sábado, 28 de junio de 2025

DE LAS DIVERSAS LECTURAS DEL LEVIATÁN DE HOBBES

 






Al igual que, para Alfred N. Whitehead, la filosofía podía reducirse a una serie de notas al pie de página de Platón, valdría decir que la politología no es más que una sucesión de comentarios al Leviatán de Thomas Hobbes, afirma en Revista de Libros, 21/06/2025, el politólogo José Andrés Fernández Leost, reseñando los libros Leviathan, de Thomas Hobbes, (New York, Norton Critical Edition, 2020); Política y verdad en el Leviatán de Thomas Hobbes, de Fernando Vallespín, (Madrid, Tecnos, 2021); y Los nuevos Leviatanes, de John Gray (Madrid, Sexto Piso, 2024). No hay debate político que esta obra no anticipe con casi 400 años de antelación, ni lectura última que cierre su exégesis, por más que la edición de Noel Malcolm (Clarendon, 2012) se considere definitiva (ahí está, ocho años después, la de Norton al cuidado de David Johnston, acompañada de nuevas reinterpretaciones). De ahí que el Leviatán todavía sirva indistintamente para refrendar el absolutismo, justificar el regreso del Estado tras la pandemia, explicar la crudeza de las relaciones internacionales o —en su apostilla más sagaz— descubrir las raíces del liberalismo individualista. Y también, cómo no, para entender la polarización que aflige hoy al continente europeo tanto como al americano.

Como todo clásico, Hobbes siempre regresa, y lo hace ahora en un escenario neo-westfaliano (basado en el concepto de soberanía que él apuntaló), tras el medio siglo largo de «idealismo liberal», globalizado tras la caída del Muro, y finalmente roto con la Gran Recesión de 2008. Fue entonces cuando, en paralelo a la emergencia asiática (fruto justo de la globalización), las clases medias occidentales perdieron pie, repuntaron las desigualdades y, por ende, las divisiones. Todo empieza pues —y acaba— con la economía, aunque el eclipse de los enfoques economicistas (tan ligados al marxismo), o el impacto cultural de la digitalización, hayan desplazado el foco del análisis, reubicando el origen de las discordias en las luchas identitarias (género, valores, ecología y demás). Sea como fuere, la arena política se ha deslizado por la pendiente pasional al punto de que la instrumentalización de las emociones es un arma política, y la polarización ideológica —consustancial a toda sociedad pluralista— se ha convertido en una polarización afectiva de muy distinto signo, tribal y fanática. Como en un partido de fútbol. Aquí es donde Hobbes realmente retorna. Y no tanto (que también) por el elenco de deberes —aún no vinculantes, y calculados a conveniencia— que prescribe al soberano en aras de preservar la paz civil y el bienestar, incluyendo la proporcionalidad impositiva, cuanto por la exposición plenamente vigente de los fundamentos instintivos de la política.

Es usual —y bastante lógico— presentar la teoría del Estado de Hobbes como un dechado de racionalismo argumentativo, casi como un experimento de laboratorio. Su obra nos invita a imaginar, no a título histórico, sino científico, un estado de naturaleza previo a toda autoridad, habitado por individuos definidos únicamente por sus premisas antropológicas, esto es, psico-biológicas: la conservación de la vida y casi simultáneamente (pero solo casi), el desarrollo de una racionalidad diseñada para eso: para sobrevivir. La resultante es un mundo de rivalidades, desconfianza y ambiciones, enormemente hostil, en el que, como es sabido: «la vida de cada hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta». Un mundo en guerra permanente, que en ocasiones se confunde con el escenario genuino de «lo político», pero que en Hobbes no supone sino la antesala del contrato social: ese momento fundacional en el que los individuos, todavía sin gobernantes, acuerdan erigir una instancia externa —un aparato estatal todopoderoso— a cambio de seguridad. Se trataba entonces de un razonamiento sin fisuras que liberó a los soberanos de ataduras religiosas y aún hoy perdura como la justificación más aséptica del poder. ¿Pero, no situaría esto al Leviatán extramuros de la polarización, por encima como quien dice de «la mêlée»? Ni sí ni no, sino todo lo contrario.

Sí, en primer lugar, porque toda referencia fundacional, o «constituyente», apela a una búsqueda de consensos en la que se perfilan las reglas de juego, el marco de los equilibrios institucionales. Y que desemboca, no en un punto de llegada, sino en el de partida para hacer política. Pero para ello se exige máxima unanimidad; las discrepancias ya vendrán después, una vez «constituido» el tablero. Salvo que, como decíamos, identifiquemos el «mundo hobbesiano» con el estado bélico (prefundacional o «de excepción»), avalándolo como el auténticamente político. Tal fue en efecto el planteamiento de Carl Schmitt, una suerte de ideólogo oficial de la polarización, para quien el conflicto constituye el atributo ineludible de la política, tanto desde el prisma marcial («la continuación de la guerra por otros medios», en palabras de Foucault) como religioso (diríamos hoy, cultural). Y es que, dispuesta en este plano, la política suple sin recato a los credos como el dominio transcendental que dota de sentido a la vida comunitaria. Nada menos; esto sí levanta pasiones, aunque resulta muy cuestionable que Hobbes apuntara en esa dirección.

Lo que Hobbes en cambio sí hizo —en segundo lugar— fue meterse en «la mêlée» de su particular batalla de las ideas, al cargar sus postulados (estrictamente científicos) de figuras retóricas, de tropos y metáforas de persuasión emotiva: de «narrativas» contra los negacionistas. Así lo ilustra de entrada el propio nombre de la obra, que evoca a un monstruo marino de resonancias bíblicas, o la propia imagen de la cubierta: un deliberado mensaje icónico llamado a proyectar la magnitud de un coloso imponente, a cargo del poder civil pero también eclesial —y he aquí el aspecto más incisivo de su batalla—, aun a título de Dios… mortal (nuestro mayor experto en el pensador inglés, Fernando Vallespín, lo analiza magistralmente en su libro: Política y verdad en el Leviatán de Thomas Hobbes: Tecnos, 2021).

Con todo —y por último—, la auténtica incursión afectiva de Hobbes emerge verdaderamente en los preliminares del Leviatán, cuando cifra en la emoción elemental de la condición humana la clave de bóveda de su tesis: el miedo. Miedo ante todo a la muerte y, por extensión, a los demás en el «estado de naturaleza»; miedo en el fondo a nuestra propia naturaleza, que explica —y legitima— la aparición del Estado. Pero miedo también que, en consecuencia, activa la racionalidad humana (una especie de «segunda naturaleza»), tal y como en la actualidad la neurociencia sugiere, y que de hecho nos evita una lectura «romantizada» (o polarizada) del Leviatán. Puesto que una cosa es reconocer la funcionalidad racional de las pasiones —así como su ascendencia decisional— y otra, muy distinta, es emplazar en los sentimientos el núcleo de nuestras entendederas, en detrimento de la razón. Como hacían los románticos, y luego los artistas de vanguardia, o como hacen hoy hinchadas y publicistas (no estos sin su dosis de cinismo).

Ciertamente, al pensar hoy en el Leviatán aún predomina su interpretación como obra despiadada, idónea para líderes carnívoros, propicia para distopías tecnológicas (el «ciberleviatán»), y perfecta para coartar derechos y libertades. Para estar conmigo o contra mí. No es preciso ser vegetariano para esgrimir otra conclusión: la que ve en esta obra una vindicación de la razón como el mejor método —precisamente— para soslayar los conflictos, e incluso para levantar un gobierno de las leyes, no arbitrario y poco fisgón. Aunque por supuesto no faltará quien considere esta valoración como algo a combatir arrebatadamente, con todas las de la ley, o más bien sin ninguna de ellas. José Andrés Fernández Leost es Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Responsable de Investigación y Publicaciones de la Fundación Atman para el diálogo entre culturas entre 2005 y 2007, es Investigador Asociado del Euro-Mediterranean University Institute (EMUI-UCM) desde el año 2008. Actualmente es Profesor Asociado de Teoría Política en la UCM y trabaja como Responsable de Análisis de la Fundación Carolina.












[ARCHIVO DEL BLOG] LA JUSTICIA ES CUESTIÓN DE SEXO. PUBLICADO EL 28/6/2008






http://paraisosperdidos.files.wordpress.com/2008/03/forges_mujer.jpg





Día ajetreado el de ayer viernes a efectos informativos: La victoria de la selección española de fútbol sobre Rusia y su pase a la final de la Eurocopa-2008; la imparable marcha ascendente de la inflación en España, y el resto del mundo; el salto al vacío del gobierno autónomo vasco convocando un referéndum que divide en dos mitades irreconciliables a su país; el nuevo concepto de "flexiseguridad" laboral impulsado por la Unión Europea. Demasiadas cosas, demasiado tentadoras, todas importantes e interesantes... Pero sin ánimo de resultar original me quedo, como tantas otras veces, con la "Cuarta" de El País, en la que los profesores de la Universidad Pompeu Fabra, Alfred Font (Director del Curso de Postgrado de Negociación Estratégica del Instituto de Educación Continua) y Carmen García Rivas (Directora del Curso de Postgrado de Liderazgo Femenino de la Escuela Superior de Comercio Internacional), analizan el papel y las estrategias de la mujer en su función social de profesionales en el mundo de hoy. El artículo se titula "María Emilia y el lobo", y toma como excurso el reciente incidente en que se ha visto envuelta la presidenta del Tribunal Constitucional, María Emilia Casas. Sean felices, si les dejan; yo lo intento sin excesivo éxito casi todos los días. Dice así: El percance de la presidenta del Tribunal Constitucional con una conversación grabada también puede leerse como un ejemplo de cómo la mujer ha sido educada para buscar la aceptación por encima de sus intereses. La calidad profesional y la integridad de María Emilia Casas, presidenta del Tribunal Constitucional, están fuera de duda para cuantos la conocen, empezando por sus no siempre fáciles compañeros de tribunal. Y, sin embargo, cuando una lejana relación le pide que se interese por el caso judicial de una desconocida -posible víctima de malos tratos-, en lugar de adoptar una actitud de cautela estratégica, decir, por ejemplo, "me encantaría poder ayudarla pero mi cargo no me lo permite" y facilitarle el teléfono de una abogada especializada, la señora Casas se siente obligada a estudiar el asunto, llamar personalmente por teléfono a la desconocida y mantener con ella una larga conversación en el curso de la cual acabará descubriendo que su interlocutora, entre otras inquietantes características, es sospechosa de haber inducido el asesinato de su marido. Como es natural, en ese momento se activan todas las alarmas que habían sido generosamente desconectadas, la señora Casas reintegra al instante su rol institucional y se retira como puede de la situación. Pero el mal estaba hecho. Meses después, con la interlocutora ya en prisión, la conversación, que fue grabada, sale a la luz.
Los estudiantes de estrategia saben que si uno empieza por colocarse mal, esto es, en la posición vulnerable de una estructura relacional, todo irá mal. El simple hecho de llamar uno por teléfono -a diferencia de ser llamado o de otro tipo de contacto- implica hacerse responsable de la conversación, conducirla y llenarla de contenido. No digamos ya si se trata de llamar a un desconocido. Uno tiene que explicar quién es y justificar la llamada, mientras que la otra parte, en su posición de solicitada, se limita a emitir desconfiados monosílabos. Además, si uno llama para cumplir un auto-impuesto deber compasivo y solidario tiene que hablar mucho -y por tanto exponerse mucho- para que el interlocutor se sienta bien atendido. Incluso la retirada es difícil cuando es uno el que ha llamado. Para cortar, para "quitármela de encima" como ha dicho la señora Casas y como sin duda es verdad, la presidenta del Tribunal Constitucional tuvo que decir algo que, visto luego por escrito y fuera de contexto, da, francamente, muy mala impresión: "Si recurres en amparo (esto es, al Tribunal Constitucional) vuelve a llamarme".
Como dicen los analistas norteamericanos de la teoría de juegos: ya que todos somos estrategas, más vale ser un buen estratega que uno malo. Estrategia es una palabra con mala prensa, porque suena a cálculo, a manipulación. Sin embargo, ser estratega consiste simplemente en tomar en cuenta por anticipado el conjunto de los incentivos que mueven a las personas en sus interacciones con nosotros. Prever y detectar a tiempo cómo se comportan, qué objetivos persiguen, cómo afectan sus movimientos a nuestras expectativas y cómo nos inducen a actuar en un sentido u otro. Nuestra vida personal, social y profesional es una sucesión de situaciones interactivas de este tipo. Reconocerlas y anticiparlas nos permite estar alerta, evitar entrar a ciegas en un terreno peligroso y también, sobre todo en ámbitos que involucran nuestra responsabilidad profesional, nos ayuda a diseñar preventivamente una estructura relacional que nos deje un margen amplio de seguridad.
Ser estratega no significa ser sistemáticamente desconfiado. Significa proceder objetivamente, con independencia de la confianza, para así poder discriminar a tiempo entre quienes merecen nuestra confianza y quienes deben ser mantenidos a distancia. Ser estratega no significa ser egoísta, porque si uno quiere ser altruista también necesita desplegar estrategias que eviten la explotación de la propia generosidad. Ser estratega no significa carecer de emociones; significa reconocerlas, gestionarlas y, singularmente, evitar la confusión de registros de comunicación. Ser estratega no significa mantenerse inaccesible, pero sí reservarse la facultad de graduar la proximidad, según las situaciones y las reglas del juego. En definitiva, ser estratega no es lo opuesto a ser decente, bueno o solidario. Es tan sólo lo opuesto a ser ingenuo.
Esa ingenuidad en la administración de las buenas intenciones aparece con frecuencia en el comportamiento de mujeres que ocupan cargos de alta responsabilidad. Son personas inteligentes, profesionalmente impecables, conocen las reglas del entorno y, sin embargo, como decía un grupo de ellas en un reciente seminario, "no saben detectar las amenazas". Actúan según expectativas ajenas, que racionalmente no comparten; de manera inconsciente, cumplen estereotipos sociales que las inducen a tener actitudes complacientes hacia cualquier persona, sin tener en cuenta las consecuencias.
Si uno cree que ha de orientar sus acciones a gustar, a complacer, a cuidar, será incapaz de autorizarse a actuar estratégicamente por temor a defraudar a quienes en realidad están esperando un comportamiento de sumisión. Y sobre esta base, ningún liderazgo es posible. Ya advertía Maquiavelo (El Príncipe, 1513) que "todo príncipe debe desear que le consideren piadoso y no cruel; sin embargo, tiene que procurar no usar mal la piedad".
A las mujeres se les suponen talentos emocionales refinados (acogida, escucha, compasión, etcétera) que, naturalmente, son un valor en sí mismos. Sin embargo, como cualquier otro talento, deben ubicarse en la estrategia personal y profesional de quien los posee. Para ello hay que transitar por un proceso de autorización interna que conduzca a una conclusión asertiva: se puede ser buena y estratégica. En ausencia de esa autorización, las mujeres, que desde niñas han recibido el mensaje de ser buenas, en su vida adulta siguen queriendo responder a lo que se espera de ellas. Esa voz interior, que permanece durante toda la vida, desactiva el natural instinto de autodefensa y les hace perder la capacidad de alerta ante situaciones de peligro real.
La sumisión, históricamente necesaria para conseguir la protección del varón, parece haber quedado escrita en la memoria genética de las mujeres y llevarlas a orientar su actividad a la búsqueda de los afectos, de la aceptación, por encima de sus intereses. Las mujeres que llegan a puestos de responsabilidad y de prestigio social se sienten a menudo impostoras, como si ocuparan un lugar que no les corresponde, porque pese a que han hecho un largo trayecto que las hace sobradamente merecedoras del cargo, su educación "en la bondad" las lleva a no querer destacar, a ser humildes y, sobre todo, "iguales" -tremenda palabra devastadora de la identidad-, y a una imprudente proximidad.
Una habilidad básica para ejercer la comunicación estratégica consiste en adecuar el registro al interlocutor, marcando la distancia emocional que nos coloque en situación de decidir lo que deseamos dar y obtener de la relación con el otro. Muchas mujeres suelen mostrar un único registro, la complicidad, especialmente si es otra mujer quien les plantea un problema para el que están sensibilizadas. Pero el registro amistoso es propio de la vida privada, no de la vida profesional, y aun en la vida privada debemos ser capaces de realizar esta adecuación porque también ahí se dan diferentes públicos que a su vez requieren diferentes registros, si no queremos llevarnos sorpresas desagradables.
El registro en la vida profesional viene marcado por factores variados, que además son fluidos y están en transformación, pero se apoya sobre todo en el reconocimiento compartido de las reglas de juego en cada caso. Los hombres parecen tenerlo bien asumido pero las mujeres que acceden a cargos directivos, formadas en la igualdad dentro del género, tienen quizás más dificultades para marcar las distancias, quién sabe si por temor a ser tildadas de arrogantes. La tendencia a la proximidad -en lugar de la ubicación preventiva a la distancia adecuada- no sólo las puede poner en situación de riesgo sino que genera confusión en sus interlocutores, desconcertados ante una cercanía que no esperaban merecer. La incapacidad para mantener la distancia estratégica supone también una devaluación de la propia actividad que puede ser percibida por el interlocutor como de escasa importancia.
Reconocer las reglas del juego que se está jugando, autorizarse internamente a ser y anticiparse estratégicamente a las situaciones amenazantes son tres pasos a seguir. De lo contrario, las mujeres profesionales continuarán sintiéndose intrusas en el mundo del éxito y expiando "la culpa" con movimientos de auto-sabotaje que arruinarán su esfuerzo y su talento. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt



















DEL POEMA DE CADA DÍA. HOY, CON TAN FURIOSO AMOR, DEL POETA ESPAÑOL JOSÉ M. CABALLERO BONALD

 






CON TAN FURIOSO AMOR




Bendita seas, España,

porque no

me has dejado

quererte, bendita

seas también 

porque te odio

con tan furioso

amor

como un hijo

a su madre,

porque te llevo

a cuestas

de mis años, igual

que el asesino

a su víctima.


(Y entonces

fui y me vine, alcé

los ojos secos

y te dejé, me vine

del otro lado

de tu vida, puse

por medio un chorro

de memoria

y tan filialmente

junto, que todas

las mañanas

me pregunto lo mismo:

¿qué hago yo aquí

sin que pueda

asediarte, quererte

a costa

de mi ira?).


LLévame

contigo, España,

dame

una piedra, un río,

un pedazo de pueblo,

un muro tinto

en lágrimas acércame

tu boca, dime

que no te olvidas

de mi odio, pónme

una cicatriz

en la mirada, déjame

repudiarte

con tanto amor

como te grito

ahora: bendita

seas porque no

me has dejado quererte.




JOSÉ M. CABALLERO BONALD (1926-2021)

poeta español






















LAS VIÑETAS DE HUMOR DE HOY SÁBADO, 28 DE JUNIO DE 2025

 

































viernes, 27 de junio de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY VIERNES, 27 DE JUNIO DE 2025

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes, 27 de junio de 2025. Con España anegada en información basura, dice en la primera de las entradas del blog de hoy la escritora Gabriela Bustelo, los ojos exhaustos agradecen este ensayo serio y documentado del veterano periodista británico Michael Reid sobre el estado actual de nuestro país. En la segunda, un archivo del blog de julio de 2020, la escritora Flavia Company afirmaba que la manera más efectiva de con­travenir la bella perfección misteriosa pero incuestionable del orden universal consistía en ocupar lugares y momentos que no nos corresponden. El poema del día, en la tercera, es del poeta español Dámaso Alonso, se titula Nuestra heredad, y comienza con estos versos: Juan de la Cruz prurito de Dios siente,/furia estética a Góngora agiganta,/Lope chorrea vida y vida canta:/tres frenesís de nuestra sangre ardiente. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt













DE LA ESPAÑA TOLERANTE, POLARIZADA POR SUS LÍDERES POLÍTICOS

 






Con España anegada en información basura, los ojos exhaustos agradecen este ensayo serio y documentado del veterano periodista británico Michael Reid sobre el estado actual de nuestro país, comenta en Revista de Libros [España: un país tolerante polarizado por sus líderes políticos, 21/06/2025] la escritora Gabriela Bustelo, reseñando el libro Spain: The Trials and Triumphs of a Modern European Country, de Michael Reid (New Haven and London, Yale University Press, 2023). En cuanto a la costumbre española de acoger con brazos abiertos a los «sabios» extranjeros que se instalan aquí a explicarnos lo mal que lo hemos hecho todo durante siglos, es manifiestamente mejorable, comienza diciendo Bustelo.. Pero esta  mirada ajena a los clichés habituales resulta útil en estos años de renovada polarización política y mediática. Publicado en 2023 con el título Spain, Trials and Triumphs of a Modern Country, llegó a nuestras librerías el año siguiente con un escueto título: España. Lo he leído y disfrutado en su versión original de Yale University Press, de modo que no puedo opinar sobre la calidad de la traducción de Albino Santos Mosquera para la editorial Espasa.

En este ensayo monográfico, Reid argumenta convincentemente que España, país que le apasiona e intriga desde que lo descubrió un verano en los años setenta, corre el riesgo de convertirse en un estado fallido si no logra conciliar las rivalidades que lo desgarran. Lo hace con un estilo claro, levemente irónico, pero con una voluntad democrática de hacerse entender por el mayor número de lectores, en la tradición anglosajona orwelliana del lenguaje claro como el cristal de una ventana.

Nuestro periodista, nacido en Surrey, es un expat instalado desde 2016 en Madrid, cosa que revela su poética dedicatoria al parque del Retiro: «Superviviente de tempestades y remanso de solaz». Antes de entrar en faena analítica, describe la obra cumbre del Museo del Prado, las Meninas de Velázquez, como un juego de espejos que parece evocar a la propia España: «Esta obra nos pregunta a los espectadores si tan solo vemos lo que queremos ver. Y lo mismo ocurre con España». Reid percibe que el orgulloso carácter español lleva dos siglos marcado por la decadencia de su país respecto de una grandeza tan descomunal como irrecuperable. A veces exagerado, este declinismo ensombrece todavía la vida política del país. «En pocos lugares del mundo se vive mejor que en España. Pero si este país no logra encauzar una renovación política, peligra la estabilidad de todo lo logrado hasta ahora». Con esta advertencia, en tono de pocas bromas, comienza el libro propiamente dicho.

Dejando atrás la poesía, Reid entra en materia con lo que llama «la España desmadejada»: el principio del fin, el año en el que la España funcional se va tornando disfuncional, que sitúa en 2008, el ecuador del mandato del socialista José Luis Rodríguez Zapatero. Desde ese año y hasta ahora, España estaría sufriendo reveses y sacudidas a una velocidad frenética, sin que prácticamente ninguna de sus instituciones permanezca indemne. Con el nuevo siglo, tras la entrada en el euro y «conforme los españoles se iban enriqueciendo, volcaban sus ahorros en el sector inmobiliario», de modo que había «un 50% más viviendas que hogares». En aquellos momentos «el núcleo formado por los políticos locales, los promotores inmobiliarios y las cajas de ahorros representaba la mitad del sistema financiero del país» (p. 23). Reid revela que en septiembre de 2008 entrevistó a Zapatero y se quedó atónito al presenciar cómo el entonces presidente se negaba a aceptar el inminente desplome económico, asegurando tercamente que «el sistema financiero español no iba a sufrir ningún daño estructural».

En cuanto al estado autonómico, su creación habría sido «un astuto compromiso», una especie de «federalismo oculto bajo otro nombre» (p. 17). ¿Un Estados Unidos hispanohablante? De ninguna manera. El sistema electoral español es el de una democracia indirecta con listas cerradas, donde la ciudadanía no elige sus líderes ni toma decisiones políticas de primera mano, sino delegando. En todo caso, el clavo que obstruye este engranaje es Cataluña, que Reid considera el «dolor de cabeza más persistente» que padece España y merecedor de dos capítulos del libro. El autor sostiene que el independentismo catalán pertenece a la misma categoría que el Brexit británico y la Liga italiana de Matteo Salvini, considerándolo uno de los brotes revolucionarios nacional-populistas más potentes de la Europa occidental actual. A este respecto, menciona la frase rotunda de Angela Merkel: «El principio de unidad territorial no se debe tocar» (p. 48), apostillando que la protección constitucional de esa cohesión nacional es el precepto básico de la Europa continental. Asegura que España ha sufrido otros dos impactos populistas recientes, en formato de partido político: Podemos desde la extrema izquierda y Vox desde la extrema derecha.

La eficacia informativa del libro deriva en buena parte de las experiencias directas que narra Reid: «Al hablar con los asistentes a las manifestaciones separatistas, lo que traslucía era un batiburrillo victimista de anécdotas históricas, alegatos identitarios y exigencias prácticas de dinero e infraestructuras». En estos casos de reporterismo, el subtexto irónico aporta un parámetro cosmopolita que no tienen los correspondientes relatos nacionales: «Resultaba estrafalario cubrir eventos catalanistas en el próspero y sofisticado entorno de Barcelona, teniendo que escuchar a funcionarios de la Generalitat comparar solemnemente Cataluña con el Kosovo devastado por la guerra o con la Lituania recién liberada del totalitarismo soviético. Había que hacer un esfuerzo para no reírse» (p. 61). Pero este escarnio no impide a Reid desacreditar con toda seriedad el sistema político español que permite los trapicheos de votos a cambios de favores, ni aludir con dureza al subsidio del idioma catalán en el sector editorial, educativo, mediático, con el adoctrinamiento correspondiente. Aporta un dato clarificador: en nuestro planeta coexisten 6.000 idiomas, pero sólo hay 200 naciones. En las cincuenta páginas que dedica al dolor de cabeza catalán, hubiera estado bien que dijera que el nacionalismo catalán, en todas sus vertientes, se ha financiado con fondos públicos durante cuarenta años. Cita con buen tino lo que escribió el periodista Manuel Chaves Nogales, reporteando desde Barcelona casi un siglo antes que él: «Tendría alguien que preocuparse de rellenar el tiempo con una tarea que tal vez no sea del todo superflua: la de gobernar, la de administrar, la de hacer por el pueblo algo más que ofrecerle ocasión y pretexto para estos deslumbrantes espectáculos».

En un breve capítulo con el sugestivo título «Por qué España no es Francia», Reid compara la falta de homogeneidad política y cultural de España con la ausencia prácticamente total de ese problema el país galo. Señala que España es el segundo país más montañoso de Europa occidental después de Suiza (p. 92), cuyo tamaño es 12 veces menor, convendría añadir. Pero las intentonas españolas de construir una nación en el siglo XIX chocaron de frente con las arcas de un Estado casi arruinado e incapaz de financiar las redes de transporte necesarias para interconectar las regiones. A principios del siglo XX todavía eran inaccesibles por carretera la mitad de los nueve mil pueblos y pequeñas ciudades de España. En cuanto al asunto de las lenguas autonómicas, «en 1863 una cuarta parte de la población de Francia no hablaba francés» y lingüísticamente el país era «un mosaico lingüístico que incluía el bretón, el flamenco, el vasco, el gascón, el catalán y varias versiones del occitano» (p. 107). La unificación y modernización de Francia habría sucedido muy tarde, entre 1870 y la Primera Guerra Mundial, cuando hubo una voluntad política de integración «en el mundo moderno», mediante «la cultura oficial de las ciudades», encabezada por París. Un siglo largo después de la Revolución Francesa, el país galo completó la tarea, forjando el ideal de una nación patriótica, única e indivisible. Un siglo después vendría la consagración de la unidad territorial, con la creación de una extensa red de transporte y, sobre todo, una reforma escolar que impuso la educación primaria obligatoria, gratuita, laica y en un solo idioma: el francés. En ese idioma se enseñaba a amar la patria, tanto en las écoles como en el servicio militar. Había nacido la «religión secular del republicanismo francés» (p. 109), vigente hasta nuestros días, como nos demuestran los discursos del actual presidente Emmanuel Macron, cuando recuerda a la juventud gala que «nuestra nación se hizo a sí misma, edificándose sobre el idioma francés». En fin. Basta imaginar lo que sucedería en España si un presidente se atreviera a decir en público algo remotamente parecido. El chovinismo francés es tan tenaz que en enero de este año el director francés Jacques Audiard ha definido el español —segundo idioma de Occidente y hablado por 600 millones de personas— como un «lenguaje de países modestos, usado por pobres y por emigrantes».

Pero regresemos a la España de Michael Reid. «Hablemos de Franco» es el título del capítulo sobre el personaje insoslayable en un libro sobre España. Leído ahora, parece aludir casi jocosamente a los fastos conmemorativos organizados en torno al dictador durante todo el año 2025. Pero el análisis de Reid es equilibrado, en el sentido de que establece claramente que la Guerra Civil no fue de ninguna manera un «conflicto épico y heroico entre el bien y el mal» y que ambos bandos cometieron atrocidades. Acierta de lleno, en mi opinión, al catalogar la Guerra Civil como «una guerra de clases que enfrentó a los terratenientes, los grandes empresarios y la clase media-alta contra los movimientos obreros y campesinos» (p.125). No olvidemos que en España buena parte de lo que sucede tiene una motivación económica disfrazada bajo espesas capas de barniz político. «La guerra no fue inevitable, cosa que mantienen quienes la definen como el prólogo de la guerra mundial». Reid cuenta la anécdota de que, en 1971, Franco le dijo al general estadounidense Vernon Walters que, una vez muerto él, España «irá lejos en el camino que desean ustedes, los ingleses y los franceses: democracia, pornografía, droga y qué sé yo. Habrá grandes locuras, pero ninguna de ellas será fatal para España». ¿Un dictador liberal vaticinando el futuro democrático de su país? Si de algo estaba orgulloso Franco, explica Reid, era de haber creado un escudo protector contra guerras civiles: la clase media. (p. 201) Lo que no pudo visionar Franco era que cincuenta años después la izquierda española le usaría a él como comodín electoral en todos los comicios. Ni que le fuera a dedicar un año conmemorativo. Recordemos la advertencia de Reid al comienzo del libro: En España nada es lo que parece.

En cuanto al terrorismo como enemigo interno subvencionado, «es una paradoja que una organización como ETA, que decía ser un grupo izquierdista radicalmente opuesto al régimen de Franco, acabe practicando lo más parecido al fascismo que el país ha visto en los últimos cuarenta años» (p. 151). No se anda con rodeos aquí nuestro inglés españófilo. Ni tampoco unas páginas más adelante, cuando dice asombrarse ante el compadreo de los gobiernos socialistas con los terroristas vascos institucionalizados. «Esto contrastaba con el cordón sanitario que los partidos irlandeses le impusieron al Sinn Fein durante dos décadas, tras el Acuerdo del Viernes Santo que terminó con la etapa violenta del IRA».

El séptimo capítulo aborda el declive del «Sueño español», en el sentido de la mengua de la autoconfianza nacional surgida tras el éxito indiscutible de la Transición. Reid analiza el desmorone de esa clase media que Franco consideraba el antídoto contra todos los males que acechaban a España. Nuestro país destaca en Europa por un alto desempleo crónico, nos recuerda Reid, que afecta sobre todo a mujeres, jóvenes, hombres mayores de 50 años y personas con un bajo nivel educativo. «Cabría esperar que esto fuera un escándalo mucho mayor, teniendo gobiernos de izquierda en el poder desde 2018. Pero este desastre social es prácticamente invisible» (p. 175). El Estado del Bienestar se vuelca con los españoles de mayor edad, mientras que las generaciones más jóvenes reciben poca atención y afrontan un futuro incierto. Esta precariedad (no el nacionalismo ni la memoria histórica) la señala como el mayor problema de la España actual. Y a nadie parece preocuparle lo más mínimo, constata el autor con extrañeza. Como ya sabemos, el 90% del tejido empresarial nacional lo forman las pymes, que Reid dignifica con la sonora palabra alemana Mittelstand. En el mejor de los casos son empresas de tamaño mediano, la mayoría familiares; y en el peor, una plétora de micronegocios de baja productividad. Reid alaba de España la «infraestructura de comunicaciones de categoría global, con trenes de alta velocidad y una moderna estructura nacional de autopistas, puertos y aeropuertos», a lo que añade «la mayor red de fibra óptica de Europa en transmisión de datos de alta velocidad».

El «Vuelva usted mañana» —Come Back Tomorrow, traduce Reid aquí— que Larra describió hace más de 140 años se mantiene intacto. Uno de los números recientes de The Economist insta en una llamativa portada escarlata a una «Rebelión contra la burocracia»2, pero desde la Transición este país ha multiplicado por diez su cifra anual de normativas oficiales. «España sufre inflación regulatoria desde hace largas décadas» (p. 184) y parecen multiplicarse ad infinitum los trámites de los gobiernos y parlamentos regionales, sin quedarse atrás las normativas municipales. Las licencias comerciales de una región con frecuencia son inútiles en las demás… Este muro burocrático estaría frenando no solo la expansión empresarial nacional, sino también la inversión extranjera. Todo esto contribuye a la desconfianza de la población española en la clase política, una de las más altas de Europa, según las encuestas. Comenta Reid algo que me dijo a mí un compatriota suyo, el también periodista William Chislett: la Justicia española es desesperantemente lenta. Esta rigidez afecta también al mercado laboral, «uno de los más restrictivos de Europa, con la segunda tasa de paro más alta de la UE y encabezando el paro juvenil» (p. 190). En cuanto a la titulitis española, el autor cita al economista de origen holandés Marcel Jansen: «Apenas el 23% de la población española tiene estudios superiores no universitarios [formación profesional], en comparación con el promedio del 43% en el resto de la Unión Europea». La genética socialdemócrata le asoma cuando parece sugerir soluciones estatales o de mayor inversión pública para los graves problemas económicos que padece este país, buena parte de ellos resultantes de los excesos regulatorios y los afanes controladores, como él mismo resalta.

El antepenúltimo capítulo plantea la noción de España como un paraíso soleado de libertades comparables a las nórdicas. Pero desde el comienzo el propio Reid parece dudar en cuanto al feminismo y a la libertad religiosa, quizá menos asentados de lo que pudiera parecer superficialmente. Las contradicciones españolas no cesan, porque nuestro país tiene la tasa de natalidad más baja de Europa (con Malta) y una de las más bajas del planeta. ¿Las españolas no quieren tener hijos para mantener su libertad o porque no tienen dinero para formar una familia? Más bien parece lo segundo. Casi el 70% de los jóvenes con empleo viven en casa de sus padres y la edad media a la que se marchan por fin de la casa paterna supera los 30 años (p. 210). Este panorama arcaizante tiene poco que ver con Escandinavia, ya que los jóvenes noruegos y los suecos se marchan de casa a los 19 y los daneses a los 20. Dicho esto, Reid destaca la notable transformación cultural que ha experimentado España en apenas medio siglo: divorcio, aborto, matrimonio homosexual, eutanasia. Por su propia experiencia asegura que la ciudadanía es en general tolerante y que está menos polarizada que el estamento político.

Reid sostiene que la inmigración despegó de hecho en este siglo, cuando un boom de la construcción española coincidió con crisis políticas y económicas en varios países latinoamericanos. En la primera ola también hubo una entrada de rumanos y norteafricanos, que comparten algunas similitudes religiosas, culturales y lingüísticas con España. Los tres grupos lograron integrarse con bastante facilidad. Pero esta relativa placidez cambiaría con la inmigración procedente del África subsahariana, cuyas diferencias culturales tenderán a provocar fricciones. España va muy retrasada respecto a Reino Unido en términos de que los inmigrantes de segunda generación tengan un protagonismo en la vida pública nacional. Basta comparar la selección nacional de fútbol española con la inglesa, notablemente multirracial, o los miembros del gobierno británico con los del ejecutivo monocolor español.

Pese a que algunos lectores se quejan en Internet del exceso de datos del ensayo de Reid, en mi opinión es esa información, bien traída y dosificada, lo que da a sus 315 páginas una enjundia tan incisiva como accesible. El premio a la tenacidad llega en los dos últimos capítulos, donde el autor se anda con pocos rodeos en cuanto a ese «juego de espejos» descrito al inicio, que desmonta con pulcritud documental. Tras una existencia de casi medio siglo, la democracia española tiene tres problemas graves: los partidos políticos, la administración pública y el estamento judicial. Los «arquitectos de la Transición», conscientes de los graves defectos funcionales de la Segunda República, encumbraron la estabilidad política por encima de todo lo demás, incluyendo la transparencia y la rendición de cuentas. El resultado es un sistema que se sirve ante todo a sí mismo, apenas teniendo en cuenta los intereses de una ciudadanía que hace pocas reclamaciones, ya que no tiene conciencia de sus derechos y potestades. En España los omnipotentes partidos se encargan de todo, incluyendo las actividades que en otros países hacen las organizaciones civiles. Esto, por supuesto, provoca una superabundancia de políticos —y politicastros— que, en relación con la población, duplica la cifra de Francia e incluso la de Italia (p.233). España no solo es el único país de Europa con cuatro niveles de poder político (central, autonómico, provincial y municipal), sino que cada uno de esos estamentos hay «una corte de asesores y parásitos mayor que en otras democracias europeas, todos ellos con sueldos públicos».

La estupefacción del autor prosigue ante el hecho de que 20.000 empleos públicos sean cargos de libre designación, y así lo escribe, en español y en cursiva, añadiendo que la expresión ni siquiera tiene una traducción exacta al inglés, porque en Reino Unido apenas existe el fenómeno. «Son la versión moderna de los pretendientes del siglo XIX, ese enjambre de aspirantes que se arremolinaban en torno a cada nuevo gabinete de gobierno». El propio sistema favorece y propicia la corrupción, asegura, con una ley de contratación pública que se ha endurecido solo recientemente, en 2017, sin protección legal para los denunciantes de mala praxis. La clase política es «una cápsula autorreferencial» que apenas interactúa con la ciudadanía que les mantiene con sus impuestos: «El sistema electoral contribuye a esta desconexión. Las elecciones tienen un sistema de listas cerradas, de manera que los votantes eligen a un partido entero, en vez de a un candidato concreto».

Y no hay justificación posible, escribe, para que miles de políticos españoles disfruten del aforamiento, es decir, el derecho a ser juzgados solo por el Tribunal Supremo o los altos tribunales regionales. La casta política que gobierna España no es una pequeña élite, sino un elenco gigantesco de cientos de miles de políticos. ¿Existen contrapesos mediáticos frente a este poder masivo? «En los medios audiovisuales, salvo alguna honrosa excepción, unas tertulias interminables de opinadores machacones ocupan el lugar de los programas de análisis razonado de los hechos. Los comités parlamentarios son teatrales y predecibles y los ministros rara vez sienten la necesidad de dimitir cuando cometen errores» (p. 238). Aquí tenemos la cruda realidad española, narrada en un idioma periodístico altamente comprensible. Al fin y al cabo, ¿hay conducta más democrática que la voluntad de hacerse entender?

A modo de recapitulación, Reid acude a una frase del politólogo español Víctor Lapuente: «En España tenemos una sociedad del siglo XXI, pero una economía del siglo XX y un sector público del siglo XIX» (p. 240). Dicho esto, el rastreo de averías estructurales continúa inmarcesible, con frases cuya asepsia calificativa es precisamente por ello más enérgica. «La administración pública sobrelleva una estructura rígida basada en el procedimiento, en vez del resultado» y «los gobiernos regionales tienen demasiados apéndices cuyo objetivo es proporcionar todavía más empleos públicos». En este momento una imagina a España como un saco de boxeo golpeado por este periodista británico que conoce bien nuestro país. Y viene a la cabeza el rotundo elogio de Antonio Muñoz Molina: «El libro mejor y más completo que he leído sobre la España de hoy, y sobre las raíces históricas del presente».

Pero sigamos. Reid nos explica que el funcionariado se contrata mediante concursos públicos (conocidos popularmente como oposiciones), que «priorizan la memorización sobre la resolución de problemas». Y cuando apenas si nos estamos recuperando, viene un pescozón de humor británico: «Los burócratas españoles a menudo parecen esclavos indefensos de unos aparatos informáticos disfuncionales». La sonrisa es inevitable, pero las insuficiencias de este sistema abotargado quedaron dolorosamente expuestas con la pandemia: «Tras largas décadas de descentralización, el ministerio de Sanidad se reducía a un puñado de funcionarios de los tiempos del bolígrafo, entrados en años y sin experiencia en compras de material sanitario» (p. 241). Además, la ya deficiente transparencia administrativa se tornó opaca durante la gestión de la crisis del coronavirus. Y otro fallo sistémico durante la pandemia fue la ausencia de una evaluación de las políticas públicas, escribe Reid, cosa que ya venía siendo una crítica habitual en los informes de la Comisión Europea. Pese a la insistencia nacional e internacional, el gobierno socialista de Pedro Sánchez mantuvo oculta bajo un tupido velo su gestión de la pandemia, recibiendo duras críticas en la prensa internacional, incluso por parte de medios izquierdistas como New York Times, Le Monde, The Guardian y The Atlantic.

Con la crisis sanitaria como cortina de humo, la polarización se instaló en nuestro país casi subrepticiamente: «La fractura izquierda-derecha es más pronunciada en España que en muchos otros países». Cabría pensar que la llegada reciente del multipartidismo mitigara la crispación y promoviera la cooperación, pero ha sucedido todo lo contrario. «El votante medio español es de centroizquierda, más escorado a la izquierda que en otros países europeos. Esto se explica como reacción a la dictadura de Franco, aunque también denota una preferencia por el Estado de Bienestar» (p. 258). En la década transcurrida desde el 15-M, la supuesta regeneración política no habría sucedido más que de boquilla, mientras «los políticos españoles siguen atrapados en su burbuja, todavía en buena medida ajenos a los grandes cambios globales, que se ciernen en torno a España».

La mentalidad impulsiva del español tiende a resaltar lo que divide por encima de lo que une, reflexiona Michael Reid en las últimas páginas, tomando prestada una expresión de Freud para encapsularlo como «el narcisismo de las pequeñas diferencias». Este egocentrismo agresivo parecía caracterizar a los nacionalistas vascos y catalanes, pero ya se detecta a gran escala en la España actual. El país corre el riesgo de convertirse en un reino de taifas, advirtió a menudo Felipe González, refiriéndose al régimen fraccionado de caudillaje que surgió en la España musulmana tras el colapso del califato omeya en 1009. Esta proclividad a la atomización ignora lo mucho que los españoles tienen en común, de manera que el foco en lo local y lo regional se ha sedimentado —y financiado con dinero público, añado yo— durante cuatro décadas, a costa de los intereses nacionales e internacionales de España. Gabriela Bustelo es periodista, escritora y traductora. Traducción durante 40 años de clásicos británicos y estadounidenses (Dickens, Eliot, Poe, Kipling, Wilde, Twain, etc.). Escribe en prensa española y latinoamericana desde 2007. Tiene tres novelas y dos ensayos publicados. Su último libro, Covidiotas (2021), es un reportaje sobre la mala gestión de la pandemia española.