domingo, 21 de enero de 2024

De democratizar la democracia

 






Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz domingo. No sería fácil elegir por sorteo mandatarios tan incultos y cínicos como algunos que hemos padecido, afirma en El País el escritor Javier Cercas, y a la vista de los visto últimamente, resulta difícil llevarle la contraria. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com











Democratizar la democracia
JAVIER CERCAS
20 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

En una magnífica novela de Bruno Arpaia titulada Il fantasma dei fatti, sir d’Arcy Osborne, embajador británico ante el Vaticano, escribe en 1943: “Los principios y las reglas de la democracia son extraños a la naturaleza del pueblo italiano. La gran masa de los italianos es individualista y políticamente irresponsable, y se preocupa sólo de sus problemas económicos más inmediatos. Mussolini tenía razón al decir que los italianos han sido siempre pobre gente”.
Estas palabras son un ejemplo excelso de un cierto supremacismo británico, pero, Mussolini aparte, prefiguran otras casi idénticas que muchas luminarias pronunciarían más tarde en lugares donde, como la Italia del final de la guerra, se planteaba la posibilidad de instaurar una democracia: en la España de la agonía de Franco, en la Latinoamérica que en los años ochenta empezaba a librarse de las dictaduras militares, en los países del este de Europa que, poco después, intentaban emerger de más de medio siglo de comunismo, o durante la Primavera Árabe. Es cierto que algunas de esas revoluciones democráticas se frustraron, o triunfaron sólo a medias; también es cierto que, en realidad, nadie está preparado para la democracia. Ésta no es un don, o una gracia; es una conquista cotidiana, muy exigente: la prueba es que basta con darla por descontada para ponerla en peligro. Lo natural, desengañémonos, es la sumisión: ser libre cuesta un esfuerzo tremendo. Siempre ha sido así, pero ahora, lejos ya del optimismo de principios de siglo, cuando la democracia parecía el único horizonte político posible (eso era el famoso “fin de la historia” de Fukuyama), la evidencia se ha vuelto flagrante. De un lado porque, a raíz de la crisis de 2008, a la democracia le ha salido un competidor encarnizado: esa forma de autoritarismo que llamamos nacionalpopulismo; de otra, porque las democracias presentan síntomas de fatiga, si no de agotamiento. La democracia necesita con urgencia renovarse, y sólo puede hacerlo de una forma: con más democracia. Es lo que propone la lotocracia, un tipo de democracia que defiende la elección por sorteo de nuestros representantes políticos; no es una panacea, pero, como escribí hace poco en esta columna, gestionada de manera inteligente, cautelosa y progresiva —lean Contra las elecciones, de David van Reybrouck—, puede contribuir a una regeneración política permanente y convertirse en un antídoto contra el enloquecimiento provocado por el poder, en un acicate para que todos nos responsabilicemos de lo que es de todos y, tal vez, en la única esperanza verosímil de que la ensuciada palabra democracia recupere su limpio significado primigenio: poder del pueblo. “¿Entonces vamos a elegir por sorteo a nuestro presidente del Gobierno?”, se burlarán de inmediato los políticos profesionales, aterrados ante la perspectiva de quedarse sin empleo; la pregunta recuerda otras que se formulaban hace siglo o siglo y medio: “¿Entonces vamos a permitir que el voto de un catedrático cuente lo mismo que el de un obrero?”; o mejor: “¿Entonces vamos a permitir que voten también las mujeres?”. La lotocracia no propone que el presidente del Gobierno se elija por sorteo (ni suprimir las elecciones, ni los políticos elegidos en elecciones —que convivirían con los elegidos por sorteo—, ni siquiera los partidos políticos, nudo gordiano de la democracia actual), pero reconozcamos que no sería fácil elegir por sorteo mandatarios tan zoquetes, incultos y cínicos como algunos que hemos padecido.
¿Una utopía, la lotocracia? No más de lo que lo era hace poco el sufragio universal. Sir d’Arcy Osborne se quedaba corto: todos, y no sólo los italianos, tendemos a la irresponsabilidad; es una tendencia suicida, que se contrarresta adquiriendo cada vez más responsabilidad. En eso consiste la lotocracia: en abrir de manera progresiva pero imparable la gobernanza a los gobernados con el fin de construir un sistema más legítimo, igualitario, justo y eficaz, y de acercarnos poco a poco al ideal aristotélico: que los ciudadanos seamos alternativamente gobernantes y gobernados. Y en eso debería consistir, creo yo, la próxima revolución. Javier Cercas es escritor.































[ARCHIVO DEL BLOG] La edad de la revancha. [Publicada el 26/01/2019]


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En 2018 la política del odio obtuvo su mayor triunfo en Brasil. No es imposible que siga avanzando en toda Europa, incluida esta España que ya no ha resultado inmune como parecía a la extrema derecha, señalaba hace unos días el escritor Antonio Muñoz Molina.
Días antes de la elección de Bolsonaro, comenzaba diciendo, leí una curiosa estadística en un reportaje del Expresso de Lisboa. En las redes sociales brasileñas, al parecer de una toxicidad aún más virulenta de lo normal en otros sitios, había un destinatario claro para la mayor parte de los mensajes de odio: mujeres negras, de origen humilde o clase media, con estudios superiores. Pensé en esos artículos que se repiten ahora en los periódicos españoles, todos ellos derivados, abiertamente o no, de un artículo y luego un libro de Mark Lilla publicados a raíz de la victoria de Donald Trump en 2016: la causa del ascenso de los populismos de extrema derecha en Europa y en América, y del correspondiente declive de las fuerzas progresistas, sería que la izquierda ha abandonado la defensa de la clase obrera, concentrándose, o distrayéndose, en la vindicación de las minorías, étnicas, sexuales, de género, etcétera. La reflexión de Lilla está muy enraizada en la realidad política y social americana y en algo tan específico como las derivas del Partido Demócrata en las últimas décadas, así que no creo que se pueda trasladar sin reparos a Europa, y menos a España. Y que se cite tanto su nombre entre nosotros tiene menos que ver con sus razonamientos que con una atmósfera política viciadamente española, una variedad autóctona de la gran oleada de revanchas que se ha extendido por el mundo en los últimos años, quizás décadas.
Es la revancha contra los progresos alcanzados por grupos humanos marginados o humillados desde siempre. Llamarlos minorías es abusivo, o inexacto, desde el momento en que uno de ellos lo forman las mujeres. Y contraponer esos grupos a una presunta clase obrera uniforme y compacta que en tiempos más gloriosos hubiera sido el corazón de las reivindicaciones de la izquierda es aún más engañoso. Como indica la estadística brasileña que cité más arriba, el odio se multiplica cuando al origen de clase se le une el sexo y el color de la piel, y las identidades colectivas de los desfavorecidos no son decisiones voluntarias, opciones caprichosas de multiculturalismo. Es el racista el que te empuja, quieras o no, a formar parte de un grupo cerrado. Es el antisemita el que adjudica una identidad homogénea a las personas tan diversas, religiosas o no, conservadoras o progresistas, proisraelíes o antiisraelíes, que se identifican a sí mismas como judías.
Me temo que no es el afán de justicia ni la nostalgia de las luchas por la emancipación universal lo que anima ese lamento por la supuesta deslealtad de la izquierda hacia sus ideales verdaderos. Es, más bien, la incomodidad o el abierto rechazo ante la irrupción pública de quienes antes no contaban, ante la visibilidad de pronto ostensible y ruidosa de quienes hasta hace poco eran invisibles. Las mujeres o los homosexuales no se organizaron en grupos específicos por afán de romper con sus obsesiones identitarias la causa universal de la izquierda: lo hicieron porque los partidos de izquierda unas veces eran indiferentes a sus reivindicaciones y otras hostiles a ellas. Como observó Simone Weil en los años treinta, los trabajadores magrebíes en Francia crearon sus propias organizaciones cuando los partidos de izquierda, más colonialistas que solidarios, se negaron a aceptarlos en sus filas.
La fuerza de la revancha es proporcional a la conquista que la ha provocado. Nunca se había visto una movilización, una sublevación de las mujeres como la de 2018. Nunca, tampoco, una virulencia mayor y más impúdica en las reacciones extremas, una visceralidad tan reveladora. Algo que no parecía que fuera tan poderoso y tan sórdido se ha despertado. Pasó algo semejante cuando Barack Obama llegó a la presidencia de Estados Unidos. Era un hombre tibio, calculador, nada radical en sus actitudes políticas, incluso, como se ha visto luego, demasiado proclive a acomodarse en los privilegios de la celebridad y del dinero. Pero el color de su piel, y yo sospecho que más todavía el de su mujer, hizo que reventara en su país un absceso repulsivo de racismo que lejos de desaparecer se había mantenido oculto y creciendo desde lo que parecían los grandes avances irreversibles de los años sesenta.
Hay una fealdad estética, una mueca crispada en la revancha: es el rictus en la boca infantiloide de Donal Trump, el bramido de sus fieles en los estadios, la chabacanería de Salvini, la chulería gélida de Santiago Abascal. Pero la fealdad mayor, el pozo de negrura, está en la confusión entre la revancha y la rebeldía, entre el resentimiento y la rabia legítima contra la injusticia. Hombres y mujeres blancos de clase obrera que no encuentran trabajo y no tienen prestaciones sociales ni derecho a la sanidad votan a Donald Trump y beben un agua y respiran un aire más envenenados todavía gracias a las políticas de desguace de los controles medioambientales puestas en marcha desde que tomó el poder. Mujeres pobres, negras e hispanas, pero también blancas, son las más perjudicadas por la reducción cada vez mayor de asistencia pública para el control de la natalidad y los obstáculos al derecho al aborto. A la izquierda, a las diversas izquierdas, a los partidos y también a los sindicatos, les corresponde su parte de culpa por no haber permanecido lo bastante alerta a los efectos devastadores de la desigualdad, a las nuevas formas de explotación e injusticia propiciadas por el capitalismo a escala global, tan victoriosamente libre de fronteras nacionales como de controles legales o ambientales efectivos.
Pero han sido y son esos poderes económicos los que llevan muchos años invirtiendo cantidades inmensas de dinero en comprar influencias, en debilitar instituciones democráticas, en imponer los envoltorios ideológicos de sus intereses lo mismo en las alturas elitistas de las universidades y de los llamados think tanks que en la grosería al por mayor de canales de televisión y redes sociales. La revuelta del derechismo populista contra las élites es una campaña abrumadoramente efectiva de las élites económicas y sociales más restringidas. Cuando el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictaminó en 2010 que poner límites al gasto electoral de las grandes corporaciones contravenía el derecho a la libertad de expresión estaba legitimando el poder del dinero para comprar la política. Es el poder del dinero el que ha empujado hacia el extremismo al Partido Republicano en Estados Unidos y el que financió, con la ayuda inestimable de Rusia, el vuelco de esa parte pequeña pero decisiva del electorado que dio la victoria a Donald Trump.
En 2018 la política de la revancha obtuvo su mayor triunfo en Brasil. No es imposible que siga avanzando este año en toda Europa, incluida esta España que ya no ha resultado inmune como parecía a la extrema derecha. Defender la justicia social y la igualdad, pero también la variedad de las formas de vida y el libre albedrío de cada uno, será el mejor antídoto de la izquierda contra el resentimiento. En la defensa de la razón y de la escrupulosa legalidad democrática, izquierda y derecha deberían tener una causa común y una responsabilidad inexcusable. El edificio de la convivencia es más frágil de lo que parece. Cualquier complicidad o jugueteo de baja política con los incendiarios de la revancha equivale a una capitulación. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














sábado, 20 de enero de 2024

De la historia de las mujeres

 








Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz sábado. Para entender la última encuesta del CIS, comenta en El País la escritora Ángeles Caso, hay que tener presente que desde el inicio de la civilización la visión androcéntrica no ha parado de contarnos que cada acto trascendente ha sido obra de los hombres. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com










¿Y si les contásemos la historia de las mujeres?
ÁNGELES CASO
19 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Supongo que todos hemos visto estos últimos días los preocupantes resultados de la primera encuesta hecha por el Centro de Investigaciones Sociológicas sobre la percepción de las políticas feministas. De entre todos los datos —ese 44,1% de hombres que sienten que están siendo marginados, o, aún peor, ese triste 32,5% de mujeres que comparten esa opinión—, el más preocupante es, creo, el que se refiere a los varones de entre 16 y 24 años: un alarmante 51,8% de nuestros jóvenes ha afirmado estar “muy o bastante de acuerdo” con la idea de que las políticas de igualdad discriminan al género masculino.
De esta cifra podemos extraer diversas conclusiones, todas ellas abrumadoras. Una de las más obvias es que seguramente decenas de miles de chicos se ven amenazados por el empuje de sus compañeras, esas muchachas que, según el Relato, deberían ser más bien sumisas y pasivas, un poco tontas preferiblemente, y que, sin embargo, van demostrando curso tras curso ser al menos tan inteligentes como ellos e igual de disfrutonas y enérgicas.
¡Ay, el Relato! ¿Cuándo comenzó? Quizá al mismo tiempo que empezó la escritura, hace unos 5.000 años, en aquella vieja Mesopotamia en la que alguien descubrió un día que podía almacenar el excedente de producción agraria para venderlo a un alto precio e inventó así la propiedad privada, desencadenando toda una serie de consecuencias inimaginables, desde el nacimiento de los Estados y los ejércitos indisolublemente ligados a ellos hasta el comienzo de las clases sociales y la dominación del género femenino y sus capacidades reproductivas por parte del masculino. Es decir, el patriarcado.
Las cosas podrían haber sido de otra manera, pero fueron así, y de lo que comenzó en aquel momento y en aquel lugar somos todavía herederos buena parte de los habitantes del planeta, al menos los judíos, los cristianos y los musulmanes. Desde entonces, el Relato no ha parado de contarnos que cada uno de los actos trascendentes de la evolución cultural, social, económica y política ha sido protagonizado por los hombres. Todo lo importante, según nos han dicho, lo han hecho los varones, encabezados por un Ser Supremo igual a ellos. Y eso es lo que aún les transmitimos a nuestras hijas e hijos, en clase, en casa, en los cómics, en el cine, en la iglesia o en las redes: los hombres han sido siempre los dueños de la vida.
Pero en el Relato subyace una gran pregunta: ¿qué hacían las mujeres entretanto, mientras los hombres ponían el mundo en marcha (y también arremetían a menudo contra él con sus guerras, sus conquistas y sus genocidios)? Según esa versión androcéntrica de la historia, los millones y millones de mujeres que nos han precedido desde la aparición del Homo sapiens —homo, por supuesto— no han aportado apenas nada a la humanidad, más allá de gestar y parir a sus criaturas (a menudo, recuerdo, perdiendo la vida en el esfuerzo).
Los estudios históricos de género, que comenzaron hace ya 50 años, han ido sacando a la luz el infinito número de mujeres que participaron de los procesos tecnológicos, científicos, artísticos, intelectuales, religiosos, políticos, sociales e incluso, también, guerreros. Fueron —son— las protagonistas femeninas de la construcción de las sociedades, las culturas y las civilizaciones, presentes en las primeras filas en mayor o menor cantidad según las épocas históricas y las zonas geográficas, aunque hayan sido mayoritariamente ocultadas.
Pero esas investigaciones, al depositar su mirada en las mujeres, también nos han hecho comprender que siempre hemos estado involucradas en casi todas las tareas y trabajos comunes, como bien demuestran los restos arqueológicos, las fuentes escritas y toda clase de documentos y pruebas: desde la caza prehistórica hasta la construcción de las catedrales, pasando por el ejercicio de la medicina, las labores del campo y la ganadería, el interminable servicio doméstico de las criadas —cuando no esclavas—, la fabricación y venta de cualquier producto artesanal imaginable, la prostitución, la enseñanza, la confección, el lavado y planchado de ropa, el comercio en los mercados y tiendas, la descarga de los barcos de pesca, la atención en las tabernas y posadas, el tajo en multitud de fábricas e industrias y otra infinidad de ocupaciones de todo tipo, incluida, aunque nos parezca mentira, la minería del carbón. Allí donde hicieran falta brazos, estaban los de las mujeres de las clases menos privilegiadas —de las que casi todos procedemos—, obligadas siempre a producir, aunque “oficialmente” ese esfuerzo no fuese reconocido, aunque carecieran a menudo de derechos de propiedad sobre sus negocios o cobrasen sueldos mucho más bajos que los de sus maridos o hermanos.
Y luego están, por supuesto, las tareas que la división patriarcal del trabajo reservó específicamente para nuestras antepasadas: hilar, tejer y coser para proteger del frío a sus gentes y embellecer los espacios que habitaron, trenzar cestas, moler el grano, procurarse y guisar la comida elemental que permitió sobrevivir durante milenios a las familias, preparar la cerveza y los aguardientes para combatir el frío y celebrar el descanso —el de los hombres, no el suyo—, administrar las necesidades del día a día, mantener el hogar organizado y sano, lavar la ropa en el río con las manos congeladas, limpiar los excrementos de sus bebés y también los de las discapacitadas y los enfermos del entorno, preservar en poemas, canciones y relatos la memoria colectiva, educar y enseñar las normas básicas de convivencia a sus criaturas.
Sin embargo, nada de Todo-Eso-Que-Ellas-Hicieron tiene valor: ¿para qué contarlo, para qué ocupar preciados párrafos de libros, horas de clase imprescindibles para asuntos más importantes, costosos minutos de documentales o exquisitos espacios museísticos describiendo las nimiedades de la vida de las mujeres? Pero lo cierto es que Todo-Eso-Que-Ellas-Hicieron, y que nunca se ha tenido en cuenta, también nos ha traído hasta aquí. Es más, probablemente ha sido más importante para la supervivencia de la especie que muchos de los grandes hallazgos supuestamente masculinos. Y, desde luego, infinitamente más benéfico que el poder destructivo de las formas violentas de masculinidad, a las que aún tanto se admira en el Relato y que tanto sufrimiento siguen creando hoy.
La historia no es algo que nos afecte solo a los frikis de la disciplina. El Relato, lo queramos o no, nos rodea a diario, bombardea nuestras neuronas desde que nacemos, contribuye al desarrollo de nuestra autoconsciencia y nos conforma como individuos y como sociedades. Por eso, deberíamos dejar de contarles a nuestras niñas y niños el viejo cuento patriarcal —y acientífico— sobre el protagonismo absoluto de los hombres en la evolución de la humanidad.
Es cierto que muy recientemente se ha incluido, como por hacernos un favor a las chicas, algún que otro nombre de mujer incrustado en las esquinas de los libros de texto, Frida Kahlo o Marie Curie, ya saben. Pero eso no solo está muy lejos de responder a la verdad histórica, sino que contribuye muy poco a la educación en igualdad. Nuestras niñas necesitan saber que proceden de largas estirpes de mujeres valiosas, activas y fuertes, aunque las cosas no les fuesen fáciles. Y nuestros chicos deberían aprender a admirar a sus abuelas heroicas y geniales, igual que admiran a los héroes y los genios de su género. Tal vez así comprendan de una vez por todas que sus compañeras son tan merecedoras de respeto, honores y privilegios de todo tipo como ellos mismos. Ángeles Caso es escritora. 


































[ARCHIVO DEL BLOG] El calendario del príncipe. [Publicada el 23/01/2019]












La decisión de alargar o abreviar el desempeño de la magistratura, el denominado "calendario del príncipe", le corresponde solo a quien la ganó, señala el profesor Antonio Valdecantos, catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III.
Puede que el único resto de soberanía del gobernante contemporáneo sea la potestad de elegir el momento en que poner fin al mando, comienza diciendo. En algunos casos, esa capacidad no equivale, sin más, al poder de abdicar (propio de la monarquía, el papado, las repúblicas presidencialistas y, desde luego, las tiranías), sino que, por el contrario, permite decidir sobre el momento más ventajoso para confiar a las urnas el inicio de un nuevo mandato.
El caso español encierra elementos que hacen reverdecer, aunque sea de manera teatral, la fantasía del poder soberano: que la fecha de la disolución anticipada de las Cortes —y la palabra “disolución” no puede ser más resonante— solo la conozca el jefe del Poder Ejecutivo es lo más parecido que cabe encontrar a los viejos arcanos del imperio, y resulta natural que los inquilinos del palacio de la Moncloa no se priven, uno tras otro, de mencionar de cuando en cuando esta prerrogativa suya, dando a entender que en la ignorancia de su secreto todos estamos igualados, desde el segundo de a bordo del Gobierno hasta el más desdichado de los súbditos. La soberanía era divina, pero sus restos mortales tienen un aspecto demasiado humano.
Algún residuo de soberanía tendría que mostrar el gobernante para que no se le perdiera totalmente el respeto, si bien la ostentación habrá de ser cauta. El príncipe de la modernidad tardía tiene que parecer, sin duda, un ciudadano más y debe sobreactuar todo lo posible para ser tomado como tal, aunque, al mismo tiempo, habrá de guardarse una reserva de aura, más semejante, eso sí, a la de las estrellas del espectáculo que a la de los santos o los sabios. Su fortuna dependerá de cómo se desempeñe en la gestión de este double bind. El soberano no decide porque no existe, pero sí caben ficciones y dramaturgias en las que el titular del Gobierno determina ciertas fechas, y también son posibles tiempos baldíos y devastados (casi más afines a la poesía de T. S. Eliot que a la teoría política de Carl Schmitt) en los que el poder escenifica su propia evanescencia.
Gobernar meramente “en funciones” parece implicar una suerte de desnudez política en la que no es posible poder efectivo alguno, y de cuya anomalía se ha querido derivar a veces (como ocurrió en España en 2016) la ausencia de responsabilidad parlamentaria. Cuando el tiempo político está estancado, quien manda no manda del todo y se resistirá a someterse a quienes sí lo hacen.
Es natural que la ilusión de lograr que el tiempo deje de correr y la de ponerlo nuevamente en movimiento proporcionen un placer no pequeño a quien gobierna, aunque sería un delirio tomarla en serio. Sin embargo, a veces se está condenado a gobernar de manera que la capacidad de decidir el final del propio mandato constituya el principal motivo de fortaleza, si es que no el único.
Por agobiante que sea la indigencia de apoyo parlamentario padecida y por adversa que resulte la fortuna, la decisión de alargar o abreviar el desempeño de la magistratura le corresponde solo a quien la ganó, lo cual puede ser causa de un pundonor envenenado.
Acaso sepa el gobernante que le conviene darse prisa en la decisión porque la ocasión propicia está aquí mismo (o quizá descubra con melancolía que ha pasado ya y no volverá), pero lo primero que debe mostrar es su pertenencia a las gentes que no abandonan una empresa cuando la han asumido. ¿Quién lograría ganar unas elecciones si no ha acreditado perseverancia en el mando y es incapaz de lo que Maquiavelo llamaba mantenere lo stato?
Como el elector ya no admira nunca al gobernante, lo que exige es ponerlo y quitarlo a su gusto, sobre todo sin sufrir largas esperas. Busca la feliz gobernación, si bien no una tan próspera que haga deseable su perpetuidad. Quiere estar bien servido, aunque eso implica, sobre todo, cambiar de amo con frecuencia. Sin embargo, necesita que, mientras dure el gobierno, sea efectivamente gobierno, y no el embrollo de alguien que va con prisas. Al igual que quien manda, el elector quiere una cosa y quiere la contraria, y está atado a ambas obediencias.
Las ataduras dobles son muy frecuentes en la vida y seguramente no pueden eliminarse nunca del todo, pero lo que más importa es que hay veces en que su confesión es un tabú. El príncipe y el pueblo están unidos por un destino común: el de tener que disimular la esquizofrenia que los consume y fingir otra cosa. Sus servidumbres resultan muy semejantes, y sobre todo se parecen en que, con tal de evitar su explicitación, el uno y el otro están dispuestos a las sobreactuaciones más inverosímiles. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt