sábado, 29 de octubre de 2022

Del expresidente Felipe González

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va del recuerdo del expresidente Felipe González, que como dice en ella el escritor Javier Cercas, ha sido el político más importante de la España moderna, porque ninguno de sus colegas transformó de raíz el país como él lo hizo. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.





Contra Felipe González
JAVIER CERCAS
28 OCT 2022 - El País


Es un viejo truco que los escritores conocemos bien: consiste en proclamar que el mejor libro de Cervantes es el Persiles y no el Quijote, en abominar de Memoria de mis putas tristes sin recordar Cien años de soledad (o en recordarlo sólo para asegurar que no alcanza la excelencia de El coronel no tiene quien le escriba), en sostener que Rafael Chirbes —digamos— es superior a Borges o Vargas Llosa, que además no son para tanto (afirmación que recuerda aquel verso de José Agustín Goytisolo, según el cual “Martin Luther King no fue tan negro como ahora se dice”). En definitiva: se trata de relegar o denigrar lo bueno y de enaltecer lo mediocre o lo malo, no sólo para hacerse el interesante y dar el pego entre los incautos, sino sobre todo para intentar que, gracias a la exaltación general de la mediocridad, la nuestra pase inadvertida, o al menos no contraste de manera demasiado cruel con la excelencia ajena. Esta bajeza, que tantos beneficios reporta a quien la practica, es habitual también en política, y durante la última década algunos protagonistas de la Transición han sido sus víctimas predilectas. El resultado lo ha descrito muy bien Miguel Aguilar: la gente de nuestra generación se siente mucho más orgullosa de sus abuelos, responsables de una guerra que costó más de 600.000 muertos y provocó una dictadura de cuarenta años, que de sus padres, artífices de una Transición que dejó poco más de 700 muertos y engendró una democracia de cuarenta años. Es una estupidez colosal, de la que no podemos culpar a nadie salvo a nosotros mismos, por permitir que una panda de políticos e intelectuales de tercera categoría engañara al personal con una versión fraudulenta de la historia, según la cual la Transición fue un trampantojo cuyo resultado no fue una democracia de verdad sino una prolongación del franquismo por otros medios: el llamado Régimen del 78. Una estupidez, un delirio, una trola como una casa. Pero es lo que hay: como dijo el doctor Goebbels, las mentiras, cuanto más gordas, mejor.
Pero volvamos a la realidad. No resulta fácil hacerse cargo ahora mismo de la inmensa ilusión concitada por Felipe González en octubre de 1982: para intentarlo, quizá lo más sencillo sea recordar que se granjeó una confianza tan ingente que, hasta donde alcanzo, es el único político español de primer rango a quien los ciudadanos conocíamos por su nombre de pila, y a quien sólo sus enemigos acérrimos llamaban por su apellido. Lo cierto es que aquellas remotas elecciones eran las primeras en que, tras más de cuarenta años de guerra y dictadura, España elegía un Gobierno de izquierdas (y encima por mayoría aplastante), y que aquel andaluz jovencísimo, apuesto, encantador, inteligente, cosmopolita, persuasivo y aconsejado por maestros expertos —Willy Brandt, Bruno Kreisky, Olof Palme, sobre todo Olof Palme— parecía no sólo capaz de espantar de una vez por todas la maldición histórica que, según una funesta leyenda cainita, pesaba sobre este país de todos los demonios, devolviéndolo a Europa, sino que además prometía una civilizada Suecia del sur, con sol, Mediterráneo y tapas. Por supuesto, los hechos no podían estar a la altura de semejantes ilusiones, pero muchos nos las creímos. Más aún: como asombrosamente algunas de ellas parecieron empezar a cumplirse, muchos aceptamos que, pese a sus naturales desaciertos, aquel tipo era tan competente que los demás podíamos tumbarnos a la bartola y dedicarnos a nuestros asuntos. ¡Qué error, qué inmenso error! “Quien no está ocupado en nacer está ocupado en morir”, reza un verso de Bob Dylan; la democracia es igual: si no mejora, empeora. Nosotros sólo caímos en la cuenta de esta verdad elemental hacia 2010, tras el sacudón salvaje de la crisis de 2008. Fue entonces cuando comprendimos que, si no haces política, te la hacen, y que, después de mucho tiempo sin mejorar, la democracia española estaba hecha unos zorros. Quince años después de la salida de González del poder, veinte desde el fin de la Transición, nadie salvo nosotros, que ya éramos unos adultos, podía considerarse responsable del desaguisado, pero optamos por culpar a papá y mamá y, como Adolfo Suárez y Santiago Carrillo estaban muertos, arremetimos contra Felipe, que allí seguía, tocando las narices. Años atrás, aquel hombre había sido demonizado por la derecha, pero ahora también lo fue por la izquierda, sobre todo por la nueva izquierda, que, como antes había hecho la derecha, lo reducía a sus responsabilidades (reales o supuestas: reales y supuestas) en el GAL y en la corrupción de los años postreros de su mandato, como quien reduce Cervantes a las flatulencias pastoriles de La Galatea o García Márquez a las blanduras de Del amor y otros demonios.
Lo anterior explica que Un tal González, el último libro de Sergio del Molino, constituya en este momento una provocación, por no decir un sacrilegio: lo es porque intenta honestamente entender al personaje en toda su complejidad; también, porque su autor se declara más satisfecho de ser hijo de la Transición que nieto de la Guerra Civil. Hacia el final de su recorrido, Del Molino, que no oculta los deméritos políticos de su protagonista, hace un recuento de sus méritos: la creación de un sistema de salud pública para todos por vez primera en España; la universalización de la enseñanza en cualquiera de sus ámbitos; la nivelación de las infraestructuras de transporte con las del resto de Europa, que convirtió en emblema del cambio político la transformación de las carreteras bacheadas en autovías; la a menudo dolorosa modernización de la economía, que pasó de un sistema cerrado y obsoleto a uno abierto y competitivo; la descentralización del poder y el desarrollo de esa suerte de Estado federal que nosotros llamamos autonómico; el retorno a Europa que, desde hacía más de dos siglos, venían reclamando los mejores españoles… En fin: no es una Suecia del sur, pero hay que acumular una ignorancia apoteósica del pasado para no reconocer que la España moderna nunca había estado tan cerca de serlo.
Todo esto no significa por supuesto que Felipe González no cometiera errores, algunos de ellos graves, durante su mandato y después de su mandato. Los primeros son bien conocidos; en cuanto a los segundos, menciono tres, también muy notorios: la mejorable administración de sus palabras (y sus silencios); la dificultad para aceptar sin protestas ni mala cara que sus herederos se equivoquen como se equivocó él; el nerviosismo que a veces deja entrever por el lugar que le reserva la historia. Este último yerro, que Felipe negará, es el más evidente y el más grave (y el responsable sus ocasionales respingos de irritación o de soberbia). Porque, como sabe muy bien el expresidente, que es aficionado a la historia, ésta no se equivoca nunca. Adolfo Suárez fue el político más contundente y resolutivo del siglo XX español, pero su obra esencial —cambiar en menos de un año una dictadura de casi medio siglo por una democracia o por los fundamentos de una democracia, sin la guerra abierta o la revolución sanguinaria que tantos auguraban— parece con la perspectiva del tiempo más propia de la prestidigitación que de la política; Felipe González ha sido, en cambio, el político español más importante de la España moderna, porque ninguno de sus colegas transformó de raíz el país como él lo hizo. En todo caso, lo seguro es que ha contribuido infinitamente más a mejorar la vida de sus conciudadanos que cuantos, desde todos los confines del espectro ideológico, continúan abominando a diario de él. Esto no es una opinión: es un hecho.

















viernes, 28 de octubre de 2022

De los complejos de los españoles

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de los complejos de los españoles, porque como dice en ella la periodista Berna González Harbour, pareciera que nos cuesta sacar brillo al orgullo de país; y hay razones para hacerlo: lo fue la campaña de vacunación ante la covid, la organización de la COP25 o la de la OTAN el pasado verano, y lo está siendo estos días la exhibición española en la Feria de Fráncfort. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







España y sus complejos
BERNA GONZÁLEZ HARBOUR
22 OCT 2022 - 


La bandera de España ha sido tan utilizada por la derecha como distintivo ideológico propio que su visión sigue siendo mucho más controvertida de lo que debería. Enarbolada en tamaños gigantes en plazas de ciudades normalmente gobernadas por el PP, utilizada con profusión por Vox y ninguneada en comunidades donde el independentismo es fuerte, lo cierto es que siempre ha incomodado a la izquierda, heredera de un tiempo en el que la nación, la palabra España y sus símbolos eran patrimonio del franquismo.
El debate sobre ello ha envejecido sin que se haya, sin embargo, superado. Y contemplar hoy las banderas españolas en la Puerta de Brandeburgo y otros sitios de Berlín para acompañar el protagonismo de la literatura española en la Feria de Fráncfort reduce nuestros prejuicios a meras telarañas del pasado. Telarañas que ojalá fuéramos capaces de barrer.
Acostumbrados a los complejos, pareciera que nos cuesta sacar brillo al orgullo de país. Y hay razones para hacerlo: lo fue la campaña de vacunación ante la covid, que en España fue más eficaz y rápida que en otros países europeos; lo fueron ocasiones como la organización de la cumbre climática que debió cancelarse en Chile en 2019 y que se improvisó en España con gran solvencia, o la de la OTAN el pasado verano. Lo está siendo estos días la exhibición española en la principal feria de libros del mundo, repleta de espectadores con enorme expectación. O la imagen de seguridad energética que envidia Alemania, acosada por su dependencia de Rusia, frente a una España que puede incluso ofrecer su exportación de gas licuado regasificado, sobre todo si se acometen esas nuevas tuberías que mejoren el flujo en el continente. Como lo es la imagen de estabilidad política que —aunque nos sorprenda desde la mirada de luces cortas que se hace en España— choca con el caos en la alianza de ultraderecha que ha ganado las elecciones en Italia o la confusión en que ha caído el Reino Unido berlusconizado de Boris Johnson, Liz Truss y quien quiera que prosiga el esperpento británico.
Ciertamente, no es oro todo lo que reluce para España, que aborda gravísimos problemas de inflación y expectativas, ni para la literatura española en Europa, pues en los últimos años ha ido perdiendo posiciones y se ha visto superada en numerosos países por otras lenguas antes a la zaga como la italiana o la japonesa. Pero por una vez y sin que sirva de precedente, vale la pena celebrar un merecido orgullo. De literatura. Y de país.





















jueves, 27 de octubre de 2022

De los impuestos

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va sobre los impuestos. Se intenta imponer un discurso que deslegitima la política tributaria, dice en ella la politóloga y profesora universitaria, Pilar Mera, y a ello han contribuido las derechas presentando las bajadas fiscales como propuesta estrella, pero también la izquierda tiene responsabilidad en esta deslegitimación. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






La narrativa de los impuestos
PILAR MERA
21 OCT 2022 - El País


Entre febrero de 1837 y abril de 1839, los lectores de la revista Bentley’s Miscellany siguieron con el alma en vilo las andanzas por entregas de un niño angelical en los suburbios de Londres. A modo de folletín, Charles Dickens publicó mes a mes su segunda novela, Las aventuras de Oliver Twist. Su éxito lo encaminó a convertirse en el novelista inglés por excelencia, pero también impulsó el debate sobre la “cuestión social” gracias a su retrato preciso de realidades como la pobreza extrema, los abusos e hipocresía de las instituciones de beneficencia, el trabajo infantil o la desigualdad social. Buena parte de su audiencia descubrió así un mundo desconocido e incómodo.
Dickens utilizó sus páginas para criticar la Poor Law británica de 1834, una de tantas leyes de pobres aprobadas en Europa que suprimían o limitaban la caridad y la asistencia, basándose en las doctrinas malthusianas que sostenían que la protección social era perjudicial, pues detraía recursos productivos y fomentaba la ociosidad. La combinación de una industrialización progresiva con este paradigma llevado al extremo provocó el deterioro de las condiciones de trabajo y de vida de los obreros asalariados durante las primeras décadas del siglo XIX y con ello, una situación de pobreza permanente. La defensa del no intervencionismo se volvió insostenible. Las posiciones más autoritarias, preocupadas por el orden público, y las más humanistas, centradas en la desigualdad, coincidieron en la necesidad de que el Estado se hiciese responsable y actuase en consecuencia.
Las primeras respuestas reforzaron una visión caritativa del Estado, encarando la pobreza desde la beneficencia, lo que resultó ineficiente en la práctica e insatisfactorio en lo intelectual para una sociedad donde ganaba terreno una revolución burguesa que ya había unido la igualdad a sus exigencias de libertad y legalidad. Por la fuerza de los hechos, revolución y reforma se presentaron como únicas salidas posibles. Y el miedo a la revolución impulsó la reforma.
Así surgió la primera legislación tuitiva, que regulaba las condiciones laborales de niños y mujeres. Se ampliaron los derechos políticos, con progresivas extensiones del derecho al sufragio. Y, tímidamente, se empezó a tejer una red de apoyo asistencial, con sistemas de seguros de enfermedad, accidentes y pensiones de vejez e invalidez. La efectividad de estas medidas fue relativa, pues muchas de ellas no terminaron de aplicarse, pero pusieron las bases sobre las que se construyó el Estado social.
Esos avances paulatinos, irregulares y zigzagueantes se consolidaron en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Décadas de guerra civil total dejaron como enseñanza la necesidad de combatir la desigualdad para mantener los cimientos de una sociedad democrática. Y esa necesidad de nuevas vías de orden y cohesión social consolidó en las sociedades liberales de mercado la ruptura del no intervencionismo económico.
Con el tránsito del asistencialismo a la justicia social, la desigualdad dejó de concebirse como una elección o algo inevitable para verse como fruto de las dinámicas del mercado, explicables, casuales o arbitrarias, y en un contexto donde inercias y dificultades heredadas obstaculizan la movilidad social. Esto implicó una reformulación del contrato social en las sociedades democráticas contemporáneas. El Estado garantiza los derechos y libertades individuales y cada ciudadano contribuye según su capacidad y recibe según su necesidad. Lo que se traduce en la existencia de servicios públicos para todos los miembros de la comunidad y de impuestos con los que también todos participan sosteniendo el sistema.
El thatcherismo permitió recuperar espacio a los defensores del no intervencionismo e inició un retroceso en este equilibrio que se ha ido filtrando en prácticas y discursos desde los ochenta. La fortaleza del modelo se resquebrajó, pero se ha mantenido con sus más y sus menos hasta hoy. Así, nos encontramos con la paradoja actual. Por un lado, se ha impuesto la idea de que la respuesta a las crisis de la covid-19 y la guerra en Ucrania, con su inflación galopante y su amenaza de recesión, es y debe ser diferente a la gestión de la crisis financiera de 2010. Frente a la austeridad y el “dolor” de la ciudadanía, en esta ocasión se opta por la creación de una red de seguridad desde el Estado, sostenida desde una Europa que comparte los mismos criterios. Se refuerza el gasto público y se generaliza el discurso del “nadie se queda atrás”.
Pero, por otro, de manera creciente los impuestos se han convertido en los malvados de la película y se intenta imponer un discurso que los deslegitima. A esto han contribuido las derechas con una política económica en la que las bajadas impositivas se presentan como propuesta estrella. Un paraguas que sirve para todo tipo de temporales y que tapa cualquier otra propuesta, al punto de hacer sospechar que no hay nada detrás. Discursos que afirman que el dinero está mejor en el bolsillo de los ciudadanos o que califican los ingresos del Estado por impuestos como botín del Gobierno o del presidente no son inocuos. Parecen olvidar que la finalidad de esa recaudación es financiar los servicios públicos y que, por ello, ese dinero no es del Gobierno ni de nadie, sino de todos.
Afirmaciones de este tipo señalan, en realidad, que lo público es subsidiario. Que cuando la situación económica va mal, no se puede invertir en ello porque no nos lo podemos permitir, pero cuando va bien, tampoco, porque entonces no es necesario. Y sin impuestos, no hay sistema público que se pueda sostener. El ejemplo reciente del Reino Unido nos muestra que la trampa de una economía pública mantenida de manera mágica reduciendo sus impuestos, es decir, sus ingresos, no se la creen ni siquiera los mercados.
Estos discursos son, además, irresponsables, pues envían a la ciudadanía la idea de que uno de los principales cimientos del sistema es dañino para sus intereses, erosionando su confianza en él. Y, además, engañan. ¿Podría el ciudadano con el dinero de su bolsillo pagarse la Universidad, las infraestructuras de su ciudad, un cuerpo de seguridad, su subsidio del paro, su operación de vesícula o su tratamiento de cáncer?
Pero también la izquierda tiene responsabilidad en esta deslegitimación. Porque no está libre con coquetear con las bajadas de impuestos como algo beneficioso en sí mismo, pero, sobre todo, porque ha dado por perdida la batalla discursiva, limitándose, en el mejor de los casos, a defender los impuestos desde una perspectiva de ricos contra pobres. Focalizar el gasto público en la emergencia social es necesario, pues el Estado debe procurar alternativa a quien no puede hacerlo por sí mismo, pero una cuestión de prioridad no es un fin. Cerrarse en ello genera una división social que termina por devolver al Estado a una lógica caritativa y asistencial mientras deslegitima los impuestos ante una mayoría de ciudadanos que terminan percibiendo que sólo pagan y no reciben nada. No se recuerda lo suficiente que servicios públicos son la sanidad y la educación universales, como también lo son las infraestructuras, la limpieza o la seguridad ciudadana y la jurídica. O que quien vive una situación más cómoda no la vive en el vacío, sino en una comunidad de la que se beneficia de manera directa e indirecta y donde la situación ajena incide en la propia.
Si la derecha debería recuperar la responsabilidad programática y discursiva, la izquierda debería apostar por la claridad conceptual y la defensa de la justicia social.


















miércoles, 26 de octubre de 2022

De la responsabilidad de los europeos

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de la responsabilidad de los europeos, y como dice en ella escritora Nayat El Hachmi, si vamos a decidir si queremos que esto sea una fortaleza construida con violencia o un lugar donde se gestionan los pasos fronterizos con un mínimo de humanidad. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.




Donde Europa pierde su nombre
NAJAT EL HACHMI
21 OCT 2022 - El País


El Defensor del Pueblo, después de analizar lo sucedido en Melilla el pasado junio, ha llegado a la conclusión de que no se cumplió la ley al devolver en caliente a 470 inmigrantes. Por su lado, la Oficina Europea Contra el Fraude señala que Frontex, la agencia que se encarga del control de fronteras en nuestro continente, lleva a cabo prácticas irregulares y vulnera los derechos de las personas de las que se ocupa. Estas dos noticias no han provocado ninguna reacción social, ninguna indignación colectiva ni muestras de apoyo y solidaridad con las víctimas. Donald Trump y sus políticas en asuntos migratorios despertaban más enojo en esta parte del mundo que lo que ocurre mucho más cerca de nosotros, tal vez porque es siempre más fácil ver la paja en el ojo ajeno o porque las muertes de quienes escapan de la violencia y desesperación desde el Sur se han naturalizado hasta tal punto que ya no despiertan ni el más mínimo interés en la a menudo distraída opinión pública. A veces, parecemos más compasivos con los animales maltratados u abandonados que con un negro flotando en el mar o huyendo por el monte Gurugú perseguido por las fuerzas de seguridad.
Yo sé que la empatía es un capital limitado y que no tenemos tiempo ni ánimo para estar pendientes de todas las vulneraciones de derechos, pero es que resulta que esta es muy nuestra, gestionada por los dirigentes que hemos escogido democráticamente. Somos los ciudadanos europeos quienes tenemos la responsabilidad de decidir si queremos que esto sea una fortaleza construida a base de violencia o un lugar donde se gestionan los pasos fronterizos con un mínimo de humanidad. La vulneración de las leyes que no nos afectan directamente tendría que resultarnos tan repulsiva como la de las que sí lo hacen. En ello está en juego algo mucho más que los límites físicos de esta parte del mundo; lo que de verdad se está poniendo en tela de juicio con estas actuaciones son los límites éticos y de valores del proyecto europeo que nació, habrá que recordarlo, como una propuesta de paz que renegaba de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial y el nazismo. La pérdida de esa raíz fundamental de la igualdad y la fraternidad entre todos los seres humanos y las garantías del Estado de derecho, no se equivoquen, damnificará primero a los que pretenden entrar en Europa pero luego a todos los que ya estamos dentro de ella.