martes, 30 de mayo de 2023

De la democracia y la libertad

 





Hola, buenas tardes de nuevo a todos, feliz martes y feliz día de Canarias a todos mis paisanos en las islas y en la diáspora. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor y diplomático Juan Claudio de Ramón, va de la democracia y la libertad. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 











Democracias en la niebla
Reseña del libro El pueblo contra la democracia. Por qué nuestra libertad está en peligro y cómo salvarla, de Yascha Mounk
JUAN CLAUDIO DE RAMÓN
27 MAYO 2019 - Revista de Libros
harendt.blogspot.com
 
Una asociación de residentes turcos en Suiza quiso construir un minarete de seis metros de altura sobre el tejado de su centro comunitario. Denegado el permiso para hacerlo por la fuerte oposición de los vecinos, el asunto, convertido en áspera polémica nacional, llegó hasta el Tribunal Supremo del país. En su sentencia, los jueces autorizaron la erección del minarete, al entender que prohibirlo contravenía la libertad de culto consagrada por la Constitución federal. El modesto alminar de la discordia se pudo, por fin, construir. Sin embargo, los partidos opositores se tomaron la revancha. El 29 de noviembre de 2009, el pueblo suizo decidió en referéndum, con un 58% de los votos, cortar por lo sano: no más minaretes llamando al rezo. Desde entonces el artículo correspondiente de la Constitución suiza dice: «Se garantiza la libertad de religión y conciencia […]. Se prohíbe la construcción de minaretes».
El caso, en el que una victoria de la voluntad popular se salda con una derrota del principio liberal de tolerancia, es uno de tantos ejemplos que Yascha Mounk trae en apoyo de la principal tesis de su libro: democracia y liberalismo parecen estar iniciando los trámites de un divorcio que, de consumarse, acabará con siete décadas de democracia liberal en Europa Occidental y Estados Unidos. De esta crisis matrimonial el referéndum suizo de los minaretes es muestra palmaria: la parte democrática del sistema (los ciudadanos haciendo valer sus preferencias) se rebela contra la parte liberal (las instituciones contramayoritarias que protegen los derechos de las minorías). Es un ejemplo de lo que ha dado en llamarse democracia iliberal y que Mounk sintetiza en la fórmula de «democracia sin derechos». Pero también se da el caso opuesto y simétrico: un liberalismo no democrático, traducido como «derechos sin democracia». Entre los factores que limitan la capacidad de los parlamentos de dar expresión legal a las preferencias del electorado, Mounk cita las burocracias y agencias independientes, los bancos centrales, los tribunales que velan por el control de constitucionalidad de las leyes, los tratados y organismos internacionales, la captación espuria del debate público por parte de lobbies y donantes, y la distancia socioeconómica cada vez mayor entre representantes y representados. (Sorprende aquí la omisión de la deuda contraída para financiar nuestros Estados de bienestar, pues quizá sea su pago lo que más limita la actividad de gobiernos electos a la hora de diseñar políticas públicas, como se puso de relieve de modo dramático durante la gestión de la bancarrota griega durante el primer semestre de 2015).
Sea, por tanto, por la tentación antiliberal del populismo o por la tentación tecnocrática de algunas elites liberales, la democracia está en peligro. O, por decirlo con más precisión, el tipo de democracia que practicamos, la de formato liberal, está desdibujándose hasta dejar de ser reconocible. Ello ocurre, además, en la parcela occidental del mundo, donde los pilares demoliberales del sistema se creían demasiado macizos como para temer por su derrumbe. El libro de Mounk se inserta, pues, en el género de obras que a la salida de la Gran Recesión (2008-2016) estudian la crisis de las democracias liberales, de resultas tanto de una penetración de ideas populistas en el sistema como de una reemergencia de nacionalismos que creíamos periclitados. En la misma línea se hallan títulos de aparición prácticamente simultánea como Así termina la democracia, de Steven Runciman; Cómo mueren las democracias, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt; o El camino hacia la no libertad, de Timothy Snyder, por citar sólo algunos de los líbros de un índice que podríamos colocar en los estantes bajo el rubro de «democracias en la niebla». (Por cierto, que, como género, parece haber sido superado editorialmente ya por otra clase menos sutil que nos advierte desde las mesas de novedades del peligro de un fascismo ante portas).
Hay en esta floración de dictámenes apocalípticos sobre nuestro modo de vida algo que invita al escepticismo: la sospecha de que no habrían ido a imprenta de no ser por la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos en 2016. Lo prudente desde un punto de vista analítico sería no hacer pender un diagnóstico tan grave, con cierto aroma milenarista, de una circunstancia espectacular, pero engañosa (Trump perdió el voto popular) y reversible (su reelección sería sólo un poco menos sorprendente que su elección). De ahí que el primer mérito de Mounk sea el de abrir el angular para recoger muestras de desafección hacia los valores de la democracia liberal en prácticamente todos los países de eso que redondamente llamamos Occidente, incluyendo sus ramificaciones asiáticas y latinoamericanas. Ese esfuerzo panorámico hace que, por momentos, El pueblo contra la democracia parezca más la larga crónica de un periodista instruido que el libro de un joven científico social que da clase en Harvard. Pero que la obra no brille por su vigor académico ni se despegue a menudo de la superficie de los temas tratados es perdonable en la medida en que parecería fruto de una opción: rebajar al mínimo la carga teórica a favor de los ejemplos prácticos y las calas demoscópicas que indican que las tendencias autoritarias de los gobiernos tienen cada vez más apoyo entre la ciudadanía. (Bajo un epígrafe titulado «Los jóvenes no van a salvarnos», Mounk ofrece datos que revelan que el porcentaje de jóvenes que no creen indispensable vivir en democracia crece en todos los países democráticos).
El cúmulo de señales y presagios de que las cosas van mal –explica Mounk– choca contra una sabiduría académica convencional que dio por sentado que, una vez consolidadas, las instituciones democráticas se solidifican y entran en una fase de homeostasis, acorde con el célebre dictamen del fin-de-la-historia de Fukuyama. Muy al contrario, Mounk explora la tesis de que, en realidad, la estabilidad de la democracia liberal estaría asentada sobre tres contingencias históricas que hoy están disipándose: 1) la existencia de unos medios de comunicación moderadores del debate nacional que limitaban la distribución de ideas extremas y mendaces; 2) el crecimiento económico de las décadas de la posguerra, que trajo un veloz aumento del nivel de vida para toda la población; y 3) la composición étnicamente homogénea de las sociedades occidentales, que mantenía la cuestión de la identidad nacional fuera de la competición política. Es esta una coyuntura que hoy salta por los aires: los medios de comunicación tradicionales se muestran impotentes para filtrar la información debido al auge de Internet y las redes sociales; el estancamiento económico ha trocado el optimismo de los padres por el miedo al desclasamiento de los hijos; y las sucesivas oleadas migratorias avivan el ansia identitaria en los grupos antaño dominantes. Para todos estos males, Mounk tienta remedios, si bien no ofrece en la parte terapéutica de su libro recetas que no conozcamos: premiar a los políticos que favorecen el debate racional, hacer las reformas necesarias para reactivar la economía –Mounk pasa revista a prácticamente todas las que se le ocurren a un socialdemócrata sensato–, y domesticar el nacionalismo, que, en un alarde de realismo antropológico, Mounk ya no considera reemplazable por el cosmopolitismo ilustrado: sólo cabe promover formas inclusivas de nacionalidad.
Por el carácter exhaustivo de su contenido, por su clara estructura (diagnóstico, etiología, terapia), y hasta por la grata ingenuidad que transpiran algunas de sus páginas, El pueblo contra la democracia es un libro recomendable, sobre todo para el lector no especialista que quiere hacerse una idea de lo que está pasando. Se agradece también el tono conciliador de las propuestas. Para cada debate, Mounk saber hacerse cargo de la complejidad de la cuestión y ponderar los distintos principios en conflicto, un irenismo, todo hay que decirlo, que el autor paga al precio de ciertos fingimientos. Por ejemplo, el sugerente título del volumen no termina de ser congruente con una de las tesis principales del libro, a saber: que pueden existir formas de democracia que no son liberales. Porque entonces habría que admitir que el pueblo que arremete contra la democracia también lo hace en nombre de la democracia. De hecho, como explica el propio autor, el sintagma democracia iliberal no sería sino la orgullosa acuñación de uno de sus campeones: Viktor Orbán. Toda esta confusión terminológica proviene del hecho de que llamamos democracias a sistemas en los que pesa más el componente liberal que el popular, algo de lo somos sólo semiconscientes. Como ha dicho entre nosotros José María Ruiz Soroa, lo que hizo el liberalismo a lo largo de un largo proceso de destilación, de prueba y error, fue inventar la democracia posible al convertirla en uno de los rasgos del Estado constitucional. Los mismos controles que tenía el monarca absoluto, los tendría el pueblo soberano. Esto Mounk lo sabe, y por eso es más convincente cuando alerta de los peligros de la democracia iliberal que cuando alude a los riesgos de un liberalismo no democrático, porque, a la postre, él también confiesa creer en la necesidad de limitar el poder y contar con dispositivos contramayoritarios: «Hay elementos del liberalismo no democrático que son difíciles de evitar […]. De nada nos serviría lanzarnos indiscriminadamente a devolver el poder al pueblo eliminando organismos independientes y organizaciones internacionales» (p. 249). Lo que ocurre, a mi parecer, es que Mounk no distingue bien entre las piezas tecnocráticas del sistema –instituciones revestidas de poder efectivo– y las infiltraciones oligárquicas que lo desvirtúan. Precisamente lo que hace un populista es amalgamarlo todo, intentando hacer pasar todos los checks-and-balances o cualquier institución contramayoritaria por excrecencias oligárquicas que hay que suprimir para hacer posible la voluntad del pueblo. Mounk no estaría de acuerdo, y por eso falla al mezclar, bajo el mismo y engañoso epígrafe de «liberalismo no democrático», fenómenos como el poder de los lobbies o la creciente desigualdad económica, con la existencia de agencias independientes o tratados internacionales. No es lo mismo un banco central o un tribunal constitucional que leyes diseñadas para favorecer a los ricos, que nada tendrían que ver con el liberalismo.
Por lo demás, es fácil estar de acuerdo con Mounk en la importancia de que las preferencias electorales de los ciudadanos tengan adecuada traducción en las políticas públicas. Sin embargo, el autor no tiene respuesta (se lo perdonamos: nosotros tampoco) al problema que se plantea (Brexit docet) cuando esas preferencias son manifiestamente irrazonables o autodestructivas. Lo que nos permite cerrar con la siguiente consideración: lo que Mounk y el resto de teóricos de la crisis de la democracia se preguntan en el fondo es bajo qué condiciones históricas las poblaciones aceptan darse bridas o entes tutelares que sometan a control el poder de las mayorías. ¿Se trata tan solo de una cuestión de bienestar material? Es ciertamente persuasivo pensar que si las democracias liberales pudieron estabilizarse tras la posguerra y desplegar por primera vez en la historia una cultura política basada en la separación de poderes y el gobierno de la ley fue debido al fenomenal desempeño económico de aquellos años. Así, la existencia de guardianes revestidos de una autoridad tal que les permita incluso enmendar decisiones con respaldo electoral mayoritario podría estar en función del dividendo material que arroje el sistema. Con una dificultad añadida: que el bienestar o su ausencia son relativos y se miden frente a expectativas subjetivas, que la propia democracia, con su promesa de autorrealización personal indefinida, se encarga de estimular y acrecer. Las cuestiones culturales pasarían a segundo plano. Pero es entonces cuando uno 
recuerda que muchos votantes de Trump no pasan dificultades económicas y que cuesta imaginar el tipo de ansiedad económica que pudiera haber empujado a los votantes suizos con los que hemos dado inicio a esta reseña a prohibir los minaretes en su país. De pronto, la cuestión de la identidad y el reconocimiento, la cohesión grupal y los instintos tribales, vuelven a parecernos enormes factores que determinan la estabilidad de las democracias. La habitación donde cavilamos los problemas que aquejan a las democracias liberales vuelve a llenársenos de niebla. O, como diría nuestro Ortega, seguimos sin saber bien lo que nos pasa, y eso es lo que nos pasa. Juan Claudio de Ramón es diplomático y escritor. Es autor de Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña. Breviario de tópicos, recetas fallidas e ideas que no funcionan para resolver la crisis catalana (Barcelona, Deusto, 2018) y Canadiana. Viaje al país de las segundas oportunidades (Barcelona, Debate, 2018) y ha coordinado, con Aurora Nacarino-Brabo, La España de Abel. 40 jóvenes españoles contra el cainismo en el 40º aniversario de la Constitución Española (Barcelona, Deusto, 2018).









































[ARCHIVO DEL BLOG] La casa de los escritores. [Publicada el 22/12/2017]












Con los años y las lecturas, escribe en el diario El Mundo el poeta, narrador y ensayista Fernando Aramburu, autor de Patria, la más exitosa novela española de este año que se acaba, uno no ha podido menos de formarse su particular mitología de escritores. Yo también soy de los que frecuentan cementerios sin otro propósito que ver nombres famosos de la literatura cincelados en lápidas y losas. He sentido ante la tumba de César Vallejo, en el cementerio de Montparnasse, la ilusión de una emocionante cercanía. Irazoki y yo, quizá un jueves en que nos pusimos los húmeros a la buena, compramos sendas rosas blancas y se las dejamos al poeta sobre su piedra definitiva.
He visto la tumba de Pedro Salinas expuesta al crudo sol de Puerto Rico, la de Serge Gainsbourg sembrada de colillas y billetes de metro, el obelisco gris de Kafka asediado por un enjambre de turistas. En una colina, al costado de Zúrich, reposan James Joyce y Elias Canetti, separados por un difunto de circunstancias en cuya tumba me soñé enterrado una tarde de nieve, espiando bajo tierra las conversaciones literarias de ultratumba de tan célebres vecinos.
La sensación de cercanía se acrecienta cuando la casa del escritor fue habilitada para museo; pero sobre todo cuando el lugar ha permanecido intacto desde el fallecimiento de su inquilino. En Itzea, casi en la muga de Navarra con Francia, se albergan muebles, libros, objetos que usó y tocó Baroja. El sitio es pintiparado para una experiencia fetichista de gran intensidad. Parecido aire de intimidad hogareña y amueblada se respira en la casa donde murió Rosalía de Castro, en el cuarto de hostal que ocupó Antonio Machado en Segovia o en el del antiguo hotel Fuerteventura, donde Miguel de Unamuno se alojó durante los meses de su confinamiento en Puerto del Rosario. Hay más, pero uno sólo ha estado donde ha estado.
Un caso singular es el de la casa que habitó el escritor alemán Arno Schmidt los últimos 20 años de su vida, hoy día al cargo de la fundación que lleva su nombre. La casa, pequeña, con paredes de madera, está en una aldea perdida de las landas de Luneburgo, rodeada de brezales y bosques de abedules. Allí, en Bargfeld, pueblo de algo menos de 200 almas, se consagró Arno Schmidt a sus actividades principales: la escritura, la traducción, la misantropía y la adicción a los fármacos. A Bargfeld se llega por un ramal de carretera que termina delante del que fuera domicilio de Arno Schmidt y de su esposa Alice. En una pared de la cocina, aún puede verse el calendario de taco con la fecha del 30 de mayo de 1979, día en que el escritor sufrió el ictus que lo llevaría a la sepultura, señalada con una piedra en el jardín. La casa alberga el archivo del escritor y a ella acuden de costumbre estudiosos y traductores. Sobre el escritorio quedaron la máquina de escribir, los lápices, dos pares de gafas, una lupa. En un momento en que la directora de la fundación me dio la espalda, aproveché para acariciar con la yema del dedo índice una tecla de la máquina de Arno Schmidt. Otros, en busca de suerte, rozan jorobas donde las encuentran.
En Praga, a orillas del Moldava, hay un museo dedicado a Franz Kafka. Lo precede una tienda copiosamente surtida de mercancías: camisetas, postales, imanes, llaveros, posavasos y multitud de accesorios y amuletos guarnecidos con la efigie de Kafka o con motivos tomados de su literatura. El museo me resultó un tanto decepcionante por la insuficiente relevancia de los objetos expuestos. Juega sin tapujos a lo tétrico, un concepto que nada tiene que ver con la literatura de Kafka, mucho más humorística de lo que algunos suponen. La luz era escasa; las lámparas, pocas y mortecinas, y la música ambiental, excesiva. Las ventanas habían sido cegadas como para acrecentar en el visitante la sensación de desván oscuro. ¿Los manuscritos? Facsímiles. ¿Las fotos? Reproducidas. Hice averiguaciones y he sabido que los checos no consideran a Kafka como propio. Lo ven, a lo sumo, como judío praguense y lo leen, sí, pero traducido a la lengua checa.
Igualmente pensada para turistas se me hace a mí que es la casa de los Buddenbrooks, en Lübeck, mansión burguesa de los personajes de la novela homónima que habría de granjearle a Thomas Mann el premio Nobel en 1929. La casa fue destruida con ocasión de los bombardeos aéreos de la Segunda Guerra Mundial. Hay una conocida foto que muestra a Thomas Mann y a su esposa ante lo único que quedó en pie de la casa, su emblemática fachada principal. Reconstruido por entero, aunque no por ello carente de interés, a este templo de la literatura alemana de inicios del siglo XX le falta el necesario punto de autenticidad. El mismo destino afecta a la casa de Goethe en Fráncfort. Gajes de la guerra.También en Lübeck se encuentra la casa de otro premio Nobel, Günter Grass, gestionada de forma modélica. Ofrece mucho más que la ocasión de husmear en el ámbito doméstico de un escritor famoso. Está concebida como museo, librería, espacio de investigación y recinto de exposiciones destinado no sólo a la obra gráfica de Grass, ampliamente representada. Todos los años, en verano, se celebra una fiesta para niños, lo que confiere al lugar una significación suplementaria de orden pedagógico. El que haya que pasar por taquilla no es algo que en Alemania se discuta. Los siete euros que cuesta la entrada están en consonancia con la consideración positiva, no exenta de gratitud, que merecen por regla general para el europeo nórdico cuantos rozaron la excelencia en el cultivo de la creación literaria. La casa de Günter Grass dispone de un patio donde se exhiben esculturas del autor. En las distintas salas, el visitante puede contemplar sus acuarelas, litografías y grabados, además de manuscritos originales e información diversa acerca de su vida y su obra.
Pienso acto seguido en la casa de Vicente Aleixandre y se me cae el alma a los pies. Pasan los años, se acrecienta el deterioro del edificio y la casa de uno de los nombres mayores de la poesía española de todos los tiempos, lugar de encuentro y conversación de tantos poetas, continúa abandonada, sin aprovechamiento cultural para los ciudadanos. Quizá quienes ostentan responsabilidades políticas piensen que con haberle concedido al poeta, premio Nobel del 77, el honor municipal de poner su nombre a la calle donde vivía (decisión de muy discutible oportunidad, por cierto), ya han cumplido el trámite. De vez en cuando se alzan voces que achacan dejadez a dichos responsables. Ojalá ese fuera el obstáculo principal para hacer un uso digno de la casa de Vicente Aleixandre, por cuanto en tal supuesto, mediadas unas elecciones, aún quedaría un resquicio para la esperanza. Yo me temo que se trata de algo peor, que sobre este asunto vergonzoso se vierte desde hace años una dura sombra de insuficiencia poética, deformidad para la que por desgracia no existe curación. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














lunes, 29 de mayo de 2023

De la literatura como reflejo de la vida

 








Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Andrea Rizzi, va de la literatura como reflejo de la vida. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 








Las uvas de la ira siguen engordando
ANDREA RIZZI
27 MAY 2023 - El País

Observando el panorama contemporáneo, viene a la cabeza el poderoso mensaje de justicia social y cuidado medioambiental de esa catedral de la literatura que es Las uvas de la ira (1939), de John Steinbeck. Todo suena tan vigente. Viene a la cabeza la plaga de las tormentas de polvo propiciadas por una explotación absurda de las tierras con el cultivo de algodón. Los representantes de los propietarios que llegan en coche a las plantaciones hablan con los arrendatarios sin bajarse del vehículo, terrible gesto de superioridad, para comunicarles que se tienen que marchar. Los tractores, que pueden más que 20 pares de brazos, que trabajarán la tierra. Y la frustrada voluntad de pelear. El que quería ir a golpear al responsable de la decisión no sabe adónde ir, porque el banco en cuestión es complejo, y hay capas y capas de mando y desde un campo de Oklahoma no se llega a ver el punto final. La voluntad de resistir también es frustrada. El tractor abatirá las chozas de los agricultores. Lo que sigue es la emigración, con sus riesgos de abuso y explotación, en el viaje y en la llegada.
Las tormentas de polvo de Steinbeck son hoy un, mucho peor, cambio climático. Después de meses en los que la sequía ha azotado grandes partes de Europa, asistimos a la llegada de lluvias torrenciales que han provocado daños catastróficos en Italia y quizá puedan causar muchos problemas en España también. La sequía y los brutales fenómenos adversos cada vez más frecuentes son dos caras de la misma moneda: el cambio climático provocado por el hombre. Migraciones forzosas por estos motivos ya se producen en muchos lugares del mundo, y quizá no es lejano el día en el que empiecen en la misma Europa. Mientras, toca constatar ciertas reticencias de populares y liberales europeos en la lucha sin cuartel a las emisiones dañinas.
El tractor de Steinbeck es hoy el avance tecnológico, sobre todo la inteligencia artificial. Puede que acaben creando más nuevos puestos de los que destruyan. Pero incluso si es así, los nuevos no serán para aquellos que perdieron los viejos. Como dijo un experto en una reciente conferencia del Foro Económico Mundial, lo más normal no será que la inteligencia artificial arrebate un puesto de trabajo. Será que candidatos que sepan usarla desplacen a los que no. Toca ayudar a grandes segmentos del mercado laboral a prepararse para el nuevo entorno y perfilar mecanismos de respaldo para los perdedores. Conviene empezar ya.
Y los problemas socioeconómicos que señalaba Steinbeck también persisten. Como es notorio, las rentas de trabajo han perdido mucho peso en la tarta del PIB en las últimas décadas en la UE, mientras que los beneficios lo han ganado. La crisis de 2008 la pagaron en enorme medida las clases menos prósperas. Eso, y los efectos colaterales, crearon una gran bolsa de descontento que explica en gran medida las victorias, años después, del Brexit, de Cinco Estrellas y Liga, o de Trump al otro lado del océano.
La UE aprendió la lección y afrontó de manera muy diferente la crisis pandémica, con políticas expansivas. Hoy, se ha evitado el descalabro económico que muchos temían por el impacto de la guerra en Ucrania. Pero la erosión del poder adquisitivo ha dado otro gran salto y las cuentas justas tienden a crear malestar.
Evitar catástrofes medioambientales, desgarros sociales o peligrosas dependencias geopolíticas, todo a la vez, requerirá grandes esfuerzos. Hará falta mucha inversión pública y una actitud del sector privado con altura de miras, en su propio interés. En nombre de principios de justicia social o incluso solo porque la estabilidad del proyecto común y la prosperidad dependen de que no estalle más adelante una ira que dé alas a extremos. El New Deal de Roosevelt, que apoyaba Steinbeck; la gran construcción del Estado de bienestar en Europa; el plan pospandemia de la UE; episodios de nobles cooperación de las partes sociales. Hay ejemplos de la senda que deberían seguirse sin titubeos. Hay que buscar ese “término medio de la sensatez que haga habitable el porvenir”, como escribía Antonio Muñoz Molina en estas páginas, en referencia a la cuestión medioambiental. Lo mismo vale para las socioeconómicas. La historia nos lo explica. La gran literatura nos lo hace sentir.
—¿Hay mucha gente que siente lo mismo?, preguntó Tom Joad a su madre, en referencia al sentimiento de ira por la injusticia.
Varias elecciones de la última década muestran que hay bastante. Hay que evitar que sea demasiada, y eso no lo logrará el libre mercado por sí solo.
Andrea Rizzi es corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).





























[ARCHIVO DEL BLOG] Una revolución de clase media. [Publicada el 31/01/2019]











Lo de París del 68 fue una revolución de clase media, escribe el historiador Luis Arranz reseñando La revolución imaginaria. París 1968. Estudiantes y trabajadores en el Mayo francés (Madrid, Alianza, 2018) de Michael Seidman. Un trauma sobre el que las facultades de Ciencias Humanas, Letras e Historia de todo Occidente siguen abismadas.
Michael Seidman publicó entre nosotros, en 2012, un análisis sagaz de la política económica de Franco durante la Guerra Civil, La victoria nacional, que hizo honor al esclarecimiento de algunas de las razones de ésta última no siempre ponderadas, sobre todo vistas en un análisis comparativo con la suerte adversa de otras contrarrevoluciones. Por la información que proporcionaba y su modo de remover clichés con ella, constituye una lectura estimulante. Esta obra, y la dedicada a valorar el Mayo francés en su quincuagésimo aniversario, muestran un claro parentesco metodológico. Aunque el autor demuestra en la introducción conocer bien los enfoques inspirados por la psicología social y la filosofía que han tratado de dar cuenta de aquellos sucesos, prefiere atenerse a los datos de la sociología empírica y al proceso mismo de aquellos dos meses (mayo y junio) para extraer al final sus conclusiones.
Nos encontramos así, para empezar, con lo que podríamos llamar la plétora de Nanterre, esto es, con el problema del crecimiento exponencial de número de estudiantes de todos los niveles, incluido el universitario: de sesenta mil, en 1938-1939, a seiscientos cinco mil en 1967-1968, nada menos. Eran los efectos del baby boom posterior a la Segunda Guerra Mundial y a la creciente e inaudita prosperidad que le siguió, pese a que entre 1945 y 1948 el futuro de Europa Occidental parecía negro (el de la Oriental lo era, efectivamente). Estos estudiantes, sobre todo de clase media y media-baja, pues sólo en un 10% provenían de los medios obreros, se hacinaban, sobre todo los de Letras y Ciencias Humanas, en aulas superpobladas con un excesivo número de alumnos por profesor. Y eso que éstos habían pasado de dos mil en 1945 a veintidós mil en 1967, y que el gasto total del presupuesto del Estado en educación hubiera saltado de 605 millones de francos al comienzo de la Quinta República, en 1958, a 3.790 diez años después. Una enseñanza humanista pensada para una elite motivada se adaptaba mal a estas muchedumbres y hacía muy difícil que los profesores encontraran el modo adecuado de enfrentarse a su difícil situación.
Sobre la actitud del profesorado en aquellas circunstancias, Seidman nos precisa algunos aspectos importantes. Para él, «la naturaleza liberal de la educación superior la volvía incapaz de combatir las protestas violentas sin renunciar a su propio liberalismo» (p. 129). Esto significa que el grueso del profesorado trató denodadamente, pero en vano, de hacer compatible la protesta con el normal trascurrir de clases y exámenes. Sin embargo, la violencia estaba allí: a los profesores se les tuteaba, se les insultaba, se les hacía juicios críticos, y su autoridad se desconocía. Clases, seminarios y exámenes estaban a merced de las exigencias de la agitación y la «lucha». O, mejor, la autoridad académica la reconocían sólo las fuerzas policiales que, inicialmente, se vieron desautorizadas por la denostada violencia de su represión; no sólo por el profesorado, sino también por la opinión pública. Una distancia y un conflicto que iría disminuyendo progresivamente entre mayo y junio, cuando eminencias académicas como los premios Nobel François Jacob y Jacques Monod, al principio muy comprensivos con los radicales y críticos con la represión, denunciaron el unilateral espíritu de barricada de las vanguardias estudiantiles (p. 402).
Como es lógico, el grueso de la investigación de Seidman se centra en la condición y acción de los estudiantes, pero también en sus relaciones con los obreros y las actitudes de éstos. En el microcosmos de Nanterre, en la banlieu parisiense, en una zona más bien triste, pobre y empeorada por unos edificios típicos de la arquitectura «brutalista», un 54% de los estudiantes se decían interesados en la reforma de la universidad; un 31%, únicamente en aprobar los exámenes, y sólo un 12% exhibían convicciones revolucionarias (p. 65). Por tanto, y esto es lo más significativo de Mayo del 68 y lo que incita una y otra vez al análisis, que una minoría impusiera la ideología, a menudo delirante y profundamente reaccionaria en su radicalidad, como bandera del conjunto de los estudiantes frente a toda la sociedad resultaba y resulta asombroso. Hubo, no obstante, mediaciones. Seidman señala que, dada una vida cultural mínima en Nanterre, los problemas de la considerada miseria cotidiana de los estudiantes hicieron de receptáculo de la ideología. La agitación empezó así con la denuncia de la represión sexual y el derecho de los varones a entrar en cualquier momento del día en las residencias de las chicas sitas en el campus. Aunque la masificación había comportado una evidente feminización de las universidades, no parece que la actual ideología feminista del «me too» desempeñara papel alguno en aquella primavera parisiense. Si hubo violaciones o abusos durante las ocupaciones, no lo sabemos. El caso es que, ya en 1967, la situación de las residencias universitarias se caracterizaba por el caos, la degradación del medio, el consumo de drogas y el ruido permanente (p. 101). Un estilo de total informalidad, libertad sexual y la normalización del robo como alternativa al «prejuicio burgués» de la propiedad privada hicieron del estilo anárquico una suerte de pecera, dentro de la cual se movían incansables y minoritarios los obreristas fanáticos, sobre todo los maoístas y, en menor medida, los trotskistas. Asimismo, Seidman llama la atención sobre el marcusiano y situacionista desprecio al trabajo y su sustitución o asimilación por el placer (sobre todo sexual) y la diversión.
Esta mezcla de ideología y modo de vida se prevalía de elementos de gran peso para cerrar toda posibilidad a una política reformista por parte de los estudiantes: el coste de las reformas de los estudios superiores: no tanto económico, sino referido al nivel de exigencias. Los ministros de los gobiernos de Georges Pompidou, Christian Fouchet (1962-1967) y Alain Peyrefitte (1967-1968), como luego, bajo la presidencia de Couve de Murville, el veterano Edgar Faure, trataron de introducir por decreto una mayor selectividad por parte de las universidades y una mayor exigencia de estudio con la limitación de convocatoria de los exámenes a que era posible presentarse en el tiempo para aprobar las asignaturas. Todo lo cual hubiera llevado a diversificar y jerarquizar la oferta de la educación superior. Y, ante estas exigencias, padres y alumnos manifestaban la más rotunda negativa. Una hostilidad que, como la exigencia de libertad sexual, caldeó el ambiente. La denuncia de los «intereses de clase» y el «clasismo» venían muy bien para desentenderse con una abrumadora conciencia de superioridad de las inevitables exigencias personales que comportaba la calidad educativa ante la demanda de una sociedad en la que las oportunidades se habían multiplicado exponencialmente. No podía ser que el acceso a la universidad supusiera pasarse el día de clase en clase, de seminario en seminario o estudiando en bibliotecas que, a veces, faltaban o eran insuficientes. De modo que es posible colegir de todos los elementos de juicio que Seidman proporciona la conclusión de que la ideología revolucionaria constituía, en definitiva, un modo brutalmente eficaz de bloquear toda reforma que cuestionara (como ocurría también en Italia y España) el hecho de que la sociedad entera proporcionase a los estudiantes, a muy buen precio, sus estudios superiores. Así las cosas, su origen de clase media quedaba púdicamente disimulado con las fantasías y el sectarismo revolucionario. Seidman cita, en ese sentido, a uno de los grandes renovadores de la historia política, René Rémond, que llegaría a ser rector de la Universidad de Nanterre, cuando éste señalaba que la ideología revolucionaria penetraba con tanta más facilidad cuanto más acomodado era el origen social del estudiante, dispuesto incluso a «proletarizarse» (p. 64).
Hay dos puntos a abordar que centran, asimismo, la atención de Seidman: la violencia estudiantil y la correspondiente acción policial contra ella, por un lado, y la relación entre los estudiantes y los obreros, por otro. En cuanto al primer punto, el autor sigue minuciosamente la secuencia de manifestaciones; enfrentamientos cada vez más violentos con la gendarmería y los antidisturbios; ocupaciones y nuevas manifestaciones y disturbios. Puesto que toda acción por cauces representativos y con objetivos de compromisos en pro de reformas estaba descalificado y excluido e imperaba la dictadura de la asamblea; puesto que los estudiantes no ocultaban su desprecio y su deseo de destruir la «universidad burguesa», degradada a simple escenario revolucionario, la acción estudiantil fue ahogándose cada vez más en sí misma. Si, en sus comienzos, tuvo muy amplio apoyo de la opinión y todas las denuncias recayeron en las fuerzas de orden público, el autocontrol de éstas, pese a su dureza, la evitación de poner fin a las bravas a las ocupaciones de Nanterre, la Sorbona o el teatro Odeón cambiaron poco a poco las tornas. En lo esencial, los estudiantes (acompañados por un porcentaje muy significativo del lumpen) no consiguieron salir del Barrio Latino de París, salvo en algunas manifestaciones, en una de las cuales trataron de orinarse en la tumba del soldado desconocido bajo el Arco del Triunfo. Los obreros no los recibieron en las fábricas ni cuando ocuparon algunas de automóviles a las afueras de París, ni tampoco pudieron participar en las huelgas de correos, la televisión o los ferrocarriles. Cuando a los bulldozers policiales que derribaban sus barricadas los estudiantes opusieron más y más el fuego, y éste afectó a los automóviles aparcados en las calles de los disturbios, comenzaron los problemas con el abastecimiento de gasolina, los comerciantes vieron arrasados una y otra vez sus escaparates y los estudiantes se plantearon ocupar Les Halles y colapsar el abastecimiento de París, la benignidad y comprensión del público fueron apagándose. De las ocupaciones del Odeón o la Sorbona no queda memoria de ninguna efeméride cultural, pero sí la peligrosa acumulación de litros de gasolina en su interior y algunos incendios que no acabaron con los edificios gracias a los bomberos. «Los edificios de la Sorbona estaban invadidos por las ratas y apestaban a orina podrida», resume Seidman (p. 405). En cuanto a los trabajadores, Seidman, buen conocedor de esa sociología, comprueba que éstos no tenían la menor motivación revolucionaria. Toda la retórica de la Confédération Française Démocratique du Travail sobre la autogestión caía en el vacío, y acertaba mucho más la Confédération Générale du Travail comunista, concentrada en reivindicar la disminución de la jornada y el aumento de salarios. Para una clase obrera metida en la sociedad de consumo y en créditos, ésta era una cuestión esencial. Ante la paralización de Francia por las huelgas, que movilizaron a más de cinco millones de trabajadores, Pompidou en persona negoció con los sindicatos (que en ningún momento perdieron el control de sus bases) los acuerdos de Grenelle, en la sede del Ministerio de Trabajo de la calle del mismo nombre, sita en el Barrio Latino. Dichos acuerdos incluyeron una subida salarial del 35%, pese a lo cual los trabajadores los rechazaron en asambleas de fábrica. Pareció que, al fin, la revolución llamaba a la puerta. Decepción total. Las bases sindicales querían más concesiones en horas de trabajo y salarios que las obtenidas por sus jefes. No mostraron, sin embargo, el menor interés en sustituir el mercado «por una red mundial de comités obreros encargados de cancelar la diferencia entre diversión y trabajo», como propugnaban los «situacionistas» que, por lo demás, no creían en el carácter revolucionario de la «clase obrera» (p. 77).
La evolución política de los acontecimientos no ocupa un lugar central en el análisis de la crisis, pero las indicaciones del autor permiten extraer algunas conclusiones a modo de corolario. La posición política de la izquierda más o menos reformista se asemejó sobremanera a la que padecieron la mayoría de los profesores universitarios y de secundaria del sí, pero... La violencia y el fanatismo estudiantil de los anarcos, situacionistas, trotskistas y maoístas duplicó el efecto K que el Partido Comunista Francés, por su propia naturaleza y significación internacional, creaba en la política francesa, al igual que en la italiana: bloquear la alternancia en el gobierno. Que los estudiantes afirmaran con desbordante entusiasmo su apoyo al modelo cubano o maoísta frente a la Quinta República acabó desahuciándolos. Así pudo parecer cuando la gran concentración del estadio Charléty del 29 de mayo en París, donde confluyeron toda la gama de grupúsculos, el Parti Socialiste Unifié y la Union Nationale des Étudiants de France con la izquierda no comunista, marcaba el comienzo del fin de la Quinta República. Los acuerdos de Grenelle habían sido rechazados y el presidente de la República había desaparecido sin dar explicaciones. Pero lo que siguió no fue la caída de éste, como se esperaba, sino que reapareció con un discurso determinado y electrizante que puso en pie una marea de más de trescientas mil personas que descendió por los Campos Elíseos, a la que siguió la aplastante victoria electoral en las elecciones legislativas del 23 y el 30 de junio, que, como subraya Seidman, representó uno de los grandes triunfos por el sufragio universal de la derecha francesa. Un lúcido Pompidou había impuesto el recurso a las urnas frente al referéndum sobre la «participación», de la que ni el general entendía el significado ni el alcance. De este modo acabó tristemente la carrera del honrado y valioso Pierre Mendès France, mientras que el sinuoso François Mitterrand hubo de esperar quince años para cumplir sus ambiciones, para lo que hubo de pagar el precio de pactar un Programa Común con el Partido Comunista Francés. En las universidades de Occidente, las facultades de Ciencias Humanas, Letras e Historia siguen abismadas en aquel trauma. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 














domingo, 28 de mayo de 2023

De la prensa diaria

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del periodista Íñigo Domínguez, va de la prensa diaria. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 










Guía al artículo tonto de nuestro tiempo
ÍÑIGO DOMÍNGUEZ
Madrid - 27 MAY 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Hablar de política en víspera electoral es raro, solo puedes exaltar la democracia. Este ambiente es ideal para hablar de cosas intrascendentes, como algunos artículos en boga. Veamos.
1. Un estudio dice que. Es tendencia poner en duda el sentido común, tratado como prejuicio o estereotipo, bajo sospecha (la idea de lo normal, en general), y lleva a presentar obviedades que sabe todo el mundo como certezas, pero que ahora lo son oficialmente, porque ya lo dice un estudio. La humanidad lo descubre por primera vez. Ejemplos: un estudio demuestra que cuando suena el despertador a las 7.00 uno se deprime. A veces son de tipo sentimentaloide, con autocompasión, en una regresión adolescente colectiva: por qué te sientes mal si te ponen los cuernos. Como si no lo supiéramos.
2. Usted hace todo mal. Del género de artículos que riñen (por qué no deberías hacer no sé qué…), y convive extrañamente con la autocompasión que decía antes. Entra en una concepción mecánica de la felicidad, como si fuera cuestión de recetas o instrucciones. Proliferan consejos para hacer todo del modo correcto. Desde cómo poner la cafetera a calcular las calorías del puerro. Haciendo todo eso la vida será perfecta, y eres feliz, y te haces fotos siéndolo.
3. Citar una serie y establecer una teoría. Se da por hecho que se debe conocer una serie, entre miles que hay, y entonces: hay una escena de la tercera temporada de la imprescindible Discordia (ni idea), spin off de la inolvidable Nebraska missing (ni idea) en la que Joe discute con Megan sobre las vacaciones, y es genial porque ves que están en crisis, y plantea qué modelo de pareja queremos. Sí, sí, pensemos sobre ello, mientras ponemos otra serie en busca del sentido de la vida.
4. Artículos para epatar a la burguesía (en 2023) y hacerte sentir que no eres moderno (y que no follas nada). Temas recurrentes: el poliamor; el amor no existe, es un cuento; la gente realmente desinhibida cena desnuda, a ver si te enteras; como mujer, tienes derecho a tirarte un pedo delante de tu pareja. Cosas así. Tiene que haber un montón de gente superavanzada por ahí.
5. Semblanza de cantante para ti desconocido, con millones de seguidores. Siempre en chándal. Te hace sentir mayor. Lo olvidas inmediatamente. No descarto que sea siempre el mismo, que cambia de chándal.
6. Micronaderías con suspense. “Atención a lo que le dice Manolín a Saray que deja seco a Rodolfito en directo”. Para ver si pinchas, pero es que ya picaste las cien primeras veces allá por 2007. Ves que se siguen publicando, que alguien seguirá cayendo. Y qué tipo de persona será, con qué inquietudes.
7. Refrito de autor. Wikipedia permite disertar de cualquier asunto (el asedio de El Álamo, la sordera de Beethoven) y puede ser noticia porque la gente ya no sabe de casi nada. La variante de aniversarios inanes es muy socorrida (65 años de la fanta limón). Lo hace un becario en una mañana, que pasa por experto.
8. Paridas de famosos nivel avanzado. Variante pop del anterior: la noche en que Rick Astley entró en un bar de carretera de Almendralejo.
9. Listas de cosas. Como esta columna, ya. Es otro artículo tonto.
Los adultos ya no transmiten certezas, la pérdida de autoridad es general, los diarios aspiran, como mucho, a influencer. Impera la frivolidad; hay que ver, antes los periódicos eran más aburridos y me gustaba. Ahora me abalanzo sobre las cosas serias. Lo difícil en periodismo es lo de siempre: dar una noticia. Íñigo Domínguez es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.






























[ARCHIVO DEL BLOG] La Noche Triste. [Publicada el 06/07/2020]









Espero que recordemos esta efeméride, -escribe en ABC el economista Ramón Tamames- sin los prejuicios antihistóricos que están surgiendo. La memoria de Cortés se lo merece por lo que fue su tesón, su formidable capacidad organizativa y, también porque supo reconocer el gran valor y resistencia de sus rivales, los aztecas, llegados un día del norte de México, del Azatlán.
Hoy mismo, ya en la oscuridad, se cumplen 500 años de la Noche Triste de Hernán Cortés. La mayor crisis de toda su historia de la conquista de México, que sería la Nueva España.
Todo empezó cuando Don Hernán se reunió con el anunciador de la gran expedición de castigo, comandada por Pánfilo de Narváez, que había promovido Diego Velázquez Cuéllar, gobernador de Cuba, e irritado antiguo socio de Cortés, dispuesto a acabar con él.
Alfonso de Vergara, ese era el nombre del anunciador, fue invitado a todo un banquete por Don Hernán, que le regaló abundante oro. Asombrado por tanto agasajo y riqueza, el enviado de Velázquez se hizo gran amigo de quien iba a ser su enemigo; al que informó de todos los detalles sobre los 1.500 hombres que estaban por llegar.
El gran conquistador, temiéndose lo peor, quiso solucionar el problema de inmediato, en un lapso histórico de ya seis meses de buena relación con Moctezuma. Que era su prisionero, ciertamente, si bien seguía rigiendo a sus súbditos como tlatoani.
Con esa inusitada amistad con el emperador de los mexicas, Cortés no lo pensó más, y salió de Tenochtitlán el 28 de mayo de 1520, hacia la costa, dejando en la gran ciudad lacustre una menguada fuerza de sólo ochenta españoles; al mando de uno de sus lugartenientes, Pedro de Alvarado, y por medio de sus enviados y espías, fue asegurándose la complicidad de los efectivos de Narváez. Sobre todo, los artilleros, que no llegaron a disparar, resultando a la postre que el ejército recién arribado de Cuba se pasó por entero a las filas cortesianas. Narváez acabó preso en Veracruz, donde rumió su desdicha durante casi dos años, en tanto que sus mesnadas y navíos se incorporaron a los efectivos cortesianos.
Resueltos los problemas que iba a ocasionar Don Pánfilo de Narváez, a Veracruz llegaron noticias de Tenochtitlán de lo más alarmantes: había estallado una rebelión de los mexicas, teóricamente ya vasallos de Carlos V. De manera que al oír tan aciagas nuevas, Cortés partió apresuradamente para el altiplano, llegando a la gran ciudad lacustre el 24 de junio de 1520.
El caso es que durante la ausencia de Cortés tenía que celebrarse, en Tenochtitlán, una ceremonia en honor del dios de la guerra, Huitzilopochtli. Y para ello, los dirigentes mexicas pidieron permiso al lugarteniente de Cortés, quien otorgó lo que se le solicitaba. Pero revestido de una autoridad que no le daba mayor sensatez, Alvarado mandó cerrar las salidas del patio sagrado del templo mayor, donde se celebraba la fiesta; comenzando de inmediato la matanza de los reunidos. Lo que provocó la inevitable indignación y rebelión de los mexicas, espeluznados por lo sucedido.
Una multitud se agolpó ante el palacio de Axayácatl, residencia de Moctezuma y de los españoles principales: la rebelión ya no podía ser detenida, oyéndose gritos dirigidos al tlatoani: «¡Ya no somos tus vasallos!». Se sentían vejados por la matanza del templo mayor, y durante tres semanas, sitiaron el reducto de los españoles y sus aliados tlaxcaltecas, que malamente pudieron resistir los ataques.
Cortés llegó a la capital del lago, y concentró a todos sus hombres en el citado palacio Axayácatl y sus aledaños, arreciando entonces la furia de los atacantes, ya casi incontenibles. La artillería se llevaba por delante a diez o doce hombres de cada disparo, pero los huecos se cerraban otra vez por valientes guerreros a quienes ya no asustaba la pólvora.
En ese trance, Cortés, a fin de apaciguar la situación, solicitó a Moctezuma que desde la azotea del palacio pidiera a sus súbditos el cese de la lucha; y precisamente cuando estaba en ello, resultó herido por una de las piedras que arrojaban los furiosos manifestantes, y tres días después, murió.
Ante tan pavoroso escenario, Don Hernán decidió abandonar la ciudad en la noche del 30 de junio de 1520. La misma que, premonitoriamente, un soldado, llamado Blas Botello, nigromante y astrólogo, había recomendado dejar para no perecer todos.
En la retirada, Cortés llevó consigo a un hijo y dos hijas de Moctezuma, así como a algunos nobles nativos que le eran favorables; utilizando puentes de madera portátiles para cruzar fosos y canales. Al principio en el silencio de la noche, aunque pronto sonó el alarido de una mujer, que despertó a la ciudad, originándose así la masiva persecución de los españoles.
Se impuso la fuerza del número sobre las posibilidades de maniobra, y Cortés, acosado por todas partes, se esforzó para organizar su tropa lo mejor posible. Así las cosas, la huida se transformó en verdadera retirada táctica, y Malinche, a quien se dio por muerta en el trance, reapareció casi milagrosamente, cuando ya clareaba y el gran lago quedaba atrás.
Según un primer balance, en la Noche Triste, murieron ciento cincuenta españoles… amén de más de dos mil indios auxiliares, y varios hijos de Moctezuma. También sucumbieron cuarenta y cinco preciados caballos, y se perdieron muchas cargas de oro y plata. Y lo más importante, el posible acuerdo pacífico de cooperación entre españoles y mexicas quedó roto.
En esa trágica ocasión, Cortés se negó en redondo a darse por vencido: nada de vuelta a Cuba o incluso a España. Tenochtitlán tenía que ser reconquistada. Y así las cosas, siete días después de la Noche Triste, en su difícil andadura en busca de acogida en Tlaxcala, los españoles se vieron ferozmente alcanzados en su penosa marcha: «Creíamos ser aquél el último de nuestros días, según el mucho poder de los indios y la poca resistencia que en nosotros hallaban», comentó después el propio Cortés, en carta de relación al emperador Carlos V.
Pero la situación cambió dramáticamente: en Otumba, en medio de la más encarnizada batalla, un soldado de Cortés logró abatir al jefe de la nutrida tropa persecutoria, arrebatándole su estandarte. El soldado, Juan de Salamanca era su nombre, le pasó la enseña a su capitán general, y la acción se decidió plenamente a favor de los conquistadores. Un gran triunfo: seguía la vida y se renovó la esperanza. Nadie dijo que en la ocasión se apareciera el apóstol Santiago en su blanco caballo, quedando claro que el de Medellín sustituyó al de Compostela.
Del lado mexica, días después de la Noche Triste, se eligió al nuevo tlatoani como sucesor del malogrado Moctezuma; en la figura de Cuitláhuac, un hombre reflexivo y que tal vez hubiera negociado. Pero al poco tiempo, el recién elegido murió de viruela y fue sustituido por Cuauhtémoc, un adversario mucho más temible que el sosegado Cuitláhuac.
Recibidos en Tlaxcala hospitalariamente, Cortés, desde julio de 1520 hasta mayo de 1521, organizó su retorno para la reconquista de la gran ciudad; con una batalla que duró cien días con sus cien noches, para al final, el 13 de agosto de 1521, San Hipólito, alcanzar un triunfo más que costoso.
Espero que recordemos también esa efeméride, sin los prejuicios antihistóricos que están surgiendo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt