miércoles, 4 de junio de 2008

El problema de la Justicia constitucional








¿Tiene algún sentido la existencia de una Justicia Constitucional? El control de la constitucionalidad de las leyes emanadas del Parlamento por un órgano jurisdiccional ad hoc es un invento relativamente moderno que se impuso a la finalización de I Guerra Mundial con el fin de garantizar la supremacía de la Constitución sobre el legislador ordinario (el Parlamento) y las leyes de él emanadas.

En España, el Tribunal Constitucional es una creación de la Constitución de 1978, que le dedica en exclusiva su Título IX, y que toma como claro antecedente el denominado Tribunal de Garantías Constitucionales de la II República española, y la experiencia de la justicia constitucional de la república italiana, francesa y alemana posteriores a la II Guerra Mundial.

No toda la doctrina jurídica ha creído necesaria la existencia de un Tribunal Constitucional como órgano específico para el control de la constitucionalidad de las leyes. Por citar un ejemplo, el gran jurista austríaco Hans Kelsen (1881-1973), no lo veía necesario. Para Kelsen ("¿Quién debe ser el defensor de la Constitución?"; Tecnos, Madrid, 1995), y cito de memoria pues me ha sido imposible encontrar el libro en casa, el problema ya planteado en la Grecia clásica en la "República" de Platón es el de "¿quién vigila a los guardianes?"... O lo que es lo mismo, ¿por qué un Tribunal ajeno a la voluntad popular tiene que determinar si la ley emanada de esa voluntad popular se ajusta a la Constitución? Hans Kelsen entiende que sólo la voluntad popular puede determinar en cada momento y para cada caso concreto si una norma legal infringe la Constitución, y que en cualquier caso, esa voluntad popular es la única legitimida para hacerlo... Como se articula ese recurso a la voluntad popular es otro problema...

No lo entendió así el constituyente español, ni tampoco la mayor parte de los Estados que han incorporado a sus ordenamientos constitucionales la creación de órganos jurisdiccionales específicos u ordinarios (caso del Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América) para el control de la constitucionalidad de las leyes emanadas del Parlamento y la supremacía formal y material de la Constitución sobre ellas.

El profesor Ignacio Sánchez-Cuenca, doctor en Sociología, profesor del Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto "Juan March" de Madrid, escribe hoy en El País un interesante artículo sobre el Tribunal Constitucional español y propone un sencillo mecanismo para evitar su presunta deriva partidista a la hora de enjuciar la constitucionalidad de las leyes emanadas de las Cortes Generales que consiste, básicamente, en que el Tribunal, a la hora de declarar la insconstitucionalidad de una ley, esté obligado a adoptar su decisión por unanimidad o por una mayoría cualificada, y no por mayoría simple de sus miembros, como ocurre ahora, o por el voto de calidad de su presidente en caso de empate. No es una mala propuesta. ¿Tendrá el legislador voluntad política para llevarla a término? Tengo mis dudas, pero ahí está... Sean felices. HArendt




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Hans Kelsen



"¿Qué hacer con el Tribunal Constitucional?", por Ignacio Sánchez-Cuenca

Exigir la unanimidad o una mayoría cualificada para que los magistrados puedan declarar inconstitucional una ley aprobada por el Parlamento sería una forma de desactivar el conflicto de la composición del Tribunal.

Una de las instituciones que más ha sufrido la estrategia de la crispación desplegada por la derecha en los últimos años ha sido el Tribunal Constitucional (TC). El Partido Popular, dispuesto a sabotear a cualquier precio algunas de las reformas aprobadas en la primera legislatura de Zapatero, trató de compensar su minoría parlamentaria con un golpe de mano en el TC. La idea era sencilla: si se alteraba la correlación de fuerzas en el seno del Tribunal mediante la recusación de magistrados que presumiblemente no compartían las opiniones tremendistas del PP sobre la ruptura de España, podría utilizarse el TC como tercera cámara en la que paralizar o deshacer algunas medidas aprobadas por el poder legislativo.

La rocambolesca operación, que se inició con la recusación del magistrado Pablo Pérez Tremps, dio lugar a una sórdida batalla por la composición del TC entre el Gobierno, el PP y los propios magistrados divididos en dos bandos, el de los progresistas y el de los conservadores. Quizá la única consecuencia positiva del intento de manipular la composición interna del TC haya sido la oportunidad que hemos tenido los ciudadanos de contemplar con toda su crudeza la forma en que se resuelven los conflictos en el seno del Tribunal.

Ahora sabemos sin la menor sombra de una duda que los magistrados tienen preferencias políticas, como el resto de sus congéneres, y que son seleccionados por los partidos en función de dichas preferencias. No es que todas las demás consideraciones sean irrelevantes. Por supuesto, también se tiene en cuenta sus méritos profesionales. Pero a igualdad de méritos, los partidos proponen a aquellos con los que tienen una mayor afinidad política.

Los magistrados poseen un mandato fijo y, por tanto, una vez en activo, no tienen por qué obedecer las consignas de los partidos que les nombraron. De modo que si actúan según ciertos principios políticos, no se debe necesariamente a que tengan que devolver el favor de haber sido elegidos, sino a que han sido elegidos por pensar de una cierta manera. Hay múltiples estudios empíricos que demuestran una fuerte correlación entre las posiciones políticas de los magistrados y las decisiones que toman.

La interpretación de las leyes, y más todavía la interpretación de la Constitución, no es una ciencia exacta. Caben varias lecturas posibles de la Constitución. Y los magistrados optan por una u otra en función de sus ideas políticas. De ahí que su nombramiento resulte un asunto tan delicado, sobre todo teniendo en cuenta que en países como España se otorga al TC el monopolio de la interpretación constitucional. La última palabra la tienen los magistrados que lo componen. Y si los poderes representativos no están conformes con el parecer del alto Tribunal, sólo pueden neutralizar dicho parecer procediendo a una reforma constitucional. En la práctica, dados los costes políticos de semejante vía (mayorías cualificadas, referéndum de ratificación), el TC tiene el monopolio de la interpretación constitucional.

En la filosofía del derecho se han analizado exhaustivamente todos los argumentos imaginables a favor y en contra de los poderes que tiene un Tribunal Constitucional en una democracia representativa. Como bien se sabe, hay una tensión muy difícil de resolver entre el poder legislativo y el poder del TC. En teoría, el Tribunal salvaguarda el sistema democrático de los excesos que pueda cometer el legislativo. Éste no puede traspasar ciertos límites que vienen marcados por la interpretación de la Constitución que determine el TC. Y si surge un conflicto entre el Parlamento y el órgano de control constitucional, es este último el que acaba imponiéndose.

Así expresada, la idea no es mala: se trata de salvar la democracia frente a medidas que, sin perjuicio de haber sido aprobadas democráticamente, pueden socavar las bases del sistema. Sin embargo, cuando se examina con un poco más de detalle un conflicto típico entre el Parlamento y el TC, en seguida se advierte que las cosas son bastante más complejas de como suelen presentarse. Pensemos en el ejemplo del Estatuto catalán. Se trata de una ley orgánica aprobada originalmente en el Parlamento catalán por un amplio consenso, modificada y aprobada de nuevo en el Parlamento español, y, finalmente, ratificada mediante un referéndum celebrado en Cataluña. Si hay razones claras y concluyentes de que esta ley es inconstitucional, no habrá más remedio que declararla inválida. El problema es que los propios magistrados suelen no estar de acuerdo entre sí. De hecho, cuando las razones a favor y en contra se agotan, se toma una decisión final por mayoría simple (en caso de empate, decide el voto de calidad del presidente).

Ahora bien, que haya una mayoría a favor o en contra en el seno del TC obedece a factores contingentes que tienen muy poco que ver con el asunto que se esté dirimiendo. El signo político de la mayoría depende de cuál haya sido en los últimos años la secuencia de nombramientos. Puesto que el mandato de los magistrados no es igual al de los representantes populares, puede ocurrir que haya un Parlamento con mayoría progresista y un TC con mayoría conservadora, o al revés. Y también puede ocurrir, naturalmente, que la mayoría sea del mismo signo en ambas instancias.

Si las decisiones sobre la constitucionalidad de las leyes se toman por mayoría, si dicha mayoría no tiene fundamento democrático, y si sabemos que dicha mayoría refleja las preferencias políticas dominantes en el Tribunal, ¿qué sentido tiene dar el monopolio de la interpretación constitucional al TC?

No pretendo cuestionar el papel que desempeña el TC en nuestro sistema político. Pero sí me gustaría llamar la atención sobre lo arbitrario que resulta que se emplee una regla como la de la mayoría simple para resolver asuntos tan importantes como los que aborda el Tribunal. Cuando se llega a un desacuerdo irresoluble entre los magistrados, es la fuerza de los números la que se impone: de ahí que para los partidos políticos sea tan importante conseguir que haya una mayoría de magistrados favorables a sus tesis.

En realidad, hay una forma bastante sencilla de resolver este problema: exigir una mayoría cualificada o, en el límite, la unanimidad, para que los magistrados puedan declarar inconstitucional una ley. Si se hace así, el TC sólo podrá oponerse al legislativo cuando, a pesar de las divisiones ideológicas entre sus miembros, éstos se pongan de acuerdo en que la ley en cuestión es claramente inconstitucional. Resulta razonable que una ley pueda ser invalidada por una instancia no representativa cuando los miembros de dicha instancia superan sus diferencias políticas de partida y llegan a un consenso muy amplio sobre la inconstitucionalidad de la ley.

Esta propuesta tiene algunas ventajas. En primer lugar, desactiva, no totalmente pero sí en buena medida, el conflicto en torno a la composición del TC. La exigencia de una mayoría muy amplia o incluso de unanimidad hace que sea irrelevante tener un número mayor o menor de miembros de la misma tendencia política, pues una declaración de inconstitucionalidad sólo será posible si se consigue el acuerdo entre magistrados de distinta ideología.

En segundo lugar, es evidente que esta propuesta hace más difícil que el TC pueda oponerse a lo que apruebe el legislativo. Esto es enteramente lógico, ya que al fin y al cabo el legislativo ha sido elegido mediante sufragio universal, mientras que el TC no es un órgano representativo. No siéndolo, parece sensato poner algunas restricciones a la capacidad de los magistrados para anular las leyes aprobadas por los representantes de la ciudadanía. Una mayoría cualificada da poder de veto a cada una de las dos partes que componen el TC, lo que hace más improbable que una ley pueda ser declarada inconstitucional.

Finalmente, hay que subrayar que sentencias constitucionales que reflejen un amplio consenso entre magistrados de distinta sensibilidad política tienen una fuerza persuasiva mucho mayor que sentencias que vienen sólo apoyadas por el bloque político que en un momento dado tiene una posición mayoritaria en el Tribunal. En cierto modo, la propuesta que aquí defiendo desactiva el problema de la politización de los magistrados del TC. Dicho problema es, sin lugar a dudas, el que mayor desgaste ha producido en el Tribunal Constitucional en los últimos tiempos. (El País, 04/06/08)



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Tribunal Constitucional, Madrid




domingo, 1 de junio de 2008

Dios al desnudo






Polemizar sobre la existencia o no existencia de Dios con un creyente (o con un "no creyente) es absurdo. Es una cuestión irracional e irresoluble. La lista de los que lo han intentado es inabarcable. Y siempre, la piedra de toque, es el silencio de Dios ante el sufrimiento. No voy a insistir en ello. No soy creyente. Los mitos son bellos, pero no dejan de ser mitos. Allá cada cual que crea en lo que le parezca. La polémica puede resultar muy dolorosa, como en el caso de la filósofa francesa Simone Weil  y su famosa "Carta a un religioso" (Trotta, Madrid, 1998). El País de hoy trae de nuevo el asunto a colación con un interesante artículo del profesor Peter Singer, de la Universidad de Princeton. Sí, esa en cuyo Hospital Universitario trabaja nuestro desastrado doctor House... Sean felices. HArendt


Simone Weil




¿El Dios del sufrimiento?", por Peter Singer

Vivimos en un mundo creado por un dios todopoderoso, omnisciente y absolutamente bueno? Los cristianos así lo creen. No obstante, todos los días nos enfrentamos a un motivo poderoso para dudarlo: en el mundo hay mucho dolor y sufrimiento. Si Dios es omnisciente, sabe cuánto sufrimiento hay. Si es todopoderoso, podría haber creado un mundo sin tanto dolor, y lo habría hecho si fuera absolutamente bueno.

Los cristianos generalmente responden que Dios nos concedió el don del libre albedrío, y por lo tanto no es responsable del mal que hacemos. Pero esta respuesta no toma en cuenta el sufrimiento de quienes se ahogan en inundaciones, se queman vivos en incendios forestales provocados por un rayo o mueren de hambre o sed durante una sequía.

Los cristianos tratan de explicar este sufrimiento diciendo que todos los seres humanos son pecadores y merecen su suerte, por espantosa que sea. Pero los bebés y niños pequeños tienen las mismas probabilidades que los adultos de sufrir y morir en desastres naturales y parece imposible que lo merezcan.

Una vez más, algunos cristianos sostienen que todos hemos heredado el pecado original cometido por Eva, que desafió el decreto de Dios de no comer del árbol del conocimiento. Esta es una idea repelente por partida triple, ya que implica que el conocimiento es malo, que desobedecer la voluntad de Dios es el mayor de todos los pecados y que los niños heredan los pecados de sus antepasados y pueden ser justamente castigados por ellos.

Aun si aceptáramos todo esto, el problema sigue sin solución. Los animales también sufren a causa de las inundaciones, incendios y sequías y, puesto que no descienden de Adán y Eva, no pueden haber heredado el pecado original.

En tiempos pasados, cuando el pecado se tomaba más en serio que hoy en día, el sufrimiento de los animales planteaba un problema particularmente difícil a los pensadores cristianos. El filósofo francés del siglo XVII René Descartes lo resolvió mediante el drástico recurso de negar que los animales puedan sufrir. Sostenía que los animales eran simplemente mecanismos ingeniosos y que no se debían tomar sus chillidos y contorsiones como señal de dolor, de la misma manera que no se toma el ruido de un reloj despertador como señal de que tiene conciencia. Es poco probable que las personas que tienen un gato o un perro encuentren convincente ese argumento.

El mes pasado, en la Universidad de Biola, una escuela cristiana en el sur de California, debatí la existencia de Dios con el comentarista conservador Dinesh D'Souza. En los últimos meses, D'Souza ha insistido en discutir con ateos prominentes, pero a él también le costó trabajo encontrar una respuesta convincente al problema que he descrito.

Primero dijo que puesto que los seres humanos pueden vivir eternamente en el cielo, el sufrimiento de este mundo es menos importante que si nuestra vida en este mundo fuera la única que tuviéramos. Eso sigue sin explicar por qué un dios todopoderoso y absolutamente bueno lo permitiría. Por insignificante que sea este sufrimiento desde la perspectiva de la eternidad, el mundo estaría mejor sin él, o al menos sin la mayor parte de él. (Algunas personas afirman que necesitamos algo de sufrimiento para apreciar lo que es ser feliz. Tal vez, pero ciertamente no necesitamos tanto).

A continuación, D'Souza adujo que como Dios nos dio la vida, no estamos en condiciones de quejarnos si no es perfecta. Utilizó el ejemplo de un niño nacido sin una pierna. Dijo que si la vida en sí misma es un don, no se nos hace un daño si recibimos menos de lo que podríamos desear. En respuesta, señalé que nosotros condenamos a las madres que dañan a sus bebés mediante el uso de alcohol o cocaína durante el embarazo. No obstante, ya que le dan la vida a sus hijos, parece que según la opinión de D'Souza lo que hacen no tiene nada de malo.

Por último, D'Souza recurrió, como lo hacen muchos cristianos cuando se les presiona, a la afirmación de que no podemos esperar entender los motivos de Dios para crear el mundo tal como es. Es como si una hormiga tratara de entender nuestras decisiones, por lo insignificante que es nuestra inteligencia en comparación con la infinita sabiduría de Dios. (Ésta es la respuesta que se da de forma más poética en el Libro de Job). Pero una vez que abdicamos así de nuestra capacidad de raciocinio, bien podemos creer lo que sea.

Además, la afirmación de que nuestra inteligencia es insignificante en comparación con la de Dios presupone exactamente el punto que se está debatiendo: que existe un dios omnisciente, omnipotente y absolutamente bueno. Las evidencias que tenemos ante nuestros propios ojos indican que es más razonable creer que el mundo no fue creado por dios alguno. Si de cualquier forma insistimos en creer en la creación divina, nos vemos obligados a admitir que el dios que creó el mundo no puede ser todopoderoso y absolutamente bueno. O es malvado o no es muy hábil. (El País, 01/06/08).





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Peter Singer




sábado, 31 de mayo de 2008

Desde el Trópico de Cáncer






Mi anterior blog, "Desde el Trópico de Cáncer", ha recibido en este mes de mayo 21.121 visitas, con un total de 101.577 consultas. No escribo nada nuevo en él desde el pasado día 8, pero el blog sigue en vigor y pueden seguir leyéndose en él los artículos y comentarios allí expuestos desde el 1 de agosto de 2006 hasta el 8 de mayo de 2008. Pueden seguir dejando si lo desean sus propios comentarios. Serán leídos, y en su caso, contestados. Las fotos son del Pinar de Tamadaba, en el Parque Rural del Nublo (Gran Canaria).  HArendt




Filósofos y filosofía



La Escuela de Atenas (Rafael)


Siempre me ha cautivado la filosofía, probablemente,porque dicen que enseña a pensar... ¡Ah!, entonces, ¿Albert Einstein era filósofo?... ¿O es qué los científicos no piensan?... Dejémoslo en que la Filosofía es la madre de todas las ciencias. Pienso que con eso debería bastar para recomendar un mayor protagonismo de su estudio en la Secundaria, pero no van los tiros por ahí, y más o menos tarde lo pagaremos todos. 


Leo en el blog literario hispanoamericano El Boomeran(g) un interesante comentario sobre el libro "Filosofía. Interrogaciones que a todos conciernen" (Espasa, Madrid, 2008), de Víctor Gómez Pin. No figura en ningún lado el autor del mismo, con lo que supongo que está redactado por el editor del blog. Espero que les resulte interesante. Así como el primer capítulo del mencionado libro, que pueden leer en este enlace, tomado igualmente del blog citado. Sean felices. Y buen comienzo de semana. HArendt 









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René Descartes (1596-1650)



Es una situación embarazosa la de alguien que, al ser preguntado por su profesión, ha de responder «filosofo» o incluso «profesor de filosofía». Y el problema no reside tanto en que el interlocutor no sepa en qué sector del conocimiento o de la técnica encasillar tal respuesta, como en el hecho de que, probablemente, el propio filósofo tampoco lo sabe. Un filósofo es, desde luego, una persona cuya tarea es pensar, pero esto también caracteriza a Ramón y Cajal, Einstein, Gauss... a los que nadie (al menos de entrada) califica de «filósofos». El embarazo del profesional de la filosofía se acentuará además por una sospecha de lo que, ante su respuesta, el interlocutor empezará a barruntar. Pues si se hiciera una encuesta en la calle sobre el tema, la gran mayoría de los interrogados haría suya una opinión del orden siguiente: «Los filósofos son tipos que hablan sobre asuntos que solo a ellos interesan, y en una jerga que solo ellos (en el mejor de los casos) entienden».

Difícil es para el filosofo convencer (tanto a los demás como a sí mismo) de que en esta visión hay mucho de burda caricatura y que, en realidad, filósofo es exclusivamente aquel que habla de cosas que a todos conciernen y lo hace en términos, de entrada, elementales y que solo alcanzan la inevitable complejidad respetando esa absoluta exigencia de transparencia que viene emblemáticamente asociada al nombre de Descartes.

Decir que un filósofo habla exclusivamente de asuntos que a todos conciernen, decir que, si algún asunto no responde a esta exigencia, no puede ser filosófico, es acercar la interrogación filosófica a esas preguntas elementales que el ser humano plantea como mero corolario de una suerte de tendencia innata. Tendencia que, desde luego, observamos en los niños y que cuenta entre sus ingredientes con lo que un pensador contemporáneo ha denominado «instinto de lenguaje». Instinto que mueve a intentar que el lenguaje se fertilice, alcance aquello de que es potencialmente capaz, es decir, se realice. El lenguaje alcanza su madurez explorando diferentes vías, pero desde luego la vía interrogativa es una de ellas, y la palabra designativa de la situación de estupor que lleva a interrogarse es precisamente filosofía. (El Boomeran(g), mayo, 2008)





Albert Einstein





jueves, 29 de mayo de 2008

A vueltas con la educación





Siguiendo el hilo argumentativo de la profesora de filosofía de la universidad de Valencia, Adela Cortina, retomo el asunto de la educación. Dice la profesora Cortina en su artículo de ayer en El País, titulado "La educación como problema", que "los nuevos aires insisten en preparar a los alumnos para desarrollar competencias tanto en los estudios técnicos como en las ciencias y las humanidades. El viejo debate sobre si educar consiste en formar o en informar ha pasado de moda, porque ya sabe cualquier maestro o profesor que lo suyo es preparar chicos y chicas competentes. ¿Competentes, para qué? Para desempeñar ocupaciones asignadas por el mercado laboral, claro está."

Dice más cosas, claro está, y muy graves, sobre el proceso de convergencia universitaria europea surgido de la Declaración de Bolonia. Yo no tengo nada claro si a largo plazo ese proceso es positivo para Europa y sus ciudadanos y para su desarrollo científico y humanístico futuro, No tengo "aptitudes ni competencias" para ello, pero leyendo su artículo he recordado unas frases del profesor e intelectual norteamericano, George Steiner, al que ya hice referencia hace unos días en este mismo blog. Dice el profesor Steiner en su autobiografía "Errata. El examen de una vida", (Siruela, Madrid, 1998), citando a Franz Kafka: "Un libro debe ser como un pico de alpinista que rompa el mar helado que tenemos dentro". Y sobre el papel civilizador del arte, las humanidades y la literatura, dice en otro momento: "La literatura tiene la función de civilizar, precisamente porque es el gran instrumento de subversión que pone a la sociedad en tela de juicio al representarla en sus hábitos, prejucios, ritos miedos más íntimos. ¿No será ese poder revulsivo de los libros (de las "biblias") -añade, el que hace enojosa la enseñanza de la literatura (de las humanidades, del arte en general), -añado yo, el que hace enojosa la enseñanza de la literatura para nuestra sociedad tecnificada y postdogmática?."

Porque ese el quid de la cuestión que denuncia la profesora Cortina: Las Humanidades "no son competencias para desempeñar una ocupación, sino capacidades del carácter para dirigir la propia vida. Nada más y nada menos." Y conviene saber lo que está en juego... Sean felices. HArendt



Adela Cortina


"La educación como problema", por Adela Cortina


El problema número uno de cualquier país es la educación. Y en el nuestro el asunto anda revuelto desde instancias diversas que afectan a todos los niveles educativos, incluida la Universidad. Es tiempo de pensar la educación y pensarla a fondo.

La LOE deja la puerta abierta para que las comunidades autónomas recorten horas de materias como la Filosofía, apertura que aprovechan algunas comunidades como la valenciana para reducir su horario; los enfrentamientos por la Educación para la Ciudadanía recuerdan el Motín de Esquilache; Bolonia va a traer una Universidad adocenada, en la que, por mucho que se diga, la calidad acaba midiéndose por la cantidad.

El número de alumnos se ha convertido en decisivo para determinar la calidad de una materia o un postgrado, con lo cual no hay lugar para la especialización. Una cosa es saber mucho de poco, saber cada vez más de menos y acabar sabiéndolo todo de nada; otra cosa muy distinta, saber sólo generalidades, porque eso -se dice- es lo que prepara para adaptarse a cualquier necesidad del mercado.

Éste es el mensaje de Bolonia, asumido con inusitado fervor por carcas y progres, y después nos quejaremos del neoliberalismo salvaje.

Los nuevos aires insisten en preparar a los alumnos para desarrollar competencias tanto en los estudios técnicos como en las ciencias y las humanidades. El viejo debate sobre si educar consiste en formar o en informar ha pasado de moda, porque ya sabe cualquier maestro o profesor que lo suyo es preparar chicos y chicas competentes. ¿Competentes, para qué? Para desempeñar ocupaciones asignadas por el mercado laboral, claro está.

Por eso, si usted tiene que diseñar un plan de estudios de cualquier nivel educativo o un postgrado, el apartado más largo y complicado será, no el que se refiere a los contenidos de las materias, sino el que se relaciona con las "competencias". ¿Para qué ha de ser competente el egresado?

Competencia es, al parecer, un conjunto de conocimientos, habilidades y actitudes, necesarios para desempeñar una ocupación dada y producir un resultado definido. Consulté a un compañero de Pedagogía, excelente profesional, y, con una buena dosis de ironía, me puso un ejemplo muy ilustrativo: alguien es competente para hacer una cama cuando sabe lo que es un somier, un colchón, lo que son las sábanas, se da cuenta de cómo es mejor colocarlas y además le parece algo lo suficientemente importante como para intentar dejarlas bien, sin arrugas y sin que el embozo quede desigual. Era sólo un ejemplo, por supuesto, pero extensible a actividades más complejas, como construir puentes y carreteras, elaborar productos transgénicos, hacer frente a una denuncia, plantear un pleito, curar una enfermedad y tantas otras actividades que corresponden a quien tiene un puesto de trabajo. Preparar gentes para que ocupen puestos de trabajo parece urgente.

Sin embargo, sigue pendiente aquella pregunta de Ortega sobre si la preocupación por lo urgente no nos está haciendo perder la pasión por lo importante. Si en la escuela hay que enseñar a hacer tareas como manejar el ordenador o conocer las señales de tráfico, cosa que los estudiantes van a aprender de todos modos por su cuenta y riesgo, o si hay que incluir en el currículum materias de Humanidades, que preparan para tener sentido de la historia, dominio de la lengua, capacidad de criticar, reflexionar y argumentar. Que no son competencias para desempeñar una ocupación, sino capacidades del carácter para dirigir la propia vida. Nada más y nada menos.

Por otra parte, se insiste, con razón, en que el conjunto de la educación se dirige a formar buenos ciudadanos, y hete aquí que eso no es ninguna ocupación, sino una dimensión de la persona, aquella que le permite convivir con justicia en una comunidad política. No tanto vivir en paz, que puede ser la de los cementerios o la de los amordazados, sino convivir desde la justicia como valor irrenunciable. Y para eso hace falta aprender a enfrentar la vida común desde el conocimiento de la historia compartida, la degustación de la lengua, el ejercicio de la crítica, la reflexión, el arte de apropiarse de sí mismo para llevar adelante la vida, la capacidad de apreciar los mejores valores. Cosas, sobre todo estas últimas, que no pertenecen al dominio de las competencias, sino a la formación del carácter.

No es una buena noticia entonces que se quiera reducir la Filosofía en el Bachillerato, ni lo es tampoco que se pretenda eludir la ética cívica o esa Educación para la Ciudadanía que debería ayudar a educar en la justicia, no sólo a memorizar listas de derechos, constituciones y estatutos de autonomía, que son por definición variables, sino a protagonizar con otros la vida común.

Por fas o por nefas, acabamos limitando la escuela y la Universidad a preparar presuntamente para lo urgente, no para lo importante, para desempeñar tareas y no para asumir con agallas la vida personal y compartida. (El País, 28/05/08)




George Steiner



lunes, 26 de mayo de 2008

¡Inshallah!





"Inshallah" es una palabra árabe, una invocación que podría traducirse por "¡Dios lo quiere!"... Creo recordar que fue el historiador y filólogo Américo Castro el que en su monumental obra "España en su Historia" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1989) dejó escrito que el hebreo, el árabe y el castellano, este último por influencia de los dos anteriores, son los únicos idiomas del mundo que convierten en transitivos verbos que en otras lenguas vivas resultan de imposible conjugación transitiva. De ahí, a que el misticismo como expresión literaria sea casi una exclusividad del pensamiento judeo-árabe-español, solo hay un paso. No otra cosa es misticismo, (tan castizo para nosotros en el pensamiento y la obra de Teresa de Jesús o Juan de la Cruz, ambos místicos, ambos de origen judeo-converso): un sentimiento o estado de relación íntima con la divinidad que muy bien podría expresarse en esa invocación: ¡Inshallah!", "¡Dios lo quiere!".

"Inshallah" es también el título de una famosa canción de los años sesenta del joven (entonces) cantautor belga, Adamo. Pueden ustedes verle y oírle aquí mientras continúan leyendo este comentario.

Y es también "Inshallah" (Plaza y Janes, Barcelona, 1992) una densa novela de guerra, ambientada en el Líbano ocupado por fuerzas de las Naciones Unidas durante la guerra civil que sacudió el país en 1983, escrita por la periodista y novelista italiana recientemente fallecida, Oriana Fallaci, con dolor y con rabia. Con mucho dolor y con mucha rabia. Léanla si tienen ocasión. No la olvidarán fácilmente.

El título de esta entrada del blog me lo sugirió la lectura, hace ya unas semanas, de un interesantísimo artículo en el número 180 de la revista Claves de Práctica, titulado "La política de Dios", escrito por el profesor de Humanidades en la neoyorkina Universidad de Columbia, Mark Lilla. Espero que les resulte interesante su lectura. Les aseguro que lo es.

Dice Mark Lilla en el primer apartado de su estudio, titulado "La voluntad de Dios prevalecerá", que el ocaso de los ídolos se ha postergado, y que durante más de dos siglos, desde las revoluciones americanas y francesa hasta el derrumbe del comunismo soviético, la política mundial ha estado girando en torno a problemas eminentemente políticos. Que la guerra y la revolución, la justicia social y de clases, la identidad racial y nacional eran las cuestiones que nos dividían, pero que hoy hemos progresado hasta un punto donde nuestros problemas vuelven a parecerse a los del siglo XVI, pues nos vemos enredados en conflictos sobre creencias que rivalizan entre sí, sobre pureza dogmática y sobre deberes divinos para concluir que en Occidente estamos desorientados y confusos.

Cuando leía estas palabras del profesor Lilla, recordé el revuelo social, político y sobre todo académico que, un hasta ese momento prácticamente desconocido profesor universitario norteamericano de origen japonés, Francis Fukuyama, desencadenó con la publicación en la revista The National Interest, en el verano de 1988, de un provocador artículo titulado "¿El fin de la Historia?", que pueden leer aquí. Con este artículo, entre otros, se estrenó en España en abril de 1990 la revista Claves de Razón Práctica. Fukuyama quiso abordar en él un intento de explicación de lo ocurrido en los últimos años de la década de los 80 en el plano de las conciencias y de las ideas, con la consecuencia por todos sabida de que el liberalismo económico y político habían acabado por imponerse en el mundo ante el agotamiento y colapso de otras alternativas ideológicas y políticas (léase el comunismo), dando paso a una situación en la que nos encontraríamos en presencia del final de toda evolución ideológica posible alternativa al capitalismo liberal, y por tanto, en el "fin de la historia" en términos hegelianos.

Cuatro años más tarde (1992) retoma el asunto planteado en su artículo y escribe un libro que en España se publicará con el título "El fin de la Historia y el último hombre" (Planeta, Barcelona, 1992), que leí con sumo interés y que me causó una gran impresión. Evidentemente, no se si decir por desgracia o por suerte, Fukuyama no acertó en su pronóstico.

Dice el profesor Mark Lilla que, aunque en Occidente tenemos nuestros propios fundamentalistas, nos parece incomprensible que las ideas teológicas todavía levanten pasiones mesiánicas (ahí tenemos el estado de beligerancia absoluta del sector más integrista de la conferencia episcopal española llamando a la "guerra santa" contra el gobierno de Zapatero), dejando tras sí sociedades en ruinas. Habíamos supuesto, continúa diciendo Lilla, que eso ya no era posible, que los seres humanos habíamos aprendido a separar las cuestiones religiosas de las cuestiones políticas y que el fanatismo había muerto. Estábamos equivocados, dice... ¡Inshallah!, concluyo yo... Sean felices a pesar de todo. HArendt



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Mark Lilla





sábado, 24 de mayo de 2008

El desgarro








Aun viéndolo desde la izquierda política donde me ubico, la crisis por la que está pasando el PP se me antoja un tanto ficticia. Hasta ahora, los únicos que están hablando son los que se han visto desalojados del poder interno del partido. Y unos cientos de mamelucos vociferantes que ni pesan ni influyen, aunque ellos piensen que sí... Yo veo más una lucha interna por el poder que una discrepancia ideológica profunda. Y lo de María San Gil me parece puro oportunismo político de una persona que ha perdido todas las elecciones a las que se ha presentado, y cada vez peor... Lo disfrace de lo que lo disfrace.

Entre ayer y hoy le leído tres artículos de opinión muy ponderados sobre la "crisis" del PP. Son periodistas de ideología diversa y de tres medios de comunicación distintos de Canarias (Federico Utrera, Canarias Ahora), Galicia (Xosé Luis Barreiro, La Voz de Galicia) y Madrid (Soledad Gallego-Díaz, El País). Leídos en conjunto pienso que aportan algunas claves interesantes. Disfrútenlos. Y sean felices a pesar de todo. HArendt




http://www.elpais.com/recorte/20080112elpepinac_5/LCO340/Ies/Maria_San_Gil_izquierda_Mariano_Rajoy.jpg
María San Gil y Mariano Rajoy: Eran otros tiempos...




"Crisis en el Partido Popular. Una búsqueda desesperada", por Soledad Gallego-Díaz

La campaña desatada en torno al congreso del PP tiene un aspecto cada vez más despiadado. Cada día se nota más la desesperación de quienes intentan forzar, como sea, una candidatura alternativa a la de Mariano Rajoy, que corte el paso al nuevo equipo y que vuelva a colocar al PP bajo la influencia de los dos medios de comunicación, la emisora de la jerarquía católica Cope y el diario El Mundo, que desempeñaron un papel fundamental en la pasada legislatura y que no renuncian ahora a tejer una poderosa alianza a la americana.

Todos ellos temen que si la candidatura de Rajoy es la única que compite, el actual líder del partido se garantice, al menos, otros tres años de protagonismo, con una anunciada, e inesperada, autonomía personal. Encontrar una alternativa a Rajoy es, sin embargo, difícil. Primero, porque los posibles herederos, algunos de los actuales barones (Francisco Camps y Esperanza Aguirre incluidos), no son diputados en el Congreso y éste es un país donde la oposición se ha hecho siempre vía parlamentaria, con los debates sobre el estado de la nación y las preguntas de control como elementos políticos básicos.

El candidato del PP a las elecciones de 2012 puede no ser parlamentario, pero sólo si se lanza ya en víspera de la nueva campaña electoral. Nadie puede resistir cuatro años enteros como jefe de la oposición y candidato a presidente del Gobierno fuera del Parlamento. Por eso algunos tratan de convencer a Juan Costa o a Gustavo Arístegui, que tienen escaño, para que se lancen a la aventura.

La cuestión es quién ejerce el mando en el PP hasta 2011. Camps y muchos otros barones prefieren que sea Rajoy, porque piensan que es un candidato debilitado y que, en cualquier caso, es mejor que dar paso a uno de sus auténticos enemigos, es decir, otro barón que se ponga al frente del extenso aparato del partido. Pero una cosa es que hayan dado su respaldo a Rajoy y otra, que estén dispuestos a asumir parte del desgaste que sufre en estos días el presidente del partido.

Camps, Arenas o Núñez Feijóo están contemplando la batalla desde la barrera: Rajoy se las tiene que arreglar solo, o con el exclusivo apoyo de Ruiz-Gallardón, que no tiene mucho que perder y sí algo que ganar, para salir vivo de esta ofensiva. Por eso los enemigos de Rajoy intentan desesperadamente echar toda la carne en el asador en estos días y se felicitan por el nuevo flanco abierto por una persona tan apreciada como María San Gil, quien parece haber aprovechado la situación para retirar su candidatura en las próximas, y pesimistas, elecciones vascas. La operación no ha salido del todo bien, porque el PP vasco está más alejado del pensamiento apocalíptico de Mayor Oreja de lo que ellos creían, pero aun así perjudica a Rajoy, porque oponerse a San Gil no da réditos entre los militantes del PP.

Esperanza Aguirre y su entorno son otra cosa: la poderosa presidenta de la Comunidad de Madrid puede preferir, quizás, a cualquiera menos a Mariano Rajoy, pero tampoco puede unir su destino al de otro barón ni, desde luego, a un candidato poco sólido o disparatado, algo que sí están dispuestos a contemplar Jiménez Losantos, la jerarquía de la Iglesia católica o Pedro J. Ramírez, en su feroz intento por cortocircuitar a Rajoy. Todos ellos están empeñados en ofrecer a Aguirre su apoyo a cambio de arrastrarla a su campo. La presidenta, que nunca ha sido una militante religiosa, ha entregado la enseñanza de Educación para la Ciudadanía a los representantes más agresivos del pensamiento católico, y está jugando en ese campo de manera muy activa, pero no ha decidido aún arriesgarse y lanzar una candidatura alternativa, propia o encubierta, como le apremian. Si no hay tiempo ni capacidad para organizar otra candidatura potente, Aguirre necesita asegurarse que Rajoy no utiliza los tres próximos años para abrirle una guerra interna que le reste poder. Para eso, al menos, cuenta con el apoyo de Aznar, quien ya advirtió seriamente a Rajoy que en esta nueva etapa no debe modificar la actual relación de fuerzas dentro del partido.

¿Y Mariano Rajoy? El presidente del PP debe pensar que tres años es mucho tiempo. Su objetivo es simplemente llegar al congreso de junio sin ninguna candidatura alternativa creíble. Es decir, sin que los otros barones le hagan frente. Quizás dentro de tres años haya rehecho su poder interno y pueda realmente cumplir su deseo de volver a presentarse a las elecciones generales. Pero si no es así, si los barones reclaman su papel y tiene que dejar paso a otro candidato presidencial, por lo menos habrá dado un empujón al PP hacia una cierta modernidad. Hasta el momento, Rajoy ha cometido muchos errores, pero a trancas y barrancas va consiguiendo lo fundamental: arañar días sin que surja una alternativa creíble. A corto plazo, eso sería suficiente para el.

A largo, el problema está en el pensamiento de quienes, dentro del PP, creen que la alianza entre el PSOE y los nacionalismos se llevará por delante al Partido Popular y obligará a refundar la derecha española, que nunca ha perdido sus dos almas, la más abierta, aunque errática, de UCD, y la conservadora y católica de Alianza Popular. Aznar las unió pero no está escrito que tengan que permanecer siempre así. (El País, 23/05/08)




Soledad Gallego-Díaz




"La crisis del PP vista desde fuera", por Xosé Luis Barreiro

En el PP se juntan dos crisis, que, aunque relacionadas entre sí, son netamente diferentes. La primera, la que está en todos los periódicos, es una crisis interna, cuya descripción podría reducirse a la lucha por el poder que se desata cuando un líder enseña sus debilidades. Y la segunda, de la que casi nadie habla, es una crisis de discurso, o de proyecto, de cuyo análisis podrían derivarse los remedios que hay que aplicar a tan peliaguda situación. A la primera le llamo «interna» porque, a pesar de la algarada mediática, solo tiene interés para los que pelean en ella. Y a la segunda le llamo «de proyecto» porque, aunque condiciona las estrategias de los que se disputan el poder, compromete sobre todo a un cuerpo electoral que se está quedando sin un discurso que oponer a la euforia socialista.

Si usted quiere ir a la realidad de las cosas, y conocer la verdadera dimensión de esta segunda crisis, basta con que se plantee dos cuestiones muy sencillas y trate después de contestarlas. La primera de las preguntas es: ¿qué decisión ha tomado Mariano Rajoy desde que perdió las elecciones? Y la segunda podría formularla así: ¿En qué consiste el centro político y qué proyecto tiene el PP para cambiar y mejorar el país?

A la primera de las cuestiones debe responder que ninguna. Porque, además de haber consentido que la crisis del aznarismo se traslade a la sociedad como el derrumbe de su propio liderazgo, y de presentar sus tenues rectificaciones estratégicas como una cesión oportunista de los principios fundacionales del PP, está dejando que todas las piedras que le sirvieron de lastre -como Acebes y Zaplana- se vayan de rositas, convertidos en crítica viviente contra la autoridad del líder. Y la respuesta a la segunda pregunta basta con entresacarla de los propios discursos de Rajoy, de los que claramente se deduce que la acción de gobierno consiste en hacer lo que le interesa a la gente, y en dar a entender que a la gente solo le interesa lo suyo.

Valores ciudadanos, por lo que se intuye, no hay. Necesidad de gobernantes que abran caminos de futuro, incluso contra corriente, tampoco. Cambios sociales que aquilatar y normalizar, no se mencionan. Y del talismán del centro solo se sabe que es, siguiendo la definición expuesta en la Universidad de Comillas, «la capacidad de hablar con todos». De donde se deduce que centrista, centrista, solo es Zapatero, y que, fuera del presidente victorioso, solo nos queda la obsesión de ETA, motivo y guía de toda la política española.

Ahí está la verdadera crisis. Porque las aspiraciones y ambiciones de Esperanza Aguirre y de Ruiz-Gallardón solo son un episodio sin importancia en la larga lucha por el poder. (La Voz de Galicia, 24/05/08)





Xosé Luis Barreiro





"PP: Rumbo a lo conocido", por Federico Utrera

“Rumbo a lo desconocido (Historia secreta de los años más convulsos del PP)” es el nuevo libro de Graciano Palomo, quizás el analista más documentado de la derecha española y desde luego, sin discusión alguna, el más prolífico. Ha visto pasar por las filas conservadoras a Fraga, Mancha, Aznar y ahora Rajoy cuando por las bancadas socialistas pasaron Felipe, Almunia, Borrell y Zapatero. ¿Qué ocurrirá el 20 21 y 22 de junio en Valencia durante el XVI Congreso del PP? Palomo no lo sabe y lo admite, pero en su libro se vislumbra el “target” de los líderes de opinión del PP que van a mover el voto de los delegados, independientemente de su jerarquía orgánica, y entre los que él cree que no hay ningún canario, por más que el duelo entre Soria y San Gil en la ponencia política prometa mucho. Pero mas allá de si continuará Rajoy, surgirá un “tapado” de consenso forzado por Esperanza Aguirre o se impondrá Gallardón en unas primarias abiertas, lo que parece claro es que nada será igual que antes.

La pregunta, sin embargo, no es obscena en una democracia de masas donde el elemento mediático juega tanto de forma fáctica como el financiero y antes el sindical o el eclesial. ¿Se puede liderar el PP con la manifiesta hostilidad de la Cope y El Mundo? Para descifrarlo, háganse la pregunta a la inversa: ¿Se podría liderar el PSOE con la animadversión unánime de la SER, El País, la Sexta y Público? Poder se puede, pero otra cosa es lo que dure. El guerrismo no desapareció pese al pulso Guerra-Cebrián (muy parecido a éste de Pedro Jota-Rajoy) pero Borrell sólo duró unos minutos frente a El País y Zapatero ha logrado lo que parecía imposible: sortear las zancadillas de todos aquellos que tenían mucha prisa por desbancarlo. Y aún así, los que se han sentido perjudicados aguardan su momento para ajustar cuentas. ¿Podrá conseguir Mariano lo mismo? Si leen el libro de Graciano Palomo, podrán encontrar una respuesta, porque lo más útil para desentrañar lo desconocido es analizar lo conocido. Y eso, Palomo lo hace a las mil maravillas, porque como gusta él mismo decir y encontramos esparcido por el libro: la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero. (Canarias Ahora, 24/05/08)




Federico Utrera






viernes, 23 de mayo de 2008

Irán & USA, y ... ¡béisbol!



Niños jugando al béisbol


Mi relación con Irán viene de antiguo. Para ser exactos, cincuenta y dos años. La misma que con los Estados Unidos de América, lo que no deja de parecer una paradoja que intentaré explicar. Hace cincuenta y dos años, mis padres, que vivían en Madrid en el barrio de Delicias, se mudaron al de Prosperidad, en el distrito de Chamartín. Y lógicamente, a mis diez años de edad, me fui con ellos y con mis hermanos. En Prosperidad vivían entonces con sus familias muchos de los soldados norteamericanos que servían en la base aérea de Torrejón. Aunque no nos relacionábamos de manera especial con ellos, veíamos a los niños norteamericanos jugar al beísbol y, por imitación, con rústicos palos, primero, y bates de verdad poco después, aprendimos las reglas del juego y al menos en mí prendió una admiración por ese deporte que aún perdura. Por cierto, que el futuro y admirado locutor deportivo José María García era uno de esos niños, y líder ya de uno de los equipos de beísbol con los que nos enfrentábamos habitualmente en cualquier terreno despejado de piedras en lo que ahora es el cruce entre la M-30 y la calle Costa Rica.

Muy cerca de allí, en un chalecito semioculto entre grandes árboles, creo recordar que en la calle Jerez, estaba la Embajada Imperial del Irán. En horas libres de tareas escolares (en el Infanta María Teresa, un colegio de la Guardia Civil, adscrito al Instituto Ramiro de Maeztu, de la calle Serrano, junto a la Embajada de los Estados Unidos) solíamos acercarnos a las embajadas extranjeras acreditadas en Madrid para pedir libros, mapas, cuentos y documentación varia, alegando un próximo viaje familiar a dicho país o la necesidad de hacer un trabajo escolar que nos habían encomendado. Las razones eran falsas pero nosotros, en nuestra inocencia, deberíamos resultar convincentes porque nos colmaban de atenciones... ¡y de libros!..., especialmente en la representación diplomática del Imperio iraní. De allí nació un sentimiento de cariño por el pueblo, la cultura y la historia de Irán que llego a cautivarme. Tanto, que llegado el momento de tener que dar una disertación, en francés, como un ejercicio más de los que teníamos que hacer en la Escuela Central de Idiomas de Madrid en la que estudiaba por las tardes la dulce lengua de Francia, me aprendí de memoria un cuento que me había regalado tiempo antes la Embajada iraní titulado "Mernahz, la Cendrillon iranienne" (Mernahz, la Cenicienta iraní). Y que como todos los cuentos que se aprecien comenzaba así: "Il était une fois une petite fille appelée Merhnaz..." (Érase una vez una niñita llamada Merhnaz...). Me lo aprendí en los ratos libres que me permitían los partidos de beísbol que jugábamos, a la espera de mi turno de bateo, sobre la ahora intransitable M-30...

Mi relación con los Estados Unidos viene más o menos de esa misma época y por esas mismas causas. Visitábamos la Embajada en la calle Serrano, y de allí nos desviaban a la parte trasera, la que daba (o da, no lo sé) al paseo de la Castellana, y donde estaba la Casa Americana, una institución cultural de la que acabé siendo socio. Allí tenían una excelente biblioteca en español, y sobre todo, para mí, unos inmensos atlas a partir de los cuales concebí una pasión inextinguible por la geografía y sobre todo por los mapas. ¡Ah!, y también tenían, como no, ese insuperable objeto de consulta -lástima que fuera en inglés, pero los mapas me servían igual- que es la Encyclopedia Americana...

Mi simpatía/antipatía por los Estados Unidos de América, viene dada básicamente en función de qué partido ocupe la Casa Blanca. Con los democrátas, suelo ser bastante más indulgente que con los republicanos. Con la administración Bush, reconozco que la indulgencia es imposible. Que un analfabeto integral como él, megalómano -en conexión directa con Dios- e imbuido de su papel de custodio de Occidente, forrado con el dinero de papá, pueda llegar dos veces a presidente dice mucho en favor de la democracia americana y muy poco en favor de sus electores.

Con el régimen iraní de los ayatolás mi sintonía es nula. Y no porque me parezca éste peor que el del Sah, sino porque pienso que éste, el actual, es un peligro para la paz mundial (lo mismo que Bush, con la diferencia de que al último se le puede quitar si se la va la olla...). Reconozco que el interesante y denso artículo de hoy en El País, titulado "¿Puede pasar Irán de bandido a gendarme?", del periodista y escritor Javier Valenzuela me ha hecho replantearme algunos presupuestos; aunque Ahmadineyad me sigue pareciendo, como mínimo, un vocazas... Pero lo más importante es que me ha servido para recordar con nostalgia una relación con el Irán eterno que vista desde los ojos del niño que fui una vez se me antoja entrañable. Sean felices. HArendt




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Imagen de Teherán, la capital iraní



¿Puede pasar Irán de bandido a gendarme?, por Javier Valenzuela

La exhibición de fuerza de Hezbolá en Beirut confirma a Irán como potencia regional. El interés nacional, tanto o más que la ideología islamista, guía su acción. Y la torpe política de Bush juega a su favor.

De las muchas historias heroicas que alberga el alma de un pueblo tan longevo como el iraní, una, la del imam Hussein, es hoy relativamente conocida en Occidente. Nieto del profeta Mahoma, el imam Hussein murió combatiendo en Kerbala, hacia el año 680 de la era cristiana. De los triunfadores de aquella batalla surgió el mayoritario islam suní; de los derrotados seguidores del imam Hussein, el islam chií, minoritario excepto en Irán y algunos países árabes.

Menos conocida en Occidente, y mucho más vieja, es otra de las historias que se escuchan en los hogares iraníes: la de Arash el Arquero. En tiempos mitológicos, los anteriores a la escritura y el monoteísmo, los pueblos de Irán y de Turán acordaron terminar una guerra por sus respectivos límites fronterizos mediante una prueba singular. Arash, un guerrero iraní, lanzaría una flecha en dirección a Turán, y donde ésta cayera se fijarían los lindes. Arash subió a la montaña más alta de Irán, el Damavand, tensó su arco y lanzó la flecha. Ésta voló durante horas hasta alejarse más de 2.000 kilómetros, concediéndole así al pueblo persa un inmenso territorio. Consumido por el tremendo esfuerzo físico, Arash falleció de inmediato.

En el verano de 2006, Israel invadió Líbano por enésima vez y fracasó frente a la resistencia de Hezbolá. Comentando en la BBC que tal fiasco reforzaba la influencia regional de Irán, el veterano John Simpson hizo una observación muy inteligente: "Durante los últimos 30 años, Occidente se ha obsesionado por el fundamentalismo religioso de la República Islámica de Irán, pero ha olvidado que la revolución de Jomeini fue también una declaración de independencia respecto al control británico y estadounidense". En efecto, el nacionalismo iraní -incluido el secular, el encarnado por Mossadegh a mediados del siglo XX- estuvo en 1979 con Jomeini. Desde entonces, dos vectores, el islamismo en versión chií y el nacionalismo persa -el imam Hussein y Arash el Arquero- guían la acción internacional del régimen de los ayatolás.

Has Iran Won? (¿Ha ganado Irán?), se preguntaba a todo trapo la portada de The Economist del pasado 2 de febrero. El interrogante venía a cuento del informe de diciembre de 2007 de los servicios secretos norteamericanos que asegura que el programa nuclear iraní no es una amenaza tan inminente ni tan grave para la seguridad mundial como predica la Casa Blanca. Aun discrepando de las conclusiones de los espías, el editorial del semanario británico proclamaba que lo más sabio que puede hacer Washington es pactar con Teherán, y ello sin poner como condición previa el abandono del programa nuclear iraní.

Es un hecho que la torpe, belicista y altamente ideologizada política de George W. Bush ha contribuido a hacer de Irán una potencia en Oriente Próximo y Asia Central; la cuestión ahora es cómo convertirla en un factor de estabilidad en la zona más inflamable del planeta. Y salvo los últimos cheerleaders de Bush, los especialistas opinan que va llegando el momento de que Estados Unidos haga con relación al Irán jomeinista lo que Kissinger y Nixon hicieron en su momento respecto a la China maoísta: realpolitik; esto es, aceptar su existencia y negociar una coexistencia pacífica. Así lo han insinuado en EL PAÍS el ex ministro israelí de Exteriores Shlomo Ben Ami y el especialista en asuntos militares, y también israelí, Martin van Creveld. Y así lo dice sin ambages Marc Gasiorowski, director de Estudios Internacionales de la Universidad del Estado de Luisiana y buen conocedor de Irán.

De hecho, remarca Gasiorowski, esto es lo que, a fines de 2006, vino a proponer el Grupo de Estudios sobre Irak (GEI) dirigido por James Baker. El GEI constató que, sin la ayuda de Irán y Siria, EE UU jamás podrá alcanzar una solución en Irak que pueda presentar como un triunfo, y sugirió que Washington iniciara con Teherán un diálogo sobre todas las cuestiones litigiosas -Irak, Líbano, el conflicto israelí-palestino, el programa nuclear, la seguridad en el Golfo...- , ofreciéndole un estatuto de interlocutor respetable. "El diálogo con EE UU", dijo Baker, "no es una recompensa por el buen comportamiento, sino un método para intentar conseguirlo".

Debería ser aún más evidente tras lo ocurrido en Beirut a comienzos de este mes. En menos de lo que se tarda en contarlo, Hezbolá se hizo con el control del oeste de Beirut, corroborando, dice el analista Rami Khouri, que "no sólo es la facción política y militar más poderosa del país de los cedros, sino todo un Estado dentro de un Estado débil". Acto seguido, Hezbolá hizo una demostración de prudencia al replegarse, renunciar a la toma del poder y aceptar la recién culminada negociación sobre su derecho a veto en los asuntos libaneses. Una y otra cosa, osadía en la exhibición de su relativa fuerza y prudencia a la hora de la verdad, son tan propias de ese movimiento chií libanés como de su padrino, la República Islámica de Irán.

El ascenso de Irán es fruto tanto de esa astuta combinación como de una racha de buena suerte. El hundimiento de la Unión Soviética le quitó de encima el comunismo; la invasión de Afganistán por EE UU le eliminó al incómodo vecino talibán, y el mismo EE UU derrocó a su gran rival, Sadam Husein. Lo último le ha permitido tensar lo que el rey jordano Abdalá II llama "el arco chií" (Irán-Irak-Líbano). La flecha de Arash vuela de nuevo muy lejos.

Para el régimen jomeinista fue toda una revancha de la historia la cálida bienvenida a Bagdad que en marzo le diera el actual Gobierno iraquí a Ahmadineyad. Comentando aquella visita, Gilles Kepel recordó que Teherán está actuando con notable cautela en Irak. No desea una total descomposición de ese país, que podría convertir a su parte suní en un santuario de Al Qaeda y también empujar hacia Irán a cientos de miles de refugiados chiíes. Asimismo resultó significativo que Ahmadineyad fuera huésped de la última cumbre del Consejo de Cooperación del Golfo, un órgano creado en 1981 precisamente para oponerse al Irán jomeinista. El mensaje fue claro: los emiratos del Golfo quieren estar a buenas con Teherán.

Con un Afganistán donde las cosas se complican y un Irak donde no marchan tan bien, un ataque norteamericano contra Irán no es una opción, si es que alguna vez lo fue. Sólo serviría para propagar aún más las llamas del terror y la guerra. Pero entre el belicismo y la impotencia, el futuro presidente de EE UU tiene un tercer camino: el diálogo que exploró Bill Clinton cuando el presidente iraní era el reformista Jatamí. Eso sí, el sucesor de Bush debería olvidarse de ideologías mesiánicas, asumir el pragmatismo y aceptar que la libertad y la igualdad llegarán a Irán a través de un proceso interno.

Irán, dice Olivier Roy, es "una pieza clave del tablero de Oriente Próximo y la única que parece tener una estrategia coherente, en la que las consideraciones a corto plazo se articulan dentro de una visión a largo plazo". Ya hace mucho que renunció a exportar la revolución jomeinista y lo que hoy pretende es que el mundo le reconozca la condición de potencia regional que ha alcanzado de facto. Para ello, señala Roy, usa instrumentos tácticos como la retórica antiamericana, antiisraelí y panislamista, que le permite conectar incluso con sectores fundamentalistas o nacionalistas árabes suníes (véase Hamás), y una gran habilidad para librar batallas lo más lejos posible de sus fronteras (de ahí su activismo en Líbano y Palestina y su bajo perfil en Irak y Afganistán).

¿Puede un país que en las últimas tres décadas ha sido considerado por Washington un "bandido" pasar a convertirse en un "gendarme" regional? La diplomacia existe, precisamente, para conseguir tales milagros. Irán tiene 70 millones de habitantes, grandes riquezas petroleras, un Estado sólido para la media regional, una hábil diplomacia e influencia entre los chiíes de Irak y Líbano y los islamistas suníes palestinos. Que es capaz de realpolitik lo prueba su matrimonio de conveniencia con la Siria secular y panarabista de la familia Assad.

El nacionalismo jamás se ha extinguido entre los iraníes. Ellos son persas, no árabes; arios, no semitas; no hablan la lengua del Corán, sino farsi, y ni siquiera su islam, el chií, es el de la mayoría de los árabes. Confundirlos con Bin Laden es un disparate. Pero el griterío neocon ha hecho olvidar que Irán cooperó con EE UU en la guerra del Golfo de 1991, el derrocamiento de los talibanes de Afganistán en 2002 y la invasión de Irak de 2003. Y también que es un fiero enemigo de Bin Laden, Al Qaeda y el yihadismo internacional suní.

Instalado en su cerril discurso sobre el Eje del Mal, Bush ha ignorado el terreno explorable. Pero si su sucesor tuviera valor e inteligencia podría ser en relación a Oriente Próximo lo que sorprendentemente Nixon fue para Asia: un pacificador. (El País, 23/05/08)