sábado, 9 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] Los Balcanes en La Haya. Penúltimo acto





Quizá muchas personas se estremecieran hace unos días viendo en directo el suicidio del exgeneral bosnio-croata Slobodan Praljak en plena sesión del Tribunal Penal Internacional de La Haya, tras escuchar la sentencia que le condenaba por los crímenes cometidos en la Guerra de los Balcanes. Confieso sin pudor que a mí la escena me dejó frío: un criminal de guerra más, un cobarde más, que como el mariscal nazi Hermann Göring, prefirió quitarse de enmedio a asumir ante el mundo la responsabilidad de sus actos y pagar por ellos la pena impuesta.

El profesor Francisco de Borja Lasheras, director de la Oficina en Madrid del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, que después de servir en la Representación Permanente de España ante la OSCE pasó varios años en los Balcanes Occidentales como experto en las misiones de la OSCE en Bosnia y Herzegovina, escribía ayer en el diario El Mundo sobre el juicio y la sentencia del Tribunal Penal Internacional de La Haya a Ratko Mladic y Slobodan Praljak, y sobre sus recuerdos personales de su estancia en los escenarios de aquella guerra.

Solo he visto a Ratko Mladic en la televisión y el ordenador, pero conozco bien su legado en Bosnia oriental, comienza diciendo. Viví un par de años a principios de esta década en la municipalidad de Foca, en el Alto Valle del río Drina, fronterizo entre Bosnia, Montenegro y Serbia. Mladic nació por allí, en Kalinovik, un pueblucho apartado en las altiplanicies de Treskavica. Es una región de montes, cañones y nieblas, muy aislada, sobre todo en invierno. Más allá de su magnífica naturaleza salvaje, el Valle del Drina es conocido porque durante la guerra de Bosnia (1992-95), cuando casi todas las cámaras miraban al sitiado Sarajevo, en poblaciones como Gorazde, Visegrad, Srebrenica o la propia Foca se llevó a cabo gran parte de la limpieza étnica de bosnios musulmanes y otros crímenes dantescos.

Yo llegué al Valle algo más de una década después para trabajar en derechos humanos con la OSCE, con un mandato que buscaba contribuir a enmendar ese legado de Mladic y otros. Más allá de los grafitis en su apoyo que solía ver en callejuelas y ruinas, el General serbo-bosnio juega un papel importante como héroe en el imaginario local y ciertos sectores políticos y sociales en Serbia. Leyendo la reciente sentencia del Tribunal de La Haya para la antigua Yugoslavia, dos momentos concretos me vienen a la cabeza: cuando le arrestaron y nuestro trabajo en fosas comunes (sus fosas, esto es).

En mayo de 2011 la policía arrestó por fin a Mladic en Lazarevo (Serbia). Al igual que su mentor político, Radovan Karadzic, detenido en Belgrado en 2008, Mladic había vivido clandestinamente desde fines de los 90, protegido por el Estado profundo serbio. Aunque la noticia corrió como la pólvora por todo el mundo, esa mañana reinaba un pesado silencio en Foca. Orwell, en Homenaje a Cataluña, desmitifica el vivir de cerca momentos históricos así porque "los detalles físicos prevalecen sobre todo lo demás y no hay tiempo para elocuentes análisis de la situación, hechos a cientos de millas de allí". En nuestra pequeña oficina, a hora y media de Sarajevo y algo menos de tres en invierno, no hubo épica. Nos preocupaban la manifestación nacionalista esa tarde a favor de Mladic y nuestra propia seguridad física. El personal local no quería significarse con sus vecinos y ser vistos como OSCE, o sea, OTAN y por tanto Occidente. La manifestación fue multitudinaria para una ciudad pequeña como Foca. En primera fila iban muchos de esos hombres ociosos semi-gansteriles que me cruzaba a diario en cafés y bares. Enarbolaban orgullosos banderas serbias y de las unidades paramilitares que sembraron el terror entre los bosnios musulmanes. Pero también había muchas señoras de mediana edad y abuelas de aspecto bondadoso, las babushkas de Balcanes, ese día con el semblante agrio. Alzaban iconos ortodoxos y retratos de Mladic, mezclando así religión y el mito del héroe nacional. Muchos niños del pueblo correteaban alrededor, alborozados, disfrutando de un momento festivo para ellos. La manifestación terminó en el monumento al ejército serbo-bosnio de Mladic (VRS), en un solar donde hasta 1992 había casas de musulmanes. Durante un par de años después, las calles y farolas de la zona se llenaron de retratos de Mladic. Supongo que los habrán vuelto a colocar.

El segundo recuerdo son las horas pasadas supervisando procesos de exhumación de fosas comunes que siguen apareciendo por el Drina, en bosques, sótanos urbanos, zanjas junto a carreteras rurales, etc. En esa parte del país, los restos pertenecían a bosnios musulmanes o croatas ejecutados por el VRS; paramilitares vinculados a ese Estado profundo serbio y el submundo criminal, como la Guardia Voluntaria Serbia, más conocida como los Tigres de Zeljko Raznatovic (alias Arkan, asesinado en Belgrado en 2000), o las Águilas Blancas del líder ultranacionalista serbio Vojislav Seselj, además de vecinos comunes y policías de la zona. En las horas en coche de un lado a otro del Valle, alguno de mis acompañantes serbo-bosnios, contrariado por nuestra labor, solía frivolizar con las violaciones sistemáticas a musulmanas en Foca y chasqueaba la lengua. Insinuaba, contra toda evidencia, que no habían tenido lugar. 

Mladic nunca regresará al Drina en vida. La sentencia le condena a cadena perpetua, entre otros cargos, por el genocidio de Srebrenica, crímenes contra la humanidad y otros crímenes de guerra, como los cometidos en el sitio de Sarajevo. El Tribunal afirma que los actos de mando de Mladic fueron instrumentales para tales crímenes: sin ellos, no hubieran tenido lugar de esa forma. La jurisprudencia de La Haya confirma que Mladic, Karadzic y otros eran parte de lo que denomina una estructura criminal dirigida a la limpieza étnica y, en su caso, exterminio de musulmanes y croatas de regiones colindantes con Serbia. Un crimen continuado que incluyó el genocidio de Srebrenica de unos 8000 musulmanes, en pocos días de ese julio de 1995. La Haya, en un fundamento cuestionado, no atribuye tal carácter genocida a la limpieza étnica y otros crímenes cometidos en otras poblaciones del Drina como Foca, donde se estima que unos 2.000 musulmanes fueron asesinados. La prueba de genocidio en Derecho Internacional es muy elevada. En cualquier caso, esta empresa criminal era parte del proyecto ultranacionalista de una Gran Serbia y la responsabilidad -para algunos, principal- alcanza al Belgrado de Slobodan Milosevic. Su aparato de seguridad diseñó antes de la guerra lo que se ha conocido como el plan RAM, una estrategia para crear regiones homogéneas serbias en Bosnia y Croacia a través del armamento de grupos de defensa serbios, el sostenimiento del VRS y la pseudorrepública serbia de Karadzic, etc. Asimismo, el otro, y a menudo gran olvidado, crimen continuado contra Bosnia fue el proyecto de la Gran Croacia do Drine (hasta el Drina), encarnado en la pseudorrepública de Herceg Bosna. Uno de sus líderes, el general Slobodan Praljak, se ha hecho famoso la semana pasada al cometer un suicidio televisado, en plena lectura de la sentencia condenatoria. Detrás de este otro proyecto criminal estuvo la Croacia de Franjo Tudjman, quien negociaba con Milosevic la división de Bosnia a la vez que le hacía la guerra. Al igual que el líder serbio, Tudjman hubiera debido terminar en La Haya si la muerte no le hubiera alcanzado antes.

Años después, ya en la cómoda distancia que debería permitir analizar hechos históricos, me sigue costando profundizar mucho en figuras como Mladic. Quizás no hay mucho que profundizar y eso es lo más terrible de todo -otra forma de la banalidad del mal de que hablaba Hannah Arendt-. Veo al envejecido Mladic, en otra de sus bravuconadas, gritarle patéticamente al sosegado pero firme juez Alphons Orie: "Vi niste sud!" (¡No es un tribunal!). Veo a Praljak bramar que él tampoco es un criminal de guerra mientras ingiere el veneno. Con estas escenas de tragicomedia se cierra el telón del Tribunal de La Haya, que deja un legado amargo en los Balcanes. Estas sentencias son necesarias y pienso en las víctimas que conocí. Pero no hay justicia completa posible y a gusto de todos. 

Además, tanto el resultado como la lógica de estas empresas criminales siguen latentes en la región. Políticos de Croacia, que hoy están en la UE, han lamentado la sentencia de Praljak y otros criminales, mientras siguen interfiriendo en los asuntos de Bosnia, que teóricamente avanza renqueante hacia la UE. Milorad Dodik, el líder de la Republika Sprska que crearon Milosevic, Karadzic & co. y consagraron los acuerdos de Dayton, niega el genocidio de Srebrenica y alienta el revisionismo histórico, en auge en la era de la posverdad. Otros crímenes contra la población serbia de la región siguen sin respuesta. En Foca han reconstruido algunas de las mezquitas destruidas, pero quedan pocos musulmanes para atender a la llamada a la oración, pregrabada, del muecín. Terminada la fase de La Haya, y es el momento para una difícil reconciliación que equilibre justicia y memoria histórica. Quizás sea pedir demasiado y, como en otros casos, haya que encomendarse al paso del tiempo y a nuevas generaciones que puedan empezar de cero.



Dibujo de Ajubel para El Mundo



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[Desde la RAE] Hoy, con la académica Soledad Puértolas







La Real Academia Española (RAE) se creó en Madrid en 1713, por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga (1650-1725), octavo marqués de Villena, quien fue también su primer director. Tras algunas reuniones preparatorias realizadas en el mes de junio, el 6 de julio de ese mismo año se celebró, en la casa del fundador, la primera sesión oficial de la nueva corporación, tal como se recoge en el primer libro de actas, iniciado el 3 de agosto de 1713. En estas primeras semanas de andadura, la RAE estaba formada por once miembros de número, algunos de ellos vinculados al movimiento de los novatores. Más adelante, el 3 de octubre de 1714, quedó aprobada oficialmente su constitución mediante una real cédula del rey Felipe V. 

La RAE ha tenido un total de cuatrocientos ochenta y tres académicos de número desde su fundación. Las plazas académicas son vitalicias y solo ocho letras del alfabeto no están representadas —ni lo han estado en el pasado— en los sillones de la institución: v, w, x, y, z, Ñ, W, Y.

En esta nueva sección del blog, que espero tengo un largo recorrido, voy a ir subiendo periódicamente una breve semblanza de algunos de esos cuatrocientos ochenta y tres académicos, comenzando por los más recientes, hasta llegar a la de su fundador, don Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga. Pero sobre todo, en la medida de lo posible, pues creo que será lo más interesante, sus discursos de toma de posesión como miembros de la Real Academia Española. 

Continúo hoy la semblanza de los actuales y pasados miembros de la Real Academia Española con la de la académica Soledad Puértolas, elegida el 28 de enero de 2010. Tomó posesión de su silla, la "g", el 21 de noviembre de 2010 con el discurso titulado Aliados. Los personajes secundarios del «Quijote», al que respondió en nombre de la Academia, José María Merino.

La escritora Soledad Puértolas Villanueva nació en Zaragoza, Aragón, el 3 de febrero de 1947. Es licenciada en Periodismo y máster en Lengua Española y Portuguesa por la Universidad de California. Ha sido asesora del Ministerio de Cultura y coordinadora del Área de Lengua Castellana para la difusión del español en el mundo (1982-1985). Ha formado parte de los patronatos de la Biblioteca Nacional y del Instituto Cervantes (2006-2012) y ha pertenecido al Consejo de Administración de esta última entidad (2009-2012).

Ha sido galardonada, entre otros, con el Premio Sésamo por su primera novela, El bandido doblemente armado (1979); el Premio Planeta por Queda la noche (1989); el Premio Anagrama de Ensayo por La vida oculta (1993), y el Premio NH al mejor libro de relatos por Adiós a las novias (2001). Este mismo año recibió el Premio Glauka como reconocimiento a su trayectoria en el campo cultural. Por el conjunto de su obra, traducida a varios idiomas y que abarca el campo de la novela, el relato y el ensayo, recibió el Premio de las Letras Aragonesas (2004), el Premio de Cultura de la Comunidad de Madrid (2008) y la Medalla de Oro de Zaragoza (2012).

Sus obras más recientes son Historia de un abrigo (2005), Compañeras de viaje (2010), Mi amor en vano (2012), El fin (2015 y Chicos y chicas (2016). En 2012 publicó una versión modernizada del clásico la Celestina. Anagrama editó en 2011 el primer volumen de sus Obras escogidas.




Soledad Puértolas, en su toma de posesión académica



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[Humor en cápsulas] Para hoy sábado, 9 de diciembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





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viernes, 8 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] ¿Qué le pasa a Podemos?





Los observadores coinciden. Mientras el problema de Cataluña esté abierto, el mapa político español no se cerrará. Ahora bien, el problema catalán todavía tiene un largo trecho histórico, así que nadie cante victoria, afirma en El Mundo el profesor José Luis Villacañas, catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid.

 Si algo ha caracterizado a la clase política catalana a través de la historia, comienza diciendo Villacañas, ha sido sus cambios de inflexibilidad y flexibilidad. Sin embargo, nada apunta a que haya empezado ya otro ciclo. La designación de Rovira presagia rigidez. Su extracción pequeño-burguesa, como la de Puigdemont, le inclina hacia un sentido sublimado de la política como fuente de la dignidad existencial. Sólo cuando el liderazgo venga de nuevo de los diversos estratos de Barcelona se abrirá paso la flexibilidad. Eso quiere decir que la transición será lenta. La catástrofe del pujolismo no se curará de la noche a la mañana. Sólo un escenario permitiría rapidez: que entre PP, Cs y PSC obtuvieran mayoría absoluta. Soñar es gratis, pero el nacionalismo catalán no se va a derrumbar el 21-D. Aspira a mantener la mayoría independentista, y con Rovira en la Generalitat nada se dulcificará. Si Colau fuera necesaria, sin embargo, se podría disminuir un grado la tensión. En ambos casos, el problema estará en Rivera, que tendrá que explicar que él tampoco tiene una solución para Cataluña. En realidad, por ahora nadie la tiene. Con Colau al menos se acabaría la vía unilateral. De otro modo, seguiremos en el eterno retorno que comenzó con el referéndum del 9-N de 2014. Por supuesto no irá lejos, pero para el independentismo todavía no es la derrota. Puesto que la mayoría absoluta de las fuerzas constitucionalistas la considero difícil, el único cambio es suavizar el unilateralismo secesionista. Eso puede significar Colau. 

Sabiendo esto, Colau ha tenido que mantenerse cerca de ERC, para facilitar el acercamiento de los que puedan apostar por descender un grado en la intensidad independentista. Cuántos serán esos, no lo sabemos. Pero la mayoría vive en Barcelona y alrededores, y eso es bueno, porque si hay algo que deprime al independentismo es no sumar a la capital. Pero tan pronto el unilateralismo baje de grado, la posición del PSC será la de disponible. Al menos en Barcelona, de nuevo, la clave de todo. La paleta completa podría comenzar a matizarse. En suma: mientras que Cataluña sólo tiene una evolución lenta, el resto de España, cansado y aburrido, parece inclinado a soluciones rápidas. Es un error inducido por una clase política sin otros recursos que la ensoñación. Eso es lo que hace la situación endemoniada: los tempos en España aceleran la concentración de voto en las fuerzas constitucionalistas, mientras que en Cataluña no preveo nada parecido. 

Este es el fundamento último de que Podemos baje. Sin embargo, conviene ser cautos y analizar bien los motivos. Para ello un poco de escepticismo no vendría mal. Las encuestas no miden el tiempo de la política. Miden un instante, no el proceso. Reflejan el pico de la ola, no la trayectoria. Si la preocupación por Cataluña sube al segundo lugar de inquietud, y si los españoles tienen prisa por dejarla atrás, es lógico que Podemos baje. Eso no sería preocupante. Lo preocupante es que el entorno de Podemos (y Colau) no haya preparado un discurso para cuando las prisas se vean decepcionadas y ni Rivera ni Rajoy tengan respuesta al problema catalán. El problema es que, mirando el proceso, no identificamos qué tendría que pasar para que Podemos subiera de nuevo. Lo peculiar de la situación es que Podemos no ha hecho pedagogía política antes ni tiene margen para hacerla después. Así las cosas, Podemos tiene que ir a remolque de lo que haga Colau y pagar los gastos. Esto es profundizar en la divergencia entre la representación política catalana y la española, dos icebergs que no deben separarse más. 

Esta es la primera cuestión. Podemos no ha elaborado una teoría de España. Bescansadixit. Pero ¿quién la tiene? Esa es la fortuna del PP. Lo que Bescansa olvida es que la estructura actual del partido no la hace posible. Los mimbres que tenemos ahora para una teoría de España no son escuchados en Cataluña, y los que rebajarían un grado la escalada de Cataluña apenas apagarían la urgencia española. Sin embargo, para eso está la política, para encarar estas situaciones con solvencia. Podemos no lo ha hecho. Y no porque haya hecho seguidismo de Colau. Eso se podría explicar. El problema es que, Colau y otros actores, paralizados por la divergencia creciente de sociedades, han proyectado la imagen de que desearían para la sociedad española la misma dualidad que para la catalana. Ha cristalizado la idea de que sólo catalanizando España puede haber una solución para Cataluña. Esto implica que las fuerzas que reclaman una ruptura constitucional sean mayoría o estén cerca de serlo a este lado del Ebro. Eso es otro sueño y no va a suceder. 

Esta indecisión entre la reforma y la ruptura sitúa a Podemos en un lugar inviable. Colau afirma un referéndum pactado. Bien. Pero eso implica respeto al Estado de derecho. Y eso implica aceptar el marco legal. Dejar las cosas en un primer punto no es persuasivo, ni allí ni aquí. Sobre todo aquí tiene costes ingentes. Y ahora voy con la segunda razón. Esto sucede quizá porque Podemos no ha sabido leer bien el proceso político que se abrió con el 15-M. Iglesias creció en medio del conflicto y eso determinó su sentido de las cosas. Su comprensión del partido y de la política es el de un instrumento de excepcionalidad. Pero la gente que se movilizó el 15-M no quería conflicto, sino soluciones. La inmensa mayoría de los votantes que se movilizaron contra la crisis y contra la corrupción no eran radicales demandando excepcionalidad, sino votantes razonables deseosos de acabar con la excepcionalidad del Gobierno de Rajoy. No exigían inseguridad. Al contrario, rechazaban a Rajoy y su Gobierno porque era la inseguridad andante. 

Por tanto, Podemos debe alejar la impresión de que Cataluña no es sino la situación de conflicto necesaria para ejercer su comprensión de la política. Colau da esa impresión. Dice que se suma a las movilizaciones, un modo de mantener el conflicto abierto. Pero ese es el fin deseado por los independentistas: no ser derrotados. Sin embargo, un movimiento sin fin es desalentador. Eso ha ido restando seguidores a Podemos allí y aquí. La posición razonable ante el conflicto es ofrecer soluciones. Sólo los independentistas prefieren no hacerlo. De ese modo, Colau es percibida como uno de ellos. Y eso encaja con la idea que muchos españoles tienen de Podemos como un partido de conflicto.

Este hecho tiene profundas causas que apuntan a la victoria de Vistalegre II. Y esta es la tercera razón. La dirección victoriosa no pudo romper con la imagen de un partido de conflicto, sin soluciones, porque tuvo que sostenerse sobre los anticapitalistas. Ni el Mesías reencarnado podrá lograr, sin embargo, que dejando libres a los 'anti' se logre un partido de soluciones. Un partido reactivo está condenado a ser subalterno del conflicto. La victoria de Vistalegre II se convierte en una condena. 

Los anticapitalistas no tienen idea de partido. En realidad, es una corriente en libre fuga hacia delante. En estas condiciones, con los anticapitalistas de guerrilleros en el campo de batalla, alterar la imagen del partido es muy complicado. La contradicción en que se mueve la dirección de Iglesias consiste en alejar toda búsqueda republicana de lo común mientras los anticapitalistas lleven la voz más escandalosa. Con ello llegamos al verdadero problema. No se trata tanto de que la dirección actual de Podemos haya quedado desde Vistalegre II asociada a ellos. Se trata de que nadie, Colau incluida, los contradice con claridad y franqueza. Y esto es así porque la dirección actual es demasiado estrecha como para articular un discurso alternativo coherente. Así que, para los independentistas, Podemos siempre estará con el Estado y para los españoles no se diferencia de los independentistas. En suma, el caos. 

La única solución pasa por la valentía de reconocer que sólo una reforma puede canalizar la estrategia republicana de la búsqueda de lo común. Esta reforma implica rehacer el contrato social español completo, también el que vinculaba a España con Cataluña, hoy roto. Colau, para rebajar un grado la política catalana, tiene que centrarse en eliminar el secesionismo unilateral. Pero Podemos, para detener el desgaste, tiene que centrarse en hallar lo común de nuevo a todos los españoles y eso implica el esquema de una nueva España. Con el actual grupo directivo, que se elevó sobre la legitimidad de los anti, eso no es posible. La productividad del conflicto es baja en el largo plazo. Pero Vistalegre II surgió del conflicto, mientras el electorado siempre quiso soluciones. Por eso sin una nueva colegiatura en la dirección en Podemos, el cambio de rumbo político, inevitable para la búsqueda de lo común, no podrá hallarse. José Luis Villacañas es catedrático de Filosofía 



Dibujo de Raúl Arias para El Mundo


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[De libros y lecturas] Hoy, con "Verdad y mentira en la política", de Hannah Arendt





De Hannah Arendt, de quien el pasado día 4 se cumplieron cuarenta y dos años de su muerte, dijo el filósofo Fernando Savater que la "debemos la reflexión filosófica sobre política más genuina de este siglo [...] genuina porque no aspira al final de la política, sino a su esclarecimiento y prolongación". 

En su recuerdo y homenaje subo al blog la reseña que de su libro Verdad y mentira en la política (Página indómita, Barcelona, 2017) realiza en el último numero de Revista de Libros Fernado Bayona, doctor en Filosofía y profesor en la Universidad de Zaragoza y en la Universidad Nacional de Educación a Distancia.

La novela 1984, comienza diciendo el profesor Bayona, se convirtió en un best seller casi setenta años después de su aparición, durante la última campaña presidencial en Estados Unidos, en la que una red social al servicio del candidato que finalmente resultaría vencedor logró que se tomaran como verdades innegables bulos sobre el lugar de nacimiento de Obama, sobre la salida del país de la empresa Ford, sobre el número de homicidios en Nueva York o sobre el cambio climático. La sociedad que describe George Orwell en esta obra vive regida por la figura vigilante del Gran Hermano desde una telepantalla omnisciente, tiene un Ministerio de la Verdad que decreta cuándo alguien incurre en el «crimen del pensamiento» y emplea la «neolengua» para ocultar y eliminar los significados no deseados de las palabras verdaderas. El éxito de la reedición de 1984 fue paralelo al de Donald Trump, quien nada más ser elegido presumió en rueda de prensa de ser el presidente que más votos electorales había conseguido desde Reagan y no se inmutó cuando se le recordó que tanto Bush como Obama lo habían superado, como es fácil de comprobar. Y, después de tomar posesión como presidente, negó que se hubiera reunido mucha menos gente para celebrarlo en la National Mall (la avenida que une el Congreso con la Casa Blanca) que en la de su predecesor, cuando las imágenes así lo mostraban de modo incontestable. Kellyanne Conway, asesora de la nueva Administración, llamó a esas mentiras «hechos alternativos». Esta estrategia comunicativa es un rasgo definitorio de la política actual, en la que cada vez resulta más difícil distinguir entre la información y las fake news o noticias falsas y falsificaciones, que son difundidas principalmente en las redes sociales con el fin deliberado de desinformar, desenfocar la atención, excitar las emociones y polarizar la sociedad.

El triunfo político de la posverdad ha motivado también la publicación conjunta en español de dos breves ensayos de la filósofa Hannah Arendt, con el título Verdad y mentira en la política. El primero, «Verdad y política» («Truth and Politics»), apareció primero en alemán en 1964 y la autora se propone como objetivo la cuestión de si es legítimo siempre decir la verdad. Como ella misma advierte, surgió por la campaña que sufrió a raíz de su libro Eichmann en Jerusalén, subtitulado Un informe sobre la banalidad del mal, en el que recogía y analizaba lo sucedido en el juicio a este criminal de guerra que ella cubrió como corresponsal de la revista The New Yorker. En concreto, fue inspirado por la enorme cantidad de mentiras utilizadas en la controversia suscitada por su libro, mentiras tanto sobre lo que ella había escrito como sobre los hechos de que había informado. Ella había querido comprender cómo había podido suceder realmente semejante monstruosidad y tuvo el talento de entender y el coraje de exponer lo que había comprendido. Pero las comunidades judías sólo esperaban de ella, por su propia condición de judía exiliada de la Alemania nazi en Estados Unidos, una total adhesión a la causa del sionismo y la acusaron de haberse inventado hechos y afirmaciones habidas en el juicio y fielmente recogidas en el Informe. En lugar de una sumisión incondicional a la identidad nacional judía, Hannah Arendt les ofrecía una respuesta racional y sincera, convencida de que la obligación moral del escritor es decir siempre la verdad y no ocultar la realidad bajo el manto de la identidad. Tres años más tarde hizo una versión diferente de este ensayo en inglés para ese mismo periódico, que se incluyó en 1968 en el libro Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política.

El segundo texto, «La mentira en política» se publicó por primera vez en 1971 en The New York Review of Books, con el título «Lying in Politics. Reflection on the Pentagon Papers» («Mentir en Política. Reflexión sobre los Pentagon Papers»), y se incluyó con ligeros cambios en el libro Crisis de la república. Los Pentagon Papers es el nombre con que se conocen los documentos secretos del Pentágono sobre la política norteamericana en Vietnam, que integran un estudio encargado en 1967 por el secretario de Defensa, Robert McNamara, titulado oficialmente United States. Vietnam Relations, 1945-1967. A Study Prepared by the Department of Defense. En 1971, The New York Times empezó a publicar estos documentos, que desvelan el proceso de toma de decisiones en la guerra de Vietnam, contra la que tantas y tan grandes protestas se organizaron, y el Gobierno de Nixon intentó vetarlo. Hannah Arendt escribió este ensayo en el intervalo que media entre el inicio de su divulgación y la sentencia por la que el Tribunal Supremo de Estados Unidos avaló, un año después, su constitucionalidad. El propósito es analizar concretamente los motivos del fracaso de la «teoría» construida en ese proceso político en particular. Y, al referirse a lo que estaba «en la cabeza» de quienes reunieron los Pentagon Papers, la autora precisa: «La famosa grieta de credibilidad, que nos ha acompañado durante seis largos años, se ha transformado de repente en un abismo. La ciénaga de declaraciones falsas de todo tipo, de engaños y de autoengaños, es capaz de tragar a cualquier lector deseoso de escudriñar este material que, desgraciadamente, deberá considerar como la infraestructura de casi una década de política exterior e interior de los Estados Unidos» (p. 86).

No hace falta recurrir a Maquiavelo para saber que la política es inseparable de la mentira. El derecho a mentir es defendido incluso por Kant en su opúsculo Sobre el derecho a mentir por razones filantrópicas y Hannah Arendt reconoce, desde el principio, que «la verdad y la política no se llevan demasiado bien» y que «la mentira siempre ha sido vista como una herramienta necesaria y justificable, no sólo del oficio del político o del demagogo, sino también del oficio del hombre de Estado» (p. 15). Y se pregunta: «¿Por qué esto es así? ¿Y qué significado tiene, por una parte, en cuanto a la naturaleza y la dignidad del ámbito político, y por otra en lo que se refiere a la naturaleza y la dignidad de la verdad y de la buena fe?»

Ambos ensayos parten de la distinción entre la verdad racional y la verdad factual, entre la verdad que, como la «doctrina matemática de las líneas y las figuras», no interfiere «en la ambición, el beneficio o la pasión del hombre» (Hobbes), y la verdad afirmada sobre hechos y acontecimientos que afectan a la conducta de los hombres y constituyen la textura misma de la política. Arendt termina el primer ensayo afirmando que «en términos conceptuales, es posible definir la verdad como aquello que no podemos cambiar; en términos metafóricos, es el suelo que pisamos y el cielo que se extiende sobre nuestras cabezas» (p. 80); de suerte que podemos descubrir la verdad, pero no podemos cambiarla, porque la verdad no puede ser de otra manera. Y, al comienzo del segundo ensayo, señala que la mentira, es decir, la falsedad deliberada, atañe a hechos contingentes, «a cuestiones que no poseen una verdad inherente a ellas mismas, que no necesitan ser como son», y que la mentira puede ser creída porque «las verdades factuales nunca son irresistiblemente ciertas» (p. 89).

Por tanto, la perspectiva de la verdad es exterior a la política, puesto que la política no se mueve en el ámbito de las verdades apodícticas, sino que se desarrolla en el espacio limitado de nuestros cuerpos y de los acontecimientos. Consiste precisamente en la capacidad de actuar, en la posibilidad y la decisión de cambiar los hechos. Somos libres de decir sí o no a las cosas tal como nos son dadas, podemos estar de acuerdo con ellas o cambiarlas, y en eso consiste la decisión y la acción, que es la materia prima de la política. Más aún, como reiterará dos años después en Diario filosófico (trad. de Raúl Gabás, Barcelona, Herder, 2006), «en la mentira está también la libertad», y «en el “cómo han sido realmente las cosas” se esconde un “no ha podido ser de otra manera”» (p. 599).

El conflicto de la verdad con la política viene de antiguo y es un conflicto complejo. Ya Platón termina la alegoría de la caverna diciendo que, si el filósofo intentara liberar a sus conciudadanos de la falsedad y la ilusión en que se encuentran, ellos «lo matarían [...] si estuviera a su alcance hacerlo». La tensión entre la verdad racional, permanente y segura, y las opiniones cambiantes y dudosas forma parte de la fragilidad humana y de la contingencia de los hechos. Es también la tensión entre la unidad de la razón humana y la multiplicidad de individuos, que indica el paso de la idea de hombre a los hombres en plural, el desplazamiento del poder único y absoluto a la libertad y al pluralismo. En contra de los sofistas, Sócrates rechazó dar ese paso y decidió apostar por la verdad y morir por ella.

Cuando nos enfrentamos a hechos y abordamos la verdad factual, nos encontramos, primero, con la contingencia, es decir, con que no hay ninguna razón absoluta para que los hechos sean lo que son, puesto que siempre podrían haber ocurrido de otra manera; y, segundo, con que los hechos precisan de testigos que los recuerden o avalen. La evidencia fáctica se establece mediante el testimonio de testigos presenciales, cuya fiabilidad es discutible; mediante registros y documentos que pueden haber sido manipulados o falsificados; y mediante la experiencia múltiple más o menos compartida. De ahí que las verdades factuales nunca sean irresistible o irrebatiblemente ciertas. En asuntos humanos, la verdad fáctica –la verdad histórica, la verdad sociológica, la verdad económica– es susceptible de interpretaciones y de opiniones diversas y cambiantes. Hablar de los hechos supone interpretarlos, no sólo porque no pueden ser percibidos al margen de las lentes personales y de las perspectivas interesadas con que los observamos, sino porque el lenguaje con que describimos los hechos nunca es totalmente aséptico. El debate sobre las decisiones de contenido social y normativo etiqueta los hechos, los clasifica, los tiñe de juicio valorativo. Y, así, podemos hablar de la «maternidad subrogada», o bien de «vientres de alquiler», para referirnos a la justicia o injusticia de regular el contrato de un embarazo; o podemos llamar «emprendedores autónomos» o «trabajadores precarios sin derechos» a quienes trabajan para las plataformas digitales de servicios como Uber; por no citar otras parejas de expresiones con mayor tradición, como «misión civilizadora» o «imperialismo», «seguridad nacional» o «terrorismo de Estado», «tortura» o «técnicas forzadas de interrogatorio».

Debido a ello, si para la democracia es importante distinguir los hechos y las opiniones, también lo es evitar sacralizar los hechos. Primero, porque siempre cabe un margen de error o de incertidumbre y porque los hechos pueden ser incompletos o provisionales. Pero, sobre todo, porque, si identificáramos el campo de la política con el de las verdades objetivas, el buen hacer político consistiría en el mejor saber científico y reduciríamos la acción política a la mera gestión técnica de los problemas y las situaciones por los expertos y los tecnócratas, sin oposición posible a su saber indiscutible. Y la hegemonía de la tecnocracia irrefutable, en la que el poder siempre tiene la razón, las cosas son como son y las veleidades ideológicas son tachadas despectivamente de populismo, es otra cara del totalitarismo. La política democrática no es ajena a la verdad factual, pero no se reduce a la aceptación de los hechos. Sin duda debe establecerse con rigor la verdad factual para que pueda debatirse acerca de lo deseable. Pero a la política le corresponde lo segundo, no lo primero. Se necesitan datos fiables para conocer y hacerse cargo de las dimensiones de cada problema, y para diseñar las alternativas disponibles con que afrontarlo; así que los datos han de ser objetivos y aceptados por todos como base que delimita el campo de las soluciones realmente viables, pero no ahorran el debate y la confrontación de intereses en la solución. Y no debemos obviar que a menudo los poderes económicos se esfuerzan en ocultar o desmentir los datos científicos contrarios a sus intereses, como ha sucedido durante décadas con los efectos perjudiciales del tabaco en la salud o con el negacionismo del cambio climático.

El marco de la actuación política es por definición conflictivo, plural, partidario de diferentes concepciones y propuestas de actuación social. Situarse en el terreno político es romper la soledad del filósofo, el aislamiento del investigador y del artista, la imparcialidad del historiador o del juez y la independencia que se le supone al periodista. Quien pone la verdad por encima de todo, caiga quien caiga (Fiat veritas, et pereat mundus), bien se instala fuera del campo político, bien acaba en el totalitarismo, porque la verdad no admite opiniones ni interpretaciones diversas: es, por definición, infalible, despótica, única. La pretensión de verdad conlleva un elemento de coacción, pues se sitúa por encima de la discusión, de la negociación o del acuerdo: excluye el debate que es el núcleo de la vida política y niega la riqueza de la representación política. A diferencia del pensamiento verdadero o científico, el pensamiento político es representativo de diversos puntos de vista interesados, y cuantos más puntos de vista se tengan en cuenta, mayor será la representatividad y mejores las decisiones que se tomen. La política no radica en descubrir e imponer verdades objetivas e indiscutibles, sino que consiste en construir normas e instituciones mediante el diálogo y la negociación entre sujetos humanos mediante procesos institucionalizados, y en lograr el apoyo social suficiente para decidir actuaciones a fin de modificar y cambiar lo que sea necesario cambiar de lo existente en pos de lo deseable.

Si el filósofo intenta que su verdad prevalezca sobre las opiniones de la mayoría, será derrotado y probablemente deducirá de su derrota que la verdad es impotente. Sin embargo, la prueba de que la verdad no es impotente es que la figura que quizá despierta más sospechas justificadas en el político profesional es el profesional de la verdad que es capaz de descubrir alguna feliz coincidencia entre la verdad y el interés. Por eso Hannah Arendt sostiene que es vital crear y fortalecer «sedes de la verdad» (pp. 74-76), ciertas instituciones públicas, como la Academia y la Justicia, en las que la verdad y la veracidad constituyen el criterio más elevado del discurso y del empeño, y que la política debe respetar. De las universidades han salido muchas verdades incómodas y de los tribunales de justicia muchos juicios imprevistos y molestos a los poderosos. Cuando el poder ocupa y manipula estos refugios de la verdad, aniquila la verdad y destruye la sociedad misma. El problema de la democracia en nuestros días es que esas instituciones han perdido el aura de autoridad de que gozaban cuando Arendt escribía y que al desprestigio de la universidad y de la justicia se añade la falta de credibilidad de la prensa.

Por otra parte, la mentira política tradicional, inseparable de la diplomacia y del arte de gobernar, solía estar relacionada con los secretos de Estado y con los intereses para la seguridad nacional. Lo novedoso de las mentiras políticas modernas es que se ocupan de hechos que todo el mundo conoce, para crear imágenes alternativas e imponer un «relato» sobre los mismos. La mentira organizada comporta siempre un elemento de violencia, porque tiende a destruir lo que se ha decidido negar: «la diferencia entre la mentira tradicional y la moderna equivale en la mayoría de los casos a la diferencia entre esconder y destruir» (p. 61). La manipulación masiva de los hechos para construir la opinión pública salta a la vista en las revisiones de la historia o en el trabajo de los publicistas y creadores de imagen para las campañas electorales. Lo «más inquietante» es que «si las «modernas mentiras políticas son tan grandes que exigen la reorganización de toda la estructura de los hechos –la construcción de otra realidad, por así decirlo, en la que dichas mentiras encajen sin dejar grietas, brechas ni fisuras, tal como los hechos encajaban en su contexto original–, ¿qué es lo que impide que esos nuevos relatos, imágenes y hechos que no han ocurrido se conviertan en sucedáneo apropiado de la realidad y de lo fáctico?» (p. 62). No estamos ante un simple embuste deliberado, sino ante un relato alternativo de lo real, ante la fuerza emocional e impositiva de un discurso retórico, repleto de palabras seductoras, persuasivas, que justifican situaciones de dominio, reparan lo que se siente roto o perdido, alimentan odios o simpatías, y, sobre todo, me dicen lo que yo necesito escuchar para sentirme mejor. No se trata de contar mentiras sin más, sino de recrear una realidad alternativa con su lógica expresiva para hacerla creer con total desprecio de los hechos, de las preguntas sensatas, de los argumentos racionales. La mentira sistemática se convierte en un relato autosuficiente. Se inventan no sólo hechos que nunca han sucedido, sino situaciones y marcos narrativos capaces de reforzar expectativas y creencias. Son afirmaciones que no se corresponden con la realidad, pero refuerzan las creencias de quienes las escuchan. Lo decisivo es que estos crean que son ciertas, porque desean creer que lo son, de modo que el relato imaginario acabe «produciendo» realmente esos hechos por la acción de los creyentes. Lo cual acaba siendo políticamente rentable para el embaucador. 

Hannah Arendt afirma que «en los Documentos del Pentágono nos encontramos con hombres que hicieron todo lo posible para conquistar la mente de las personas, esto es, para manipularlas» (p. 126). Lo conociera o no Arendt, el precedente más claro de su reflexión sobre la mentira en la política moderna es un librito escrito en 1943 por Alexandre Koyré, Reflexiones sobre la mentira (traducido también con el título La función política de la mentira moderna). Este filósofo ruso e historiador de la ciencia, también exiliado en Estados Unidos, insistía en que el «progreso técnico» en la comunicación de masas era la «innovación poderosa» de los regímenes totalitarios, y denunciaba que la usurpación de las nuevas tecnologías por sectarios sin escrúpulos, «puesta al servicio de la mentira», implicaba la destrucción del espacio público.

Hoy, la mitad de la política es «creación de imágenes y la otra mitad el arte de hacer creer a la gente dichas imágenes» (p. 93). En ese terreno movedizo se agita a discreción el embustero, hábil en modelar los hechos a fin de que concuerden con su deseo e interés y de que conecten mejor con las expectativas de su audiencia, simplificando, exagerando e inventando lo que convenga para ello. El embustero debe aparentar que está convencido de la verdad de su mentira para tener más credibilidad, y acaba engañándose, pues sólo el autoengaño permite dar una apariencia de fiabilidad. Después, el proceso es imparable y tanto el embaucador como los propios engañados se esfuerzan por mantener intacto el relato construido. Cuanto más éxito tiene el embustero, más probable es que caiga en su propia trampa, por lo que «el embustero autoengañado pierde todo contacto no sólo con la audiencia, sino con el mundo real» (p. 128). Para este problema no hay otro remedio que el choque con la realidad, la tenaz presencia de los hechos. Eso explica el fracaso de los Estados Unidos en Vietnam. La filósofa analiza cómo los papeles del Pentágono muestran que el objetivo de aquella guerra insensata, que tanto costó en vidas humanas y recursos materiales, no era ninguna ventaja territorial ni económica, sino que la única finalidad era crear un estado mental: «Los objetivos perseguidos por el Gobierno de Estados Unidos eran casi exclusivamente psicológicos» (p. 129).

Por esa razón los estrategas yanquis desatendían la información que les facilitaban los propios servicios de inteligencia, despreciaban los hechos y rechazaban cualquier limitación a su relato. Aquellos «profesionales de la resolución de problemas» tenían una «teoría» y negaban o ignoraban todos los datos que no encajaban en ella. Fabricaban una verdad que «era irrelevante para el problema que había que resolver» (p. 130). La «arrogancia del poder», la incapacidad para aprender de la experiencia y el rechazo de la realidad los llevó al fracaso. Cuando Hannah Arendt se pregunta cómo pudieron ejecutar de manera persistente esa política hasta su amargo y absurdo final, responde: «La eliminación de los hechos y la técnica de resolución de problemas fueron bienvenidas porque el desprecio a la realidad era inherente a dicha política y a los objetivos mismos» (p. 137). Aquellos estrategas no sentían ninguna necesidad de saber cómo era realmente Indochina, porque para ellos era sólo una ficha de dominó en manos de otros, de los verdaderos jugadores. Los bombardeos de Vietnam del Norte y la presencia de las tropas estadounidenses en aquella lejana península eran la «prueba» de que estaban dispuestos a «contener a China» y la demostración de que podían decirse a sí mismos: «Somos la mayor superpotencia». El objetivo último «no era el poder ni tampoco el beneficio. Ni siquiera [...] satisfacer intereses particulares y tangibles. El objetivo era la imagen de prestigio, presentarse como la mayor potencia del mundo», mejor aún, «comportarse como la mayor potencia mundial» (p. 104) en una empresa más imaginaria y quijotesca que ajustada a los riesgos y los costes reales. Porque, en la guerra de Vietnam, a la falsedad y confusión hay que añadir una sorprendente e ingenua ignorancia del verdadero contexto económico e histórico. La desastrosa derrota fue consecuencia «del desdén voluntario y deliberado, durante más de veinticinco años, por todos los hechos históricos, políticos y geográficos» (p. 123).

Los aspectos del proceder de aquellos políticos que Hannah Arendt selecciona en su análisis de los Documentos del Pentágono son el autoengaño, la creación de imágenes, la ideologización y la eliminación de los hechos. Pero afirma que no son los únicos que merecerían ser estudiados. La escritora, que estaba convencida de que la búsqueda y el establecimiento de la verdad corresponde más bien a la prensa, cree que «lo ocurrido difícilmente hubiera podido ocurrir en otro lugar» y extrae la lección de que la elaboración del informe y, por encima de todo, el hecho de que «el público haya tenido acceso a material que el Gobierno trató inútilmente de mantener oculto, constituye la mayor prueba de la integridad y del poder de la prensa» (p. 140). Ella misma se atribuyó en cierto modo la misión de periodista en el proceso Eichmann y no es casualidad que publicara estos dos textos como artículos en The New Yorker y en The New York Review of Books.

En suma, la filósofa que nos explicó mejor que nadie Los orígenes del totalitarismo y la lógica de la violencia (Sobre la violencia) y de las revoluciones (Sobre la revolución), también orientó temprana y lúcidamente nuestra atención sobre los conceptos de «verdad» y «mentira» en nuestra moderna realidad política tecnomediática. En buena medida por haber sido víctima de la propaganda nazi y, sobre todo, por haber experimentado ella misma, del modo más doloroso, la manipulación y hasta el rechazo de sus propios congéneres cuando escribió sobre el proceso a Adolf Eichmann.

Ha pasado medio siglo y Donald Trump ha sido elegido presidente de Estados Unidos con el voto popular de quienes buscan consuelo en un personaje que ha osado gritar lo que ellos balbuceaban en la barra del bar, que tuitea lo que ellos hace tiempo querían leer y que lanza baladronadas sin soporte factual, pero gratificantes de sus pulsiones más instintivas. Lo han votado sin importarles la verdad o mentira de sus acusaciones y de sus promesas, porque están hartos de los economistas que yerran incorregiblemente en sus previsiones y predican recetas que siempre favorecen a los privilegiados a costa de los trabajadores; porque ya no se creen las noticias transmitidas por los moderados medios de comunicación tradicionales; y porque desconfían de las instituciones tan políticamente correctas como ineficaces para las angustias cotidianas de sus vidas. Lo han votado porque, en la política de la posverdad, triunfa quien consigue que los activistas continúen repitiendo sus puntos de discusión, por más que los medios de comunicación o expertos independientes descubran que son falsos. Así hemos llegado a que el presidente de la primera potencia mundial, además de ser un embustero compulsivo, que divulga por Twitter atentados inexistentes en Suecia o acusa sin fundamento a Obama de haber ordenado intervenir su teléfono, niega rotundamente la veracidad de las noticias que le perjudican, hasta el punto de calificar como «noticias falsas» y «trato injusto» las informaciones irrefutables de que su hijo se reunió con una abogada rusa.

El presidente Trump ha llegado a decir que los medios de comunicación están «distorsionando la democracia» en Estados Unidos y que son «el enemigo del pueblo». Por ello, The New York Times, el mismo periódico que reveló los Documentos del Pentágono, se vio en la necesidad de lanzar, en febrero de 2017, una campaña frente a lo que considera un ataque sistemático del presidente a la libertad de expresión y al necesario respeto a la verdad como base de toda decisión política en democracia con este anuncio publicitario: «La verdad es difícil. Difícil de encontrar. Difícil de conocer. La verdad es más importante ahora que nunca».



Hannah Arendt (1906-1975)


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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[Humor en cápsulas] Para hoy viernes, 8 de diciembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





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