miércoles, 19 de julio de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] La educación popular. [Publicada el 23/01/2020]









Sólo cuando se sabe, se acepta o elige; y el que no sabe, ni se acepta ni elige, afirma en el A vuelapluma de hoy el escritor Manuel Jabois. "Un día, principios de los años 30, -comienza diciendo Jabois- el pintor Urbano Lugrís participó en un espectáculo de las Misiones Pedagógicas en Valencia de Alcántara (Cáceres). Lugrís era un tipo grandullón que se expresaba de una forma un tanto peculiar, y eso acabó provocando la burla de una parte del público. Aquello lo consideró intolerable el escritor Rafael Dieste, que se subió al escenario para interceder por su amigo y poner al público en su sitio con un discurso que hizo que todo el mundo callase. En primera fila estaba una profesora que daba clases en el pueblo, Carmen Muñoz. En 1980, el escritor Luis Rei la entrevistó para una biografía sobre Dieste (A travesía dun século, Ediciós do Castro, 1987). Rei le preguntó cuándo fue la primera vez que vio a Rafael Dieste, y ella le contó esa historia ocurrida medio siglo antes en las Misiones Pedagógicas. Terminó de hablar dirigiéndose a Dieste, su marido, que estaba a su lado escuchándola. “Ese día, Rafael, me quedé con la boca abierta. Y no se me ha vuelto a cerrar”.
Las Misiones Pedagógicas se pusieron en marcha en 1931 con el auspicio del Gobierno de la República y la Institución Libre de Enseñanza. Se trataba de llevar el conocimiento y la cultura a pueblos y aldeas de toda España. Entre los misioneros -unos 600 durante cinco años- estaban Lugrís y Dieste (encargado de un teatro de guiñol), pero también María Zambrano, Ramón Gaya, María Moliner, Luis Cernuda, Alejandro Casona o Maruja Mallo. Se cuenta al detalle en el libro de Alejandro Tiana Las Misiones Pedagógicas. Educación Popular en la Segunda República (Catarata, 2016), donde se replica el famoso discurso de Manuel Bartolomé Cossío, alma mater de las Misiones: "Somos una escuela ambulante que quiere ir de pueblo en pueblo. Pero una escuela donde no hay libros de matrícula, donde no hay que aprender con lágrimas, donde no se pondrá a nadie de rodillas como en otro tiempo. Porque el Gobierno de la República que nos envía, nos ha dicho que vengamos, ante todo, a las aldeas, a las más pobres, a las más escondidas y abandonadas, y que vengamos a enseñaros algo, algo que no sabéis por estar siempre tan solos y tan lejos de donde otros lo aprenden, y porque nadie hasta ahora ha venido a enseñároslo; pero que vengamos también, y lo primero, a divertiros".
Se crearon más de 5.500 bibliotecas, hubo cientos de representaciones teatrales e instalación de museos itinerante. Ni eso pudo con la oposición de la España que finalmente acabó destruyendo las Misiones y que, desde el Parlamento, vía CEDA, trataba de dinamitar las partidas destinadas. Bartolomé Cossío advirtió, frente a los ataques, que la única salvación que tenía España le vendría por la educación. Murió un año antes de escuchar la respuesta de sus adversarios, que llegó el 18 de julio de 1936.
Él entendía que al lujo de que alguien te enseñe algo que no sabes, se responde con gratitud, pues cuando eso ocurre uno dispone de la información para tener un criterio propio y poder ser quien es. Que sólo cuando se sabe, se acepta o elige; y el que no sabe, ni se acepta ni elige. Cossío también dijo: "El mundo entero debe ser, desde el primer instante, objeto de atención y materia de aprendizaje para el niño, como lo sigue siendo más tarde para el hombre. Enseñarle a pensar en todo lo que le rodea y a hacer activas las facultades racionales es mostrarle el camino por donde se va al verdadero conocimiento, que sirve después para la vida. Educar antes que instruir; hacer del niño, en vez de un almacén, un campo cultivable". Lo dijo en un país que, como Rafael Dieste pero en sentido contrario, es capaz de dejarte con la boca abierta, y hasta hoy". Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












De la desconfianza y la desilusión

 





Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la economista Cecilia Castaño, va de la desconfianza y la desilusión. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.












La tentación de la inocencia
CECILIA CASTAÑO
13 JUL 2023 - El País
harendt.blogspot.com

En Grecia, la derecha ganó las elecciones, mientras nadie se preocupaba del trágico naufragio con 650 migrantes muertos. Más allá de las circunstancias específicas, se trata de una muestra más de un tsunami conservador y deshumanizante que recorre hoy las democracias occidentales, de carácter incremental y causas múltiples, nada fáciles de comprender y abordar para quienes intentan remar en dirección contraria de la ola gigante que se viene encima.
Hace casi 30 años se publicó el libro La tentación de la inocencia de Pascal Bruckner, en el que se definía la inocencia como el intento de escapar a las consecuencias de los propios actos, de eludir las abrumadoras responsabilidades inherentes al ejercicio de la libertad y de asumir para ello el papel de víctimas, usurpando en consecuencia el espacio de las verdaderas víctimas del mundo, condenadas no solo a las carencias básicas y a la discriminación sino, también, a su creciente y absoluta relegación e invisibilidad en la agenda social. En las últimas tres décadas, esta tentación o enfermedad del individualismo ha crecido exponencialmente, jaleada por aparatos de propaganda cada vez más eficaces que responden a poderosos intereses económicos y políticos, incitadores del consumo desmedido, la infantilización del comportamiento y un egocentrismo que se extiende a todos los estratos de la sociedad como una mancha de aceite. Acompañado por un entorno mucho más incierto, complejo y difícil para la mayoría de la gente, pero que hace mella emocional más acusada en las capas sociales que tradicionalmente se han considerado clases medias, buena parte de ellas cercanas políticamente al centro, centro izquierda o centro derecha.
En este contexto, resulta evidente que quienes han dado la mayoría absoluta a la derecha en Grecia, a la ultraderechista Afd en Turingia, pero también los finlandeses, los británicos brexiteros, y —claro está— esa variopinta multitud de españoles que hoy se suman a la derecha de toda la vida, no van a reparar en los millares de seres humanos que pierden o pelean la vida frente a sus costas, vallas o fronteras (ojo, y eso no se reduce en absoluto a los sectores de derecha, también sucede, y más de lo que nos creemos, en la izquierda). Porque, en su marco mental, ellas y ellos son los náufragos que necesitan ser rescatados.
Rescatados preferentemente por un barco a cargo de una comandancia que parezca saber dónde va, que hable con una voz única o coordinada, que combine autoridad y empatía. Esa perspectiva se aleja de la representada por una embarcación cuyos tripulantes se pelean a menudo y no transmiten estabilidad, aún estando cargados de víveres (medidas de política pública adoptadas o por adoptar) que, a lo mejor, hasta ni caben en la bodega y pueden incluso hundirla. Algo así ha estado sucediendo con la campaña electoral española a las autonómicas y municipales: una izquierda dividida, pero con un impresionante bagaje que mostrar pese a todas las dificultades experimentadas, centrada en los qués (lo que hemos hecho), frente a una derecha empoderada que elude hábilmente los qués y orienta todo su discurso a los quién (con quiénes lo hacen). Tratemos de comprender a fondo el contexto en que vive la gente que vota, sobre todo la que ha votado izquierda o centroizquierda y ahora se abstiene o traslada su voto a la derecha.
La mayoría de la gente está muy cansada tras la pandemia y el volcán, crisis por fortuna (relativamente) superadas y que el Gobierno ha gestionado bien. Pero está frustrada, asustada y abrumada por un entorno amenazante que combina —en una tormenta perfecta— sequías e inundaciones, cambio climático, la atroz guerra de Ucrania y sus giros de guión, la inteligencia artificial que nos va a quitar los empleos, etc. No se trata de realidades lejanas sino que se nos recuerdan diariamente en titulares de prensa, telediarios y mensajes virales en redes sociales (incrementados con pinceladas apocalípticas) que, en cierto modo, nos roban toda expectativa de futuro.
Con todo, a nivel cotidiano lo que más influye es la inflación que, pese a su reciente moderación, ha dejado el poder adquisitivo de muchas familias al borde de la pobreza, ahogadas por la subida de los alimentos, los alquileres o las hipotecas. En este contexto puede más el miedo a la guerra en Europa que el miedo a Vox. En situaciones amenazantes y tan disruptivas como la actual, ser conservador es un valor. Y, en las decisiones sociales y personales, cuenta tanto el presente (empleos, salarios, precios) como el futuro (qué va pasar, a dónde vamos, cómo se pagará la deuda, qué será de nuestros hijos), expresándose esa dualidad de manera contradictoria la mayoría de las veces: depresión colectiva y restricción del consumo en algunas áreas frente a restaurantes, vuelos y costas llenos hasta la bandera como si no hubiera un mañana.
Por eso, el debate político hoy no gira sobre economía o inmigración. Por todas partes aflora un contexto de inquietud, miedo difuso, ira, emociones explosivas y contradicciones.
Frente a ello, no basta con exhibir buenos resultados de gestión; para mucha gente la situación es extrema, y para otros el miedo es tan grande que no se fían de nada.
El PP ha entendido mejor, hasta ahora, el contexto social y emocional en que vive la gente que vota, y por eso en las elecciones municipales y autonómicas se ha apoderado de todo el voto de Ciudadanos y ha quitado voto al PSOE, pero no a Vox.
Se ha centrado en el quién y ofrece dos mensajes complementarios casi imbatibles si no se desentrañan y desmontan desde otro marco: 1. Quiero que el barco esté en manos fiables, seguras, previsibles. Gente que no se pelee todo el rato y que las buenas iniciativas legislativas no salgan de chiripa (ése es el rol de Feijóo). 2. Carpe Diem, vivir el hoy. Es el papel de Ayuso, la encargada de ofrecer vidilla a la gente. Déjame tomar una caña y relajarme aunque todo esté muy mal.
Estos dos mensajes del PP, aparentemente contradictorios, en realidad son complementarios para el electorado: dame alegría y dame previsibilidad, y funcionan muy bien juntos, porque es lo que la gente, en un contexto de frustración y amenazas, de tentación de la inocencia y sensaciones de naufragio, quiere. Eso no significa que haya que caer en ese marco sin más; desde la empatía, hay que saber reconocer que la situación global es muy compleja, que hay razones para la inquietud, pero —precisamente por ello— nuestro barco está demostrando firmeza, la tripulación al mando es experimentada y tiene una carta de navegación con probada vigencia para alcanzar puertos seguros, no solo para una minoría sino para la mayoría social (incluyendo expresamente a las clases medias).
Es necesario generar confianza e ilusión y recuperar a la ciudadanía que construye junta los lazos que propician la verdadera seguridad, la participación social responsable o la igualdad de género. Desde lenguajes menos técnicos y, a la vez, menos ideologizados, como algo más cercano por lo que vale la pena luchar, porque tiene que ver con nuestra vida. En un barco cuya fortaleza consiste en que navegamos juntas y juntos. ¿Naif? Tal vez, pero se trata de mensajes que expresan una profunda convicción y autenticidad que, de alguna forma, hemos ido perdiendo en el camino. Hay que recuperar la pasión del argumento y el argumento de la pasión.

































martes, 18 de julio de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] La sombra de Caín. [Publicada el 20/07/2019]











Antonio Machado advertía al viajero por tierras de España que vería "llanuras bélicas y páramos de asceta -no fue por esos campos el bíblico jardín-: son tierras para el águila, un trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín", escribe Plácido Fernández-Viagas, doctor en Ciencias Políticas, magistrado y letrado del Parlamento de Andalucía. 
Es una conclusión desde la melancolía y la tristeza, pero nada exagerada si se tiene en cuenta que en los años de la Guerra Civil nuestros abuelos se dedicaron, con crueldad inconcebible en país moderno, a matarse los unos a los otros sin ningún tipo de piedad. Y el odio subsiste. Basta contemplar la facilidad con que se trazan líneas rojas que sirven de mezquina exclusión de los demás para constatar que seguimos viviendo en un polvorín. ¿Qué nos pasa?
Decía Ortega y Gasset en 1921: "Peor que tener una enfermedad es ser una enfermedad. Que una sociedad sea inmoral, tenga o contenga inmoralidad, es grave; pero que una sociedad no sea una sociedad, es mucho más grave". Éste es nuestro caso, pues España tendría "infeccionada la raíz misma de la actividad socializadora". Seríamos incapaces de vivir en común. La ausencia de una clase dirigente brillante puede haber influido de manera decisiva en la incapacidad para crear un proyecto que vertebre y de sentido a la Nación. Así, el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 nos alejó durante 40 años de la modernidad; el miedo y la represión sofocaron cualquier impulso de vitalidad. Pero fue nuestra entera sociedad política la responsable. "Venceréis pero no convenceréis", soltó Unamuno a un enajenado Millán Astray en la Universidad de Salamanca. La reacción militarista y clerical se había sublevado, es cierto. Antes, las provocaciones de los extremistas habían hecho fracasar a la República, y el 18 de julio fue su consecuencia.
En esencia, la II República supuso el enésimo intento de consolidar en España la revolución burguesa que los países más avanzados de la Europa occidental habían realizado en el curso del siglo XIX. Desgraciadamente, nuestra burguesía era muy débil. Como diría Henry Buckley, en su Vida y muerte de la República española: "El problema de la clase media española era que no tenía la fuerza suficiente como para gobernar el país en solitario. En aquellos momentos [en los inicios del régimen] Azaña y Alcalá Zamora podían representar el poder político, pero las riendas del auténtico poder estaban en manos de los grandes terratenientes, de la Iglesia católica y del Ejército. Mandaba la clase media pero dependía de una oligarquía sin la cual era imposible gobernar". Buckley consideraba que había una solución: la alianza entre los republicanos y la izquierda moderada. Y eso es lo que intentaron los escasos estadistas del régimen: el real proyecto modernizador republicano.
De hecho, el brillante Manuel Azaña utilizaba en sus discursos los planteamientos de los dirigentes socialistas afines. Y, así, tomando como referencia a Julián Besteiro, que reconocía la imposibilidad estructural de la toma del poder por la clase obrera, señalaba: "La República le es tan necesaria al proletariado como a la burguesía liberal, pero nosotros no tenemos el pensamiento ni los socialistas tienen ahora la ambición de que nuestra fuerza común concluya en una república socialista. Pensamos en una república burguesa y parlamentaria, tan radical como los republicanos más radicales consigamos que sea, si tenemos opinión y votos para ello".
Toda la política de Azaña iba dirigida a la confluencia de intereses con los partidos obreros. Es verdad que realizaba una arriesgada apuesta, la de una evolución reformista de las organizaciones de trabajadores. Pero, a la altura del tiempo transcurrido, puede considerarse que era la única posible en la situación de nuestro país. Desgraciadamente, la división del PSOE, la inmadurez de los republicanos, y el carácter profundamente reaccionario de una buena parte de la derecha, impidieron el triunfo de un objetivo tan atractivo.
Su fracaso fue originado, es indudable, por un golpe de Estado de carácter militar, pero no es posible desdeñar la inseguridad y el miedo que generaron en la derecha el desorden en la calle, las huelgas salvajes y el pistolerismo. Además, no es posible eludir el hecho de que personalidades relevantes del sistema, y organizaciones políticas fundadoras de la República, participaron en una revolución, la de Asturias, por el simple hecho de entrar en el Gobierno miembros de un partido político, la CEDA, que había ganado las elecciones. Lo que, con su conocida franqueza y honestidad, llevó a Indalecio Prieto a declarar años después lo siguiente: "Me declaro culpable, ante mi conciencia, ante el partido socialista y ante España entera, de mi participación en el movimiento revolucionario de 1934. Lo declaro como culpa, como pecado, no como gloria. Estoy exento de responsabilidades en la génesis de aquel movimiento, pero la tengo plena en su preparación y desarrollo".
Si a eso añadimos que, pocos días antes del Alzamiento, fue asesinado por militantes de izquierda uno de los jefes más destacados de la oposición parlamentaria, José Calvo Sotelo. Y que alguno de ellos era miembro de las fuerzas de orden público, ¿qué es posible decir?
A veces da la impresión de que en el fondo todos querían ir a la guerra. El bondadoso cardenal Vicente Enrique y Tarancón recordaría en una ocasión: "Creo que llegamos todos a convencernos de que el problema no tenía solución sin un enfrentamiento en la calle. Durante meses creo que toda España estaba a la espera de lo que iba a ocurrir. Media España estaba contra la otra media, sin posibilidad de diálogo. Habían de ser las armas las que dijesen la última palabra. Lo cierto es -hay que confesarlo con honradez- que todos confiábamos entonces en la violencia y juzgábamos que ésta era indispensable, echando, claro está, la culpa a los otros".
Siguiendo a Preston, podría aceptarse que hubo una tercera España, en la que estarían figuras de la calidad de Felipe Sánchez Román, Salvador de Madariaga, Ortega y Gasset o Marañón, pero el problema radica en determinar si podían haber influido sobre los acontecimientos en forma real. ¿Hubieran sido capaces de defender el sistema exclusivamente con palabras e inteligencia? Evidentemente no, el odio y la ignorancia generalizada lo hicieron imposible.
El comportamiento de unos y otros durante la misma guerra no puede producir más que horror. Los golpistas fueron crueles y las consecuencias de su triunfo son conocidas por todos, nada humanitarias. En España hubo condenas a muerte por motivos políticos hasta el mismo 1975, año del fallecimiento de Franco. Se persiguió cruelmente a estudiantes idealistas que luchaban por un mundo mejor, y una vez eliminados se les quiso injuriar hasta los extremos más denigrantes, caso del recordado Enrique Ruano. En el mundo obrero, personalidades de la talla de Marcelino Camacho padecieron interminables años de cárcel. Pero canallas hubo en todos lados, también en el republicano. No es posible olvidar las sacas de Madrid, Barcelona... Basta con leer Los cipreses creen en Dios de Gironella para recordarlo, y demás lugares donde triunfó la legalidad. La represión, sádica y enferma, que sufrió la Iglesia fue impropia de un país civilizado, realmente es que no lo fuimos.
Es preciso sentir vergüenza. Es nuestra historia y todos fueron responsables, desde luego unos en mayor medida que otros. Ya va siendo hora de terminar. ¿Por qué no nos dedicamos a construir un futuro desde la generosidad, es decir, desde la defensa del régimen constitucional y de la soberanía de todos y cada uno de los españoles? Resulta asombroso que a estas alturas sigamos arrojándonos muertos a la cara, y se considere progresista buscar la forma adecuada para exhumar a un dictador. La memoria sin generosidad y sin amor no es más que rencor. Julián Zugazagoitia, basta con leer su Guerra y vicisitudes de los españoles, no hubiera comprendido la mezquindad y falta de visión de nuestros actuales dirigentes. Parece un problema de torpeza.
Utilizando palabras del gran dramaturgo Priestley, podríamos decir que nuestro país se encuentra ante una nueva "esquina peligrosa", la de Cataluña. ¿Seremos capaces de actuar con un mínimo de categoría? Es difícil con políticos tan narcisistas y niños como los actuales. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt









De la dignidad de las víctimas

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Sergio del Molino, va de la dignidad de las víctimas. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










Las víctimas son sagradas hasta que las bajan del altar
SERGIO DEL MOLINO
12 JUL 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Puede dar la impresión de que las víctimas son hoy una forma de aristocracia. Nuestra época las venera con tal devoción que muchos han hecho del victimismo una identidad. Ser víctima hoy sale casi tan barato como ser héroe, y tal vez esta banalización sea el precio por colocar a los deudos, los dolientes, los heridos y los desamparados en el lugar de honor que merecen. A mí no me parece mal que unos cuantos caraduras abusen del prestigio de las víctimas auténticas si a cambio estas se sienten arropadas. Sucede, sin embargo, que no es así.
Para algunos defensores del victimismo, las víctimas no son sagradas en sí, sino por sus méritos. Una buena víctima tiene que comportarse como las señoritas de provincias de las novelas antiguas: ha de ser recatada, asistir a los oficios y salir en procesión cuando los fieles lo requieran. Si se rebela contra la liturgia, se ríe demasiado, tiene ideas propias o se ofende porque su nombre sea vindicado por bocas zafias, la víctima pierde su sacralidad.
Le ha pasado a Consuelo Ordóñez, hermana de Gregorio, que ha afeado a varios jefes del Partido Popular que entonen el lema repugnante “que te vote Txapote”. Tan solo ha conseguido que estos digan con la boca pequeña que lamentan que le duela, pero no lo suficiente para dejar de berrear el pareado. Borja Sémper, en cuya boca es inimaginable una frase parecida, ha constatado que le “incomoda”, como si fuese algo inevitable, cosas que pasan: ¿quién no tiene en su familia a un primo bocazas? Esa es la postura oficial del partido, muy leninista: serán cabestros, pero son nuestros cabestros y no andamos sobrados de votos.
Uno de los libros que más me ha impresionado este año es Salir de la noche, del periodista italiano Mario Calabresi, hijo del comisario Luigi Calabresi, asesinado a tiros por las Brigadas Rojas en Milán en 1972. Está por escribir una obra parecida en España. Sin rencores, con una elegancia templada que hace la lectura mucho más emocionante, Calabresi habla allí del silencio de las víctimas, de lo incómodas que son sus voces las pocas veces que suenan de verdad, lejos de la retórica oficialista y del pésame de protocolo. Ninguna víctima pierde su dignidad por faltar a las buenas costumbres o no ajustarse a lo que se espera de ella, pero el político que no es capaz de afearle a los suyos esos rebuznos está mucho más cerca de la turba beoda que del ágora democrática.































lunes, 17 de julio de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] La Historia contra los mitos. [Publicada el 27/01/2019]











Hace unos días estuve en un colegio de Las Palmas dando una charla a los niños de 6º de Primaria sobre Historia. O más concretamente sobre la historia de la España contemporánea, ese periodo que va, convencionalmente, de 1808 a nuestros días. Me había invitado a hacerlo la directora del centro, a través de su hermana, Jesús Granado, una queridísima amiga a quien conozco desde niña. Lo afronté como un reto personal ante unos alumnos que, a priori, no conocían absolutamente nada de esa historia ni del complejo pasado del país en el que viven y del que dentro de nada se convertirán en ciudadanos. Y lo hice a través de una presentación de 100 diapositivas con esquemas, pinturas y fotografías, y un mínimo de texto, que iba comentando simultáneamente a su aparición en la pizarra electrónica del aula.
Una de las primeras, con una imagen de la diosa Clío, musa de la Historia, la misma que encabeza esta entrada, se preguntaba ¿Para qué sirve la Historia?... La respuesta es sabida: Para conocer con la máxima certeza y veracidad posibles los hechos del pasado, interpretarlos objetivamente, y transmitirlos a las generaciones venideras. 
La experiencia, después de tantos años de inactividad académica, me resultó fascinante, y a tenor de las preguntas suscitadas por los niños, pienso que para ellos también lo fue. Y aprovecho para agradecérselo nuevamente a ellos, a su profesora, la Srta. Clara Sánchez, y a la dirección y el equipo educativo del Colegio Nuestra Señora del Carmen.   
Pero la verdad, como dice el historiador José Álvarez Junco en su artículo de hoy en El País titulado La Reconquista, es que a casi nadie le interesa ya explicar la complejidad del pasado porque lo importante son los mitos. Lo rentable políticamente son los mitos. Los mitos hacen votar. Y enfrentan también a la gente, y hasta llevan a matarse entre sí. Los dejo con el profesor Álvarez Junco, con el que inauguro esta nueva sección dominical del blog. 
Los historiadores deberíamos estar hartos de que nos utilicen, comienza diciendo, y deberíamos protestar, sindicarnos, demandar judicialmente a quienes abusen de nuestro trabajo, salir a cortar una avenida céntrica… Somos pocos, me dirán. Pues movilicemos a nuestros estudiantes, que seguro que estarán encantados. Y es que ya está bien. La función de la historia es conocer el pasado. Investigar, recoger pruebas, organizarlas según un esquema racional y explicar lo que pasó de manera convincente. Y punto.
Pero a poca gente le interesa de verdad conocer lo ocurrido, que en general fue complejo y hasta aburrido. Lo que nos piden es algo mucho más excitante: un relato épico, útil para construir identidad; que demostremos que nuestra nación existe, que la colectividad en la que vivimos inmersos hoy es antiquísima, casi eterna, y que a lo largo de los siglos o milenios ha actuado de manera noble, generosa, sufriendo conflictos siempre debidos a la maldad de los otros; que asignemos en nuestro relato claras identidades de buenos y malos, víctimas y verdugos, vinculando a nuestro grupo actual con los buenos, las víctimas. No, no nos pide eso un niño necesitado de cuentos para dormir. Nos lo piden adultos, muchos adultos. Entre ellos, los más poderosos, los dirigentes políticos. Y es que la nación justifica el Estado, legitima la estructura político-administrativa que controla el territorio que vivimos. Por lo cual es elevada a los altares, venerada como objeto sagrado. Sobre ella no se puede escribir historia (compleja, matizada, para adultos), sino mitos o leyendas, con escasa o nula base empírica, que nos hablen de nuestros padres fundadores, de sus hazañas, de los valores éticos que encarnaron, fundamento perenne de nuestro ser colectivo. Eso es lo que se nos pide. Mito. Algo que puede alcanzar alta calidad literaria y profundidad psicológica. Pero que no es historia.
Todo mito se inicia con una situación idílica, de independencia, gloria y felicidad. Es lo lógico, pues nuestro territorio es incomparablemente más hermoso y feraz que ningún otro (por si acaso, no viajemos demasiado para comprobarlo) y nuestras costumbres y cualidades morales igualmente superiores a las demás. De ahí que nuestros ancestros vivieran, en el origen de los tiempos, libres y felices, hasta que asomaron su nariz los perversos vecinos, envidiosos de nuestros tesoros. Y se produjo así la Caída, de la salida del paraíso, que inició la segunda fase, de decadencia, opresión, desigualdad, injusticia y sufrimiento; o sea, el mundo que conocemos. Pero no os angustiéis, pequeños míos, porque ese mundo terminará el día en que, convencidos de lo intolerable de la situación, actuemos todos unidos y recuperemos el paraíso perdido.
En el caso de Cataluña, ya se sabe, hay que escribir una historia que parta de las glorias medievales, el esplendor alcanzado con Jaume I y Pere el Gran, cuando se construyó “el primer Estado-nación moderno de Europa” (Fontana), que además era independiente (falso). La decadencia llegó con los Trastámara y la unión con Castilla. Empezó entonces el sojuzgamiento, acompañado siempre por la resistencia soterrada del pueblo catalán, o explosiones que terminaron en dolorosa derrota, como en 1640; que hubo escasas represalias contra la lengua o contra las instituciones de autogobierno tras aquella derrota, mejor no mencionarlo. Regodeémonos, en cambio, en la Guerra de Sucesión de 1700-1714, descrita no como guerra civil sino como enfrentamiento de “España contra Cataluña”, y magnifiquemos el papel de “mártires” como Rafael de Casanova (olvidando también la larga vida en libertad de este personaje tras 1714). Así se explican las cosas en el Museo d’Història de Catalunya, por ejemplo, joya de orfebrería mitológica, visitado diariamente por los escolares catalanes. ¿Para aprender historia? No. Para formar su conciencia nacionalista.
Pero el españolismo no se queda atrás, en cuanto puede asomar la oreja. Cuando yo era niño, dábamos una asignatura llamada Formación del Espíritu Nacional, prácticamente un duplicado de la de Historia de España. ¿Para qué enseñaban lo mismo dos veces? Porque era crucial dejar bien sentadas la existencia milenaria de la nación y sus heroicas y repetidas luchas por defender su identidad e independencia, que se remontaban a Viriato, don Pelayo o el Cid Campeador y culminaban con los Reyes Católicos, iniciadores de una edad dorada prolongada por Carlos I y Felipe II. Tras ellos empezaba la decadencia, debida a la pérdida de valores católicos e imitación de modas foráneas. Todo conducía a la gloriosa recuperación de las esencias iniciada por Franco el 18 de julio de 1936. Perfecto ejemplo de una historia al servicio del poder.
Todo eso está hoy superado, me dirán, sólo quedan restos en los nacionalismos periféricos. A nosotros respondemos con madurez y racionalidad, ofreciendo fórmulas identitarias complejas. Pero ahora resulta que no. Que vuelven a alzarse los pendones españolistas. Sin complejos. Vuelve, sobre todo, la Reconquista, la gran gesta nacional. Lo han dicho los líderes de Vox, se aprestan a imitarlos los del PP, y hasta puede que Ciudadanos se sienta tentado, convencidos todos de que las elecciones próximas las va a ganar quien haga ondear con más energía la bandera rojigualda.
Pero permitan que intervenga el historiador. El concepto de Reconquista, y el término mismo, son modernos. Los cronistas de Alfonso III presentaron, sí, la guerra contra los musulmanes como un intento de restablecer la monarquía visigoda. Pero los historiadores (Ocampo, Morales, Mariana) usaron, como mucho, la palabra “restauración”. Nadie habló de reconquistar, sino de tomar, ganar o conquistar, una ciudad a los musulmanes. Sólo a principios del XIX apareció ese término, de la mano de Modesto Lafuente, quien lo refirió a un conjunto de guerras, o a una guerra intermitente, de ocho siglos. Y sólo en la segunda mitad del XIX se consagró el nombre de “Reconquista” para todo aquel periodo histórico.
Pero presentar la “Reconquista” como historia real es crucial para la derecha española, porque expresa la construcción de la nación, en términos de unidad política y monolitismo cultural. En 1492, recuerden, no sólo se rindió el último rey musulmán, sino que fueron expulsados los judíos —unidad religiosa, además de la política—, y el descubrimiento colombino inició la era imperial. Es fecha a celebrar.
Si abandonamos el terreno mítico, sin embargo, todo fue más complejo. Para empezar, nunca hubo una “conquista”, ni mucho menos “reconquista”, de Granada. Fue una entrega pactada, con unas capitulaciones firmadas solemnemente por Fernando e Isabel (en las que se comprometieron, por cierto, a respetar la lengua, religión, vestimenta, costumbres y jueces naturales de los súbditos de Boabdil, algo que incumplieron de manera flagrante poco después). En segundo lugar, ningún historiador serio defendería hoy que la unión territorial lograda por los Reyes Católicos hizo nacer a una “nación” moderna, sino a una “monarquía compleja”, imperial, que acumulaba muchos reinos y señoríos con distintos grados de autogobierno.
Pero no nos esforcemos tanto para explicar la complejidad del pasado. A casi nadie le importa. Lo rentable políticamente son los mitos. Los mitos hacen votar. Y enfrentan también a la gente, la llevan a matarse entre sí. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt