jueves, 13 de julio de 2023

De la mentira en política

 








Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del periodista Jaime Rubio, va de la mentira en política. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.











Mentiras y campañas
JAIME RUBIO HANCOCK
05 JUL 2023 - El País
harendt.blogsot.com

Hace dos semanas me despedí diciendo que hasta la semana que viene y llegó la semana que venía, que fue la pasada, y no envié nada. ¿Mentí? No, porque no sabía que esto iba a pasar. Solo calculé mal. Os pido disculpas.
En cualquier caso, no es fácil admitir que hemos mentido (¡no mentí!), sobre todo si uno es político. Vemos que los políticos rectifican, como Pedro Sánchez, o simplemente ignoran el pasado, como todos en el PP cuando llega el Orgullo y se olvidan de cómo se opusieron al matrimonio igualitario. Y luego están los que siguen la escuela de Trump y defienden la existencia de “hechos alternativos”. Pero mentir, lo que se dice mentir, parece que no miente nadie.
Para entender la relación de los políticos con la verdad podemos detenernos en "La mentira en política", un ensayo que Hannah Arendt incluyó en Las crisis de la república. La filósofa lo escribió después de que The New York Times y The Washington Post publicaran en 1971 los papeles del Pentágono, un informe secreto sobre la implicación militar y política de Estados Unidos en Vietnam entre 1945 y 1967. La lectura del informe dejaba claras las mentiras que los presidentes, en especial Lyndon B. Johnson, habían soltado con el objetivo de ocultar el alcance y el fracaso de la guerra.
Arendt usa este ejemplo para analizar cómo los políticos mienten, y empieza recordando que “la sinceridad nunca se ha contado entre las virtudes políticas, y las mentiras siempre se han visto como herramientas justificables en los asuntos políticos”. Solemos excusar los engaños, las medias verdades y las exageraciones de los políticos, a menudo en campaña y a menudo con la excusa de que todos lo hacen.
No debería ser así: deberíamos hacer más caso a Kant y recordar que cada mentira devalúa el valor de la palabra, y cada mentira política devalúa el valor del discurso público. Pero aquí estamos, por desgracia.
La fragilidad de los hechos. ¿Y por qué es tan fácil mentir y que los mentirosos sigan contando con nuestro respaldo, sean o no políticos? Arendt recuerda que no hay ninguna declaración factual que pueda estar tan fuera de duda como decir que dos más dos son cuatro. “Esta fragilidad es lo que hace que la mentira sea hasta cierto punto tan fácil y tan tentadora”.
Además, los mentirosos saben lo que su público quiere oír y lo presentan de forma creíble. De hecho, la mentira puede resultar más atractiva que la realidad, que “tiene la costumbre desconcertante de enfrentarnos a lo inesperado, para lo que no estamos preparados”.
Aquí la filósofa se refiere, sin nombrarlo, al sesgo de confirmación: es decir, a la tendencia a buscar y encontrar pruebas que apoyan las creencias que ya tenemos, e ignorar o reinterpretar las pruebas que no se ajustan a estas creencias.
Un ejemplo ya clásico es el de un experimento de la Universidad de Emory, en Estados Unidos, que recoge Michael Shermer en su libro The Believing Brain: en 2004 y antes de las elecciones, los experimentadores mostraron a votantes demócratas y republicanos declaraciones en las que tanto John Kerry como George W. Bush se contradecían a sí mismos. Tal y como se preveía, los demócratas excusaron a Kerry y los republicanos hicieron lo mismo con Bush.
La novedad del estudio era que a los participantes se les sometió a una resonancia magnética: esta prueba puso de manifiesto que las partes más activas del cerebro durante las justificaciones eran las relacionadas con las emociones y con la resolución de conflictos. En cambio, las asociadas con el razonamiento apenas registraban actividad. No solo eso: una vez se llegaba a una conclusión satisfactoria, se activaba la parte del cerebro asociada con las recompensas.
Es decir, reaccionamos de forma emocional a datos conflictivos y después racionalizamos esta decisión o valoración. Y, además, a veces nos gusta que nos mientan.
La teoría y la práctica. Un peligro de las mentiras políticas es que los mentirosos se las acaban creyendo. Esto es especialmente cierto, escribe Arendt, en el caso del presidente de Estados Unidos (o de cualquier otro país), a quien la información le llega filtrada por ministros, consejeros y asesores que interpretan el mundo para él, y que a menudo lo hacen a través de teorías, análisis y sistemas con los que lo intentan explicar todo. Para ellos, son los hechos los que tienen que adaptarse a la teoría y no al revés. Por culpa de esta tendencia, el mentiroso “pierde todo el contacto con su público, pero también con el mundo real".
Aun así, la pensadora defiende que la mentira tiene un recorrido limitado, aunque pueda ser largo: la realidad se impone porque el mentiroso "puede sacar su mente del mundo, pero no su cuerpo”. Esto es más fácil en democracia y aquí la filósofa subraya la importancia de la prensa y la libertad de expresión. Pero ocurre también con los “experimentos totalitarios”. Llega un momento en el que nadie puede convencer a los ciudadanos, por ejemplo, de que no hay problemas de abastecimiento, cuando esos mismos ciudadanos hacen cola en tiendas casi vacías.
Cuando Arendt habla de cómo los mentirosos y quienes les creen viven en un mundo alternativo, está anticipando lo que luego llamaríamos posverdad. Aunque en la actualidad hay una dificultad añadida: quienes viven en estos mundos paralelos cuentan con más materiales en foros y redes para retroalimentar su fantasía con teorías, indicios o correcciones y para que la realidad siga adaptándose a su imaginación, aunque sea a duras penas. Recordemos que Trump sigue empeñado en que ganó las elecciones y que los antivacunas continúan convencidos de que las inyecciones de Pfizer y Moderna van a diezmar la población mundial en cuestión de meses, si es que no lo han hecho ya y nos lo ocultan.
Todo esto no es muy esperanzador: a los políticos les resulta fácil negar la realidad, a nosotros a veces nos gusta creernos sus mentiras y cada vez lo tenemos más fácil para atrincherarnos en ellas.
Pero Arendt da claves para evitarlo, como la ya mencionada necesidad de una prensa libre. La filósofa también defiende, sobre todo en libros como Eichmann en Jerusalén, nuestra facultad de juzgar, nuestro juicio crítico, que enlaza con la idea de Kant de pensar por uno mismo, de modo independiente y sin prejuicios.
Por supuesto, los políticos no deben mentir, pero nosotros no podemos eludir nuestra responsabilidad y hemos de ser críticos con sus discursos. Si acabamos creyendo que la Tierra es plana también es por culpa nuestra.

































miércoles, 12 de julio de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Sobre la cadena perpetua en España. [Publicada el 18/01/2018]











La detención del asesino confeso de la joven gallega Diana Quer y el posterior encuentro de su cuerpo, han desatado de nuevo en nuestro país el recurrente debate sobre la pertinencia o no de la prisión permanente revisable, la cadena perpetua, en el ordenamiento penal español. Por horrendo que sea el crimen cometido, por justo que nos parezca el deseo de venganza y reparación de los deudos de la víctima inocente, personalmente estoy en contra de la prisión permanente.
Para una tradición central del liberalismo decimonónico tanto la pena de muerte como la de cadena perpetua son despóticas, dice en El País el historiador Tomás Llorens. El Estado no tiene derecho a arrebatarle al individuo ni su vida ni la totalidad de su libertad, afirma. Y creo que tiene razón.
Leí el verano pasado Historia de dos ciudades, la singular novela histórica que Dickens dedicó a la Revolución Francesa, comienza escribiendo Llorens. La visión que ofrece de la Revolución es claramente negativa. Su descripción de la vida cotidiana en las calles de París bajo el Terror es espeluznante. Especialmente atroz es el personaje de Thérèse Defarge, tabernera y líder revolucionaria, que decide de la vida y la muerte de los ciudadanos que tienen la desgracia de toparse con ella. Sin embargo, Dickens es igualmente duro con el Antiguo Régimen. La sed de sangre de la propia Defarge se explica, al final de la novela, por el hecho de que es la única superviviente de una familia de campesinos exterminada por un capricho criminal de los marqueses de St. Evremonde. El novelista inglés describe el crimen aristocrático con tintes no menos apasionados que los que aplica a los crímenes revolucionarios.
No es el único ejemplo que encontramos en la novela de la tiranía del Antiguo Régimen. Uno de los más memorables es el encierro del médico Alexandre Manette en La Bastilla. La descripción con la que Dickens introduce el personaje, recién salido de prisión, es inolvidable. Encogido, frágil e insustancial como un espectro, Manette es un muerto viviente. No tolera la luz ni el espacio abierto. Tampoco tolera la presencia de personas desconocidas. Vive absorto en un delirio interno y todo lo que le distrae de su delirio le sume en un pánico furioso.
Además de un tour de force literario, la descripción de Dickens es asombrosamente verídica. Puedo dar fe de ello. Esa agorafobia invencible, esa introversión, esos ojos que han perdido la costumbre de mirar, los he visto. En un grado mucho menor que el de Manette, pero los he visto. En 1959 un tribunal militar me condenó a tres años de cárcel. Tras un periodo inicial en la prisión de Carabanchel, cumplí la mayor parte de la condena en la de Valencia. Aunque los presos de larga duración eran destinados a los penales, a veces alguno de ellos era trasladado temporalmente a nuestra cárcel. Cuando salía al patio y se mezclaba con los demás presos destacaba a simple vista, como destaca una gota de aceite en un vaso de agua.
¿Cuánto tiempo de encierro hace falta para que se produzca la mutación de un preso? En mi limitada experiencia de mediados del siglo pasado, yo pensaba que unos diez o doce años. Naturalmente la cifra depende de cada persona y de las condiciones del encierro. No es lo mismo estar encerrado en una cárcel española de hoy, o de mediados del siglo XX, que en La Bastilla bajo el Antiguo Régimen. El Manette de Dickens estuvo preso en La Bastilla durante 18 años en unas condiciones que hoy nos resultan inimaginables, por muy bien que se nos describan. Sin embargo, lo que explica la severidad extrema de su enajenación no es tanto la longitud del encierro, ni la dureza de sus condiciones, como el hecho de que tuvo que experimentarlo, día a día, como una prisión permanente. Es eso lo que hace de él, como insiste Dickens, un muerto viviente. Los presos de La Bastilla permanecían encerrados indefinidamente, sometidos al arbitrio del poder monárquico. Aunque había excepciones —Manette resultó ser una de ellas— no solían salir vivos. La fortaleza se convirtió por ello en el símbolo más conspicuo del despotismo implícito en la monarquía absoluta y la liberación de sus presos por el pueblo de París el 14 de julio de 1789 quedó grabada en los anales de la historia como el acto inicial de la Revolución, el punto final del Antiguo Régimen.
La prisión por tiempo indefinido era una institución paradigmática del Antiguo Régimen. En la medida en que se iban alejando de él, los Estados europeos fueron elaborando, a lo largo del siglo XIX, una legislación penal que tipificaba, objetivaba y limitaba las penas de prisión, substrayéndolas, en la medida de lo posible, a la aplicación discrecional del poder del Estado, incluso el judicial. Esa tendencia de la legislación penal moderna es a su vez hija de una tradición filosófica liberal cuyos orígenes se remontan a la Ilustración. La reflexión sobre el poder punitivo del Estado se imbrica en la reflexión sobre la justificación misma del Estado y de las leyes. El tratado De los delitos y las penas (1764) del filósofo ilustrado milanés Cesare Beccaria, que es la base del derecho penal moderno, se nutre de la idea del contrato social de Rousseau y presupone implícitamente el principio de separación de poderes de Montesquieu.
Hace cinco años, cuando un Gobierno presidido por Mariano Rajoy presentó un proyecto de ley que incluía la prisión permanente revisable, publiqué, en las páginas de este mismo diario, un artículo en el que argumentaba su incompatibilidad con la tradición filosófica liberal. Retomo un pasaje de John Stuart Mill que cité en aquella ocasión: “La libertad humana —escribía Mill— exige libertad en nuestros gustos y en la determinación de nuestros propios fines para trazar el plan de nuestra vida según nuestro propio carácter y para obrar como queramos, sujetos a las consecuencias de nuestros actos”. Pues bien, la prisión permanente aniquila para el condenado precisamente esa posibilidad de “trazar su plan de vida” aceptando “las consecuencias de sus actos”, es decir, su autonomía moral. El hecho de que los jueces puedan revisarla no hace sino subrayar la heteronomía absoluta a la que ha quedado reducido. Revisable o no, la condena implica una supresión total de su libertad, tal como la define Mill. Para una tradición central del liberalismo decimonónico, que la mayoría del pensamiento de izquierdas del siglo XX ha asumido como propia, tanto la pena de muerte como la de cadena perpetua son despóticas. El Estado no tiene derecho a arrebatarle al individuo ni su vida ni la totalidad de su libertad.
La prisión permanente forma hoy, por desgracia, parte de nuestro ordenamiento jurídico. Fue aprobada por las Cortes, con sólo los votos del PP, cuando este partido contaba con mayoría absoluta. Hoy ya no cuenta con ella, pero la pena sigue vigente. Y, lo que es peor, se ha aplicado ya, al menos en una sentencia judicial. Por otra parte, cabe temer que ciertos casos aún no juzgados, como por ejemplo el de Diana Quer, propicien una marea populista favorable a su consolidación. Es necesario que los partidos políticos que se opusieron en su día a la prisión permanente tengan ahora la lucidez y la valentía de desoír esa marea y se unan en las Cortes para derogar una medida que supone un paso atrás hacia el despotismo del Antiguo Régimen. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












De la risa como antídoto de casi todo

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Manuel Jabois, va de la risa como antídoto de casi todo Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.











Entrevista de trabajo
MANUEL JABOIS
05 JUL 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Escribo en la cafetería de un hotel con mucho jaleo alrededor hasta que una conversación me termina captando; cada vez me cuesta más encontrar motivos por los que interrumpir el trabajo y perder el tiempo, pero cuando los encuentro me siento joven y ambicioso por última vez. Cierro el ordenador, pido un descafeinado y me concentro en la tarea diaria y alegre de espiar.
Él es un señor que recibe a candidatos a un puesto de trabajo. Ha despedido a una chica levantándose del sillón (“te llamaremos”, le dice a modo de epitafio) y saluda a un chico. “Le he traído una copia del currículum”. “Trátame de tú”. Fantaseo con la respuesta del chico: “Le trataré como me educaron mis padres, no voy a perder la educación por una nómina”. No lo dijo pero se atusó las barbas mirando para mí: los barbudos llevamos siglos comunicándonos entre nosotros con un lenguaje peculiar transmitido de generación en generación. Después de media hora, el señor de los recursos humanos le pidió al aspirante que enumerase sus virtudes. El chico balbuceó: “Soy sincero, me gusta trabajar en equipo...”. De todos los métodos de tortura, el de tener que hablar bien de ti delante de un desconocido está entre los más sofisticados.
“Di en qué eres bueno”. “En obedecer, señor” [se saca la gorra de peaky blinder].
Después del chico vino una mujer. Pasaron cinco en toda la mañana. Todos arreglados y nerviosos. Querer gustar es un suplicio mayor aún que el de gustar. Cuando lo he necesitado, he bebido, y de esta manera si tenía posibilidad de gustar algo, se disipó. Porque del mismo modo que no se bebe para olvidar, sino para recordar menos, lo contrario de obedecer no es desobedecer, sino mandar.
Una de las candidatas, en un momento dado, se rio como se ríe Diane Lockhart (The good wife, The good fight). En aquella escena que inauguró una risa y un mundo, una periodista de cotilleos da la noticia de que Diane Lockhart es lesbiana. La heterosexual Diane, de pie frente a la tele, se ríe primero para dentro, con una risa feliz y dichosa, puro cachondeo, y luego a carcajadas.
Yo soy un estudioso de la risa y he profundizado en investigaciones insólitas acerca de su origen y ejecución. Creo que no se puede andar por la vida sin al menos tres risas, una para cada escenario, siendo los más relevantes las infamias y las penas; quien se hace con una risa que no sea cobarde ni descortés para esas situaciones, quien se hace con una risa que le permita afrontar los disgustos a su manera libre y salvaje, tiene media vida hecha.
Lo que tenía de inconfundible la risa de Diane era el contexto. Una falsa afirmación sobre ella en horario de máxima audiencia. Pasa en las series y en la vida: cuesta acostumbrarse a las mentiras sobre ti. Y ahí estaba aquella mujer, Diane Lockhart, reaccionando con una risa que va creciendo de dentro afuera hasta acabar siendo una expresión de júbilo.
A veces ser felices es baratísimo. Basta la decencia de una risa en el momento adecuado para desviar los ataques más tóxicos; basta reírse como Diane y rodearse de gente que entienda esa risa y todo lo que significa: no soy lesbiana y eso que me pierdo, y si me río no sólo es por la gente que cree que diciéndolo me hace daño, sino por respeto a mí misma y por la necesidad de mantenerme así, riéndome de vosotros, toda la vida.
Pensé que de aquella mujer, la mujer que se rio así en su entrevista de trabajo, tenía que ser el puesto. De gente que se ríe así tiene que ser el mundo.









































martes, 11 de julio de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] La crisis constitucional y el artículo 155. [Publicada el 05/10/2017]










Una declaración de independencia provocaría un vacío institucional en Cataluña, porque su Gobierno y su Parlamento ya no podrían ser órganos estatutarios. Pero la aplicación del 155 no exime al Gobierno de ofrecer un nuevo modelo territorial, dice en El País el profesor Javier García Fernández, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Complutense de Madrid. 
Cuando a lo largo del año se confirmó la voluntad secesionista de celebrar un referéndum como antesala de la declaración unilateral de independencia, comienza escribiendo, el Gobierno de Rajoy tenía dos vías, no excluyentes, de hacer frente a la crisis. Por un lado, dar una respuesta política junto a los partidos nacionales y a los grupos catalanes no independentistas, para buscar un modelo constitucional y estatutario diferente. La otra vía era la respuesta jurídica a través del artículo 155, que resultó viable a partir del acuerdo del Gobierno catalán de convocar el referéndum, acuerdo adoptado en una reunión extraordinaria el 9 de junio. Tras este acuerdo, algunos creímos que había materia jurídica para iniciar acciones por desobediencia al Tribunal Constitucional (Responsabilidades por el referéndum, EL PAIS, 12 de julio de 2017) pues el referéndum, prohibido previamente por el Tribunal Constitucional, comportaba que la comunidad autónoma catalana estaba atentando gravemente contra el interés general de España. Si el Gobierno y el Senado hubieran actuado así, se hubieran podido adoptar medidas para impedir la celebración del referéndum: avocar competencias sobre seguridad, educación y medios de comunicación y, en caso de no realizarlo el Tribunal Constitucional, también inhabilitar a las figuras más representativas del independentismo con cargos públicos. Pero el Gobierno prefirió poner por delante al Poder Judicial y al Tribunal Constitucional antes de comprometerse sin entender que, puestos a inhabilitar a un presidente en rebeldía, los ciudadanos prefieren que lo haga su Gobierno, pues para eso lo han votado.
Al activar en junio las previsiones del artículo 155 no hubiera habido controversias sobre el mando de la policía autonómica ni sobre la obligación de los directores de los centros escolares de cerrarlos, y los medios públicos de comunicación no hubieran bombardeado a los ciudadanos con sus campañas sectarias. Y eso en el supuesto improbable de que se hubiera llegado al referéndum. Por no actuar, tampoco se acudió a la reciente Ley de Seguridad Nacional que, sin estar pensada para estos supuestos, hubiera servido para neutralizar a una Administración orientada a la secesión.
El artículo 155 estaba demonizado cuando es un instrumento legítimo para hacer frente a crisis territoriales y algunas Constituciones europeas contienen medidas similares, pues sin un instrumento de coerción el Derecho federal no podría asegurar su primacía. Además, tal como está configurado en la Constitución y en el Reglamento del Senado, es un procedimiento democrático, flexible y gradual, con participación parlamentaria, de la comunidad autónoma concernida y hasta de los restantes presidentes autonómicos.
Tras la proclamación de independencia, la inmediata aplicación del artículo 155 resulta una necesidad, pero ya no puede ser con los fines y con el alcance jurídico que hubiera tenido si se hubiera aplicado para impedir el referéndum. Y es que la proclamación de ruptura con España por parte de un Parlamento autonómico, con la aquiescencia de su Gobierno, nos sitúa ante una crisis constitucional. Hace medio siglo un jurista francés definió la crisis como una situación que comporta un peligro para el Estado o para el régimen político (Paul Leroy: L’organisation constitutionnelle et les crises, París, 1966, pág. 9), lo que nos permite describir como crisis constitucional aquella situación en que el Estado o el sistema político están en peligro por causa de la vulneración grave de la Constitución. La declaración de independencia de Cataluña sería así una crisis constitucional que pone en riesgo grave el actual sistema político español al vulnerarse la Constitución y el Estatuto de Autonomía. En esta situación, cualquiera entiende que el Estado reaccione para impedir que triunfen las conductas que han provocado la crisis.
Sin embargo, la Constitución española no contiene un procedimiento específico que dote al Estado de instrumentos de gran intensidad para hacer frente a las crisis constitucionales. Mientras que la Constitución francesa contiene un artículo 16 que habilita al presidente de la República a adoptar las medidas exigidas por las circunstancias, en España sólo contamos con el artículo 116 que regula los estados de alarma, excepción y sitio que permite suspender derechos y libertades, pero no dotan al Gobierno de instrumentos excepcionales. Y es ahí donde emerge el artículo 155.
Pensada para crisis territoriales de alcance más limitado (y para eso habría servido si Rajoy lo hubiera aplicado el mes de junio), con la independencia declarada se convierte, sin ser ese su fin primordial, en un instrumento de excepcional valor para hacer frente a la crisis constitucional que esa declaración comporta. Porque, aparte de romper la indisoluble unidad de la nación (artículo 2 de la Constitución), la declaración de independencia tiene un efecto jurídico ulterior pero relevante, que es el de provocar un vacío institucional en Cataluña, al arrebatarle su Gobierno y su Parlamento que, tras la declaración, ya no pueden ser órganos estatutarios. Al proclamar la independencia, Parlamento y Gobierno han salido de la organización institucional autonómica y Cataluña se ha quedado en el vacío jurídico, sin sus órganos estatutarios.
Ese es el fin de la aplicación del artículo 155, que Cataluña, en un plazo razonable, recobre las instituciones políticas que su Parlamento y su Gobierno le han arrebatado. Con ese fin, ya no es necesario que el Estado avoque muchas competencias estatutarias como hubiera sido preciso para impedir el referéndum. En puridad, el Senado sólo tendría que autorizar la avocación en favor del Gobierno de la Nación de la competencia sobre instituciones de autogobierno, competencia que está prevista en la Constitución y que el vigente Estatuto ha diluido en varias competencias y potestades. Con esta competencia constitucional avocada por el Gobierno, éste podrá formalizar (porque se ha producido previamente) la inhabilitación del Gobierno y la disolución del Parlamento (que con la declaración ya han salido del ordenamiento), nombrar un Gobierno en funciones y, cuando se considere oportuno, convocar elecciones al Parlamento. Un Gobierno en funciones plural, que represente a todas las sensibilidades catalanistas y no catalanistas, salvo quienes han propiciado el autogolpe.
Pero no debemos olvidar que aplicar el artículo 155 no exime al Gobierno ni a las Cortes de ofrecer un nuevo modelo territorial para Cataluña, modelo que no debe marginar a la mitad de la población a la que habían hecho creer que la independencia estaba llegando por el Cabo de Creus. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt