martes, 4 de febrero de 2025

Del destronamiento de Dios

 






Alexandre Kojève. Filósofo y político francés de origen ruso, de gran influencia en la filosofía francesa del siglo XX. Trabajó para la KGB y fue hombre de Estado para el gobierno francés, de gran relevancia en la planificación y formación de la Unión Europea. Lo escribe en Nueva Revista [Kolève, el filósofo que buscó destronar a Dios, 24/01/2025] el filósofo José María Carabante, reseñando el libro Vida y pensamiento de Alexandre Kojève, de Marco Filoni (Madrid, Trotta, 2024).

Basándose en una biografía firmada por Marco Filoni que acaba de publicar Trotta, el autor del texto dibuja un retrato nuevo del pensador francorruso. Como fondo establece «esa espiritualidad turbulenta, volcánica, que constituye una de las pesadillas más recurrentes del alma rusa». En primer término, la radiografía de Filoni dictamina que «no es ni La fenomenología del espíritu ni la dialéctica entre amo y esclavo la clave de su pensamiento, sino Dios». En la batalla final entre el ser humano y el ser trascendente, solo puede haber un vencedor y, para Kojève, «el triunfo correspondía a la facción más pegada a la tierra, a la más prometeica». Con esta victoria de la finitud que desecha y descarta toda la trascendencia, vienen un cúmulo de ideas, impresiones o intuiciones cuyo desarrollo con frecuencia resuena en la actualidad. Escribe Carabante que «al releer a Kojève, al acercarnos a su vida, se conoce dónde arraigan esas ideas que nos hablan del fin de la historia, del transhumanismo o de la muerte del hombre, pero también se permite tomar conciencia de los cadáveres que esas intuiciones han abandonado en la cuneta».

Alexandre Kojève fue un pensador determinante en el panorama intelectual europeo de la segunda mitad del siglo XX. De origen ruso, ejerció de maestro de una numerosa generación de filósofos galos, al tiempo que desempeñó un papel relevante en la diplomacia europea y colaboró con la KGB. Una vida de película.

Para lo poco que escribió —o, siendo más precisos, para lo poco que publicó—, Alexandre Kojève eclipsa, como una suerte de sombra tutelar, lo más granado del pensamiento filosófico a lo largo del siglo XX. A quien no conozca su Introducción a la lectura de Hegel, quizá le llame la atención que todos los tópicos filosóficos más recientes —desde la muerte del hombre hasta el fin de la historia— arranquen en aquel seminario, algo abstracto y misterioso, sobre el filósofo idealista que, por azares del destino, se vio obligado a impartir este exiliado ruso, sin trabajo y sin futuro, tras haberse doctorado bajo la dirección de Jaspers.

En aquel entonces Kojève no era nadie. Tampoco su nombre dice mucho hoy a quienes se familiarizan con el desarrollo de las ideas embaulándose manuales al uso. Porque no aparece en ninguno de ellos, a pesar de su creatividad y su potencia filosófica; a pesar de haber dialogado con los movimientos más recientes; a pesar de que a su obra apenas le ha rozado la inercia del tiempo. A pesar, en fin, de los desafíos —o la satisfacción, que es la otra cara de quien afronta aquellos— que suscita vérselas con él.

Juegos de imposturas. No puede negarse que a su desconocimiento contribuyó el propio Kojève. Este fue un maestro en el arte de darse importancia quitándosela, de construir su mito escondiéndose, de dorar su aura con disquisiciones cifradas o ademanes extraños. Existe algo de impostado, de esnobismo, en su forma de andar por el mundo, en su manera de pensar y, esquivo como fue, es difícil saber cuándo hablaba con sinceridad o cuándo su objetivo no era otro que despertar admiración o cultivar su fama de sabio gnóstico o de diplomático combativo, de esos que muñen entre bambalinas la suerte de la geopolítica.

La magnífica biografía de Marco Filoni —Vida y pensamiento de Alexandre Kojève—, recién publicada por Trotta, muestra las múltiples caras de este filósofo inclasificable, al tiempo que desbroza —no siempre con éxito— lo legendario, separándolo de lo verosímil y fidedigno. Si no se alcanza a saber más de él no es por la falta de diligencia del biógrafo, sino porque el rostro huidizo del ruso, porque su perfil en ocasiones se desdibuja, como se esfuma el rastro de un espía al doblar la esquina.

Kojève, que era sobrino de Kandinsky, pertenecía a una acaudalada familia moscovita y emigró, siguiendo el consejo de su madre, cuando el comunismo empezaba a extender sus tentáculos totalitarios. Vagó por Europa, enfrascándose en amoríos y tejemanejes en el mercado negro. Siempre llevó un diario filosófico en el que consignaba sus ideas periódicamente; su vocación, nos revela Filoni, fue la filosofía, aunque comprende la tentación del poder que sacudía y tensionaba sus entrañas. Más allá de sus flirteos con la docencia, recaló finalmente en el departamento de exteriores galo y fue el encargado de manejar el timón de Europa durante la posguerra, combinando esas funciones con sus trabajos para la KGB.

Su labor para la agencia de seguridad soviética está documentada. Y, por ello, es menester ser cauteloso en el momento de desentrañar sus textos, aun cuando se rindieran ante ellos, embelesados por su inteligencia, intelectuales de la talla de Aron, Lévi-Strauss, Lacan y tantos otros de nombres eximios. Si fue sincero, si dijo lo que pensaba con honestidad o, por el contrario, terminó siendo presa de su propio éxito, de la ambigüedad, es algo de lo que nunca estaremos seguros. Pero todo ello explica que sea tan importante y, sobre todo, que existan pocos autores en los que sea tan decisivo abalanzarse sobre su biografía a fin de separar, en lo posible, el grano de la paja. No en vano, quienes se dedican a su estudio buscan descifrar sus exiguos libros y los leen con la precisión y esmero con que Spinoza pulía lentes.

Identidad rusa. Tanto a la hora de exprimir su interpretación de Hegel como de introducirse en sus otros ensayos, hay que seguir los rastros que abre e interpretar los silencios, más que afanarse en una comprensión literal. En este sentido, Filoni demuestra que no es ni La fenomenología del espíritu ni la dialéctica entre amo y esclavo la clave de su pensamiento, sino Dios. Y es que Kojève vivió y pensó atrapado por una obsesión teológica y fue esta obcecación enfermiza la que insistentemente le condujo a intentar demostrar, al modo de un axioma inexorable, la verdad última del ateísmo.1

Quizá eso explique el parecido que guarda Kojève con los personajes —enigmáticos e indescifrables, inaccesibles, como el cofre de un mago— de Dostoievski. Y por eso en él es más determinante el influjo de este último o de Soloviov, a quien dedicó su tesis doctoral, que el del mismísimo Hegel, a quien lee, además, como la vanguardia de la religión atea. Siendo francos, jamás se desligó de esa espiritualidad turbulenta, volcánica, que constituye una de las pesadillas más recurrentes del alma rusa. Lo que el autor de El jugador y Soloviov descubrieron en la fe intenta Kojève desmontarlo, representando, por decirlo así, el envés perverso de quien aniquila lo sobrenatural.

Del problema de Dios depende, al fin y al cabo, todo. La obra de Kojève resulta, a este respecto, no solo honda, sino, sobre todo, dramática, porque recupera aquella rebeldía de la que dimanó la expulsión del ser humano del paraíso. Asumió, con todo el patetismo místico que exuda lo eslavo —y, al tiempo, con todo el peso de la ironía nietzscheana— que, en el conflicto entre el hombre y el ser supremo, entre la finitud y la trascendencia, entre la nada y el ser, no puede compartirse la corona de la victoria. Para él, el triunfo correspondía a la facción más pegada a la tierra, a la más prometeica, sin importar la tragedia que comportaba el destronamiento de Dios.

Ateísmo a carta cabal. Fichte dijo algo que se recuerda muy poco, siendo, como es, una verdad exacta y redonda: que la filosofía a la que uno se adhiere —o la que se dispone a hacer— está condicionada por el tipo de persona que es. Mientras que, según Kojève, no puede emanciparse el ser humano sin cortar para siempre el yugo que le unce a Dios, otros —con más esperanza y optimismo y quizá con más inteligencia— se han dado cuenta de que solo quien conoce a Dios está en condiciones de descifrar quiénes somos los que vagamos por el planeta tierra.

Para el ateo, Dios es el tirano al que desbancar a fin de ganar libertad; para el teísta, sin el cetro dadivoso de aquel, el propio arbitrio no deja de ser una máscara o ficción. El primero niega al ser supremo para afirmarse; el segundo, más humilde, considera que la autoafirmación humana no es posible sin reconocerse como criatura salida de las manos paternales de un ser que nos supera.

Centrándonos en el ateo, existe un nihilismo intrascendente y otro más serio y entusiasta; el de Kojève es el de quien apuesta por la nada —su obsesión fue la de elaborar una filosofía de lo inexistente—, sin que le duela en prendas la devastación de la ontología. Frecuentando su producción, caemos en lo bien que casa su inquietud destructiva con una pasión casi irracional por la técnica, hasta el punto de que la destrucción de Dios y, consiguientemente, la del ser humano constituyen las contraseñas para abrir la puerta que conduce a la divinización de la contingencia. Es el hombre quien crea, al igual que una divinidad sublime y desconocida, mediante el poder científico-técnico, moldeando el entorno a su antojo.

Kojève fundamenta una filosofía prometeica. He ahí el milagro. Pero, bien pensado, quizá el ruso atiende menos de lo que se piensa a lo que se extrae del inveterado ateísmo en que milita. ¿Acaso, preguntamos, sacralizar la finitud no manifiesta la ineludible deuda con el ser supremo? ¿No muestra que, lo queramos o no, Dios es un asunto inevitable?

Sucede lo mismo que con la filosofía, a juzgar por lo que comenta Aristóteles en uno de sus libros más bellos, el Protréptico: que incluso para negarlo, no hay más remedio que atravesar la frontera y llegar a la teodicea. Por más que nos empeñemos en refutar la existencia de Dios, no nos zafamos jamás de su ascendencia. A esta persistencia de lo teológico parece aludir Kojève cuando reflexiona sobre la dialéctica hegeliana, según la cual es el esclavo quien se adueña de la libertad y el poder, subyugando al amo, que tan felices se las prometía. Lo mismo ocurre —sostiene— entre el hombre y Dios, que acaba siendo destronado por quienes antes le sacrificaban la grasa de los becerros.

Pero sabemos que Prometeo acabó asido a una roca; del mismo modo, al hombre de Kojève se le presenta un destino aciago. Donde triunfa la nada se desvanece el ser. No hay alternativa a este camino de destrucción, pues Kojève no suscribe un nihilismo azucarado. Y es que, si la Escritura nos presenta a Dios como «ser», con vigor suficiente para sacar las cosas de la oscuridad, a lo máximo que aspira el individuo es a descrearlas, devolviéndolas al reino de las tinieblas y la muerte.

En este sentido, para Kojève, como para Dostoievski, el suicido constituye el acto supremo de la libertad. No se trata de justificar un asesinato compasivo o poner fin a la vida de uno por desesperación. Lo más libre es la desaparición gratuita. El filósofo de la estirpe de Kojève es como Kirilov, el congruente y radical ateo de Los demonios, quien pone fin a su vida voluntaria y audazmente para mostrar el arbitrio absoluto e incondicionado del hombre.

El poder de lo negativo. Con la victoria de la finitud y el predominio de la técnica, adviene la fuerza de lo negativo. La verdad es una empresa arriesgada y no es posible allegarse a ella si el filósofo no se compromete valientemente con todo aquello —tolerable o insoportable— que se desprende del trabajo del concepto. Al releer a Kojève, al acercarnos a su vida, se conoce dónde arraigan esas ideas que nos hablan del fin de la historia, del transhumanismo o de la muerte del hombre, pero también tomar conciencia de los cadáveres que esas intuiciones han abandonado en la cuneta.

La filosofía de Kojève es una filosofía sin esperanza, impasible, fundada sobre la imposibilidad de la metafísica, cuya estación de destino es un nihilismo intempestivo. Gris y gélido, como un pasaje lunar. Se compartan con él o no sus conclusiones, lo cierto es que revela los precipicios a los que encamina la libertad absoluta y el vértigo que aflige a quien cesa de creer en Dios para confiarlo todo a su propia fuerza.

Filoni descubre las múltiples dimensiones de una obra que nunca terminó porque el quehacer del espíritu es tan interminable como una tarde de domingo. Y deja que entreveamos, furtivamente, los pliegues de un alma casi diabólica, enigmática e indescifrable, como los secretos del ser y los de la nada.












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