, los recortes del Estado del bienestar y, en fin, todos los factores que sabemos y que no es momento de traer aquí ahora a colación. En el caso de la España actual, añádase el problema territorial: cuando en tantos rincones de la península se rechazan los símbolos nacionales, no es extraño que muchos reaccionen con un «¡Ya está bien de bromas!»

Por otro lado, la imparable extensión de lo políticamente correcto ha ido menguando el campo del humor. Hoy día no pueden hacerse bromas con colectivos que no hace mucho constituían la cantera del humor más pedestre: enanos, tartajas, sordos, cojos, etc. Ni hasta la propia conceptuación como minusválidos o discapacitados resulta aceptable actualmente. ¡Y qué decir de los típicos chistes sobre maricas (entonces no se decía gais) o hasta las propias mujeres, como paradigma de la torpeza o la sumisión! Otro clásico, los chistes sobre gitanos, generan hoy auténticas marejadas: «Rober Bodegas, de Pantomima Full, amenazado de muerte por uno de sus monólogos sobre gitanos», podía leerse no hace mucho en la prensa española. Por cierto, que, en el anuncio de Campofrío, interviene el propio Bodegas y hay una alusión a los chistes de payos y gitanos.

La sensibilidad de múltiples sectores de la población está a flor de piel. Los admiradores de Gila recordarán sin duda aquella perla de uno de sus famosos monólogos: el negro al que le preguntaban en qué rama quería estudiar. «No, yo en pupitre, como los blancos». Cualquier broma sobre una mujer en su condición de tal desatará las iras feministas. Nadie osaría hacer hoy un sketch sobre la violencia de género como el que realizaron Martes y Trece hace algunos años (1991). En 2016, Millán Salcedo pedía perdón públicamente por esa parodia. Un caso más, también reciente: «Paula Echevarría la lía en Instagram con un chiste sobre “maricones”». ¿Somos ahora más susceptibles? ¿Se ha reducido nuestra libertad de expresión para las bromas, los chistes, el humor en general?

Quienes vivimos los estertores del franquismo no podemos dar sin más una respuesta afirmativa. Aquellos tiempos eran incomparablemente peores, no sólo por la censura, sino por el riesgo ‒mejor dicho, la certeza‒ de que determinadas chanzas podían dar con nuestros huesos en la trena. ¡Cualquiera hacía un chiste sobre la ascensión a los cielos de Carrero Blanco! Se me dirá que hoy puede hacerse, aunque la osadía no deja de estar exenta de riesgos según quién, cómo y dónde. Como es sabido, la Audiencia Nacional condenó a un año de cárcel a la tuitera Cassandra Vera por unos comentarios jocosos sobre el asesinato del almirante, sentencia luego revocada por el Supremo.

Todo esto sólo indica dos cosas: que la sensibilidad de una sociedad no permanece inalterable, sino todo lo contrario: cambia ‒o evoluciona, si se prefiere‒ a tenor de las transformaciones que van produciéndose dentro y fuera de ella. Y todo eso se produce no de modo lineal, sino con numerosas contradicciones, con zigzagueos, avances y retrocesos muchas veces más explicables por cuestiones emocionales que por planteamientos racionales. En los «años de plomo», con varias víctimas semanales, hacer un chiste sobre ETA constituía una ofensa ética y estética. Con el cese del terrorismo, la perspectiva cambia y, aunque tímidamente, son ya varias las propuestas humorísticas que se han hecho sobre la banda, entre ellas al menos dos películas: Negociador (2014) y Fe de etarras (2017), ambas de Borja Cobeaga. Como ya he señalado en otras ocasiones, para que surja el humor es imprescindible un cierto distanciamiento: distancia que es a la vez espacial y temporal, y que se sostiene ‒¿por qué no reconocerlo?‒ sobre una cierta anestesia moral. Nos guste o no, el humor se abre paso con dificultad cuando lo que domina es una fuerte empatía o una abierta proximidad sentimental.

Hay otro factor decisivo que hasta ahora no he mencionado. Ya he dicho que los límites no son nítidos y que, además, van cambiando. Pero es que hay que tener en cuenta asimismo que el humor necesita desafiar o forzar dichos límites, sean cuales fueren, estén donde estén. Sin una cierta dosis de provocación, no hay verdadero humor. La broma tiene siempre –o casi siempre‒ un punto de impertinencia, como el niño que canta las verdades al lucero del alba, si es preciso. El humorista pone a prueba la censura, el buen gusto o, como diríamos hoy, lo políticamente correcto. Se me dirá que hay un humor blanco y blando, complaciente y servil, pero este no cuenta a los efectos de lo que aquí señalamos. El humor que apreciamos, el que deja huella, el que nos hace reír de veras, tiene siempre un componente de una cierta incomodidad, nos descoloca, nos fuerza a la carcajada –podría decirse‒ casi a nuestro pesar.

Volvamos entonces al anuncio de Campofrío. En el recorrido que hace la mujer por la tienda, una amable dependienta va enseñándole los diversos tipos de chistes. Entretanto, se ven las preguntas y compras de otros interesados. Los chistes de bodas y cenas de empresa no parecen que sean muy onerosos –entiéndase el doble sentido‒, sobre todo comparados con los de humor negro, que «salen carísimos». Los chistes de exhumaciones se han agotado, debido, evidentemente, a la tan traída y llevada cuestión de sacar a Franco del Valle de los Caídos para llevarlo a alguna otra parte. Chistes sobre la monarquía (¡y encima si uno es periodista!) llevan con seguridad a la pérdida de empleo. Una empleada argumenta, sin embargo, que «los chistes sobre feminismo salen muchísimo más caros». Por cierto, para que se vea cómo de sensible está el personal ante cualquier matiz de estas características, dicha apreciación es una de las que ha despertado más controversias en las redes sociales. De hecho, hay hasta un artículo que lleva como titular «Las críticas al anuncio de Campofrío: ¿sale más caro un chiste sobre feminismo que sobre monarquía?».

El anuncio se hace eco también de «los ofendiditos», que tienen montada una concentración frente a la tienda con pancartas como «Lloro por no reír», «Porque me ofendo tengo razón», «Muerte al humor negro» y «Con tanta guasa pasa lo que pasa». La parte final deja un hueco para la recapitulación reflexiva. El director del lujoso establecimiento discurre en voz alta mirando a la cámara: «El día en que esta tienda exista dejará de ser un chiste. Algo que nos hace tanto bien no puede ser un lujo: debe ser un bien de primera necesidad». Desde mi punto de vista, se trata de una concesión buenista al tópico espíritu de la Navidad porque, por todo lo apuntado hasta ahora, creo que el humor no puede ni debe aspirar a ese estatus de aceptación generalizada. Muy al contrario, el humor está para incordiar, para volver del revés nuestras certezas, para hacernos preguntas sin respuestas. Me siento más identificado con el momento en que la clienta pide al director algo más fuerte y este la lleva a la cámara acorazada. Allí le enseña la joya de la corona. La mujer queda prendada, pero se revuelve inquieta: «Pero ¿qué precio tiene esto?» Ella misma se responde: «¿Renunciar a lo que somos?» El director asiente en silencio. Ese es, en efecto, el precio.




Campofrío. Navidad, 2018


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4713
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

domingo, 14 de junio de 2015

[Pensamiento] Creencias, prejuicios y corrección política






Todos tenemos prejuicios sobre algo, sobre alguien; quien esté libre de pecado que tire la primera piedra... Como opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal, lo define el diccionario de la Real Academia. Y siempre con connotaciones negativas. ¿Siempre?... Yo pensaba que sí, pero  tiempo ha que ya no estoy tan seguro.

Hay un precioso librito de Hannah Arendt: "¿Qué es la política?" (Paidós, Barcelona, 1997),  de apenas 150 páginas, que dedica varias de ellas al asunto de los prejuicios en política. Dice en una: "En nuestro tiempo, si se quiere hablar sobre política, debe empezarse por los prejuicios que todos nosotros, si no somos políticos de profesión, albergamos contra ella. Estos prejuicios, que nos son comunes a todos, representan por sí mismos algo político en el sentido más amplio de la palabra: no tienen su origen en la arrogancia de los intelectuales ni son debidos al cinismo de aquellos que han vivido demasiado y han comprendido demasiado poco. No podemos ignorarlos porque forman parte de nosotros mismos y no podemos acallarlos porque apelan a realidades innegables y reflejan fielmente la situación efectiva en la actualidad y sus aspectos políticos. Pero estos prejuicios no son juicios. Muestran que hemos ido a parar a una situación en que políticamente no sabemos -o todavía no sabemos- cómo movernos". Un poco más adelante vuelve sobre el mismo tema, clarificando el papel de los prejucios en política: "Los prejuicios representan siempre en el espacio público-político fundadamente un gran papel. Se refieren a lo que sin darnos cuenta compartimos todos y sobre lo que ya no juzgamos porque casi ya no tenemos la ocasión de experimentarlo directamente. Todos estos prejuicios, cuando son legítimos y no mera charlatenería, son juicios pretéritos. Sin ellos ningún hombre puede vivir porque una vida desprovista de prejuicios exigiría una atención sobrehumana, una constante disposición, imposible de conseguir, a dejarse afectar en cada momento por toda la realidad, como si cada día fuera el primero o el del Juicio Final". 

En el número 182 de Revista de Libros (Junio, 2008) se publicaba también un interesante artículo, con el título de "Theodore Dalrymple contra la corrección política", escrito por el actual gobernador del Banco de España, Luis María Linde, reseñando dos libros recién publicados por aquellas fechas: "In praise of prejudice. The necessity of preconceived ideas" (Encounter Books, Nueva York, 2008) y "Our culture, What's left of it. The mandarins and the masses" (Ivan R. Dee, Chicago, 2008), del médico, psiquiatra y escritor británico Anthony Daniels (1949), que suele escribir bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple, y al que Linde considera como uno de los "escritores políticos más independientes y menos políticamente correctos" de Europa. Daniels no es un académico, ni un periodista, ni un político, dice el profesor Linde de él. No le interesa o, al menos, no le interesa primordialmente explicar o discutir ideas ajenas, ni pretende defender o atacar ningún programa político, ni habla en nombre de ningún partido, ni ofrece ningún nuevo código moral. Aunque opina sobre cuestiones políticas o culturales de interés general, escribe, fundamentalmente, a partir de su experiencia profesional como médico y psiquiatra. Lo que le ha interesado es, sobre todo, entender y explicar las creencias y las costumbres, lo que quizá podríamos llamar la «psicología moral» de los grupos más pobres, marginales y peor educados de los países occidentales, con el Reino Unido como experiencia «ejemplar», así como el papel y la responsabilidad de los intelectuales y de los «personajes públicos» en la construcción y justificación de la nueva moralidad que empieza a alumbrarse en el siglo XIX y se convierte en «políticamente correcta» en las sociedades occidentales, empezando por las más ricas, durante los últimos cincuenta años.

Aunque por su falta de intención o ambición sistemática y su forma breve puede recordar, a veces, a los moralistas franceses de los siglos XVII y XVIII, sigue diciendo, su interés no estriba, como ocurre con esos moralistas, en analizar y entender los entresijos y reacciones de la psicología individual, las «pasiones» del ser humano consideradas como «naturaleza» y, por consiguiente, «invariables». También está lejos, por sus intereses y su estilo, de los dos grandes críticos sociales ingleses del siglo XVIII, Swift y Mandeville –este último no era inglés, sino un holandés emigrado y, por cierto, también médico–, que, con intenciones muy distintas, se ocuparon de las paradojas, los vicios y los absurdos de la sociedad que conocieron.

Daniels cree, continúa diciendo Linde, que las sociedades occidentales llevan varios decenios sustituyendo creencias y prejuicios que desempeñaban un papel muy importante para la convivencia y que eran, por ello, cimientos de su modelo político democrático y de sus avances económicos, por otras ideas preconcebidas y nuevos prejuicios que los empujan hacia modelos políticos y reglas morales alejados o contrarios a sus valores". Degeneración cultural, política y moral que afectaría a toda Europa y en las que Gran Bretaña y Holanda ocuparían un primerísimo lugar. La descomposición o desaparición de la vida familiar y el aumento de la violencia en todos los ámbitos y en todas sus formas sería para él una de las manifestaciones más claras de esa patología, a la que, paradójicamente, atribuye como causa la doctrina de los derechos humanos, derechos estos a los que tacha de "una verdadera catástrofe humana"... Para Daniels, concluye Luis María Linde, "nadie puede escapar a obligaciones y mandatos cuya justificación no puede ser probada, es decir, obligaciones y mandatos justificados en o derivados de prejuicios; ningún sistema ético puede existir sin prejuicios; no hay virtud sin prejucios".

Es un análisis denso el que realiza Luis María Linde sobre Anthony Daniels (o Theodore Dalrymple) y su pensamiento, pero su lectura resulta sumamente instructiva, obliga a pensar, recapacitar y, hasta es posible, a replantearnos algunos de nuestros propios "prejuicios"... 

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





Theodore Dalrymple (Anthony Daniels)





Entrada núm. 2329
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