Tengo alma de vagabundo. El dinero no me interesa tanto como para salir corriendo a ganarlo. A mí me parece que se trabaja demasiado en el mundo, lo cual es una pena. Con esta cita de William Faulkner el filósofo David Sánchez Usanos, inicia en Revista de Libros [Literatura y fracaso. Notas sobre un arte improbable, 03/02/2025] un interesante artículo sobre la literatura y el fracaso.
Una institución cambiante. Este carácter subalterno de la literatura resulta conflictivo con la posición que defendemos aquí y también con lo desarrollado por los llamados «formalistas rusos», que afinaron algo más y pensaron la literatura como una función; hablaban de la «literariedad» y la vinculaban a un uso extraño del lenguaje, no convencional, «desautomatizado». Entendían por tanto la literatura como un sistema ajeno a cualquier finalidad práctica, a cualquier utilidad, pero dependiente históricamente de todos aquellos usos del lenguaje que no son literatura, respecto a los que está en tensión. La herencia del formalismo recogida en el (post)estructuralismo y en textos tan relevantes como De lenguaje y literatura de Foucault concluirían que lo literario, la literariedad, la literatura, en suma, sería una categoría cambiante a lo largo del tiempo y que se definiría desde el presente en función de esa fricción respecto al resto de usos lingüísticos, una relación que implicaría una reconsideración del pasado, de la tradición, del canon, de aquello que se considera «clásico» y con lo que lo literario se relaciona siempre de un modo problemático ―alguien familiarizado con la prosa de Nietzsche estaría tentado de recurrir al adjetivo «intempestivo―-: qué se considera literatura y qué no es algo que varía a lo largo del tiempo y que nunca queda estabilizado para siempre. En el texto mencionado, Foucault afirma con acierto que para nosotros es indudable que Eurípides o Shakespeare forman parte de nuestra literatura, pero no está claro que fuesen considerados como literatura en el momento en el que les tocó vivir.
En este punto la literatura y el arte se aproximan, en el sentido de que los intentos de establecer una definición para estas prácticas adquieren un carácter laberíntico y quizá para algunos poco convincente. Siempre encontré seductora la teoría institucional del arte de George Dickie, suscrita a su manera en España por José Jiménez, que viene a decir que «arte» es aquello que los seres humanos en un momento determinado llaman «arte», un ejercicio ratificador que se está produciendo ―y reconsiderando― constantemente a través de un entramado de instituciones (galerías, museos, revistas, crítica, etc.). Considero que es algo válido también para la literatura, que podría ser asimilada entonces al uso artístico del lenguaje escrito.
El crédito de lo trágico. Ya que ha aflorado la cuestión de los clásicos, sería oportuno hablar del valor cultural que posee el fracaso en el arte de contar historias. La autoridad ejercida por Aristóteles en nuestra tradición resulta indiscutible. Cierto es que a veces no es sencillo distinguir cuánto de inmanente hay en ese magisterio ―cuánto de intrínsecamente valioso y todavía vigente hay en sus exposiciones― y cuánto de puramente histórico ―ese mecanismo falaz según el cual algo es relevante y respetado por el simple hecho de que quien lo enuncia es alguien considerado relevante y respetado―, pero ello no debe ser obstáculo para reconocer la tremenda influencia de su Poética en la reflexión artística y literaria posterior. En cierto modo podría decirse que el tratado aristotélico supone un fracaso desde el punto de vista conceptual. Su título invita a pensar en una consideración general acerca del arte poética, con orientaciones sobre la versificación, el metro, la rima o la diversidad de tonos, pero con lo que nos encontramos es con algo parecido a un manual de composición de buenas tragedias. Pero quien espere encontrar allí una definición de «tragedia» o de «lo trágico» se verá defraudado: aunque hay observaciones deslumbrantes acerca de la trama y los personajes, no hay ninguna enumeración de rasgos ni de elementos privativos de dicho género, desde luego nada parecido a una écfrasis. Aristóteles, como tantas otras veces, da por hecho que aquello de lo que habla existe de manera efectiva, que no necesita argumentar ni convencer de ello a su auditorio y procede directamente a ocuparse de la descripción de una manifestación concreta. No hay reflexión acerca de la esencia de lo trágico, sino que elige al más laureado dramaturgo de su tiempo, Sófocles, y analiza su obra más célebre, Edipo rey, para ver cómo está hecha.
Por otro lado, aunque resultan conocidas las especulaciones a propósito de la existencia de un tratado análogo acerca de la comedia por parte del filósofo, lo cierto es que, perdido o apócrifo, la ausencia de ese escrito nos ha dejado en la situación de que la figura intelectual más prestigiosa de Occidente jamás se pronunció acerca de las historias con un desenlace feliz, aquellas en las que la figura protagonista logra lo que persigue; de modo que hemos tomado sus reflexiones sobre las tramas en las que las expectativas del personaje principal se ven truncadas, normalmente con un resultado fatal, como una preceptiva literaria de carácter general, como una teoría universal de la composición y, por tanto, como un instrumento para medir el valor artístico de cualquier propuesta narrativa.
La función y el valor de la tragedia en la Poética tienen que ver con su carácter socialmente ejemplarizante: es preciso que por parte del auditorio haya un proceso de identificación con el personaje, que idealmente se presentará como virtuoso, y que, en tanto que protagonista, llevará a cabo una acción o unas acciones ilícitas debidas a su falta de mesura, a su ambición, a su deseo de rebelarse contra su condición, contra algún constreñimiento que debería acatar, pero finalmente sus propósitos se verán frustrados de modo que el orden colectivo que desafiaba quede preservado. En consecuencia, tenemos que, fruto de la autoridad conferida a Aristóteles, el tipo de historia que ha ejercido un papel tutelar sobre nosotros durante siglos es una historia de fracaso individual. Dicho de otro modo, el tipo de historia que tradicionalmente se nos ha presentado como ejemplar desde el punto de vista compositivo es una historia que termina mal. Tampoco es el único lugar en el que leer el prestigio cultural que posee cierto tipo de fracaso en la obra aristotélica. Cuando en su Metafísica habla de la necesidad de un saber que se ocupe de los primeros principios, causas y elementos que constituyen lo efectivamente real, cuando habla de la superioridad de esa filosofía primera, reconoce que un saber de este calado tal vez sólo un dios podría lograrlo, pero que sería indigno del ser humano no intentarlo.
Otro texto indiscutible para afrontar la consideración de la literatura en general y de la literatura moderna en particular ―quizá habría que insistir en el carácter redundante de esta expresión, pues puede que toda literatura sea moderna, que la literatura, de hecho, sea inseparable de la experiencia moderna, o de la experiencia de la modernidad― es El Quijote, sin duda una historia que habla del fracaso en múltiples direcciones y, especialmente, de los posibles efectos nocivos de la lectura a la hora de desenvolverse en la vida, de los errores de interpretación y comprensión a los que conduce una exagerada entrega a los libros. Habla también del atractivo de determinadas causas perdidas, de la curiosidad y de la compasión que generan ciertas formas de derrota y subraya el vínculo que existe entre el fracaso y el prestigio de lo literario y de lo novelesco.
Desde entonces son innumerables las historias consagradas como «literarias» que presentan el marchamo del fracaso en sus protagonistas, en sus ambientes, en sus tramas e incluso en la circunstancia vital de sus autores o autoras ―la experiencia estética contemporánea está determinada en buena medida por las intersecciones entre biografía, autoría y obra―; es cierto que hay verdaderos especialistas en el fracaso que lo tematizan y lo convierten casi en el centro de su propuesta (William Faulkner, Samuel Beckett, Sylvia Plath…), pero es igualmente cierto que casi en cualquier canon en el que nos fijemos prevalecen las obras que constatan algún tipo de fracaso: pareciera como si las historias en las que la gente consigue lo que quiere nos interesasen menos o, en todo caso, las considerásemos cultural o artísticamente inferiores.
Conflictos encapsulados. En Las contradicciones culturales del capitalismo, Daniel Bell explora la paradójica situación según la cual el arte ―sobre todo el arte más prestigiado que, en nuestros días, sigue siendo heredero de las vanguardias y de sus criterios― promueve unos valores y un modo de vida contradictorios con la cotidianidad de la propia sociedad de la que surgen. Veíamos antes cómo el tipo de tragedia que analiza Aristóteles en su Poética es socialmente conservadora en sus «conclusiones», en los efectos que tiene para el héroe desafiar el orden social existente. Si asumimos el diagnóstico de Bell, vemos que el arte y la cultura contemporáneos, aunque también estén repletos de protagonistas fracasados, de lo que verdaderamente dan testimonio es del fracaso de la sociedad en la que se inscriben.
Si aceptamos tan seductora hipótesis podríamos decir que la literatura constituye algo así como el inconsciente socializado de una comunidad en un momento determinado, es decir, un ámbito donde circulan los conflictos, deseos e insatisfacciones de un grupo humano, un registro que enuncia por medio de tramas y personajes y en un determinado tono las principales tensiones que afectan a la sociedad. Evidentemente la literatura se alimenta de la principal fuente de conflictos que nos atañe como seres humanos, la particularidad que nos caracteriza más allá de nuestro genoma y que tiene que ver con una triple combinación: el hecho de que seamos animales sexuados cuyo celo no está sometido a periodos estacionales; el hecho de que seamos conscientes de nuestra finitud (sabemos que nos aguarda el envejecimiento y la muerte); y el hecho de estar afectados por el lenguaje (una facultad que desborda cualquier explicación funcionalista). Los seres humanos han expresado desde hace miles de años estas insatisfacciones a través de cantos y poemas que constituyen la épica. Así, el Poema de Gilgamesh, una de las más antiguas epopeyas escritas, puede leerse como una exposición de la frustración humana respecto a su propia mortalidad (tras la muerte de su joven amigo Enkidu, Gilgamesh viaja en busca de una legendaria planta que otorga la vida eterna) y podemos encontrar esas tensiones elementales en casi todo documento cultural, también en los contemporáneos. Pero si hemos de buscar alguna fuente de conflictos que caracterice la literatura (moderna) hemos de hablar de la alienación específica que experimenta el individuo en una sociedad desacralizada y mercantilizada.
Moishe Postone tiene un estupendo estudio sobre la obra de Marx que lleva por título Tiempo, trabajo y dominación social en el que se centra en la naturaleza alienante del trabajo como principal vínculo social contemporáneo y discute hasta qué punto un cambio en la administración y regulación de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, así como en la distribución de los beneficios de la producción industrial, no supondría ―no supuso― abandonar el capitalismo mientras se mantenga el tipo de trabajo que caracteriza nuestras sociedades. Sin entrar en más detalles acerca de la reflexión crítica de Postone, ya el mismo título de su libro podría considerarse una enunciación de esos conflictos contemporáneos de los que decíamos antes que se alimenta la literatura: la colonización del tiempo, de la identidad y de los deseos del individuo por parte de una estructura de dominación abstracta y ajena.
No podemos reducir la literatura a una única motivación, tampoco la contemporánea, pero resulta notoria la presencia ―a veces espectral, en no pocas ocasiones explícita― de ese vampiro que vacía la experiencia y trastorna al individuo en los principales autores de las vanguardias. Hemingway explora los últimos reductos del mundo que piensa ajenos a la lógica industrial y a la impersonalidad características de la ciudad moderna: de las verdes colinas de África al exotismo del toreo, el boxeo, la guerra o la pesca. Los personajes de Kafka deambulan por laberintos weberianos que les acaban sepultando; las más célebres obras de Joyce se aproximan demasiado a una prosa a través de la que la ciudad delira; las mejores páginas de Virginia Woolf también enuncian el sinsentido de la experiencia contemporánea y mercantil, como los poemas de T. S. Elliot, cuya Tierra baldía se parece a un réquiem por la moderna civilización industrial, e igual que las diatribas de Ezra Pound o, antes que todos ellos, el aristocrático desplante de Baudelaire hacia el orden burgués. Como evidencian sus biografías, diarios y epistolarios, todos ellos intentaron escapar de la esclavitud del trabajo, el salario y la producción, algo que también se manifiesta en las tramas, personajes y versos que escribieron. Podemos encontrar igualmente ese intento de fuga respecto al modo de vida que impone el capitalismo en la mitología faulkneriana, en el mundo lúcido y desencantado de Joseph Conrad o, si acudimos a figuras algo más próximas en el tiempo a nosotros, en el tono jactancioso con el que Bukowski se opone al trabajo y plantea algo parecido a una versión californiana de Diógenes el cínico, o en la clarividencia con la que Lucia Berlin describe nuestro mundo mientras ella/sus personajes se somete(n) a un sutil autosabotaje. En España, Belén Gopegui o la recientemente celebrada Silvia Hidalgo también escriben sobre la decepción y la resistencia que suscita este modo de vida nuestro.
Nos resulta muy convincente la hipótesis de lectura de Ernst Bloch y Fredric Jameson según la cual siempre podemos detectar en el arte y la cultura de un determinado momento histórico un impulso utópico que nos informa de las insatisfacciones y anhelos de la comunidad de la que emana: las obras literarias contendrían tanto un repertorio de los conflictos sociales de su tiempo, como un modelo hipotético de sociedad futura en la que esos conflictos no existiesen o se viesen minimizados. Así, la literatura sería tan dependiente del fracaso del presente ―una comunidad absolutamente reconciliada no produciría arte― como de una esperanza futura ―un mundo que no contemple su propia transformación, como tal vez empiece a ser el nuestro, generaría un arte y una literatura muy empobrecidos, unilaterales―.
Ya desde los orígenes de la novela moderna con El lazarillo de Tormes¸ El Quijote o Robinson Crusoe observamos cómo se trata de un registro en el que se da voz a figuras marginales, a fracasados (el criminal, el loco, el náufrago), algo que, como hemos visto, se reitera a lo largo de la historia y que incluso se acentúa en la contemporaneidad, donde parece que sobreabundan las historias de inadaptación y desarraigo, una circunstancia que condensó de modo regio Susan Sontag cuando dijo aquello de «la perversidad es la musa de la literatura moderna».
Respecto a la modernidad también habría que mencionar la impugnación que supone la literatura respecto a cierta ambición cartesiana de reducir todo conocimiento relevante a aquél que puede expresarse con claridad y distinción; la literatura trabaja necesariamente con la ambigüedad, con la paradoja, con la incongruencia y con la contradicción, ahí radica su «efecto de realidad», ahí su verosimilitud. Si la literatura suscita nuestra curiosidad, capta nuestra atención y mantiene nuestro interés es también porque el resto de formas discursivas de aproximación a la realidad resultan insuficientes ―y, en la medida en que se pretendan absolutas, fracasadas―.
Con estas páginas no hemos pretendido un ejercicio prescriptivo que marque qué sea o deba ser la literatura, sí hemos intentado, en cambio, atender qué aspectos ligan la literatura al fracaso, mostrando también cómo hay una convergencia entre forma y contenido: unos temas, unos argumentos y unos personajes que no encajan ni se atienen al consenso social establecido, que evidencian su fracaso, se ponen en movimiento mediante un lenguaje, mediante una forma de hablar, que también supone un desajuste y un desafío al resto de formas de usar el lenguaje, una refutación del imperio de lo útil y de lo funcional sobre el que se construye la mercantilización que nos deshumaniza. Ese pragmatismo tan diabólico como mal entendido se delata cuando los hombres de provecho, ante un texto con intención científica, contractual o jurídica que se muestra fallido, lo descartan diciendo que se trata de «(mera) literatura».
Además del fracaso en la forma, en el contenido y en la producción de efectos prácticos, controlables y verificables, nos reencontramos en la literatura, en esa forma de articular el lenguaje, con el fracaso de la definición; en efecto, en los textos literarios hay una preocupación por su propia naturaleza, una especie de diálogo interno, de murmullo, que plantea el interrogante de su propia esencia a través de una apelación más o menos explícita, más o menos tácita, a otros autores y obras considerados como literarios. La literatura es también ese perpetuo ejercicio de indefinición reflexiva que no cesa de reescribir el canon. Por un momento sentimos la tentación de concluir estas líneas parafraseando el final de Las palabras y las cosas de Foucault diciendo que la literatura es fruto de una situación histórica concreta, un efecto de lectura con el que convivimos, pero que en modo alguno está garantizado y que, como las figuras dibujadas en la arena cuando son barridas por el mar, tal vez un día desaparezca. Y que tal vez no pasaría nada, pues no consideramos que la literatura sea un registro superior a todos los demás, sino tal vez un tono específico y, desde luego, una ocasión para leernos a nosotros mismos, una herramienta de aprendizaje, placentera pero no imprescindible. Puede que la literatura tenga más que ver con un modo de leer que con un modo de escribir y quizá, como suele suceder a veces, las mayores amenazas provengan del intento de sacralizarla, de aumentar artificialmente su alcance, de intentar imponer su obligatoriedad, de considerar que cualquier texto impreso, encuadernado y escrito con la suficiente ambición deba ser considerado literatura, de considerar que leer libros es algo bueno en sí mismo, que automáticamente produce mejores ciudadanos, consumidores más cívicos, almas más sensibles. Sabemos que esto no es así, que leer puede reportar algún beneficio individual (enriquecer la experiencia, entretener, adquirir mayor repertorio léxico), pero que, en cualquier caso, lo decisivo no es cuánto se lea, sino qué y, sobre todo, cómo se lea. La literatura, insistimos, se parece a un modo de leer ―y con esto volvemos al verdadero principio― que parte de un fracaso, pues tiene que ver con la necesidad de resistirse a la muerte y al olvido y a que ciertas cosas no puedan ser de otro modo del que son. David Sánchez Usanos es profesor de filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid y coordinador de investigación en la escuela SUR del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Sus líneas de investigación tienen que ver con la experiencia temporal y con las intersecciones entre filosofía y literatura. Compagina su actividad docente e investigadora con la traducción y la crítica literaria y musical. Entre sus últimas publicaciones destaca el libro A tres versos del final. Filosofía y literatura (Siglo XXI).
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