Imagen de la Bolsa de Nueva York
En septiembre del pasado año el profesor James K. Galbraith, catedrático de Relaciones Gobierno/Empresas en la Escuela de Asuntos Públicos Lyndon B. Johnson de la Universidad de Texas en Austin, pronunció la conferencia inaugural del curso en la Universidad de Jena, Alemania, titulada titulada "La gran transformación: sobre el futuro de las sociedades contemporáneas". Este artículo que subo hoy al blog es una adaptación de esa conferencia, y fue publicado por el profesor Galbraith a principios de este mes de enero, defiendendo la tesis de que acabar con la desigualdad es, posiblemente, la única vía de salvación del capitalismo, pues el mundo necesita una transformación tan radical como la que se produjo entre el feudalismo y la sociedad de mercado, y acabar con la inequidad exige controlar el carácter depredador de las finanzas.
"Dos grandes fantasmas -comienza diciendo Galbraith- se ciernen sobre la humanidad. Uno es la extinción rápida a consecuencia de una guerra nuclear a gran escala, o un planeta tóxico resultado de un conflicto atómico más limitado como ya señaló en su día el brillante físico Andréi Sájarov; el otro es una extinción más lenta por efecto de un calentamiento global desbocado. Ganar la carrera a esta amenaza exige el mayor esfuerzo de planificación, inversión, educación pública y seguridad social de la historia de la humanidad, es decir, la madre de todos los new deals.
A pesar de ello, los economistas adeptos al paradigma dominante han frustrado cualquier intento de afrontarlo. Por ejemplo, es ilusorio pensar que para abordar procesos económicos que tendrán efectos extensos e inciertos dentro de 50 o 100 años basta con aplicar mecanismos de mercado actuales, como poner un precio o un impuesto a las emisiones de carbono. Y, sin embargo, un economista de primera fila de la Administración del expresidente estadounidense Barack Obama (uno de los buenos, en términos relativos) me comunicó justo esta misma idea hace unos años, precisando que su “Hayek interior” estaba hablando a través de él. En el mundo real, necesitamos una ciencia económica capaz de integrar recursos, estabilidad social y medio ambiente en un marco realista a largo plazo.
En mi trabajo reciente trato dos temas relevantes respecto a este problema. Uno tiene que ver con el crecimiento económico en el siglo XXI, en particular tras la crisis financiera de 2008. El otro afecta al alcance y el significado de las desigualdades económicas. Ambos son factores que capacitan y limitan respectivamente nuestros esfuerzos por dar respuesta a las amenazas a la vida. Aunque trabajemos para evitar la guerra nuclear y mitigar el calentamiento global, también tenemos que mantener un sistema en funcionamiento que proporcione a la población mundial un nivel de vida digno. De lo contrario, la gente se opondrá a la gran transformación que, debido sobre todo a la amenaza climática, se impone. La inestabilidad económica permanente nos atará de manos permanentemente.
El camino desde Hayek. Para los economistas convencionales, la economía de mercado es un sistema que se estabiliza a sí mismo. Por citar el ejemplo más clamoroso de esta visión de las cosas, estos especialistas interpretaron la gran crisis financiera de 2008 como una conmoción imprevista y, de hecho, imprevisible.
Esta interpretación resultaba útil porque protegía a quienes la sostenían frente a la acusación de que deberían haber visto venir la crisis y haber tomado medidas para evitarla. En aquellos años, durante una de mis escasas apariciones en la televisión estadounidense, propuse que como repuesta a la crisis deberíamos aplicar el principio naval de la “responsabilidad de mando”, según el cual, cuando un barco encalla, el capitán es relevado inmediatamente y más tarde una comisión de investigación determina si fue realmente responsable. La propuesta no fue bien recibida. Los capitanes volvieron a ser nombrados para la Reserva Federal y el Departamento del Tesoro y a uno de ellos se lo llevaron de la Universidad de Harvard para ponerlo al servicio de la Casa Blanca.
Pero la verdad es que no se puede culpar a los economistas convencionales por adoptar esa postura. Lo contrario habría equivalido a arrojar dudas sobre la primacía intelectual de sus ideas. Por consiguiente, era necesario ignorar a quienes sí vieron venir la crisis. Y fueron muchos, algunos en los márgenes de las instituciones académicas, otros en el mundo de las finanzas.
La versión de la “conmoción imprevisible” implicaba además que después de la crisis vendría la recuperación. Al fin y al cabo, si la estabilidad y el autoequilibrio están en la naturaleza del sistema, el modelo predice una vuelta automática a la norma anterior a la crisis. Pero, si bien es cierto que en la corriente dominante muchos prestaban oídos al Hayek que llevan dentro, los keynesianos también se hacían oír. Sin embargo, puesto que a ese bando no le faltaban tampoco vínculos importantes con el pensamiento dominante, solo pudo reunir una oposición relativamente poco significativa y sostener que a la inevitable recuperación le vendría bien un poco de estímulo.
Nunca pensé que las cosas serían tan simples. En mi libro de 2014, El fin de la normalidad, propuse una perspectiva alternativa fundamentada en cuatro hipótesis amplias. Todas ellas ofrecían razones para prever que el futuro curso de la recuperación y el comportamiento económicos iban a ser estructuralmente inferiores al escenario vaticinado por los economistas educados en la creencia de que la segunda mitad del siglo XX fue normal. En pocas palabras, llegué a la conclusión de que, en las décadas posteriores a la crisis, el crecimiento y el empleo serían más débiles que en las anteriores.
Menor rentabilidad de la energía y el capital. La primera hipótesis hacía referencia al aumento del coste real (ajustado a la inflación) de los recursos, en particular de la energía, y a la inestabilidad inherente a la financiarización del mercado energético. Con el tiempo, la energía —un bien cuya función es suministrar las materias primas más básicas a la economía— se ha convertido en un motor de desestabilización especulativa de primer orden. A este fenómeno lo llamo “efecto collar de estrangulamiento”. Una economía grande que se adentra en una senda de crecimiento fuerte se enfrentará a unos costes de los recursos cada vez más altos debido no solo al aumento de los costes reales de la adquisición de los recursos que necesita, sino también, y sobre todo, a la especulación de los inversores y los acaparadores en periodos de tiempo mucho más breves.
Tras la crisis de 2008, el desarrollo de la fracturación hidráulica (fracking) con el fin de extraer gas y petróleo de las reservas de hidrocarburos de esquisto aflojó el collar de estrangulamiento en Estados Unidos. Este proceso redujo en buena medida el precio de la energía (si bien a un altísimo coste medioambiental) y tuvo un efecto notable a corto plazo en la economía estadounidense. La producción de Estados Unidos se reactivó en parte gracias al precio relativamente barato de la energía y de las materias primas de origen fósil. Ahora bien, no sabemos cuánto durará este efecto.
En Europa, el problema del coste de los recursos sigue vigente. Una de las causas, y no la menos importante, es que muchos Gobiernos del continente se han comprometido con la introducción de fuentes de energía más limpias, mientras que Estados Unidos ha optado (de momento) por la vía fácil a través del petróleo y el gas de esquisto, cuyo precio es inferior. Cuando se invierte en lo que al principio es una forma más cara de generar energía, como han hecho los europeos, no hay más remedio que gastar más en eso y menos en todo lo demás. Además, la producción final crece de manera más lenta. Hace falta una gran superioridad tecnológica para encontrar una solución a este problema y mantener una posición fuerte en los mercados mundiales, como ha hecho Alemania (un ejemplo casi único en Europa).
La segunda hipótesis se centraba en el descenso de las inversiones a largo plazo en capital físico, en la construcción, y en las infraestructuras que le sirven de apoyo. En particular, la parte de la actividad total correspondiente a la inversión en ladrillo lleva varias décadas reduciéndose tanto en Estados Unidos como en Europa, lo cual significa que la inversión en su conjunto contribuye menos que antes al crecimiento.
El descenso de la inversión pública es un componente importante del problema. En el caso de Estados Unidos, uno de los principales factores es que el gasto militar ha engullido recursos que se podrían haber destinado a las infraestructuras, como puede ver cualquiera que viaje por las autopistas estadounidenses. (El estado de los ferrocarriles y el transporte público urbano en lugares como Nueva York y Boston es todavía peor). Los 685.000 millones de dólares destinados este año a gasto militar suponen una sangría enorme de recursos técnicos e ingenieriles que se sustraen de la economía total y que, además, en gran medida son innecesarios para la seguridad nacional y apenas sirven para otra cosa que para mantener guerras infructuosas e inacabables.
El problema de Europa es ideológico, un reflejo de la época de austeridad y de culto a la privatización. Los ferrocarriles británicos y otros servicios que antes fueron públicos son ejemplos visibles de ello. A escala mundial, tanto Europa como Estados Unidos están sintiendo los efectos del cada vez más importante papel de China en la combinación de inversiones. A lo largo y ancho del mundo, ya no es Occidente quien lleva la iniciativa. Y aunque algunos exportadores occidentales —llámese Alemania— se han beneficiado del auge de China, no necesariamente va a seguir siendo así. China está desarrollando con rapidez sus propias industrias de alta tecnología, transportes e ingeniería.
La pérdida de perspectiva respecto a la tecnología. Mi tercera hipótesis tenía que ver con la actual revolución tecnológica y en concreto con el auge y la difusión de las tecnologías digitales compactas. Los especialistas en estadística económica tienen la triste reputación de ser incapaces de comprender las repercusiones de estas tecnologías y, de hecho, no detectan prácticamente ninguna, aunque las tecnologías y sus consecuencias son visibles para cualquiera.
Es evidente que muchas nuevas tecnologías ahorran mano de obra, desplazando así a las personas de los puestos de trabajo de oficina y servicios, igual que las tecnologías de la automoción desplazaron a los caballos del transporte y la agricultura hace un siglo. Las nuevas tecnologías también reducen los costes de toda una serie de servicios, así como de la producción y difusión de la información, las noticias y el entretenimiento. Una parte importante de la actividad se ha eliminado a efectos prácticos de la tasa básica de crecimiento porque tiene que ver con la producción de bienes y servicios a un coste fijo con un gasto marginal muy reducido para el consumo adicional.
Lo que a menudo se pasa por alto es que las nuevas tecnologías también ahorran capital y, por tanto, reducen la parte correspondiente a las inversiones en el gasto total. Esto no es malo, pero significa menos recursos destinados a inversiones, la creación de menos puestos de trabajo con esos recursos y una tasa básica de crecimiento menor. Este efecto de las nuevas tecnologías en los gastos de inversión se podría compensar, pero solo con un aumento de la inversión pública o con más consumo de los hogares sostenido por los ingresos o por el endeudamiento.
A lo largo de la última década, el papel del endeudamiento para mantener el consumo y la actividad económica ha sido más importante en Estados Unidos que en Europa. En Estados Unidos abundan las deudas para pagar los estudios, para adquirir coches y casas, para compras con tarjetas de crédito, y de todas clases habidas y por haber. Los estadounidenses son adictos a los créditos, algo que no comparten con los europeos. Aunque tienen acceso a las nuevas tecnologías, la inestabilidad asociada al endeudamiento merma su capacidad de beneficiarse plenamente de sus ventajas. Este problema seguirá aumentando hasta que Estados Unidos corrija la desigualdad de ingresos resultado del desplazamiento de gran parte de la actividad económica a sectores dominados por un número excepcionalmente reducido de personas que se quedan con la mayor tajada de los beneficios. Más adelante volveré sobre el tema de la desigualdad.
La gran estafa. Por último, en 2014 sostuve que la crisis de 2008 había puesto en evidencia los defectos estructurales del sistema financiero, entre otros la hipertrofia, la megalomanía, la competencia depredadora, los errores de criterio y el fraude a niveles descomunales. Los economistas fieles a las ideas dominantes negaron que tales problemas fuesen posibles. El fraude generalizado, argumentaban, se podía descartar teniendo en cuenta el riesgo que supone para la reputación del estafador. (Estos mismos economistas se basaban en modelos en los que el sector financiero era prácticamente inexistente). En el mundo real ocurre todo lo contrario: cuanto más fraudulento sea alguien, más éxito tendrá, al menos hasta que lo descubran. En todos los países hay esta clase de oligarcas.
En términos generales, una vez que un sistema levantado sobre el fraude, el beneficio personal y el mal criterio ha quedado al descubierto, no es posible repararlo si no es mediante reformas drásticas de amplio alcance y la administración de justicia. En el caso de la crisis de 2008, eso no sucedió. Se parcheó el sistema financiero y se mantuvieron las instituciones ya existentes. Apenas se hizo nada para reformarlas, y gran parte de los cargos siguieron en su puesto. Casi ninguno fue llevado ante los tribunales.
El resultado ha sido una pérdida de confianza, como muestra la locura por los activos de mejor calidad cada vez que se invierte la curva de rentabilidad (como está ocurriendo ahora). Resulta irónico que uno de los principales beneficiarios de este sistema decadente sea el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, una institución que, comparada con todas las demás, representa un bastión de la estabilidad. Desde el punto de vista político, el rescate financiero contribuyó a traernos la presidencia de Donald Trump, que ha confirmado que mucha gente prefiere el gobierno por decreto de los oligarcas a los testaferros con mucha labia.
En consecuencia, tenemos un sector financiero estructuralmente incapaz de proporcionar una dirección estratégica a la economía real. Las finanzas mundiales son el enfermo del capitalismo. Igual que ocurrió con el Imperio Otomano antes de 1914 y con la Unión Soviética en la década de 1980, su debilidad se manifiesta por todas partes y quienes intentan divisar el futuro no creen que vaya a ser demasiado brillante.
Un nuevo ‘new deal’. Si estas cuatro hipótesis son correctas, al menos parcialmente, no se producirá una vuelta automática a la tendencia al crecimiento y a los niveles de empleo del pasado, y los simples estímulos pseudokeinesianos no surtirán efecto. Si a un coche se le rompe la transmisión, no sirve de mucho llenar el depósito de gasolina.
Antes bien, necesitamos una política integral de reformas institucionales dirigida a cambiar la estructura misma del sistema, es decir, un nuevo new deal. Ese programa estaría diseñado para gestionar las limitaciones impuestas por el medio ambiente y los recursos, al tiempo que se preserva la estabilidad social y se mejora la calidad de vida. Su objetivo sería hacer un uso más racional de los recursos, así como la relajación general de las tensiones internacionales y la resolución de los conflictos.
De manera más general, deberíamos replantearnos la idea profundamente arraigada de la competencia estratégica entre países individuales, según la cual cada uno procura tener la mayor economía, la más rica, o con el crecimiento más rápido. Las tareas que nos esperan requieren estabilidad social, seguridad, sostenibilidad y una buena calidad de vida. Se trata de exigencias existenciales, no de asuntos que se puedan añadir a un sistema competitivo y depredador. Para culminarlas con éxito hará falta tiempo, compromiso y paz (de hecho, esta es otra razón para que nos desarmemos todo lo posible, especialmente en lo que respecta a las armas nucleares).
Para poner en práctica un nuevo new deal hará falta una seguridad social más extendida y eficaz. No se puede conseguir que los grandes cambios funcionen si no se protege a los trabajadores descolgados. En particular, hay que defender con decisión que los Gobiernos de todas las economías nacionales, incluida la de Estados Unidos, garanticen el empleo a fin de acabar con el azote del paro. Esa garantía permitiría que los trabajadores desplazados por el sistema se moviesen por el sector privado sin sufrir los efectos debilitantes de la inactividad y, al mismo tiempo, aseguraría que toda una serie de necesidades sociales estarían cubiertas.
El capital financiero depredador no es sostenible; de hecho, es desestabilizador por naturaleza. Al igual que el new deal original, que arrancó con la Ley de Emergencia Bancaria de 1933, el primer paso tiene que ser una reforma financiera integral. Todas las demás reformas necesarias vendrán después.
Qué nos dice la desigualdad. Con esto llegamos al otro gran problema que repercute sobre nuestra capacidad de llevar a cabo con éxito una nueva “gran transformación”: la desigualdad económica. El pensamiento económico dominante sostiene que las causas del aumento de la desigualdad se tienen que buscar en el mercado laboral. Según este punto de vista, el fenómeno es reflejo de los cambios en la demanda y la oferta de mano de obra, motivados en el primer caso por el cambio tecnológico, que requiere unas aptitudes determinadas y, en el segundo, por la educación, la emigración y otras variables.
Para cuestionar este planteamiento hacen falta pruebas. Por fortuna, existen, y las he hecho públicas a través de mi trabajo en el Proyecto Desigualdad de la Universidad de Texas a lo largo de las dos últimas décadas. Mis alumnos y yo hemos desarrollado un conjunto denso y coherente de mediciones comparadas de la desigualdad que abarca el pasado medio siglo y más de 150 países. A la vista de los datos queda claro que la idea comúnmente aceptada de que las desigualdades son resultado de dinámicas idiosincrásicas de los mercados laborales de cada país es falsa. Antes bien, existen patrones comunes a diversos países y a lo largo del tiempo.
Estos patrones muestran que la desigualdad económica y las finanzas globales son las dos caras de la misma moneda. En consecuencia, gran parte de las obras actuales sobre microeconomía elaboradas dentro del paradigma dominante —y no solamente las que tratan de la desigualdad— están obsoletas desde un punto de vista conceptual. Al fin y al cabo, el objetivo central de la microeconomía neoclásica siempre ha sido explicar y racionalizar la distribución. Sin embargo, si para ello se toman como referencia los mercados laborales locales y las “tasas de retorno”, se ocultan las verdaderas fuerzas dominantes que afectan a la distribución de los ingresos y a la tasa de beneficio. Las pruebas por sí mismas pueden decirnos cuáles son realmente esas fuerzas.
Los datos muestran que la desigualdad económica ha aumentado en todo el mundo en oleadas. La primera se produjo alrededor de 1980 con la crisis de la deuda de los países en desarrollo. Esta ola inicial se extendió al bloque soviético provocando su hundimiento a finales de la década de 1980 y fue seguida por la liberalización de un buen número de economías asiáticas en la década de 1990 que culminó con la crisis financiera en ese continente.
En 2000, la desigualdad alcanzó su máximo tanto en Estados Unidos como en otros países, tras lo cual la situación de la economía mundial se estabilizó más o menos durante 10 o 15 años. En algunos casos, como en Latinoamérica después de 2000, la desigualdad descendió debido a la buena salud de los mercados de exportación y a los éxitos de los Gobiernos socialdemócratas de la zona. También se redujo en China a medida que la prosperidad se extendía por todo el país desde los centros de modernización iniciales, mientras que en Rusia la economía se recuperaba de los desastres de la década de 1990. Si bien en todos esos lugares la desigualdad sigue siendo mucho mayor que en el pasado, las fuerzas que la hacían crecer dejaron de actuar temporalmente.
Estos patrones de máxima desigualdad muestran que las políticas y las prácticas de las grandes finanzas han sido las responsables de las condiciones macroeconómicas en el mundo, pero también que se pueden controlar. Las finanzas no son la única fuerza que actúa sobre los resultados económicos, pero si se elimina de las medidas la tendencia común —cuya pista conduce a las finanzas—, ya no se observa un aumento generalizado de la desigualdad en países de todo el mundo. La prueba es contundente. Lo que hemos presenciado han sido las consecuencias de unas condiciones que la globalización financiera hizo posibles.
Para ver cómo funciona el proceso en la práctica, pensemos en el caso de una economía pequeña, abierta y “liberalizada” cuya moneda sufre sobrevaloraciones periódicas. En los momentos de estrés financiero, el capital se fuga y la moneda se hunde. La desigualdad dentro del país aumenta espectacularmente de la noche a la mañana porque los ingresos del exterior en moneda extranjera aumentan en relación con los generados dentro del país en la moneda local. La única manera de conseguir que el sistema sea estable y sostenible es controlar los mecanismos responsables de estos repuntes de la desigualdad. Esto, a su vez, solo se puede lograr con unas políticas y unas instituciones capaces de regular con eficacia las finanzas mundiales.
La palabra clave aquí es “eficacia”. Controlar las finanzas mundiales es toda una proeza, pero resulta imprescindible si Occidente quiere desempeñar un papel a la hora de fijar el futuro rumbo de la economía mundial. De lo contrario, China estará encantada de ocuparse de ello. Los partidarios de las finanzas globales lo saben, lo cual podría explicar el aumento de las tensiones entre el país asiático y Estados Unidos.
En resumen, como sostiene también mi amiga Kari Polany Levitt (hija del historiador de la economía Karl Polany), hoy en día la fuerza impulsora detrás de la desigualdad es la “gran financiarización” de la economía mundial a lo largo de los últimos 40 años. Los efectos de esta tendencia han variado dependiendo de la capacidad de las instituciones nacionales para oponerse a ella. Los países de más tamaño o más ricos se pueden aislar de las consecuencias de las finanzas mundiales mejor que los pequeños o más pobres. En todo caso, un mundo estable exigirá un nuevo sistema capaz de proteger a los débiles de los fuertes.
Últimas oportunidades. El actual nivel de desigualdad es síntoma de una enfermedad económica que amenaza la perduración de una existencia humana organizada, pacífica y próspera. Las desigualdades provocadas por los momentos de prosperidad financiera disparada y la concentración de ingresos en sectores especulativos (burbujas) son insostenibles por naturaleza. Si nos preocupa la sostenibilidad medioambiental, también tenemos que preocuparnos por la sostenibilidad en el terreno de la economía, ya que la inestabilidad obstaculiza la acción eficaz ante los desafíos mundiales, incluidos el cambio climático y la amenaza nuclear.
Si no hacemos nada, nos habremos atado de manos. Cualquier planteamiento tolerante con la desigualdad extrema y carente de utilidad pública es una fórmula que garantiza disturbios sociales, conflictos internacionales y pérdida de libertades ya en peligro en todas partes.
Karl Polanyi es famoso por su análisis de los fundamentos institucionales de lo que él llamó La gran transformación [Virus Editorial, 2016] del feudalismo al capitalismo. Tenemos que proponernos alcanzar un conocimiento igual de profundo y, al mismo tiempo, llegar más lejos. Hacer realidad el cambio institucional que necesitamos exigirá mucho más pensamiento creativo y mucho menos dogmatismo, sobre todo en la economía. Es lo que se nos exige ahora y lo que se les exigirá a las futuras generaciones".
El profesor James K. Galbraith
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