La mayoría de los dirigentes independentistas jamás creyeron que la independencia fuera viable. Da igual; viven de hacérselo creer a otros. Todo, incluido el ridículo, antes que responder ante la ciudadanía de sus fechorías políticas y económicas. El problema es que no va a haber diván para todos, comenta en El País el escritor español, poeta, novelista y ensayista español Andrés Trapiello.
Que los dirigentes separatistas catalanes forman hoy una chirigota de Cádiz no ofrece la menor duda, al menos para una mayoría de españoles y buena parte de catalanes. Una de esas chirigotas en la que sus integrantes comparecen uniformados, pero a los que se ha dado libertad de acción, de tal modo que, aunque cantan al unísono, cada cual aspea y gesticula a su antojo de una manera descompasada e histriónica. Eso hace que no sepa uno en quién fijarse, pues, mirando a uno, tememos estar perdiéndonos los ademanes de los demás, que acaso estén haciendo visajes más chocarreros aún, empeñado cada cual en atraer sobre sí la atención del público y a expensas, claro, de sus compañeros de chirigota, que también están haciendo lo propio. Junts per Catalunya, ERC y CUP parecen cantar lo mismo, pero lo cierto es que cada formación reclama para sí el favor del electorado con aspavientos singulares. Terminada la función, los chirigoteros arrojan en un cesto sus disfraces y retornan a su rutina, hasta el año siguiente, conscientes de que parte de su éxito depende de la brevedad de su actuación y lo espaciado de sus apariciones públicas. En Cataluña sucede al revés. Que los separatistas no quieran dejar el escenario se comprende, incluso que traten de cerrar las puertas del teatro para que nadie del público pueda irse, pero ¿que se les aplauda?
Es comprensible también que los que declararon la república independiente de Cataluña, algunos encarcelados y otros huidos, se resistan ahora a abandonar su propósito. Les van en ello “vida y peculio”. ¿Las leyes, la Constitución? La república es su última esperanza de burlar la cárcel, volver del destierro y saldar sus deudas con Hacienda. Fuera del 3% hace mucho frío. Un buen programa. Puigdemont pasaría de ser considerado un tipejo ridículo a tener una estatua en el parque de la Ciudadela (con un brazo levantado, señalando el camino al “poble de Catalunya”). ¿Por qué no podría suceder algo así? ¿Podía alguien imaginar hace sólo tres años que Ada Colau sería alcaldesa de Barcelona? Es cierto que la mayor parte de los dirigentes independentistas jamás creyeron que la independencia fuera viable. Da igual. Ellos viven de hacérselo creer a otros. Y llegados a este punto, la política es ya un juego de azar rudimentario, como las chapas: cara o cruz. O todo o nada.
Lo resumirían aquellas palabras de Manuel Benítez El Cordobés, dichas a su hermana e inspiradoras del título de un famoso best seller: “O te compro un piso o llevarás luto por mí”. El pisito, Cataluña. “¿Que hay que seguir con los embustes? Se sigue. ¿Que hay que sostenella y no enmendalla? Se sostiene y no se enmienda. ¿Que en Europa y en España nos llaman espantajos, tarascas, mamarrachos? Que nos lo llamen; más cornadas da el hambre, Bruselas, la cárcel, Hacienda. Todo, incluido el ridículo, antes que responder ante la ciudadanía de nuestras fechorías parlamentarias, constitucionales, económicas y sociales, todo antes que hablar de nuestro golpe de Estado, de las empresas que se fueron por nuestra mala cabeza, de las familias que hemos roto, de la peste que hemos traído a Cataluña. Nada de esto importa”.
Conviene recordar a quienes proclaman que el procés ha muerto, que la matraca hoy del 155 y los “presos políticos” es el procés por otros medios. Les hemos visto y oído debatir imperturbables y cada día más fúnebres, acaso porque cada día se ven más cerca del luto que del pisito. Miran a sus interlocutores con semblante marmóreo, como retándoles con un “pregunta lo que quieras, que te responderé lo que me dé la gana”: “¿Fuga de empresas? Sí, azuzadas por el Estado, que trata de humillarnos por ser Cataluña la nación más civilizada de Europa, representada hoy en España por el franquismo. ¿Fractura social? Desde luego, causada por el 155. ¿Constitución? ¿Pero cómo aceptaremos una Constitución que nos aporrea y encarcela?” (y el juego que no le habría dado a Marta Rovira, la dolorosa, ese baño de sangre que ella parecía estar exigiéndole al Estado, acusándole de ello sin pruebas). Podrán, pues, los independentistas no tener un programa electoral, pero esas son las argucias con las que tratarán de ganar las elecciones. Muchos se preguntan: ¿Pero puede haber alguien que se crea estas cosas? Entre uno y dos millones de catalanes.
Yo, que diría Churchill, no los conozco a todos, claro, sólo a 10 o 12: amics, coneguts i saludats. Algunos de ellos votaron el 1-O al ver las cargas policiales. Hasta que las vieron no pensaban votar, arguyeron. Gente culta, pacífica y honrada. Colegas, escritores, editores, profesores, libreros de viejo y de nuevo. Nuestro mimado mundo de pastaflora. Gente que prolonga el saludo mientras te calumnia y te desprecia, lo que nunca pensó uno que vería. Personas que aseguran que Cataluña no es Murcia (“y, entiéndeme, me caen genial los murcianos”). Gente convencida de que el aire que se respira en el resto de España es africano (“y a mí me encanta Marraquech”). Personas que se ofenderán si les hablas de fascismo, xenofobia y supremacismo. Que dirán que la inmersión lingüística en la escuela es un acierto y se desquiciarán negando la existencia de adoctrinamiento. Y que te piden con una sonrisa de Esfinge, pactado, lo que antes no pudieron robarte, el derecho a decidir (que no podamos decidir todos los que tenemos derecho a ello), al tiempo que lees en su mirada: “A ver cómo te convenzo de que me des de grado, y a cambio de nada, lo que no he podido obtener hasta ahora por la fuerza”.
Cuando al fin se llega al argumento estrella (“No hay en España cárceles suficientes para encarcelarnos a todos; no se puede encarcelar a todo un poble”) reconoces que todo está perdido. Y eso también es mentira. Hay cárceles de sobra, no hay un solo poble de Cataluña, y prueba de que en España no existen presos políticos es que hay entre uno y dos millones que pueden decirlo libremente sin tener que ir a la cárcel. Votarán lo mismo, pero ninguno tendrá excusa ni podrá decir: “Nosotros no sabíamos, nadie nos advirtió”. Ni siquiera los que no son ni cultos ni formados ni informados. Están en el “si Cataluña no es para nosotros, no será de nadie, y menos de España”. No se resignan a que la función acabe, quieren cerrar el teatro, bloquear las puertas con los tractores, proseguir la chirigota. Es posible, no obstante, que algunos de ellos, para sobrevivir, un día reconozcan el daño causado y decidan tumbar su narcisismo en el diván del psicoanalista, acomodando su relato. Y si quiero creer que esto sucederá es porque algunos de ellos son mis amigos, aunque a días lo que le pida a uno el cuerpo es lo que antes ya han hecho 3.000 empresas de Cataluña: sacar mi corazón de allí y ponerlo en otra parte. Quiero decir que a este paso todos vamos a necesitar un diván. En un país democrático, el problema no son las cárceles, sino que no haya divanes suficientes para todos.