Los italianos han votado a “la nueva”, por probar. Y si luego no funciona, se cambia. No hay nada racional y muy poco político en lo ocurrido el domingo: en el extranjero la alarma es máxima por “el regreso del fascismo a Italia”, pero no es exactamente así. No ha vuelto el fascismo del Duce: si acaso, ha muerto el antifascismo como pacto fundacional de la democracia de posguerra. Puede parecer un juego de palabras, un arabesco típico de la mentalidad italiana, pero, sin este punto de partida, no es posible comprender cómo los italianos podemos pasar de Mario Draghi a Giorgia Meloni en un día. El voto del domingo no se basa en las culturas políticas del siglo XX —la derecha, la izquierda, el centro— y no responde a criterios racionales; es un voto visceral, emotivo, de protesta y exasperación. Un voto anticasta: la clase política —toda— es percibida desde hace muchos años como una élite inmóvil preocupada solo por conservar su poder, y hay algo de verdad en ello.
Una gran parte de los votantes se mueve cada vez en masa hacia el “nuevo”, el que derribará el sistema. Primero fue Berlusconi, que prometió dirigir el país como sus negocios, con la fuerza del dinero, la influencia y las relaciones opacas que de él se derivan, ofreciendo la ilusión de que cualquiera podría llegar a ser como él. Hacerse a sí mismos con astucia e ingenio. Luego Matteo Renzi, el hombre nuevo del Partido Democrático, el joven que llegó para “desguazar” a la clase dirigente del viejo Partido Comunista Italiano, del que Renzi, un neodemocristiano, nunca había formado parte. Después llegó Beppe Grillo, un cómico. El populismo del “a la mierda todos” llegó justo en el momento en que la crisis económica enseñaba los dientes, la clase media se empobrecía, los ricos eran cada vez más ricos y, a menudo, corruptos. Fue el bum del Movimiento 5 Estrellas: el populismo del uno vale tanto como el otro, todos somos iguales, mandemos gente corriente al Gobierno... Pero, mientras tanto, avanzaba Matteo Salvini, el hombre del pueblo que come salami y desprecia a la casta de los cultos, promete al Norte liberarse del parásito del Sur, a los pobres encerrar fuera de las fronteras a los que son aún más pobres; el ministro del Interior del bloqueo naval contra los inmigrantes. Y ahora Meloni.
No son exactamente iguales, pero sí son casi los mismos los votantes que llevan del cero al 26%, al 33%, al 40% a fuerzas políticas que parecen, de hecho, la próxima ronda del tiovivo del parque de atracciones. Como cuando los niños aún no han terminado de jugar con el caballito balancín y ya están cansados, aburridos y decepcionados; quieren probar el castillo de los horrores. Es el desencanto de un pueblo sentimental y cínico, crédulo y escéptico.
Uno de cada tres no ha ido a votar. El desencanto también se mide así: ha votado el 63,9% de los italianos, 10 puntos menos que la vez anterior, el porcentaje más bajo de la historia republicana. “Total, todos son iguales”, “nada es para siempre; luego ya veremos”. Y, sin embargo, algo cambia. Pocos en la patria temen que Giorgia Meloni, nacida en 1977, pueda llevar de nuevo al país a la dictadura de Mussolini; de hecho, ese era otro siglo. Están dispuestos a perdonarle sus raíces culturales y políticas fascistas como si fuera el cartel que estaba colgado en la pared del dormitorio: el Duce o el Che Guevara, los Beatles o los Rolling Stones. La juventud pasa, dicen. Y, en cambio, no; no pasa. Nunca se deja de ser la raíz de la que se procede. Sin embargo, y esta es la novedad, el pegamento del antifascismo ya no une. Ahora ya se puede decir que Bella Ciao no es un canto de liberación, sino una canción política, partidista. Que la Resistencia es un pasado lejano, casi todos los supervivientes de los campos de concentración han muerto.
La izquierda, el Partido Democrático, ha dejado escapar la última oportunidad de liberarse de su reputación de partido de poder, que gobierna con cualquiera (con Grillo, con la Liga, con Berlusconi) sin ser votado. El enemigo siempre es interno, de izquierda: dos de los últimos secretarios, Bersani y Renzi, han dejado el Partido Democrático y han fundado sus propias formaciones. Enrico Letta quería un “campo amplio” contra la derecha —la alianza de todas las fuerzas de centroizquierda—, pero fue imposible, sobre todo por los resentimientos personales entre los dirigentes. Una vez más, cuestiones privadas, prepolíticas. Un ejemplo: una figura de la talla de Emma Bonino, candidata con el Partido Democrático, no entra en el Parlamento. Se ha enfrentado a Carlo Calenda, su exaliado ahora líder de un movimiento muy polémico con el Partido Democrático; en esa formación han perdido los dos, ha ganado la derecha. Por lo tanto, Letta ha fracasado en su objetivo de una alianza amplia, aunque no solo por su demérito: hoy sale de escena, renuncia al cargo de secretario general, no se volverá a presentar. Giuseppe Conte, el abogado populista que en pocos meses pasó de ser un desconocido devoto del padre Pío a dos veces jefe de Gobierno con alianzas opuestas y, al final, la Dolores Ibárruri de los excluidos, se fue al sur a decir una sola cosa: “Os daré el ingreso mínimo”, dinero sin trabajar. Le han dado las gracias. Su movimiento estaba por encima del 30%; se detuvo en el 15%, pero frenó la pérdida de apoyos y se ha convertido en el tercer partido.
De modo que Italia se encamina hacia un Gobierno posfascista y una oposición populista, en medio de un Partido Democrático sin identidad. Meloni —la aliada y amiga de Vox, de Orbán y de Marine Le Pen— podría convertirse en la primera mujer que gobierne Italia. Que la primera dirigente del país venga de la derecha es la prueba más clara de la derrota de la izquierda. Más cultural que política; una derrota histórica. La izquierda no ha sido capaz de generar en su seno una clase dirigente igualitaria, no ha premiado el mérito sino la pertenencia, la lealtad. Mientras tanto, sin embargo, también Forza Italia se disipa en un 8% y Berlusconi logra que su nueva novia silenciosa sea elegida en Sicilia. La Liga de Salvini, tras décadas de propaganda contra “Roma ladrona”, acaba por entregase a una romana de barrio. Con las categorías de la razón todo es un disparate.
Giorgia Meloni no tiene la clase dirigente adecuada para gobernar en un momento de crisis como este. La encontrará con ayuda de los empresarios, que siempre están dispuestos a ir al rescate de los vencedores, con los viejos camaradas a sus espaldas y quizá con ayuda de Mario Draghi, que tiene todo el interés por ver su obra terminada. Draghi podría haber llegado a ser presidente de la República, pero hace seis meses la clase política no lo quiso. Era un extraño. Hoy ganan las elecciones los que estaban en la oposición a Draghi (Giorgia Meloni) y los que derribaron su Gobierno (Giuseppe Conte, con Forza Italia y la Liga). Los italianos han dicho basta de técnicos, volved a la política. Pero, mientras tanto, la política ha desaparecido; se ha convertido en una batalla naval en un pantano. Un juego nuevo, un juego diferente. Pensar que “total, no va a durar mucho, luego se cambia” esta vez es realmente arriesgado. Para Italia, para Europa.