lunes, 29 de enero de 2024

Del mundo y el lenguaje inclusivo

 






Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz lunes. Hablamos o escribimos con la -e, la -x, la @, comenta en El País la escritora Marina Perezagua, y creamos un diccionario tan caótico que solo logramos contradecirnos, pero los cambios lingüísticos son extremadamente complicados y para ser efectivos, necesitan mucho tiempo. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com











Un lenguaje inclusivo sin un mundo en el que hablarlo
MARINA PEREZAGUA
24 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Descubrí las fulguraciones solares en el Observatorio del Teide. Al otro lado del telescopio, a un metro escaso de mi ojo, aparecía un círculo amarillo, vivo, en el cual el enredo y cruce de las líneas del campo magnético liberaba la energía de forma súbita, y entonces sucedía: la explosión, colosal, pero que yo veía como un fino surtidor dorado, que emergía de la superficie de la esfera ardiente.
Ahora estoy sentada junto a la orilla de un mar cuyas aguas eran gélidas en invierno, sobre la arena de una playa que estaba nevada en esta misma época. Así era hace pocos años. Entrenaba en aguas abiertas, y esto incluía nadar en aquel mar helado. Respiraba cada dos brazadas y en dirección a la costa. A través de mis gafas, en los instantes en que sacaba apenas medio ojo del agua, a veces veía, a lo lejos, en tierra, una figura envuelta en ropas de abrigo, un hombre o una mujer, imposible saberlo.
Hoy sigo nadando, mismo mar, mismo mes de invierno, pero no cae nieve en la arena, la playa ya no está solitaria; como en primavera, los perros traen las pelotas a los pies de sus dueños, las personas que veo pasar, más numerosas, ya no son figuras abrigadas, sino que en cada brazada puedo identificar si son hombres o mujeres. ¿O tal vez debería referirme a estas últimas como a cuerpos con vagina? La etiqueta no es mía, pertenece a la portada de la prestigiosa revista médica The Lancet. La mente creativa de tan malograda definición quiso ser inclusiva con las personas trans. Y se pasó. Se pasó para la inmensa mayoría, incluyendo a mujeres trans.
Entiendo que estamos en unos momentos de una necesaria indagación sobre el lenguaje. Es la premura lo que a menudo lleva al ridículo y se genera el efecto contrario: una aversión general, no sólo por la cosificación de ciertos términos, sino porque, en el afán de forzar los cambios, se escuchan frases como “estamos soles”, en lugar de “estamos solos”.
Cuando era niña, en otra playa muy distinta, una mediterránea, solía esperar al momento de bajamar para coger coquinas. Entonces nadaba unos doscientos metros durante los cuales mis pies no tocaban el fondo. Pero yo sabía hacia donde iba: un banco de arena donde el nivel del agua descendía, de nuevo, a la altura de mis rodillas. Era mi isla. Entonces, inclinándome, metía la mano en la arena, la removía para distinguir las diversas formas: piedras, conchas vacías, o coquinas llenas. A base de experiencia, aprendí que las coquinas adultas, las más grandes, estaban por encima de los ejemplares más jóvenes y, por tanto, más pequeños. No me hacía falta sacar el ejemplar del agua, el cribado era subterráneo. Al capturarlas, las metía en una red que llevaba sujeta a la cintura. Casi siempre degustaba las coquinas crudas en el mismo lugar, abriéndolas con mis pequeñas uñas. A veces, pasaba tanto tiempo en el mar, inclinada sobre la arena, que terminaba con el culo abrasado por el sol y no podía sentarme durante varios días.
Todavía hoy voy a esa playa. Pero ya no hay coquinas, y la temperatura del agua ha subido tanto que los niños juegan a atrapar medusas. Los castillos de arena ya no son tan interesantes. El juego está en el deterioro extremo de nuestros mares.
Los cambios lingüísticos son extremadamente complicados; para ser efectivos, necesitan mucho tiempo. Por otra parte, toda lengua tiene una vida propia, un ciclo vital que no puede ser forzado, esa es una de sus grandezas, que de alguna manera se impone por encima de sus hablantes como algo orgánico. El problema con el lenguaje inclusivo no me parece, obviamente, el propósito de la inclusión, sino su afán impositivo, su poca reflexión, y precisamente en un momento en el que hay algo que no tenemos: tiempo. El mercurio del termómetro de nuestros mares y nuestras tierras asciende descontrolado mientras que el del termómetro de nuestras acciones se mantiene inmóvil, metal pesado de nuestra sangre. Hablamos o escribimos con la -e, la -x, la @, creamos un diccionario tan caótico que sólo logramos contradecirnos. Es más, cada hora se extinguen unas seis especies. ¿Merece la nuestra, arrogante y fracasada, un lenguaje inclusivo mientras excluimos hasta la extinción algunas de las otras ocho millones de especies que habitan nuestro planeta? Si no nos unimos en la responsabilidad de aliviar la crisis climática, para cuando las reglas inclusivas estuvieran estudiadas con rigor y afianzadas por su uso libre y fluido, la humanidad ya no existiría. Esa es la paradoja. Ese diccionario que escriben desde la Torre de Babel, donde todos hablan y nadie se entiende, tendrán que dejárselo a las cucarachas o enviarlo a otro planeta, porque este se muere. Lo bueno es que, entonces, todos los soles del mundo podrán recuperar el brillo que le quitaron a la singularidad de su nombre. Marina Perezagua es escritora. 




























[ARCHIVO DEL BLOG] La Prehistoria cambia sus fechas. [Publicada el 14/12/2019]










Cada nuevo descubrimiento -escribe el periodista y divulgador científico Guillermo Altares en el A vuelapluma de este sábado- hace más misterioso el pasado remoto de la humanidad pero confirma que el arte es tan antiguo como nuestra especie. 
Desde que, a finales del siglo XIX, nacieron los estudios científicos de la prehistoria, el pasado remoto de la humanidad no ha parado de cambiar. Cuanto más sabemos, más misteriosos resultan los orígenes de nuestra especie y todavía más misteriosas sus manifestaciones artísticas. El hallazgo de las pinturas figurativas más antiguas descubiertas hasta ahora, en la isla indonesia de Célebes (Sulawesi, en el idioma local), datadas hace 43.900 años, indica cada vez con más claridad que el arte forma parte de la humanidad de una forma tan intrínseca como el bipedismo. Estas pinturas son, además, extraordinarias porque las figuras humanas no son demasiado comunes en el arte parietal, como tampoco aparecen paisajes o cielos. Los humanos de la prehistoria preferían pintar los animales con los que compartían la Tierra, antes que a sí mismos. Aunque esta, como cualquier otra afirmación sobre el pasado remoto, puede cambiar con el siguiente descubrimiento.
Es verdad que existen representaciones femeninas –la última fue presentada la semana pasada en Francia, la llamada Venus de Renancourt, una figura de marfil de apenas cuatro centímetros, datada hace 23.000 años–, también antropormórficos como el hombre pájaro de Lascaux o el hombre león de Ulm, una estatuilla que algunos consideran la primera representación de un ser imaginario (tiene unos 40.000 años), pero las escenas de caza son muy posteriores. En el arte parietal levantino se encuentran bastantes, pero fueron pintadas mucho más tarde que las de Indonesia. Sin embargo, todo esto no quiere decir nada porque, en cualquier momento, en el recodo de una cueva, al final de un laberinto subterráneo, un nuevo descubrimiento puede desmontar todas las teorías anteriores.
La prehistoriadora francesa Marylène Patou-Mathis lo explica al afirmar que “en Prehistoria la ausencia de pruebas no significa nada”. Lo que quiere decir esta experta en neandertales es que, cuanto más antiguo es un periodo, más difícil resulta encontrar restos y más difícil es establecer teorías de algún tipo con lo que hemos descubierto porque es imposible saber lo que se ha perdido. La prehistoria es sobre todo una ciencia clasificatoria: nos enseña lo que se encuentra, lo estudia y ordena, pero ha renunciado hace mucho tiempo a construir teorías demasiado precisas.
Es posible saber que el arte prehistórico es tan universal como la humanidad, porque allí donde hubo Homo sapiens existen manifestaciones artísticas (las más viejas tienen más de 70.000 años). Pero no podemos saber qué significa. No sabemos si el arte es la obra de uno o varios pintores, no sabemos si eran mujeres u hombres, no sabemos por qué durante miles de años se pintaba en el mismo sitio y de repente se abandonaba, no sabemos por qué en algunos casos se utilizaba el color y en otros el carboncillo, en muchos casos ni siquiera podemos todavía datarlos con precisión. Tampoco sabemos por qué hay motivos que se repiten en cuevas muy lejanas, por qué nuestros antepasados marcaban las paredes con sus manos, ni siquiera por qué la cueva de Rouffignac, en Perigord, está llena de dibujos de mamuts cuando los restos arqueológicos indican que no era un animal muy común en esa zona.
Durante mucho tiempo se pensó que existía una evolución, que los primeros artistas realizaban dibujos sencillos y abstractos y que, con el paso de los milenios, se fueron sofisticando. En la década de los noventa se descubrió la cueva de Chauvet, con dibujos mucho más antiguos que los bisontes de Altamira (de hecho, están tan lejos en el tiempo de la cueva cántabra como esta de nosotros), y todo tuvo que plantearse de nuevo. Y cada descubrimiento complica más las cosas, raramente las simplifica.
El arte prehistórico es prácticamente la única ventana que nos permite asomarnos al mundo intelectual de aquellos primeros humanos y, a la vez, su sencillez transmite una belleza y una emoción insuperables. Tenemos que conformarnos con eso. Y no es poco.
A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt











domingo, 28 de enero de 2024

Del cientifismo à la page

 






Cientifismo à la page
GABRIELA BUSTELO
03 ENE 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Reseña del libro La gran fragmentación, de Ricardo de Querol. Arpa, Madrid, 2023.
«¿La dimensión humana de los robots? Es una contradicción». La frase aparecía en Yo, Robot de Isaac Asimov, autor americano-ruso que en 1983 predijo con sensacional lucidez cómo iba a ser el mundo en 2019. No en vano aseguró que «un objeto informatizado transportable» iba a colonizar todos los hogares del planeta y que este invento iba a ser una pieza indispensable en la vida cotidiana de sus habitantes.
Una línea temporal comparativa nos lleva a España estrenando aquel mismo año 1983 un gobierno socialista que despenalizó el aborto y nacionalizó Rumasa. Mientras nuestro país daba sus primeros pasos democráticos y estrenaba un quindenio que dejaría a España con la tasa de paro más alta de su historia, Asimov proclamaba al otro lado del Atlántico que la llegada del ordenador iba a provocar en el siglo XXI una alteración drástica del mercado laboral del mundo entero. Decenas de oficios y empleos desaparecerían, sustituidos por otros antes inexistentes y radicalmente distintos, vaticinó el ruso con una lucidez que asombrará a quienes leen esto ahora en su portátil o su teléfono móvil.
La robótica —la digitalización, diríamos hoy— acabaría no solo con los clásicos trabajos oficinescos, sino también con los de operario de cadena de montaje, advertía el escritor de ciencia-ficción más conocido de todos los tiempos. Y la población mundial requeriría una «alfabetización» tecnológica para ponerse a punto. Todo esto profetizaba Asimov aquella Navidad, horas antes del año 1984 que daba nombre a la célebre novela distópica de George Orwell y meses antes de que en España naciera la primera niña-probeta. El autor futurista explicaba que la transición científica universal resultaría difícil, en buena parte debido al crecimiento demográfico sin precedentes en nuestro planeta.
Recién iniciado el libro que nos ocupa, La gran fragmentación, Ricardo de Querol alude precisamente a ese «objeto informatizado transportable» que nos anunciaba Asimov hace cuatro décadas: el móvil. Diríase que el artefacto siempre estuvo aquí. Que siempre nos hemos dormido mirando ese rectángulo iridiscente; que siempre hemos alargado el brazo para fisgarlo nada más despertar. Pero fue apenas en enero de 2007 cuando Steve Jobs anunció que iba a lanzar al mercado un aparato del tamaño de una mano, que se manejaría con una pantalla táctil y que podría conectarse a internet. En ese momento, hace quince años, comenzó la globalización. (O terminó, dirían algunos, porque de hecho la había iniciado Cristóbal Colón cinco siglos antes). Hoy existen aproximadamente 16.800 millones de miniordenadores en el mundo, incluyendo tabletas tipo iPad, smartphones y portátiles tradicionales. Es decir, la cifra global de dispositivos electrónicos duplica la de personas sobre el planeta Tierra.
El ensayo de Querol trata sobre este tema: la revolución digital. El propósito del autor es magnánimo. Edificante, incluso. En un lenguaje colorido y digerible por todos los públicos, anejo a su profesión periodística, se propone conjurar el angst de los actuales «Locos Años Veinte». En apenas 250 páginas y una docena de capítulos, el autor visita la batalla tecnológica planetaria, la ciberesclavitud de las redes sociales, la democracia no intermediada, la hiperdigitalización, la desinformación y la infoxicación, el capitalismo de vigilancia, la inteligencia artificial y el aprendizaje automático, la robotización del trabajo, el sector cripto y la tokenización, los nuevos formatos culturales y el arte NFT, la crisis periodística y la posverdad, la soledad hiperconectada y el amor virtual, la gerontofobia y la exclusión cibernética, el apocalipsis digital, el transhumanismo.
Nos hallamos ante una disertación apasionada sobre el poder revolucionario de la tecnología, que «haríamos bien en dejar de mirar como un problema, cuando tiene que ser parte de la solución» (p. 246). Cabe preguntarse si este cientifismo llega en el momento pertinente o, incluso, si en el siglo XXI existirá un año adecuado para hacer panegíricos cibernéticos, dada la velocidad palpable de la digitalización. ¿Por qué abordar el asunto ahora, en 2023, y no una década antes, cuando irrumpió el dron cuadricóptero, cuando las impresoras 3D empezaron a fabricar piezas de avión y tejidos hepáticos, cuando se presentó el primer coche volador y cuando por fin comenzaron a funcionar la realidad virtual o el reconocimiento de voz? La respuesta es sencilla: la pandemia aceleró radicalmente la digitalización mundial.
En el caso concreto de España, el coronavirus digitalizó el tejido empresarial a tal velocidad que, en dieciocho meses, nuestro país llevó a cabo lo que hubiera requerido un lustro en tiempos prepandémicos. Toda vez que el gobierno español impuso uno de los confinamientos más estrictos de Occidente, las severas limitaciones de movilidad forzaron a nuestras empresas a tecnologizarse casi de la noche a la mañana. En mayor o menor grado, el resto de países occidentales experimentaron procesos similares.
Pero ¿es capaz la población terrestre de adaptarse a esta metamorfosis cibernética? Viene a la mente aquello del sociólogo estadounidense Alvin Toffler de que los analfabetos del siglo XXI no serán quienes no sepan leer, sino quienes no sepan aprender, desaprender y reaprender. Peter Drucker, el filósofo de la administración, afinó más, anunciando allá por la década de 1970, en La era de la discontinuidad, una nueva economía mundial y una «sociedad del conocimiento» basadas en la gestión de información. Los pronósticos tecnológicos son arriesgados, nos alertaba el preclaro Drucker, porque no se sabe cuál va a ser el Zeitgeist con el que la población afectada por una revolución científica va a explotar y comercializar esa nueva ciencia.
Los habitantes actuales de la Tierra tendemos a creer, como le sucede a Ricardo de Querol, que «todo va rápido, muy rápido», y que, si «otros avances de la humanidad tardaron años en cuajar, la digitalización lo ha hecho en poco más de dos décadas» (p. 12). El dictamen periodístico parece indicar que no ha habido en toda la historia de la humanidad un hito científico tan veloz y con un impacto tan global como la revolución informática. Podría aducirse que la primera Revolución Industrial sucedió a igual velocidad, durante un periodo de tiempo similar y con una repercusión comparable.
De hecho, la soledad tecnológica y el «ciberindividualismo» de los que habla Querol tampoco son derivas sociales exclusivas de la revolución informática, ya que la primera crisis de la familia la produjo la Revolución Industrial, como supo captar Dickens en Tiempos difíciles a mediados del siglo XIX. La gran paradoja de la globalización es que mientras conecta de manera casi íntima a 8.000 millones de personas, produce simultáneamente un sentimiento de alienación o desconexión. Hace ya casi un siglo Freud explicaba en su ensayo El malestar en la cultura esa alienación como resultado de la presión que ejerce la sociedad occidental sobre cada uno de sus miembros, neurotizados y con un sentimiento de culpa por no estar a la altura de las expectativas. ¿Es la misma ansiedad social que la de millones de personas que hoy cacarean en las redes sociales para impresionar a los demás con sus conocimientos o con sus amistades o con sus viajes? Desde luego, se parece mucho.
La gran fragmentación a la que alude Querol en el título del ensayo es, sin duda, un abismo equivalente a un hachazo entre las generaciones del papel y los nativos digitales. El propio autor nos precisa que cada revolución está vinculada a una forma de comunicación. Y Thomas Jefferson ya nos lo dijo en plena transición del feudalismo al capitalismo: cada generación necesita una revolución. No será este libro el primero ni el último en mitificar la nuestra.
Gabriela Bustelo es periodista.













De la desinformación que mata

 






Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz domingo. Los medios de comunicación se debilitan frente a la voracidad sin reglas ni códigos deontológicos de redes y plataformas tecnológicas, escribe en El País la periodista Gabriela Cañas, y eso es lo que alienta los bulos y el descrédito de las instituciones. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo 
pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com












La desinformación nos mata
GABRIELA CAÑAS
22 ENE 2024 - ​El País - harendt.blogspot.com

Lejos de ser la gran oportunidad que muchos vislumbraron para los medios de comunicación, la digitalización ha tenido un efecto devastador para gran parte de la prensa. La Gran Recesión de 2008, unida al avance de las plataformas tecnológicas, se ha saldado con una importante transferencia monetaria. Los ingresos publicitarios emigraron a esas plataformas. Las audiencias, también. Esta situación ha devenido en un ecosistema propicio a la desinformación masiva, una lacra peligrosa sobre la que acaba de alertar el Foro de Davos.
The New York Times ha demandado a Open AI y a Microsoft por entrenar sin permiso a sus chatbots con contenidos del periódico. En España, unos 80 editores agrupados en la AMI (Asociación de Medios de Información) han denunciado a Meta (Facebook e Instagram) por arrebatarles la publicidad de forma abusiva y le exigen 550 millones de euros. La Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia ha abierto expediente a Google, y la Comisión Europea mantiene su política sancionadora contra estas grandes y multimillonarias firmas.
Las plataformas tecnológicas se nutrieron, sobre todo al principio, de información graciosamente regalada por editores y periodistas, que vieron en ellas la vía para llegar a más lectores y experimentar nuevas narrativas. Como ahora se denuncia, esas empresas llevan años apropiándose de los contenidos sin permiso y sin pagar por ellos.
Muchos ciudadanos consideran que ya no es necesario comprar o suscribirse a un periódico para estar informados. Ni siquiera ven la necesidad de una agencia de noticias. La información es tan abundante que se ha desvalorizado injustamente. El Instituto Poynter, muy comprometido contra la desinformación, pone las cosas en su sitio y calcula que Google y Meta les deben a los editores de Estados Unidos hasta 13.900 millones de dólares anuales por el uso de sus contenidos.
Algunos países y la Unión Europea han legislado para que los buscadores paguen, incluso, por enlazar noticias. En España, está resultando muy complicado siquiera valorar la cantidad de información que utiliza Google y, en consecuencia, cuál debería ser la compensación. Muchos medios, que siguen apostando por el empleo y el periodismo, no logran percibir a cambio un solo euro.
Toda esta competencia desleal ha agravado el quebranto financiero de los medios con el alarmante vaciamiento de las redacciones y la precarización del oficio periodístico. Pero el daño muestra otros perfiles preocupantes. Detrás de las plataformas no hay editores comprometidos con la función social del periodismo ni reglas deontológicas. Cualquiera publica en ellas lo que considera. Así, se han convertido en máquinas de difamación y mentiras que compiten en clics con la labor de un corresponsal de guerra, por ejemplo.
La desinformación se ha convertido hoy en un fenómeno masivo que opera sistemáticamente en conflictos divisivos y campañas electorales. Detrás hay Estados autoritarios o centros de poder de oscura agenda. Asusta la perspectiva para este año. La mitad de la población mundial está llamada a las urnas en países como México, India o Estados Unidos, donde encabeza las encuestas Donald Trump, quien se ha destacado por su afición compulsiva a la mentira y la descalificación y que fundó la red social Truth (Verdad) tras perder la Casa Blanca.
La desinformación emponzoña la democracia, pero también es corrosiva para los medios tradicionales, a los que los líderes populistas atacan con saña. El descrédito de los medios, en el que seguramente influyen los errores propios, es una eficaz estrategia del populismo. “Esto no lo vas a ver en la prensa”, suelen proclamar desafiantes los radicales que acaban de intoxicar al interlocutor. La desinformación siembra la desconfianza hacia todas las instituciones y la prensa es una más del sistema.
La inteligencia artificial promete avances prodigiosos, pero los riesgos también han quedado ya al descubierto. En el terreno de la información, la capacidad de engaño de la inteligencia artificial multiplica de manera exponencial nuestra exposición a los bulos. Se necesitan conocimientos muy específicos para desenmascarar un vídeo falso, por ejemplo.
Los poderes públicos de nuestras democracias tienen parte de la solución. Aquí se juega algo más que el sostenimiento y la pluralidad de los medios, que son los que garantizan el derecho a la información del ciudadano. Bruselas está acelerando las medidas regulatorias. Hay que introducir normas que se adapten al mundo digital, pero preserven derechos tan antiguos como el de la propiedad intelectual o la libre competencia. Aquí, justamente, puede ayudar la inteligencia artificial, bien para bloquear páginas pornográficas a un menor o para detectar a tiempo una grave acusación no verificada. Analícense todas las medidas posibles. Es urgente. Gabriela Cañas es periodista.
 






























[ARCHIVO DEL BLOG] Dos décadas de antipatía. [Publicada el 10/12/2019]









Dejemos a los gobernantes de hace cuatro domingos y volvamos, pues, al costumbrismo -comenta el escritor Javier Marías en el A vuelapluma que subo hoy al blog-. Miremos un poco más, con los ojos de mañana, las dos primeras décadas del siglo XXI, aquel tiempo en el que la gente solía estar muy satisfecha de sí misma, se consideraba “supersolidaria”, “empática” a más no poder, y se afanaba en buscar “causas” (eso tan propio de las personas tristes), y, si no las hallaba, se las inventaba. Se decidió que había que poner fin a toda injusticia, discriminación e “invisibilidad”, que al pasado había que castigarlo y la historia modificarla, es decir, falsearla. Lo que ocurrió y no nos gusta, o nos parece condenable, neguemos que ocurrió o cambiémoslo, los hechos no importan y la verdad aún menos. El resultado de todo esto fueron nuevas o viejas injusticias, discriminaciones e “invisibilidades”, una absoluta falta de entendimiento de lo que había sido avanzado y beneficioso en cada época (según aquellos soberbios, todo el pasado había sido un error repugnante), y, en consecuencia, un desmedido aumento de la intolerancia. Nadie estaba a salvo: a los individuos se los censuraba por utilizar plástico, por viajar en avión, por ir en coche, por comer carne, por beber, por fumar, por follar y sobre todo por intentarlo, por ser madrileño o parisino o extremeño, por oponerse y por no oponerse a algo, por defenderlo y por no defenderlo. No había manera de acertar, uno siempre se la cargaba. Todo era criticable y casi nadie estaba nunca contento con nada.
A toda actitud se le veían defectos espantosos y no había sujeto que no cometiera pecado: si uno se disfrazaba de mariachi se estaba burlando de los mexicanos; si de torero, de los españoles; si se ponía un kilt, de los escoceses. Si un actor blanco interpretaba un papel que no fuera de blanco, incurría en indignante “apropiación cultural”. Nadie se quejaba, en cambio, de que legiones de asiáticos tocaran piezas de Haydn, Mozart o Beethoven, ni de que un negro hiciera de Duque de Gloucester en una obra de Shakespeare. Las prohibiciones solían ser unidireccionales. El humor se perdió totalmente: la mayoría se tomaba todo al pie de la letra y como ofensa, ya no se reconocían las bromas y los hermanos Marx habrían resultado repulsivos. Las personas andaban cabreadas permanentemente. Muchas se levantaban planeando a quién podrían destruir durante su jornada, como si ese fuera su único aliciente. Se les entregó una herramienta de la que se hicieron esclavas: las redes sociales. Se les hizo creer que con ellas tenían poder, que sus denuestos ya no se quedarían en la esfera de lo privado, sino que el mundo entero sabría de sus malignidades. Ignoraban que la mayoría de las “campañas” estaban orquestadas y eran ficticias; que incontables “usuarios” en realidad no existían, eran bots de Rusia, China o de multinacionales, o bien un grupo de machacas encerrados en una granja o un garaje, que multiplicaban sus consignas y así engañaban a los pardillos: “las redes arden” y demás sandeces, cuando lo único que echaba humo eran los dedos de los machacas atrincherados. Fuera como fuese, esa herramienta dio a los individuos dos sensaciones: de potencia y de impunidad, ya que nadie utilizaba su nombre. El anonimato y la masa son infalibles pruebas para medir la calaña de cada uno: si alguien sabe que no habrá represalias y que ni siquiera deberá encararse con quien está calumniando o insultando, nada le impide ser cruel —si su índole es cruel—. Así que una porción de la población se sintió libre de soltar veneno a raudales contra sus semejantes. Con frecuencia los más ponzoñosos eran quienes se consideraban más rectos, benefactores y “empáticos”. Si un torero era herido, los animalistas se apresuraban a desearle la muerte con terrible agonía, y si se moría un niño que había manifestado su afición a los ruedos, los empáticos aplaudían. Si un policía estaba gravísimo en el hospital, había independentistas muy rectos cruzando los dedos por que la palmara. Si alguien ganaba un premio o tenía éxito, ya podía prepararse para una lluvia de improperios. Y si no ganaba nada y fracasaba, los mismos millares de amargados lo celebraban y le deseaban que jamás se recuperara. La sociedad (no toda, claro) desarrolló una vocación de turba perseguidora, apenas distinta de la que inspiraba los linchamientos, ya saben: si el crimen es colectivo y se ampara en la multitud que lo comete, no hacen falta pruebas ni juicio, es un crimen “del pueblo”, esto es, de nadie. Lo peor fue que en la cabeza de muchos se aposentó la idea de que todo el mundo era culpable “de algo” (aunque fuera retroactivamente) y merecía ser castigado. Con la excepción, claro está, de cada turba perseguidora. Pero como no se recordaba nada de lo acontecido, o se lo había falseado, se ignoraba que las turbas furiosas necesitan alimentar su persecución, y que los siguientes en la lista de perseguibles siempre son los perseguidores primeros. No por otro motivo (basta un solo ejemplo reciente) el perseguidor Gabriel Rufián fue tachado de “traidor” por sus propios correligionarios hace unas semanas. Pero descuiden, porque quienes se lo llamaron acabarán también perseguidos. Lo más suave que puede decirse de aquellas décadas iniciales del XXI es que fueron tan idiotas como ceñudas, y tan retrógradas como antipáticas. 
A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












sábado, 27 de enero de 2024

De los octogenarios

 






Octogenarios
JAVIER CERCAS
06 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

¿Cuándo parar? ¿Cuándo decir basta, se acabó? ¿Deben los escritores o los músicos jubilarse a cierta edad, como si fueran inspectores de Hacienda? ¿O deben seguir trabajando y publicando o componiendo hasta que el cuerpo aguante? ¿No corren así el riesgo de hacer el ridículo o incluso de arruinar retrospectivamente su propia carrera? ¿Aún pueden hacerse cosas valiosas a una edad en que, se diría, ya nadie espera nada de nadie? ¿Cuándo despedirse?
No hay respuesta a esas preguntas; no, al menos, una respuesta clara, universal, taxativa. Sabemos que unas artes toleran mejor que otras la precocidad: Mozart era un niño cuando empezó a componer maravillas, y los Beatles se separaron con menos de treinta años, después de haber transformado la música y el mundo; la novela, en cambio, es un arte de madurez: en ella no sólo es imposible un caso como el de Mozart; tampoco conozco otro como el de Vargas Llosa, que el año de Conversación en la catedral, cuando contaba 33, había escrito cuatro obras maestras (aunque hubiera dejado entonces de escribir, ya sería uno de los dos o tres mayores novelistas de nuestra lengua). La vejez no está reñida con la novela; cuando dio a la imprenta la segunda parte del Quijote, Cervantes tenía 68 años, que es como hoy tener 88. Es la edad que cumplirá el año que viene Vargas Llosa, quien acaba de anunciar su retirada del articulismo y publicado la que será su última novela: Le dedico mi silencio. Yo la he leído con incredulidad, como si el viejo novelista se hubiera transmutado en un chamán capaz de convocar, en este libro postrero, el espíritu del joven escritor que fue: es físicamente imposible que esté a la altura de sus novelas supremas, porque para escribir Conversación en la catedral hace falta ser un superatleta olímpico en plena forma —una mezcla inverosímil de Carl Lewis, Abebe Bikila y Lasha Talakhadze, recordman mundial de halterofilia—; pero, si la hubiera escrito cualquier otro, sería la novela del año. Sea como sea, se trata de un inesperado, melancólico, conmovedor y a ratos desopilante homenaje a la música criolla, donde Vargas Llosa es el de siempre y, a la vez, otro Vargas Llosa. He ahí una marca inequívoca del genio: siempre es el mismo y siempre es distinto. Algo semejante ocurre con otros octogenarios ilustres: los Rolling Stones (bueno, Mick Jagger y Keith Richards; Ron Wood es algo más joven). La banda acaba de entregar su último disco, Hackney Diamonds, y hay quien opina que, a su edad, los Rolling deberían llevar décadas jubilados, o que deberían dedicarse a componer cosas más sosegadas: jazz o, qué sé yo, bossa nova; a mí, en cambio, lo que me maravilla, lo que casi me parece un milagro es que, en la superficie, su música siga sonando como la de hace 50 años y, en el fondo, sea tan diferente. Hagan la prueba: escuchen Sweet Sounds of Heaven (o, mejor, vean en YouTube el duelo vocal encarnizado que se marcan en directo Jagger y Lady Gaga): Virgen Santísima del Perpetuo Socorro, ¡sus Satánicas Majestades ponderando los dulces sonidos que bajan del cielo, en una especie de góspel que, como escribió Neil McCormick en The Telegraph, es tan reflexivo como You Can’t Always Get What You Want, tan profundo como Wild Horses, tan vibrante como Simpathy for the Devil! ¿Es todo esto normal? Por supuesto que no: Vargas Llosa y los Rolling fueron excepcionales desde el principio y parecen decididos a serlo hasta el fin. Lo normal hubiera sido más bien lo contrario: que, a sus ochenta y tantos años, uno y otros llevaran ya tiempo exhaustos, prisioneros de su propia leyenda, escribiendo o componiendo lo que se espera de ellos y no lo que les sale de las tripas, repitiéndose hasta la saciedad, convertidos en imitadores de sí mismos e incapaces por tanto de decir nada nuevo. En resumen, un desastre.
No: no hay reglas. No se sabe cuándo decir hasta aquí hemos llegado, se acabó; a veces ni siquiera el propio interesado lo sabe. No hay normas: ni en el arte ni en la vida; y ahí está la gracia. No existen dos personas idénticas. Ni dos destinos idénticos. Así que, como dirían los Rolling, a quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga. Javier Cercas es escritor