viernes, 4 de noviembre de 2016

[Cuentos para la edad adulta] Hoy, con "Berenice", de Edgar Allan Poe





El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Durante los próximo meses voy a traer hasta el blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.

Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado Berenice, de Edgar Allan Poe (1809-1849) fue un escritor, poeta, crítico y periodista romántico estadounidense, generalmente reconocido como uno de los maestros universales del relato corto, del cual fue uno de los primeros practicantes en su país. Fue renovador de la novela gótica, recordado especialmente por sus cuentos de terror. Considerado el inventor del relato detectivesco, contribuyó asimismo con varias obras al género emergente de la ciencia ficción. Por otra parte, fue el primer escritor estadounidense de renombre que intentó hacer de la escritura su forma de vida. 

Berenice es una sórdida historia de terror publicada en 1835 en el Southern Literary Messenger, que provocó quejas de los lectores, horrorizados por el sadismo de la historia, de la que Poe publicó con posterioridad una versión recortada que es la que hoy traigo hasta el blog.

El joven Egaeus, que sufre extraños ataques de ensimismamiento durante los cuales se aísla por completo del mundo exterior, nos cuenta que su prima y prometida, Berenice, debido a una enfermedad desconocida, ha ido deteriorándose poco a poco, hasta que la única parte de su cuerpo que parece permanecer viva son sus bonitos dientes, con los cuales él comienza a obsesionarse. Poco antes de la fecha fijada para la boda, Berenice muere y es enterrada y él entra en uno de sus trances. Cuando sale de él, un criado le informa de que la tumba de Berenice ha sido profanada... Disfruten de la historia. Les dejo con Berenice: 



BERENICE
por 
Edgar Allan Poe


La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.

Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios, y en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar, en los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiarísima naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia.

Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.

En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión total que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia.

Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la huida silenciosa de las horas de alas negras.

¡Berenice! Invoco su nombre… ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. La enfermedad —una enfermedad fatal— cayó sobre ella como el simún, y mientras yo la observaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice.

Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligente y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad —pues me han dicho que no debo darle otro nombre—, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin obtuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible de proporcionar a la inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no emplear términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo, aun de los más comunes.

Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención clavada en alguna nota trivial, al margen de un libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absorto en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante toda una noche en la observación de la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo tiempo prolongada; tales eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, no único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o explicación.

Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida atención así excitada por objetos triviales en sí mismos no debe confundirse con la tendencia a la meditación, común a todos los hombres, y que se da especialmente en las personas de imaginación ardiente. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, un estado agudo o una exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo pierde de vista poco a poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden, hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece en un completo olvido. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque asumiera, a través del intermedio de mi visión perturbada, una importancia refleja, irreal. Pocas deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo dominante del mal. En una palabra: las facultades mentales más ejercidas en mi caso eran, como ya lo he dicho, las de la atención, mientras en el soñador son las de la especulación.

Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para irritar el trastorno, participaban ampliamente, como se comprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa, de las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de San Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica sentencia: Mortuus est Deifilius; credibili est quia ineptum est: et sepultas resurrexit; certum est quia impossibili est, ocupó mi tiempo íntegro durante muchas semanas de laboriosa e inútil investigación.

Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón semejaba a ese risco marino del cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador descuidado pueda parecer fuera de duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en modo alguno era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba pena, y, muy conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los cuales había llegado a producirse una revolución tan súbita y extraña. Pero estas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran semejantes a las que, en similares circunstancias, podían presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se gozaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la constitución física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su identidad personal.

En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos en mí nunca venían del corazón, y las pasiones siempre venían de la inteligencia. A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del bosque a mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, terrenal, sino como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto inconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado largo tiempo, y, en un mal momento, le hablé de matrimonio.

Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno —en uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción —, me senté, creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando los ojos vi, ante mí, a Berenice.

¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la luz incierta, crepuscular del aposento, o los grises vestidos que envolvían su figura, los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, y ni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea del contorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin, en su rostro. La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el que en un tiempo fuera cabello de azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes con innumerables rizos, ahora de un rubio reluciente, que por su matiz fantástico discordaban por completo con la melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalá nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto!

El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que habían empezado a distenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los múltiples objetos del mundo exterior no tenía pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes intereses se absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual.

Los observé a todas las luces. Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus características. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza. Me estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, y aun, sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien de mademoiselle Sallé que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía con la mayor seriedad que toutes ses dents étaient des idées. Des idées! ¡Ah, este fue el insensato pensamiento que me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso era que los codiciaba tan locamente! Sentí que sólo su posesión podía devolverme la paz, restituyéndome a la razón.

Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un grito como de horror y consternación, y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas voces, mezcladas con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un acceso de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y terminados los preparativos del entierro.
Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me parecía que acababa de despertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero del melancólico período intermedio no tenía conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de horror, horror más horrible por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era una página atroz en la historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, espantosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras una y otra vez, como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y los susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era?

En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nada de notable, y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un libro y en una frase subrayada: Dicebant mihi sedales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas?

Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca y, pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía.

Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó de la mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[Humor en cápsulas] Para hoy viernes, 4 de noviembre de 2016





El Diccionario de la lengua española define humorismo como aquel modo que presenta, enjuicia o comenta la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios.

Como yo no soy humorista, me quedo con la primera acepción, y a partir de hoy, siempre en la medida de lo posible, iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en los diarios Canarias7: Morgan; La Provincia: Padylla y Montecruz, ambos de Las Palmas de Gran Canaria; y El País, de Madrid, en su edición nacional: Forges, Peridis, Ros y El Roto. Espero que disfruten de las mismas.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 3 de noviembre de 2016

[Píldoras literarias] Hoy, con "Escribir", de Luisa Valenzuela






La noción de brevedad ronda siempre las consideraciones sobre la minificción de los minirrelatos. Aunque la brevedad no sea, ni con mucho, el único rasgo que es necesario observar en estas brillantes construcciones verbales, resulta lógico que para el lector común, e inclusive en cierta medida para el escritor, resalte de manera especial. 

Fue, en efecto, la primera característica que llamó la atención de lectores y críticos de esta forma literaria: la que primero produjo desconcierto y, a partir de allí, admiración. Ocurre, sin embargo, que tal noción es eminentemente subjetiva. Se puede considerar breve un relato de ocho o diez páginas, pero también lo será uno de un par de páginas, e igualmente, y con mayor razón, algún texto de extensión aún menor, que podremos describir en función de un determinado número máximo de líneas o de palabras, y no de páginas ni de párrafos. 

Pesan en este sentido la tradición de una literatura, y también la implícita comparación -casi instintiva, casi subconsciente- que formulamos con otros textos que conocemos, o bien con lo que se considera cuento o relato en nuestra propia literatura o en una distinta de ella. ¿Habremos de aceptar una categoría nueva, la del microrrelato brevísimo o hiperbreve, aunque el nombre resulte redundante? ¿O bien entenderemos que hay casos en que el escritor extrema alguna de las características que también tienen otros textos de este tipo, y ese hecho es percibido por el lector como un factor de diferenciación? Ustedes deciden. 

Continúo hoy la serie Píldoras literarias con el relato titulado Escribir, de Luisa Valenzuela (1938), escritora y periodista argentina. Desde niña, en la casa de su madre, Luisa Mercedes Levinson, se daban cita escritores como Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges o Ernesto Sábato. A los 17 años comenzó a publicar en diversos periódicos y trabajar en Radio Belgrano. Ha sido "Escritora en Residencia" en el Center for Interamerican Relations y en las Universidades de Nueva York y Columbia, donde durante años dictó seminarios y talleres de escritura. Fue "Fellow" del New York Institute for the Humanities, del Fund for Free Expression y miembro del Freedom to Write Comittee de PEN American Center. En 1989 volvió definitivamente a Argentina.

Su narración, incluida en la obra Libro que no muerde (1980)tiene veintitrés palabras y dice así: 



ESCRIBIR


Escribir escribir y escribir sin ton ni son
 es ejercicio de ablande. 
En cambio el psicoanálisis no, 
el psicoanálisis es ejercicio de hablande.

***



Luisa Valenzuela



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[Humor en cápsulas] Para hoy jueves, 3 de noviembre de 2016





El Diccionario de la lengua española define humorismo como aquel modo que presenta, enjuicia o comenta la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios.

Como yo no soy humorista, me quedo con la primera acepción, y a partir de hoy, siempre en la medida de lo posible, iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en los diarios Canarias7: Morgan; La Provincia: Padylla y Montecruz, ambos de Las Palmas de Gran Canaria; y El País, de Madrid, en su edición nacional: Forges, Peridis, Ros y El Roto. Espero que disfruten de las mismas.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 2 de noviembre de 2016

[A vuelapluma] Día de Difuntos





Vivir es tener una historia que contar a quienes vienen después... Comentábamos ayer mi mujer y yo nuestras vivencias infantiles sobre el Día de los Difuntos. Ella me recordaba con cariño Los Ranchos de Ánimas de su infancia, aquellos grupos de cantadores y tocadores cuya finalidad original era recaudar fondos para sufragar las misas de difuntos... Y yo le recordaba las numerosas veladas de mi infancia acurrucado junto a mi madre al calor del brasero bajo la mesa camilla de casa, ayudándola a desgranar las lentejas que iba a preparar como comida para el día siguiente, mientras oíamos, año tras año, por la radio el Don Juan Tenorio de Zorrilla... Sabía a ciencia cierta que esa noche iba a tener pesadillas, pero no me privaba de escucharlo ni un solo año...

Se cuenta que un afamado escritor contemporáneo suyo le preguntó al filósofo británico David Hume si no tenía miedo a la muerte o preocupación por el más allá. La respuesta de Hume fue que si nunca le había preocupado saber donde había estado antes de nacer, difícilmente iba a preocuparle lo que le ocurriera después de morir.

Me parece una respuesta inteligente y madura. Hace un tiempo comentaba con dos buenas amigas la impresión que me había causado el libro El corazón de las tinieblas, del escritor polaco-británico Josep Conrad, que acababa de terminar de leer, y en la que cobraba sentido esa pregunta sobre el sinsentido de la existencia: "Luchar a brazo partido con la muerte es lo menos estimulante que puede imaginarse. Tiene lugar en un gris implacable, sin nada bajo los pies, sin espectadores, sin clamor, sin gloria, sin un gran deseo de victoria, sin un gran temor a la derrota, en una atmósfera enfermiza de tibio escepticismo, sin demasiada fe en los propios derechos, y aun menos en los del adversario. Si tal es la forma de la última sabiduría, la vida es un enigma mayor de lo que alguno de nosotros piensa. Me hallaba a un paso de aquel trance y sin embargo descubrí, con humillación, que no tenía nada que decir".

Tremendo y desolador alegato sobre la existencia, sobre el sentido de la vida... Yo, la verdad, no sé si lo tiene. Soy de los que piensa que no. Que estamos aquí por puro azar. Que somos polvo de estrellas, como dice uno de los personajes de El mundo de Sofía, del escritor noruego Jostein Gaarder. Que al final vamos a desaparecer sin dejar rastro. Que todo lo que ha existido se extinguirá sin dejar recuerdo ninguno de su existencia ni de nuestro paso por el mundo. Y no me refiero al paso personal de cada uno de nosotros, que no tiene mayor importancia, sino al de la humanidad completa. De la que nada quedará, ni siquiera memoria...

Hay pocas cosas que puedan consolarnos de ese sinsentido de la existencia, Entre ellas, el amor, la amistad y los libros. El amor de las personas más cercanas: esposos, hijos, nietos, padres, hermanos. La amistad, el más noble de los sentimientos humanos, el que nos hace solidarios con los otros: un poco de generosidad y el hombre es un paraíso para el hombre, dejo dicho Jean-Paul Sartre. Y los libros y la historia, claro, porque nos permiten conocer lo que otros han hecho antes que nosotros; y dejar constancia de lo que nosotros hemos hecho antes de que lleguen los siguientes.

Leí hace tiempo una bellísima autobiografía del escritor israelí Amos Oz, el mismo del que hablaba en mi entrada de ayer, titulada Una historia de amor y oscuridad. Un relato sobre la historia de su familia, que se inicia a mediados del siglo XIX en Europa oriental y continúa hasta el Israel del siglo XXI: Cuando era pequeño, cuenta Oz en las primeras páginas, quería crecer y ser libro. No escritor, sino libro: a las personas se las puede matar como a hormigas. Tampoco es difícil matar a los escritores. Pero un libro, añade más tarde, aunque se lo elimine sistemáticamente, tiene la posibilidad de que un ejemplar se salve y siga viviendo eterna y silenciosamente en una estantería olvidada de cualquier biblioteca perdida de Reikjavik, Valladolid o Vancouver.

En esa misma obra de Amos Oz hay unas páginas que el autor dedica a su relación como alumno con el profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén Samuel Hugo Bergman. Casi el único tema que trataba nuestro maestro, dice, en unos encuentros privados que mantenía en su casa todos los lunes con su grupo de alumnos preferidos, era la pervivencia del alma, o la posibilidad, si es que existía alguna posibilidad, de una existencia después de la muerte. De eso nos hablaba, dice Oz, las tardes de los lunes de aquel invierno, mientras la lluvia golpeaba las ventanas y el viento silbaba en el jardín. A veces nos pedía nuestra opinión y escuchaba atentamente, no como un maestro paciente vigilando los pasos de sus alumnos, sino como alguien que estuviera oyendo una obra musical muy compleja y entre todos los sonidos tuviese que localizar uno especial, menor, y determinar su autenticidad.

-Nada, sigue contando Oz, -nos dijo una de aquellas tardes inolvidables para mí, hasta tal punto no lo he olvidado que creo que podría repetir sus palabras casi al pie de la letra-, nada desaparece. Jamás. De hecho la palabra "desaparición" supone que el universo es aparentemente finito y que es posible alejarse de él. Pero naaada (alargó a propósito esa palabra), naaada sale jamás del universo. Ni tampoco entra en él. Ni una sola mota de polvo desaparece ni se añade. La materia se transforma en energía y la energía, en materia, los átomos se unen y se vuelven a separar, todo cambia y se transforma, pero naaada puede pasar de ser a no ser. Ni el más minúsculo pelo que pueda brotar en la punta de la cola de un virus. El concepto de infinito es completamente abierto, abierto hasta el infinito, pero al mismo tiempo es un concepto cerrado herméticamente: nada sale y nada entra.

Pausa. Una sonrisa desnuda e ingenua se expandía como la luz del ocaso por el paisaje de arrugas de su rostro rico, fascinante: 

-Y entonces por qué, tal vez alguien pueda explicármelo, por qué se empeñan en decirme que lo único que se aparta de esta regla, lo único que está destinado a ir al infierno, a convertirse en no ser, lo único a lo que le espera la aniquilación total en todo el universo, donde ningún átomo puede reducirse a la nada, es precisamente a mi pobre alma. ¿Es que cualquier mota de polvo y cualquier gota de agua va a continuar existiendo eternamente, aunque con otra forma, todo excepto mi alma? 

-El alma  -murmuró algún joven y perspicaz genio desde un rincón de la habitación- aun no la ha visto nadie.

-No -aceptó Bergman de inmediato-, pero tampoco las leyes de la física y las matemáticas se las encuentra uno por los cafés. Tampoco la sabiduría, la necedad, el placer o el miedo. Nadie ha metido aun una pequeña muestra de alegría o de nostalgia en una probeta. Pero, mi querido joven, ¿quién te está hablando ahora? ¿Los humores de Bergman te están hablando? ¿Su bazo? ¿Será por casualidad el intestino grueso de Bergman el que está filosofando contigo¿ ¿Y quién, perdóname, provoca en este momento esa sonrisa tan poco agradable en tus labios? ¿No es tu alma? ¿Los cartílagos tal vez? ¿Los jugos gástricos?

Y en otra ocasión dijo:

-¿Qué nos espera después de la muerte? Naaadie lo sabe. De cualquier modo es un desconocimiento que comporta cierta demostración o cierto potencial de persuasión. Si yo cuento esta tarde que a veces oigo la voz de los muertos y que su voz es más clara y comprensible para mí que la mayoría de las voces de los vivos, tenéis todo el derecho a decir de inmediato que este viejo se ha vuelto loco. Que ha perdido un poco la cabeza por el espanto que le causa la cercanía de la muerte. Por tanto no os hablaré de voces, esta tarde os hablaré de matemáticas: como naaadie sabe si hay algo o no hay nada más allá de nuestra muerte, de este desconocimiento absoluto se puede concluir que la posibilidad de que exista algo es exactamente igual a la posibilidad de que no exista nada. Un cincuenta por ciento para la aniquilación y un cincuenta por ciento para la pervivencia. Para un judío como yo, un judío de Centroeuropa de la generación del holocausto nazi, esa posibilidad de pervivencia completamente estadística no es en absoluto despreciable.

Por aquellos años, sigue relatando Oz, también a Gershom Scholem, amigo y admirador de Bergman, le fascinaba al tiempo que le mortificaba la cuestión de la vida después de la muerte. La mañana en que informaron por la radio de la muerte de Scholem escribí: "Gershom Scholem ha muerto esta noche. Ahora lo sabe. También Bergman lo sabe ya. También Kafka. Y mi madre y mi padre. Y sus conocidos y amigos, y la mayoría de los hombres y mujeres de aquellos cafés, aquellos que utilicé para contarme historias y aquellos que ya han caído en el olvido, todos lo saben ahora. Algún día también nosotros lo sabremos. Y mientras tanto seguiremos aquí recopilando diferentes datos. Por si acaso". Por eso he escrito al inicio de la entrada lo de que vivir, a fin de cuentas, no es más que tener una historia que contar a los que vienen después... 

Manuel Fraijó, catedrático emérito de Filosofía en la UNED, mi alma mater, escribía ayer un hermoso artículo en El País sobre el asunto de la muerte. Por mucho que se la intente esquivar, dice en él, la muerte jamás falta a su cita y nunca nos encuentra preparados. “Hay que saber llorar”, decía Unamuno a propósito de ese último viaje para el que no sirve cualquier aprendizaje. Se titula Otra vez es noviembre. Y se lo recomiendo encarecidamente,

Dejó escrito Spinoza, comienza diciendo, que el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte. Algunos sociólogos parecen darle la razón al destacar que en las sociedades modernas la muerte pierde visibilidad y tal vez disminuye incluso su carácter dramático. En favor de su tesis aducen, en primer lugar, que gracias a los adelantos de la medicina nuestros padres y familiares más cercanos mueren en edades avanzadas, cuando ya nuestra dependencia de ellos no es tan acuciante; señalan, además, que, por lo general, ya no se muere en casa, sino en los hospitales y clínicas, bajo los cuidados de personas que apenas conocen al paciente y que, por tanto, no pueden sentir su muerte como se sentía cuando esta acontecía en el domicilio familiar; en tercer lugar dan importancia al hecho de que, después del fallecimiento, se hace cargo del cadáver personal especializado —funerarias— que tampoco conoció al difunto durante su vida, algo bien diferente de los tradicionales velatorios en casa. Por último, los cortejos fúnebres suelen evitar el centro de las ciudades. Se argumenta que lo hacen para no entorpecer el tráfico, pero los mencionados sociólogos se malician que los motivos son otros: restar visibilidad a la muerte, evitar a las sociedades bien instaladas en el éxito y el triunfo la contemplación del último viaje, del camino sin retorno. “La verdad de las cosas finitas —escribió Hegel— es su final”. Y un buen conocedor de Hegel, el también filósofo Eugenio Trías, evocó la muerte como “el inicio del más arriesgado, inquietante y sorprendente de todos los viajes”.

Y es que por mucho que se la intente esquivar, añade, la muerte siempre sale airosa, jamás falta a su cita; y nunca nos encuentra preparados. Ortega y Gasset se lamentaba de que ninguna cultura ha enseñado al hombre a ser “lo que constitutivamente es: mortal”. Se trata probablemente del más arduo de los aprendizajes. Religiones y filosofías se juramentaron durante siglos para lograr un correcto ars moriendi; pero el arte de morir siempre será una asignatura pendiente. Ortega se extrañaba, pero ningún mortal aprende a morir, la muerte no se ensaya. Freud pensaba incluso que nadie cree en su propia muerte. El memento mori —recuerda que tienes que morir— resuena a través de los tiempos como constante advertencia filosófica y religiosa.

Una advertencia que en el mes de noviembre se torna —para muchos— meditación y oración y —para todos— recuerdo y gratitud, continúa escribiendo. El “animal guardamuertos”, que según Unamuno somos todos, inicia este mes visitando, adecentando y engalanando con flores sus “moradas de queda”. Así llamaba este genial filósofo, escritor y poeta a nuestros cementerios. Las contraponía a las “moradas de paso”, a las “habitaciones” de los vivos. Y se maravillaba de que, ya en tiempos remotos, gentes que vivían en “chozas de tierra o míseras cabañas de paja” elevasen “túmulos para los muertos”. Con gran vigor concluía: “Antes se empleó la piedra para las sepulturas que para las habitaciones”. Unamuno reposa en su “morada de queda”, en el cementerio de su querida Salamanca. Con razón, a su muerte, escribió Ortega: “Ya está Unamuno con la muerte, su perenne amiga-enemiga. Toda su vida, toda su filosofía han sido, como las de Spinoza, una meditatio mortis”. “Hay que saber llorar” fue la última recomendación unamuniana ante la muerte. Elogió, con su habitual ímpetu, la fuerza de un miserere entonado en días de tribulación.

Aunque Nietzsche calificó a la muerte de “estúpido hecho fisiológico”, añade, lo cierto es que todas las culturas han intentado comprenderla y explicarla. Un antiguo mito melanesio, llamado “la muda de la piel”, la explica así: al principio, los humanos no morían, sino que cuando eran de edad avanzada mudaban la piel y quedaban rejuvenecidos de nuevo. Pero un día aconteció lo inesperado: una mujer mayor se acercó a un río para cumplir con el rito de mudar la piel; arrojó su piel vieja al agua y volvió a casa rejuvenecida y contenta; pero su hijo no la reconoció, alegó que su madre en nada se parecía a aquella extraña joven. Deseosa de recuperar el amor de su hijo, la mujer volvió al río y se puso de nuevo su vieja piel que había quedado enredada en un arbusto. Desde entonces, concluye el relato, los humanos dejaron de mudar la piel y murieron. El origen de la muerte se relaciona en este mito con la única fuerza superior a ella: el amor de una madre.

Otra explicación mitológica, continúa más adelante, muy común en África, es la del “mensajero fracasado”. Según esta leyenda, Dios envió un camaleón a los antepasados míticos con la buena nueva de que serían inmortales; pero al mismo tiempo envió un lagarto con el mensaje de que morirían. Como era de temer, el camaleón se lo tomó con calma y llegó antes el lagarto. Así entró la muerte en el mundo; no se culpa a Dios, sino al pobre y lento camaleón. De parecido tenor es otro motivo, también africano, el de “la muerte en un bulto”. Dios permitió al primer hombre que eligiera entre dos bultos: uno contenía la muerte, en el otro estaba la vida. Como tantas otras veces acontecería a sus descendientes, el primer hombre se equivocó de bulto y nos quedamos para siempre con la muerte.

Estamos ante intentos, muy indefensos, de explicar lo inexplicable, señala. Sin olvidar, naturalmente, que también existe el rechazo de toda explicación, la aceptación serena del perecimiento sin ánimo alguno de vencer a la muerte. Fue el caso, entre tantos otros, de Borges: anhelaba “morir enteramente” y “ser olvidado”.

En realidad, sigue diciendo, son las religiones las que con más ahínco se afanan en salvarnos de la muerte. Casi todas quieren consolarnos con la promesa de que las unamunianas “moradas de queda” no tendrán la última palabra. En concreto, toda la historia del cristianismo es un denodado forcejeo contra la nada como origen y como meta final de la vida. Cuenta Hans Küng que una de sus hermanas le preguntó a bocajarro: “¿Crees realmente en la vida después de la muerte?”. La respuesta fue un “sí” espontáneo, decidido. Küng está convencido de que, tras la muerte, “no me aguardará la nada”. Algo en lo que coincide con el maestro de todos los teólogos actuales, Karl Rahner. También él se pasó la vida argumentando su “no” a la nada. Y entendía la muerte en clave de generosidad. Morir, escribió, es “hacer sitio” a los que vendrán después, es nuestro último ejercicio de amor, responsabilidad y humildad. Es incluso nuestro postrer ejercicio de libertad. Rahner escribió páginas memorables sobre la aceptación libre de la muerte.

Noviembre, concluye su artículo, ha conocido evocaciones melancólicas y titubeantes, pero también mereció un día estos versos del poeta Tagore: “La muerte es dulce, la muerte es un niño que está mamando la leche de su madre y de repente se pone a llorar porque se le acaba la leche de un pecho. Su madre lo nota y suavemente lo pasa al otro pecho para que siga mamando. La muerte es un lloriqueo entre dos pechos”. Sería magnífico que los poetas, además de indudables creadores de belleza, lo fuesen también de realidad. En todo caso, sus versos revelan —lo escribió Antonio Machado— que aún “quedan violetas”. También en noviembre.








Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[Humor en cápsulas] Para hoy miércoles, 2 de noviembre de 2016





El Diccionario de la lengua española define humorismo como aquel modo que presenta, enjuicia o comenta la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios.

Como yo no soy humorista, me quedo con la primera acepción, y a partir de hoy, siempre en la medida de lo posible, iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en los diarios Canarias7: Morgan; La Provincia: Padylla y Montecruz, ambos de Las Palmas de Gran Canaria; y El País, de Madrid, en su edición nacional: Forges, Peridis, Ros y El Roto. Espero que disfruten de las mismas.






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martes, 1 de noviembre de 2016

[A vuelapluma] Sobre la libertad





Hace unos días que vengo leyendo a trompicones y ratos libres un fascinante libro del escritor israelí Amos Oz y su hija Fania Oz-Salzberger, doctora en Historia, titulado Los judíos y las palabras, en el que intentan dilucidar mediante narración, investigación, conversación y argumentación el por qué las palabras son tan importantes para los judíos.

No creo que sea la porción de sangre de judeo-conversos que corre por mis venas la responsable de la irrefrenable pasión por los libros y la escritura que me corroe por dentro, pero supongo que algo tendrá que ver. Por poner dos ejemplos, el llevar un diario personal que alcanza ya los cincuenta y dos años, desde que tenía 18, y un blog, este que ustedes están leyendo, que ya ha llegado a los diez y que hoy alcanza su entrada número 3000. 

Y por cierto, esta entrada de hoy iba a titularse sobre "La libertad, la tolerancia y el liberalismo", pero los hados quisieron que cuando ya estaba totalmente terminada y solo faltaba apoyar el dedo sobre la tecla "guardar", el texto desapareciera como por ensalmo de la pantalla del ordenador sin posibilidad alguna de recuperarlo. Y la verdad, no me encuentro con fuerzas para reeditarla a base de memoria, que no es mi fuerte. Así pues, hablemos solo, al menos hoy, "Sobre la libertad", y la peculiar idea que sobre la misma tienen algunos energúmenos que alegran el solar patrio desde su calidad de "hombres públicos".

El historiador José Álvarez Junco, catedrático emérito de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Políticos y Sociales de la Universidad Complutense de Madrid, escribía hace pocos días en El País que quienes han actuado en nombre del pueblo, la nación o el proletariado han ejercido demasiadas veces la tiranía contra gran parte de esos mismos colectivos y que la tradición antiliberal sigue nutriendo la cultura política española.

No estamos ante un aniversario redondo de la publicación del libro On Liberty, de John Stuart Mill, ni de ninguna otra fecha significativa de la vida de este autor, dice al comienzo del mismo. Pero el momento es tan bueno como cualquier otro para evocarlo, porque en él expresó la esencia de la cultura liberal y hace pensar aún hoy tanto como cuando se escribió.

Su tesis fundamental, sigue diciendo, es sencilla: que nuestra libertad individual debe ser protegida como algo sagrado frente a las intromisiones de los Gobiernos o del conjunto social. Nadie tiene derecho a inmiscuirse en nuestro espacio privado, impidiéndonos u obligándonos a actuar en cierto sentido, incluso si lo hace por nuestro bien o para procurarnos la felicidad. Nadie puede obligarnos a ser buenos. Los únicos límites lícitos a nuestra libertad son los que impiden que perjudiquemos o perturbemos la libertad de otros. Mientras nuestros actos no nos afecten más que a nosotros mismos, nadie tiene por qué imponernos ni prohibirnos nada. De este derecho básico a organizar y dirigir nuestra vida íntima se derivan las libertades de conciencia y expresión.

La defensa apasionada de estas libertades, añade, es el meollo del libro de Mill. En este terreno, todo límite es malo, incluso si quien lo impone disfruta de un apoyo social abrumador. Es dictatorial que la minoría imponga su opinión a la mayoría, pero también que esta no deje hablar a aquella. Porque cuando existen discrepantes, aunque sea uno solo, las posibilidades son dos: que tengan razón, al menos parcialmente, en cuyo caso la sociedad, al prohibirles expresarse, pierde una oportunidad de superar errores generalizados; o que no la tengan, en cuyo caso el debate servirá para revitalizar y fortalecer la opinión dominante. Porque no hay verdad más fuerte que aquella que es explicada y defendida cada día frente a sus adversarios.

La cuestión de fondo, añade, sigue diciendo Mill, es que no existe una verdad absoluta, objetiva e indiscutible. Los individuos somos la única realidad social, el único fundamento de las verdades y los principios morales. Sólo a través de la diversidad y el contraste de opiniones entre nosotros vamos acordando ciertas verdades parciales y transitorias. E incluso sobre estas, nadie es infalible. Eso es lo que no aceptan quienes imponen su opinión a otros, que convierten su verdad, o su certeza, en verdades y certezas absolutas; es decir, que deciden una cuestión para los demás.

Durante siglos, prosigue más adelante, los gobernantes españoles pensaron lo contrario. Y proscribieron la heterodoxia en pro de la concordia social, creyendo que la homogeneidad de creencias evitaba los conflictos. Sofocaron así la creatividad y fomentaron la sumisión, el temor, el conformismo del “doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder”. El país se aisló y apenas aportó nada a los formidables avances intelectuales europeos de los siglos XVII a XIX. Mejores resultados alcanzaron otras sociedades con menor temor a los discrepantes.

Y no hablo sólo de un pasado muy remoto, precisa. En mi propia mente tengo viva la imagen de aquel cura de mi colegio clamando, a mediados de los años cincuenta: “Libertad, libertad. Mucho hablar de la libertad. Pero si la Iglesia también está a favor de la libertad... La defiende en China o Japón, para predicar allí el Evangelio. Libertad, sí. Pero libertad para difundir la verdad. Libertad para el error, no. ¿Cómo se puede poner al mismo nivel la verdad y el error?”.

En ese ambiente nos criamos, señala. Nadie nos hizo leer a Stuart Mill (¡ay, lo que pudo ser Educación para la Ciudadanía! Pero para padres de familia). Y así de asilvestrados salimos. Permítanme otro recuerdo: California, durante la guerra de Vietnam, un mitin izquierdista donde tomó la palabra, imprevisiblemente, alguien que defendía la política de Nixon. Nuestro grupo europeo (latino, la verdad: italianos, franceses, españoles) empezó a abuchearle. Uno de los radicales estadounidenses, situado a mi lado, me decía que le dejáramos hablar: “Let him talk!”. Como era de los nuestros, creí que no entendía bien lo que aquel tipo defendía e intenté explicárselo: ¿Pero no ves que es un reaccionario? Y se limitó a repetirme, lento, serio, tajante: “Let-him-talk!”.

Esa tradición antiliberal, dice, sigue nutriendo la cultura política española. Una tradición que no basa la legitimidad en las voluntades individuales sino en la de un ente etéreo, referente de la verdad. Un ente de carácter divino en las viejas monarquías absolutas y que, desde Rousseau para acá, ha encarnado en una colectividad: la nación, el pueblo, el proletariado, la “gente”. Según la lógica rousseauniana, en efecto, si gobierna el pueblo, ¿en nombre de qué se le pueden poner límites?, ¿quién puede proteger al pueblo contra su propia voluntad?, ¿cómo podría el pueblo tiranizarse a sí mismo?

Pero todo Gobierno necesita límites, afirma. Ante todo, porque ese ente ideal que legitima sus decisiones es ilocalizable. Nadie podrá presentarnos nunca a Dios, a la nación o al pueblo, sino sólo a individuos que dicen hablar en su nombre. Esos pueden alcanzar el poder, pero mejor será que este esté dividido y limitado si queremos evitar los abusos que siempre ocurren cuando se concentra en unas únicas manos, libres de trabas. Y, desde luego, que protejamos las libertades individuales básicas frente a su violación por cualquier gobernante o mayoría social.

No sólo el terror jacobino durante la Revolución Francesa sino el leninismo, los fascismos y los populismos han puesto repetidamente de manifiesto los fallos de este planteamiento colectivista/esencialista sobre la legitimidad del poder. Hay demasiados ejemplos de gobernantes que, dice más adelante, en nombre del pueblo, la nación o el proletariado, han tiranizado a gran parte de esos mismos colectivos. No haber puesto límites a su acción política ha sido desastroso.

En España, añade, este antiliberalismo es común a la derecha y la izquierda. Muchos conservadores blasonan de liberales y, cuando tienen el poder, lo ejercen de manera autoritaria, sin aceptar límites y aplastando a sus oponentes. El orden público, la jerarquía social, los principios morales irrenunciables o la unidad de la patria les preocupan más que las libertades individuales. Su liberalismo se reduce a suprimir controles sobre las actividades económicas y privatizar los servicios públicos (para dárselos a sus amigos).

En cuanto a la izquierda radical, afirma, la semana pasada grupos de matones impidieron hablar en la Universidad Autónoma de Madrid a personajes que no eran de su gusto. Que ocurran cosas así, en principio, no es tan escandaloso; siempre habrá locos violentos. Pero sí lo es que les avalen personas que aspiran a gobernarnos, o a legislar en nuestro nombre. Es el caso del secretario general de Podemos, que ha descrito esos hechos como síntoma de la “buena salud política” de que disfruta la Universidad. Coincide con el cura de mi colegio: libertad para predicar, pero sólo la verdad. Lo contrario de lo que defendía Stuart Mill.


Dibujo de Eduarda Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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El Diccionario de la lengua española define humorismo como aquel modo que presenta, enjuicia o comenta la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios.

Como yo no soy humorista, me quedo con la primera acepción, y a partir de hoy, siempre en la medida de lo posible, iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en los diarios Canarias7: Morgan; La Provincia: Padylla y Montecruz, ambos de Las Palmas de Gran Canaria; y El País, de Madrid, en su edición nacional: Forges, Peridis, Ros y El Roto. Espero que disfruten de las mismas.






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