Sobre fascismo y comunismo. Una respuesta a Álvarez Junco
FELIPE NIETO
24 SEPT 2022 - El País
La lectura del artículo Gorbachov y los fracasos del siglo XX, del historiador José Álvarez Junco, aparecido el 17 de septiembre en este periódico, ha producido en varias personas de mi entorno una cierta sorpresa. En mi caso, yendo un poco más allá de esa sensación, ha dado lugar a las siguientes reflexiones, expresión por esta vez de algunos desacuerdos con quien es ante todo un maestro y en buena medida un amigo.
Es de destacar el tono vehemente así como el carácter valiente del escrito del historiador. Su alegato en favor de la democracia es valioso y necesario. Sin embargo, su recurso a la experiencia histórica del siglo XX resulta discutible en varios aspectos. Son necesarios unos pocos matices, incluso en un escrito en el que voluntariamente se describen los hechos “de manera sucinta”, según sus palabras.
Comunismo y fascismo son los ejemplos de totalitarismo —término que Álvarez Junco evita escribir— en el siglo XX. Comparten muchos rasgos pero también significativas diferencias. Si ambos fueron enemigos de la democracia, no lo fueron en igual medida, ni en tiempo ni en forma.
Cuando surge el marxismo que sustenta el comunismo en el siglo XIX, la democracia era una aspiración minoritaria y de contenidos muy limitados, por lo que el objetivo de la utopía comunista de derrocar la sociedad burguesa y reemplazarla por la sociedad sin clases dejaba de lado la democracia, una superestructura política burguesa más. Alcanzar ese objetivo político comunista, por cierto, no se iba a producir “de la noche a la mañana”, como afirma Álvarez Junco. Más bien se trataba de una meta lejana, tanto más lejana cuanto más se iba adentrando el movimiento comunista en la historia, sobre todo en el siglo XX. En este tiempo sí, el comunismo de inspiración marxista leninista se declara decididamente enemigo de la idea democrática, lo que no impide, sin embargo, que unos años más adelante coopere con las democracias en la lucha contra el fascismo por motivos de interés mutuo.
El totalitarismo fascista, por su parte, un producto del siglo XX en todas sus versiones nacionales, nace con la aspiración declarada de destruir la democracia, incluso utilizando sus armas. Una vez en el poder, su necesaria voluntad de expansión le lleva a la guerra contra las razas y pueblos considerados inferiores y contra los sistemas débiles, como las democracias. Esta será la causa última de su “perdición”. Por lo tanto, su “fracaso”, en los términos benignos de Álvarez Junco, es en realidad una derrota sin paliativos, la ocurrida en la II Guerra Mundial, la mayor conflagración de la historia, provocada justamente por los fascismos.
El “fracaso” del comunismo soviético es, por tanto, muy diferente. Su hundimiento viene de la “imposibilidad” de reformarse, dice Álvarez Junco acertadamente, a propósito de los intentos fallidos de Mijaíl Gorbachov. Quedó patente en esos apasionantes años de finales del siglo XX la intrínseca incompatibilidad entre el comunismo soviético y la democracia.
Ahora bien, esta historia soviética y la de sus epígonos actuales no atiende a todo el variado panorama de los comunismos del siglo XX y del XXI. Como se sabe, después de 1945 los partidos comunistas occidentales, sin renunciar a sus programas máximos, sostenidos, eso sí, de forma cada vez más retórica, actuaron siempre en los parlamentos democráticos nacionales y se comprometieron a llegar al poder por procedimientos exclusivamente democráticos. El caso del PCI fue el más ejemplar, el que mejor representó la aporía del comunismo. Por su parte, el ilegal Partido Comunista de España (PCE) renunció a la toma violenta del poder en 1956, a partir de la Declaración de Reconciliación Nacional. Progresivamente, fue haciendo suyo el objetivo de la democracia para la España posfranquista. Qué clase de comunismo era este, se dirá. El comunismo occidental, libremente desarrollado en las sociedades abiertas y democráticas, un comunismo cada vez más próximo a la socialdemocracia, de la que salió a principios de siglo XX, a la que en buena medida ha acabado volviendo.
Álvarez Junco arremete al final de su escrito contra los comunismos aún vigentes, piezas dispersas y aisladas del espacio político actual y contra sus heterogéneos partidarios. Concuerdo vivamente con la denuncia de los subterfugios y circunloquios vergonzantes de que los defensores de aquellos hacen uso para no calificar como dictaduras a regímenes como el cubano, triste espectro superviviente para desgracia de su pueblo. Ya hace muchos años, luchadores de aquellos ámbitos político–geográficos lamentaban el apoyo a gobiernos dictatoriales por parte de sedicentes izquierdistas occidentales, amparados en las libertades y derechos de que disfrutaban en sus estables democracias.
Sin embargo, no puedo seguir al autor del artículo cuando señala a algunos grupos políticos de hoy, incluso a ministros del actual Gobierno —la mayoría encuadrados en Unidas Podemos— que se siguen declarando comunistas “sin ruborizarse”, dice Álvarez Junco. Podrá parecer esto bien o mal, mejor o peor. Pero, en mi opinión y según mis informaciones, estos grupos y estos políticos han actuado y han asegurado que actuarán conforme a métodos y principios democráticos. ¿Qué más podemos pedir?
Este es también el triunfo de la democracia. Y necesitamos que lo siga siendo en estos tiempos de amenazas a la democracia, de democracias iliberales y de auge de los neofascismos, históricos enemigos de la democracia revitalizados. Todas las fuerzas serán imprescindibles.
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