lunes, 20 de agosto de 2018

[PENSAMIENTO] Ciencia y religión



La Escuela de Atenas (Rafael, 1512)


La relación entre ciencia y religión (las cito por orden alfabético para evitar susceptibildades innecesarias) ha sido tortuosa a lo largo de la historia de la humanidad. Eso sí, con absoluto predominio de la segunda (y en su nombre, de sus magos, chamanes, gurús y sacerdotes) sobre la primera. Con la Ilustración, a partir del siglo XVIII, las tornas comienzan a cambiar y los vientos favorables para la ciencia, relegan la religión a un plano secundario en la historia del progreso  humano. Ahora, a punto de comenzar la tercera década del siglo XXI, algunos piensan que podría ser la hora de la reconciliación. Personalmente, creo que lo tienen bastante complicado.

El ingeniero y ensayista Fernando Peregrín, publicaba a finales de junio pasado en Revista de Libros un artículo sobre los intentos de muchos pensadores a lo largo de la historia, y aún hoy día, de hacer compatible la relación amistosa entre religión y ciencia. El resultado es una detallada puesta al día, comentada, sobre el estado de la cuestión. Les dejo con ella.

Bien sabido es que la sociedad estadounidense es enormemente diversa, comienza diciendo Peregrín, muy compleja y que está llena de contradicciones. Recientemente, por ejemplo, y con ocasión del inefable y folclórico National Prayer Breakfast (Desayuno nacional de oración, algo inequívocamente americano), el pasado 9 de febrero, los medios de comunicación liberales, de orientación política demócrata, así como los sitios de Internet y redes sociales de librepensadores, han puesto el grito en el cielo ante las declaraciones del presidente Donald Trump ensalzando la tradición religiosa de Estados Unidos: «La fe es central en la vida estadounidense y para la libertad».

Según datos del reputado Pew Research Center de noviembres de 2015, tres cuartas partes de los adultos estadounidenses dicen que la religión es, cuando menos, «algo» importante en sus vidas, y más de la mitad (53%) aseveran que es «muy» importante. Aproximadamente uno de cada cinco manifiesta que la religión es «no demasiado» (11%) o «nada» importante en sus vidas (11%). Además, entre considerables sectores de los cristianos, las creencias están fuertemente influidas por una interpretación muy literal de las Sagradas Escrituras. Así, de los más de quinientos mil pastores o ministros protestantes que se estima que hay en Estados Unidos, el 50% cree y predica que el universo que Dios creó en seis días consecutivos de veinticuatro horas cada uno, tiene una edad comprendida entre los seis mil y los diez mil años, según se desprende de una lectura al pie de la letra de la Biblia. Son los que, en términos del cristianismo estadounidense, se denominan Young Earth Creationists o YEC (Creacionistas de la Tierra Joven, por contraste con quienes creen en una creación vieja que tiene ya miles de millones de años de antigüedad).

Junto con la gran religiosidad de una amplia mayoría de su sociedad, resulta indudable el poderío científico de Estados Unidos, que sigue liderando la empresa científica internacional, pese al empuje y avances notables de varios países asiáticos, especialmente China.

A la vista de esta especie de coyunda que tiene lugar en amplias capas de la población estadounidense entre fe religiosa y ciencia, no es extraño que se dé un amplio y a veces acalorado debate en los medios de comunicación, tanto impresos como cibernéticos, sobre la compatibilidad de ambas, y que sea objeto de atención especial por parte de la industria editorial anglosajona. Y aunque el grueso de ese debate se produzca hoy día en Internet, se publican con regularidad libros sobre este tema, uno de cuyos componentes básicos y clásicos es el vínculo entre la teología natural y la ciencia moderna.

Aunque sea generalmente sabido, no creo, llegados a este punto, que esté fuera de lugar definir en este ensayo lo que se entiende por teología natural. Tradicionalmente, la teología natural es el término utilizado para intentar probar la existencia de Dios y el propósito divino mediante la observación de la Naturaleza y el uso de la razón humana. El estudio de la palabra de Dios en la Biblia, y de sus obras, en la Naturaleza, se asumió que eran facetas gemelas de la misma verdad. Esta idea de la coexistencia de dos fuentes de conocimiento del Dios de la religión judeocristiana es la culminación del libro de la Naturaleza, un concepto religioso y filosófico que se origina en la Edad Media latina y que tuvo amplia difusión con el texto alemán Buch der Natur, de Konrad von Megenberg. Para los primeros teólogos, la Naturaleza completaba el conocimiento de Dios al añadirse a la lectura de las Sagradas Escrituras.

Aunque tenía raíces tanto en la filosofía griega antigua como en la teología cristiana medieval (por ejemplo, en las famosas «cinco vías» de Tomás de Aquino para demostrar la existencia de Dios), la gran era de la teología natural se desarrolló entre los siglos XVII y XIX, y se entrelazó con el auge de la ciencia moderna. Fue, además, un hecho propio de la cultura europea, una corriente religiosa que no tiene parangón en ninguna otra civilización o fe. Las razones de esa excepcionalidad europea son de diversa naturaleza, entre las que destacan las sociológicas y las históricas, además de la metafísica que inspira, respectivamente, las distintas religiones. En muchas de ellas se pudo dar, pero no se dio, el desarrollo completo de una teología natural, componente fundamental de la Revolución Científica que dio origen a la modernidad.

Se considera el pequeño clásico Timeo, de Platón, la raíz de lo que acabaría siendo la teología natural. Desde hace ya algún tiempo se reconoce que no sólo es uno de los libros más influyentes de Platón, sino también una de las declaraciones más concisas del patrimonio científico griego clásico, sobre todo, como una exposición de la cosmología y la física, la fisiología y la idea de la creación cósmica. En el centro del diálogo de Platón se encuentra la noción de que el cosmos y el mundo en que vivimos fueron creados por diseño, mediante la persuasión de la «inteligencia», dando forma material al mundo.

Hay en el Timeo una enorme cantidad de presuposiciones metafísicas. Se dice que toda la creación cósmica (y el mundo más pequeño en que vivimos) es el producto de una creación en la que participan una inteligencia (divina) o Demiurgo, y la necesidad. A lo largo de la creación, la «necesidad» y la «causalidad» están trabajando, haciendo que el todo se convierta en una unidad equilibrada. Pero el diseñador intencional del cosmos también tuvo que lidiar con la casualidad y las circunstancias fortuitas. Sin embargo, a lo largo de la discusión, se hace referencia al «diseño racional» y a la motivación deliberadamente racional detrás de la creación de este universo y de todos los actos de las criaturas en él.

El Timeo fue traducido al latín por Cicerón, y la primera parte fue nuevamente traducida por Calcidio (ca. 321 d. C.). La traducción parcial de Calcidio del Timeo fue el único diálogo platónico, y una de las pocas obras de la filosofía natural clásica, disponible para los lectores latinos a comienzos de la Edad Media. Por lo tanto, tuvo una gran influencia en la cosmología neoplatónica medieval y fue comentada particularmente por los filósofos cristianos del siglo XII de la Escuela de Chartres.

Con la llegada, al inicio del llamado Renacimiento del siglo XII, o el Siglo de las Universidades, de los «libros naturales» de Aristóteles recién traducidos del árabe al latín, este entusiasmo neoplatónico por la investigación naturalista recibió otro poderoso impulso. Desde entonces impusieron su supremacía en las universidades europeas durante los próximos cuatrocientos años. Estas investigaciones naturalistas, si bien no solían llegar a conclusiones novedosas, sí proclamaban la aceptabilidad de hacer las pertinentes preguntas públicamente y participar en una controversia formal. En ese sentido, institucionalizaron un formulario de la investigación pública que se encuentra en el centro mismo de la empresa científica desde entonces hasta hoy.

Durante la Revolución Científica se produjo una gran concordancia entre la fe cristiana y la naciente filosofía natural, en especial la física, hasta el punto de que surge por entonces el término físico-teología para denominar una forma particular de teología natural que buscaba dar sentido religioso y significado a los éxitos de la Revolución Científica. Esta empresa, que fue llevada a cabo principalmente en Inglaterra, buscó una convergencia entre las verdades de la teología y la filosofía naturales. Stephen Gaukroger, en su reciente trilogía The Emergence of a Scientific Culture. Science and the Shaping of Modernity 1210-1685, The Collapse of Mechanism and the Rise of Sensibility. Science and the Shaping of Modernity, 1680-1760 y The Natural and the Human. Science and the Shaping of Modernity 1739-1841 (2016)5, se explaya con acierto en la compleja y rica relación entre religión y ciencia, en este caso la física que conforma el fundamento y sustancia de la físico-teología. Sostiene plausiblemente el autor que la consolidación de la filosofía natural experimental en Gran Bretaña en el siglo XVII dependía de su capacidad para establecer sus credenciales religiosas. La filosofía natural tuvo éxito en parte porque podría ser útil en el ámbito de la teología natural. Sin embargo, en la siguiente fase de la historia, el cristianismo mismo se comprende cada vez más a la luz de una nueva y moderna concepción de la religión en la que la esencia de las diversas creencias se identifica principalmente con su contenido cognitivo. Esto permitió no sólo una comparación imparcial de las religiones, sino también de los fundamentos de las creencias del cristianismo y la filosofía natural.

En suma, durante la Revolución Científica se investigó la naturaleza y se interpretó de nuevas formas. Estas innovaciones incluían el uso de nuevos instrumentos científicos (como el telescopio, el microscopio y la bomba de aire), un nuevo énfasis en la experimentación y el recurso a modelos mecánicos para explicar los fenómenos naturales. La consolidada teología natural permitía a los practicantes de la nueva filosofía mecánica y experimental justificar su trabajo ante una institución eclesiástica a veces escéptica, al tiempo que permitía a los apologistas religiosos obtener nuevos conocimientos al servicio de la fe cristiana.

Muchos de los primeros miembros de la Royal Society de Londres (fundada en 1660) vieron una conexión entre sus investigaciones experimentales y su fe cristiana. (Robert K. Merton argumentó de manera muy célebre, aunque poco fundamentada, que las creencias religiosas puritanas de muchos de sus miembros fundadores desempeñaron un papel clave en la configuración de las actividades de la Royal Society.) Robert Boyle, por ejemplo, además de realizar importantes experimentos con su bomba de aire para investigar la presión del aire y otros gases, escribió The Excellence of Theology compared with Natural Philosophy (La Excelencia de la Teología comparada con la Filosofía Natural, 1674) y compuso una obra titulada The Christian Virtuoso (El virtuoso cristiano,1690). Otro miembro de la Royal Society, cuyos escritos exploraron la forma en que podría utilizarse la nueva filosofía experimental y mecánica para apoyar la teología, fue John Ray, cuya obra The Wisdom of God Manifested in the Works of the Creation (La sabiduría de Dios manifestada en las obras de la Creación, 1691) se convirtió en un clásico del género de la teología natural.

Dentro del actual movimiento revisionista en el mundo anglosajón de la historia y de la posible actualización o aggiornamento de la teología natural, se encuentra la crítica a la llamada metanarración de la relación real entre la teología natural y la filosofía natural o ciencia moderna en el curso de la Revolución Científica, así como a la forma en que se trata a la primera en los relatos del surgimiento de la modernidad laica, un período en el cual la razón, según la visión clásica de esas narraciones, triunfó sobre la fe. Para Katherine Calloway, autora de Natural Theology in the Scientific Revolution (La teología natural en la Revolución Científica), en estos relatos se considera que las relaciones entre la fe y la razón experimentan algo así como una crisis hacia el final de la Revolución Científica. Tras estar estrechamente alineadas, al principio, la teología natural y la ciencia naciente, como evidencia la proliferación de obras de teología natural y el desarrollo de argumentos físico-teológicos, desde el diseño en el mundo natural hasta la existencia y providencia de Dios, la razón y la fe terminaron por separarse. La razón encontró gradualmente un fundamento independiente de la fe, y en algunos casos (como el ataque de Hume contra la físico-teología) se volvió contra las formas más racionalistas del cristianismo. En tales narraciones, la teología natural ocupa un papel ambiguo, siendo a la vez un signo del apoyo de la razón a la fe cristiana y un catalizador de críticas al cristianismo, críticas que contribuirían a la laicización del mundo occidental, al ascenso del agnosticismo y del ateísmo, y a la eventual desaparición de la teología natural misma.

Dejando de lado la cuestión de si existe o no una metanarración única del lugar de la teología natural en el surgimiento de la modernidad, lo que Calloway objeta es que las teologías naturales inglesas simplemente no cumplen el papel que se les ha asignado. Tras analizar a cinco autores clásicos de la época, Henry More, Richard Baxter, John Wilkins, John Ray y Richard Bentley, y sus respectivos textos de teología natural, logra demostrar la diversidad de los primeros enfoques modernos de la teología natural inglesa. Sea como fuere, Calloway tiene razón al insistir en que, en estas obras, se realizan los proyectos de aggiornamento de la teología natural en la medida en que los autores de esos proyectos reflexionan sobre las relaciones entre Dios y la naturaleza, la extensión de la razón humana y el objetivo general del conocimiento teológico natural.

Sea cual sea la importancia académica de estas disputas, lo cierto es que, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, la teología natural como parte básica de la cosmovisión de los intelectuales británicos, tanto laicos como clericales del período de la Regencia, gozaba de espléndida salud, lo que se demostró cuando surgió la crisis de fe ocasionada por la consolidación de la geología y la paleontología modernas como ciencias que desafiaron el relato del Génesis bíblico. Así, gran parte de la geología del siglo XIX giró en torno a la cuestión de la edad exacta de la Tierra. Las estimaciones variaban enormemente, de unos pocos cientos de miles a miles de millones de años. En cualquier caso, era obvio que los datos que surgían del estudio del libro de la Naturaleza mediante la geología, la mineralogía y la paleontología más observacionales, académicas y actualizadas entraban en conflicto con los que parecían deducirse de las Sagradas Escrituras.

Junto con la edad de la Tierra, la universalidad del llamado Diluvio de Noé también se vio contestada a partir de 1800. Por aquellos años, los naturalistas ingleses y los expertos en geología y paleontología, disciplinas por aquel entonces aún sin carácter universitario, aceptaban una cosmología que databa el origen de la Tierra en un pasado muy remoto y negaba el relato del Génesis sobre un diluvio universal en tiempos del patriarca Noé. Así, todas las reflexiones del célebre y reputado geólogo Edward Hitchcock sobre geología y teología natural asumieron la realidad de una Tierra antigua, tan vieja que, en palabras de Hitchcock, su edad precisa «probablemente sea un problema que la ciencia nunca podrá resolver», de modo que sólo podríamos decir «que la duración de su existencia debe haber sido inmensa». Según Hitchcock, esta postura de la gran mayoría de los estudiosos y expertos de la relativamente nueva ciencia geológica «había llevado a algunos escritores cristianos a continuar en plan defensivo, lo que lleva a la opinión predominante de que los geólogos en general han sido hostiles a la Biblia, una opinión que puede ser refutada por una apelación a sus escritos». Si la opinión predominante del público lector y de los clérigos ingleses y estadounidenses cambió durante las próximas dos décadas, y así fue, inclinándose hacia la armonía y concordia de la fe cristiana y las nuevas ciencias geológicas, podemos responsabilizar en gran medida de ello al propio Hitchcock, un consumado geólogo de campo y un lector voraz de teología que promovió enérgicamente la geología como un aliado piadoso del cristianismo.

La armonía lograda entre la geología y la teología natural en la época victoriana, momento que se considera como la cúspide de la era clásica de ambas, fue a costa del abandono de la lectura literal del Génesis (capítulos primero a undécimo) y la aceptación de una interpretación poética y metafórica tanto de la Creación como del Diluvio Universal de Noé, que adquieren el estatus de mitos y leyendas.

Esta armonía, herida de muerte por la publicación en 1859 de El origen de las especies, de Charles Darwin, y que se mostrará pronto antinatural y frágil, durará como mucho hasta la formulación de la teoría de la deriva continental de Alfred Wegener en 1912 (completada e incluida en la de la tectónica de placas de la década de 1960). Hoy, al referirse a la relación entre geología y religión, la gente suele pensar inmediatamente en fundamentalistas cristianos (y otros), y su analfabetismo paleontológico crónico, un analfabetismo que conduce al creacionismo, al diseño inteligente y a la desconfianza de la ciencia en general y, especialmente, de la geología, la paleontología y la biología evolutiva. En otras palabras: se considera que la relación entre la geología y la religión es percibida como conflictiva y hostil por parte de los cristianos creacionistas, principalmente de los creyentes en los postulados del ya mencionado creacionismo de la Tierra joven. Sin embargo, fuera de este campo tan específico de conflicto, las aguas discurren más tranquilas. Así, a finales del siglo XX la separación entre las ciencias geológicas y el cristianismo era total y se produjo de forma amistosa, por así decirlo. Como es sabido, en la actualidad, entre los geólogos, así como entre otros científicos, no es habitual hablar sobre la propia fe, por lo que es difícil saber si un colega practica una fe religiosa o al menos se adhiere a ella en privado, o si se considera simplemente carente de todo interés por el hecho religioso, o se incluye en el grupo de los ateos y agnósticos. Estas noticias no parecen afectar a los esfuerzos científicos conjuntos. La geología, al igual que otras ciencias, opera desde un naturalismo metodológico, sin importar si uno es ateo, teísta o se siente atraído por una espiritualidad de otro tipo. Siglos de observación, recolección y experimentación nos han enseñado a confiar en estos métodos naturalistas. Ya no esperamos que los milagros disruptivos alteren la cadena de causas y consecuencias naturales. Esto no se debe, en general, a ningún sistema de creencia o a la incredulidad: se debe simplemente a la experiencia, y ciertamente se ha recorrido un largo camino sobre esta base.

El creacionismo de la Tierra joven del evangelismo fundamentalista anglosajón tiene como uno de sus textos fundamentales The Genesis Flood (El Diluvio del Génesis), obra de Henry M. Morris, ingeniero especializado en hidráulica, y del teólogo John C. Whitcomb Jr. publicada originalmente en 1961. Algunos consideran este texto el primer intento significativo, ya en el siglo XX, de ofrecer una explicación científica sistemática para el creacionismo. El libro fue muy influyente en el pensamiento creacionista moderno, y Stephen Jay Gould, un crítico implacable de Morris, lo calificó como «el documento fundacional del movimiento creacionista». Este folleto pseudocientífico, también conocido como «la geología del diluvio», plagado de coces a los conocimientos que nos han proporcionado las geociencias, no constituye, estrictamente hablando, un intento de aggiornare la teología natural relacionada con las disciplinas de la ciencia geológica, pues es fundamentalmente un burdo intento de someter el libro de la Naturaleza a la Biblia, no de proponer una lectura del citado libro de la Naturaleza que armonice con el de la Revelación y que permita así alcanzar los objetivos propios de la teología natural.

Un tema fundamental y básico del citado canon de la teología natural es, como ya se ha dicho anteriormente, el del diseño divino y su correspondiente teleología. Puede decirse que gran parte del triunfo de la teología natural entre clérigos, estudiosos de la filosofía natural o ciencia moderna, teólogos y público lector en general durante las épocas de la Regencia y la victoriana inmediatamente posterior, se debe fundamentalmente al libro Teología Natural, de William Paley, el trabajo clásico que aboga por una derivación racional del diseño y del propósito divino. Parte muy destacada de este célebre texto es la llamada analogía del relojero, un argumento teleológico para la existencia de Dios. A modo de analogía, el argumento afirma que el evidente e incuestionable diseño que se observa en un reloj implica un diseñador, un relojero. Esta analogía ha desempeñado un papel preponderante en la teología natural y en el argumento del diseño, en el que fue utilizada para apoyar los argumentos de la existencia de Dios y para el diseño inteligente del universo y de la vida en la Tierra, así como para intentar refutar la síntesis evolutiva moderna.

Como refutación contemporánea impecable y demoledora de la analogía del relojero, es necesario citar a Richard Dawkins, autor de The Blind Watchmaker (El relojero ciego), publicado en 1986, en el que analiza las ideas expuestas por William Paley. Según éste, y como ha quedado dicho, la vida, debido a su complejidad y perfección, es evidencia para creer en Dios. Es un mecanismo como un reloj, y los relojes son creados por relojeros. Dawkins se vale de este símil para argumentar que el supuesto relojero de la vida no planifica a largo plazo (es ciego). Sostiene Dawkins que la vida, aunque complicada, no es perfecta. El propio ojo humano, por ejemplo, contiene una notoria falta de eficiencia debida a la orientación de las células fotosensibles. Por otro lado, la consecución de la complejidad puede lograrse mediante la acumulación progresiva de pequeñas modificaciones.

Se considera generalmente la fecha de la publicación de El origen de las especies (On the Origin of Species by Means of Natural Selection, or the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life), de Charles Darwin, en 1859 como el punto en que la ciencia moderna se emancipó por completo de teología natural clásica. A este respecto conviene señalar la falacia del argumento utilizado por muchos teístas para justificar la compatibilidad de la ciencia y la fe religiosa. Y es que la gran mayoría de los científicos que crearon la ciencia moderna eran creyentes. Pero lo eran, principalmente, por ser hombres de su tiempo; por entonces no se podía, salvo parciales y contadas excepciones, ser agnóstico o ateo. Y aunque, cuando llegó la Revolución Científica, hacía ya tiempo que la comunidad científica europea había adoptado sin reservas el naturalismo metodológico y desechado los milagros –o lo que coloquialmente se denomina como «Dios en las brechas» (o «God in the gaps»)–, y la intervención divina o sobrenatural en los fenómenos naturales objeto de estudio, comprensión y explicación a la hora de hacer ciencia, no había entonces razones convincentes del todo para adoptar, fuera de la propia empresa científica, el naturalismo metafísico (también llamado filosófico) propio del agnosticismo y del ateísmo, dada la falta de explicación de la vida y su diversidad en la Tierra.

Aunque hay hoy algunos científicos de primera fila expertos en biología evolutiva que sostienen que la evolución es compatible con la fe cristiana, tales como Francis Collins, Kenneth R. Miller o Francisco José Ayala, la gran mayoría de los creyentes legos ven, y con razón, al darwinismo moderno como un disparo a la línea de flotación de la Biblia y de la religión cristiana, y por ello rechazan la evolución y se aferran al creacionismo, sobre todo, y como ya se ha visto al inicio de estas páginas, en Estados Unidos. Así, la última variante del creacionismo es el movimiento del diseño inteligente, que se apoya en un concepto que es de suyo una entelequia, la complejidad irreducible, para negar la evolución biológica naturalista de la vida en nuestro planeta.

Llegados a este punto, la pregunta que debemos hacernos es si el diseño inteligente es un aggiornamento de la teología natural. En cierto sentido, que el diseño inteligente actual sea un argumento para la existencia de Dios, presentado por sus defensores como una teoría científica basada en la evidencia sobre los orígenes y diversidad de la vida, parece, a primera vista, ajustarse al canon clásico del género de la teología natural. No obstante, se considera que el argumento del diseño inteligente es más religioso que naturalista, pues ha sido desacreditado como pseudociencia. Es una forma de creacionismo que carece de apoyo empírico y no ofrece prueba o hipótesis sostenible, por lo que no es ciencia. Los principales propulsores y defensores del movimiento del diseño inteligente, Phillip E. Johnson, William A. Dembski, Michael Behe, Stephen C. Meyer, Paul Nelson y David Berlinski, están asociados con el Discovery Institute, un think tank fundamentalista cristiano y políticamente conservador con sede en Estados Unidos.

En un mundo dominado por el conocimiento científico, para los teístas informados y que pretenden defender su fe cristiana basándose en la razón, el aggiornamento de la teología natural pasa, lógicamente, por buscar la compatibilidad entre fe cristiana y ciencia moderna. Y en establecer, ante todo, una clara diferencia entre la metodología naturalista o método científico y la filosofía (metafísica) naturalista. Existe, pues, un debate entre los cristianos sobre si las ciencias presuponen una forma de naturalismo que excluye la actividad y la existencia de Dios. Sostienen los teístas que quieren compatibilizar su fe religiosa y la ciencia que, históricamente, ni la filosofía natural −el precursor de la investigación científica moderna− ni, posteriormente, las ciencias en desarrollo de los siglos XVIII y XIX se basaron en tales suposiciones metafísicamente naturalistas. En cambio, como una cuestión de práctica científica, la norma era a menudo una cierta forma de neutralidad teológica.

Pero existen excepciones, también en el mundo contemporáneo. Alvin Plantinga es un reputado teólogo calvinista, que fue profesor de Filosofía durante varias décadas en la católica Universidad de Notre Dame (en Indiana, Estados Unidos). En realidad, y aunque él se tenga por epistemólogo y filósofo de la ciencia de tradición analítica, es un apologista experto en trampas dialécticas y con una ignorancia científica asombrosa, especialmente en el caso de la evolución darwiniana moderna. En su último libro, Where the Conflict Really Lies. Science, Religion, and Naturalism (Donde se encuentra realmente el conflicto. Ciencia, religión y naturalismo),  publicado en 2012, Alvin Plantinga arremete contra el naturalismo científico en que se basa la moderna síntesis evolutiva y afirma que no podría confiarse en las mentes producidas por la evolución naturalista, esto es, al azar, ni aun para interpretar la experiencia cotidiana. De esto infiere que la evolución no dirigida es falsa, y la creencia en ella es contradictoria en sus propios términos y, por tanto, contraproducente. Yerra Plantinga claramente en esta aseveración, pues la evolución darwiniana no es un proceso aleatorio, ya que actúa sobre rasgos necesarios para la supervivencia y la reproducción. Además, contrariamente a lo que sostiene Plantinga, los comportamientos que pueden servir para la supervivencia de los más aptos y mejor adaptados dependen de las creencias de los individuos que adoptan esos comportamientos. No tiene sentido, pues, asignar, como hace el autor de este libelo antinaturalista, sin base alguna, una probabilidad del 50% a la verdad o acierto de esas creencias (que son conocimiento, por corresponderse con la realidad); de hecho, favorecen la supervivencia de quienes han sido capaces de desarrollarlas a partir de la experiencia puramente naturalista o empírica. El porcentaje de acierto en las creencias que permiten la supervivencia debe ser notablemente más alto que el de los yerros, pues, si no fuese así, la especie en cuestión estaría destinada a extinguirse tan pronto como se encontrase en medios ambientales o nichos hostiles.

Cuando señalábamos párrafos atrás la excepcionalidad del cristianismo medieval para desarrollar plenamente una teología natural, dejamos a un lado la influencia que tuvo en la filosofía europea la que se desarrolló con gran éxito en el islam de los siglos IX al XI. No es este el lugar para indagar las razones, de carácter metafísico y sociológico, por las que, en la teología árabe-islámica de esa llamada Edad de Oro de la filosofía musulmana no acabó surgiendo una teología natural que hubiese permitido probablemente una revolución científica en el islam semejante a la europea. Baste resaltar que en la filosofía árabe-islámica de los citados siglos de gloria y esplendor no cuajó, por diversas causas, la chispa creativa, es decir, la razón o la luz interior que la teología cristiana (sin duda influida por Platón) sí fue capaz de desarrollar y que dio origen a la teología natural occidental.

Tal vez la aportación más señalada de la teología árabe-islámica a la teología natural cristiana sea el argumento cosmológico, llamado hoy día también Kalam por referencia a su formulación poshelénica en la escolástica islámica medieval. Se basa en el concepto del motor primario, introducido por Aristóteles, e inserto en la filosofía cristiana y la neoplatónica temprana en la Antigüedad tardía. Junto con gran parte de la filosofía griega clásica, el concepto fue adoptado en la tradición islámica medieval, donde recibió su articulación más completa a manos de eruditos musulmanes, más directamente por los teólogos islámicos de la tradición suní. Sus defensores históricos incluyen a Al-Kindi, Al-Ghazali (Algazel) y Buenaventura de Fidanza.

William Lane Craig es un apologista estadounidense cristiano-evangélico que gusta considerarse un filósofo analítico de la religión. Correoso y formidable polemista, es profesor de Filosofía de la Religión en la Escuela Talbot de Teología (Universidad de Biola) y en la Universidad Bautista de Houston. Craig es conocido sobre todo por el desarrollo y defensa en versión actualizada del argumento cosmológico Kalam para demostrar la existencia de Dios. De hecho, desde que publicó por primera vez en 1997 su aggiornamento de este clásico tema de la teología natural, no ha dejado de revisarlo y refinarlo como ha podido a la luz de las numerosas e importantes críticas que ha ido recibiendo y de los nuevos conocimientos científicos en la cosmología del Big Bang y la inflación subsiguiente, relatividad general y mecánica cuántica.

Más que en reformular el argumento de ascendencia aristotélica de esta pieza clásica de la teología natural, la labor de Lane Craig ha consistido básicamente en un aggiornamento de la exposición y defensa de las premisas originales.

El argumento cosmológico o Kalam dice en general así:

1. Todo lo que comienza a existir tiene una causa de su existencia.
2. El universo comenzó a existir.
3. Por lo tanto, el universo tiene una causa de su existencia.

Aparentemente, se trata de un silogismo de simplicidad y evidencia descomunales. Mas, examinadas las dos primeras premisas, enseguida aparecen errores y contradicciones. Lane Craig, en su defensa de la validez del argumento Kalam, utiliza la idea de causalidad tal y como hacían Aristóteles y los filósofos griegos hace veinticinco siglos. Esta idea sigue siendo válida en el mundo a escala mesoscópica, en el que rigen las leyes de la física clásica. Mas, con el advenimiento de la mecánica cuántica, la relación entre causa y efecto se ha entendido de otro modo, máxime en el dominio de las partículas elementales. En efecto, y a manera de ejemplo, sabemos que un principio básico de la Naturaleza que estudia la electrodinámica cuántica, la ciencia más precisa que tenemos, es que, si un electrón va de A a B, dos puntos cualesquiera en el vacío del espacio-tiempo, unas veces emitirá un fotón; otras, dos, tres o más; en ocasiones, uno o más de los fotones emitidos será reabsorbido por el electrón en el curso de su desplazamiento. Puede incluso que complete su trayectoria sin emitir fotón alguno. Todos estos eventos son probables, si bien con distinta probabilidad de ocurrir. Por lo tanto, podemos asignar a cada suceso una cierta probabilidad de que ocurra, mas no una causa determinada.

De la segunda premisa sólo puede decirse que no está establecido que el universo tuviese un comienzo. A día de hoy, simplemente no sabemos si tal hecho es cierto o no. Lane Craig, para hacer valer el valor de verdad de esta premisa, formula una refutación mitad filosófica, mitad científica, de que no es posible un regreso infinito hacia el pasado. Pero esto no es así. Las leyes de la Naturaleza, en las formulaciones básicas que nos ofrece la mecánica cuántica, son simétricas respecto del tiempo, es decir, que son válidas desde el infinito negativo al positivo. No hay nada, por tanto, en los fundamentos de las leyes de la Naturaleza que prohíban un infinito eterno en el pasado ni en el futuro. Adicionalmente, Lane Craig se niega a admitir la posibilidad de que, en caso de que el universo tuviera un principio, su existencia no tuviese causa alguna. Pero hoy sabemos que es posible construir modelos científicos que permitan la existencia de un universo sin causa, o lo que se llama, en los términos coloquiales utilizados por los cosmólogos, a free–lunch universe, o lo que es lo mismo, un universo sin costo alguno, gratis et amore. A favor de esta posibilidad está el hecho de que cada vez estemos más seguros de que nuestro universo es plano y, por tanto, de que su energía total es cero, por lo que no sería necesaria inversión inicial alguna en energía para que surgiera el universo.

Ante este hecho, Lane Craig ha puesto sobre el tapete el teorema de Borde-Guth-Vilenkin, aseverando que de dicho teorema se infiere que el universo no puede ser infinito en el pasado y que, por tanto, tuvo un origen. Esto es falso, pues el artículo de Borde-Guth-Vilenkin publicado en 2003 muestra que «casi todos» los modelos inflacionarios del universo (a diferencia del «universo» único de Lane Craig) alcanzarán un límite en el pasado, lo que significa que nuestro universo bien pudiera haber sido uno de los que hayan existido infinitamente en el pasado, caso de que el tiempo hubiese existido antes del Big Bang. Además, este teorema se basa en la física clásica y no incluye los efectos cuánticos que, en los límites, pueden ser muy importantes. No descarta, en fin, el universo sin límites de fronteras (no-boundary proposal) de Stephen Hawking y James Hartle.

Una visión más moderna de la teología natural sugiere que la razón no busca tanto proporcionar una prueba de la existencia de Dios como proporcionar una forma coherente, extraída de las percepciones de la religión, que reúna lo mejor del conocimiento humano de todas las áreas de la actividad humana. Por tanto, la teología natural intentaría relacionar la ciencia, la historia, la moral y hasta las artes en una visión integradora del lugar de la humanidad en el universo. Esta visión sería religiosa y no naturalista, en la medida en que se refiere a una realidad abarcadora que es trascendente en poder y valor. La teología natural no es, según estos planteamientos actualizados, un preludio de la fe, sino una cosmovisión general dentro de la cual la fe puede tener un lugar inteligible. Con este enfoque moderno, la teología natural deja atrás su impronta literaria romántica y muchas veces lírica, y se apropia del lenguaje preciso y pragmático propio de la comunicación técnica y científica, un lenguaje que busca rigor y precisión, y huye de la ambigüedad recurriendo a un léxico inequívoco.

Así, en los últimos años, los filósofos de la religión y los estudiosos de la teología natural se han interesado cada vez más por el estudio biológico y cognitivo de la fe religiosa. En su mayor parte, los debates han girado en torno a si el conocimiento psicológico de los mecanismos cognitivos y la historia evolutiva del pensamiento y la conducta religiosa tienen algún impacto en la racionalidad de las creencias religiosas. Este animado debate está conectado a discusiones sobre argumentos evolutivos y desmitificadores en la epistemología analítica y en la ética.

Helen De Cruz y Johan De Smedt, en el reciente ensayo A Natural History of Natural Theology. The Cognitive Science of Theology and Philosophy of Religion, tratan de remediar un problema frecuente: los estudios biocognitivos de la religión corren a cargo de filósofos de la ciencia que no saben lo bastante de ciencia. De manera similar, cuando los psicólogos y antropólogos intentan adentrarse en el terreno propio de la filosofía de la religión y de la teología natural, es evidente su falta de conocimiento de las intrincadas discusiones en esas áreas. El objetivo de los autores es combinar el análisis filosófico de los argumentos teológicos naturales con los resultados empíricos de las ciencias cognitivas. Más específicamente, quieren determinar si algunas premisas en los argumentos teológicos naturales están apoyadas en intuiciones producidas por nuestros sistemas cognitivos, un hecho que debe tenerse en cuenta cuando se evalúa el estado epistémico de dichos argumentos.

Dado que este libro busca la concordancia de la filosofía de la religión con la ciencia cognitiva, podría terminar decepcionando a los representantes de ambos ámbitos. Filosóficamente, el libro de De Cruz y De Smedt tiene como objetivo cubrir una enorme cantidad de terreno, por lo que es comprensible que aquellos que antes estaban bien versados en los debates sobre argumentos teológicos naturales no encuentren muchas ideas filosóficas nuevas. Del mismo modo, los psicólogos y otras personas que están al día en los hallazgos empíricos podrían no aprender nada nuevo de él. Sin embargo, para los filósofos y teólogos que deseen comprender e involucrarse en nuevas investigaciones empíricas sobre la religión y preguntarse sobre sus implicaciones para la filosofía de la religión, este libro es un buen lugar para empezar a indagar sobre este intento bastante original de aggiornamento de la teología natural, aunque esté, muy probablemente, condenado al fracaso.



Templo de Phra Prang Sam Yot, en Lopburi, Tailandia


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4556
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"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

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