“He dado un golpe de nuevo. Estoy en plena forma”, se ufanaba Silvio Berlusconi hace unos días interrumpiendo una entrevista televisiva tras matar a una mosca. Hecho que, cómo no, fue recogido incluso en la prensa española. ¿Política? Mejor hablemos de cazar moscas y repitamos esa secuencia hasta la saciedad. Esta es una anécdota más de hasta dónde prensa y políticos pueden llegar en una degeneración que está contribuyendo al hastío y el desencanto de la política en Occidente. En España, según el Eurobarómetro del año pasado, el 75% de los españoles recela del Gobierno y del Congreso, mientras que el 90% desconfía de los partidos políticos, y de entonces hasta ahora me temo que los porcentajes no habrán variado mucho. Así las cosas, las preguntas salen solas. ¿Cómo hemos conseguido llegar aquí? ¿Quiénes han sido los facilitadores, instigadores, de este despropósito que nos perjudica a todos? ¿Qué debe cambiar para que esta tendencia se invierta? Porque, convendrán conmigo, el mero acto de bajar a comprar el pan, de decidir a qué colegio llevar a tu hijo o el local en el que adquirir un jersey es ya un acto político. Ya dijo Eisenhower que “la política debería ser la profesión a tiempo parcial de todo ciudadano”.
En España, como todos estamos inscritos por defecto en el censo electoral, no podemos saber quiénes se inscribirían o no para ir a votar, como sucede en otros países. Pero, evidencia se impone, elección tras elección disminuye el número de votantes que se acercan a las urnas y lo hacen —no es baladí la orientación ideológica— cada vez menos mayoritariamente aquellos votantes que habrían votado a un partido de izquierda.
Se me ocurren tres factores que explican esa desafección. El primero, el desencanto en la política, que parecía que antes estaba centrada en construir un orden social más justo y ahora está más preocupada por la permanencia en el cargo. El segundo, la pérdida de adhesión a los grandes ideales, que ahora parecen irrealizables o ya ni los recordamos, preocupados por lo cercano e inmediato. Y, el último, la decepción en el comportamiento de los políticos a quienes, cada vez más, vemos incapaces de cumplir sus promesas. La casuística va desde debates en torno a una cesta social de alimentos con límite de precio, que sabemos que el Gobierno no tiene capacidad de imponer; a políticos pillados diciendo que quieren hacerse ricos (Eduardo Zaplana dixit).
Todo lo anterior nos acerca a un malestar, a un rechazo, o protesta sobre los métodos de funcionamiento del sistema político en que vivimos, así como sobre sus instituciones y sus actores y, lo que es peor, a tener una sensación de abandono de los ciudadanos por parte del Estado y de sus representantes, los políticos. ¿Cuántas veces han escuchado aquello de “yo no me fío de los políticos”?
Está claro que ofrecer o prometer y no cumplir acaba pasando factura antes o después en las urnas, que son en definitiva las grandes damnificadas y con ellas la democracia. De hecho, los corruptos saben que su mejor aliado es una sensación ciudadana de que todos son iguales y, como consecuencia, aparece la apatía política y la resignación hacia la corrupción y el desprecio al ciudadano.
Y llegados a este punto, me surgen, también, tres hipótesis. No se vota porque: si esto ya está bien, para qué voto; si todo está mal, todo seguirá igual, y para qué voto; y por último, la actividad política no sirve de nada si los políticos han venido aquí a robar dinero y, claro, para qué voto.
Puesto que creo que la gente, mayoritariamente, no piensa en la primera razón, miedo me da que acabemos cayendo en alguno de los otros dos supuestos, porque no tengo duda de que los partidos políticos están previstos para canalizar demandas de la sociedad civil en el sistema político y ellos son los actores políticos en que debemos sustentarnos.
El Estado democrático, y sus representantes, deben ser lo suficientemente poderosos como para tener capacidad de respuesta ante las múltiples demandas de una sociedad civil fuerte y diversificada. Si ello no ocurre, el fantasma de la existencia de un gobierno desconectado del pueblo, de un futuro dominado por poderes ajenos a la democracia, comenzará a rondar en la cabeza de muchos ciudadanos (si no lo hace ya), lo que, no hace falta ser adivina, no promete demasiados beneficios sociales.
O sea, está claro que el modelo actual de democracia liberal es inoperante y absurdo y su proceso de elección de líderes es ineficaz (los presidentes salen elegidos con el apoyo de una quinta parte de los ciudadanos), y cuando se vota en no pocos casos se hace en negativo, porque aunque uno no acabe entusiasmado con opciones políticas que le son ajenas, siente que las propias le han defraudado.
En definitiva, ¿cómo va a confiar el ciudadano en la política si no suelen mantenerse los compromisos electorales, ni se centran en las demandas y necesidades reales de la ciudadanía?
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