Los puercoespines queremos libertad
WOLFRAM EILENBERGER
21 SEPT 2022 - El País
“Quien tiene un porqué para vivir se aviene casi con cualquier cómo”, afirmó Nietzsche en una ocasión. Entonces no tenía en mente una temperatura ambiente de 18 grados ni una duplicación de los precios de los alimentos o una cuadruplicación de los de la gasolina como los que las actuales perspectivas de crisis anticipan. El crítico de la cultura se pronunciaba más bien contra un utilitarismo demasiado banal y, en sus últimas consecuencias, contrario a la libertad, según el cual la simple función de la moral y la política es permitir que el mayor número posible de seres humanos experimente el mayor grado alcanzable de felicidad. Precisamente en tiempos de crisis, según Nietzsche, el recurso de motivación más importante no es una justicia redistributiva definida en abstracto, sino un horizonte formulado individualmente de lo que significa llevar una vida con sentido y autodeterminada.
La relevancia de la sentencia de Nietzsche para el invierno de descontento que se avecina es evidente. La cuestión de por qué vale la pena vivir se convierte, en tiempos de máxima tensión, en equivalente de la pregunta de por qué merece la pena renunciar o incluso luchar. Y de la misma manera que no hay duda de que, en los próximos meses, la guerra de agresión rusa contra Ucrania exigirá a las democracias de Europa una cantidad de renuncias como no han vivido desde hace al menos medio siglo, tampoco la hay de que una retórica demasiado abstracta sobre los principios o el deber (“defensa de los valores”, “deber moral de solidaridad”) no llevará a ninguna parte en primera instancia, y pronto conducirá a una fatiga explosiva.
Quien quiera una representación visual de la encrucijada de la inminente fase de resistencia, puede remitirse a una imagen del maestro intelectual de Nietzsche, Arthur Schopenhauer. La parábola de Schopenhauer describe una sociedad de puercoespines, los cuales “en un frío día de invierno se apiñaron muy juntos para que el calor que se dieran unos a otros los protegiera de morir congelados. Sin embargo, no tardaron en sentir las púas de los demás, lo cual hizo que volvieran a separarse. Cuando la necesidad de calentarse los acercó de nuevo, el mal de las púas se repitió, de manera que se veían arrojados de un mal a otro hasta que encontraron una distancia intermedia a la cual podían soportarlo mejor”.
Difícilmente podrían describirse con mayor precisión las abrumadoras exigencias del próximo invierno. El hecho de que Schopenhauer se refiera a los puercoespines como “sociedad” pone de relieve no solo los aspectos puramente privados del dilema, sino también, explícitamente, los políticos y morales: por supuesto que la energía vital propia debe emplearse para proteger a los demás, pero es igualmente necesario poner límites bien definidos a la voluntad de formar un rebaño con la clara conciencia de que ello produce heridas difíciles de curar.
En las democracias occidentales existen actualmente fuerzas políticas y gobiernos que conciben la obligación de mantener la distancia social impuesta por el Estado a la manera del rebaño de Schopenhauer como solución higiénico-energética ideal para el futuro. Se implantará un régimen centralizado, que contará presumiblemente con una estricta legitimación científica, con el objetivo de permitir que el mayor número posible de ciudadanos actuales y futuros vivan, o, para ser más exactos, sobrevivan, de la manera más saludable, sostenible y, por ende, energéticamente eficiente. Y esto podría hacerse contra su voluntad individual explícita, si es necesario, llegando incluso a socavar en gran medida los derechos fundamentales y los principios de mercado por los que se rigen precisamente las sociedades liberales. Esta idea profundamente utilitarista e iliberal es el enlace distópico que conecta las experiencias de los dos últimos inviernos de coronavirus en Europa occidental con el próximo invierno de estrangulamiento energético decretado.
No está claro que esta permanente retórica de crisis sobre la “hibernación colectiva” sea capaz de estabilizar las democracias modernas. Al fin y al cabo, nadie renuncia voluntariamente a nada si todo lo que se le ofrece a cambio es la perpetuación, controlada desde el exterior, de esa misma renuncia. Pero el problema no es solo de viabilidad, sino que afecta a la esencia misma de nuestra autopercepción liberal. A diferencia de los sistemas totalitarios, la naturaleza de las sociedades abiertas es ofrecer a los ciudadanos algo más que la perspectiva de la mera supervivencia. El porqué que guía a las sociedades progresistas nunca es solo sobrevivir colectivamente, sino vivir una buena vida lo más autodeterminada y con las mejores expectativas posibles.
Desde esta perspectiva, el hecho de que James Watt patentara la máquina de vapor en la misma década en que Immanuel Kant llevó a la madurez su filosofía de la autoilustración crítica de los sujetos responsables es mucho más que una simple coincidencia histórica. En las sociedades libres de Occidente, la movilidad era y es el verdadero signo de la mayoría de edad, y la soberanía energética representa la condición misma de la posibilidad de un autodesarrollo libre.
Con este telón de fondo, resulta inquietante lo poco claro que está qué configuración adoptará en el futuro un discurso liberal orientador bajo el signo de un estrangulamiento perpetuo, al parecer sin alternativas, de la energía y la movilidad, o cómo se podría implementar democráticamente. Los relatos propuestos por ahora, todos ellos basados en el principio de “menos es más”, suenan más a conjuro para ahuyentar el mal y carecen de toda plausibilidad en el mundo real. Además, se basan sin excepción en un recorte más o menos explícito de la libertad de elección individual por parte del Estado. Visto así, el “invierno de los puercoespines” que se acerca constituye tan solo un ejemplo del invierno mucho más largo y peligroso desde el punto de vista político del liberalismo ilustrado, una perspectiva que realmente hace temblar.
El filósofo John Stuart Mill refutó en una ocasión el estricto utilitarismo colectivo de sus homólogos británicos argumentando que el bienestar impuesto desde fuera nunca satisface del todo a quien piensa por sí mismo: “Mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho”. Por decirlo en una variante adaptada al presente: “Mejor ser un Sócrates tiritando que un puercoespín abrigado por el Estado”. Lo que probablemente habrá que demostrar pronto, y hasta encarnar.
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