viernes, 23 de septiembre de 2022

De las razones para vivir en libertad

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de las razones para vivir en libertad, pues como dice en ella el filósofo Wolfram Eilenberger, el invierno de crisis que se acerca, desde el punto de vista del liberalismo ilustrado, es tan solo un ejemplo de un invierno mucho más largo y peligroso y una perspectiva que realmente hace temblar. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.




Los puercoespines queremos libertad
WOLFRAM EILENBERGER
21 SEPT 2022 - El País

“Quien tiene un porqué para vivir se aviene casi con cualquier cómo”, afirmó Nietzsche en una ocasión. Entonces no tenía en mente una temperatura ambiente de 18 grados ni una duplicación de los precios de los alimentos o una cuadruplicación de los de la gasolina como los que las actuales perspectivas de crisis anticipan. El crítico de la cultura se pronunciaba más bien contra un utilitarismo demasiado banal y, en sus últimas consecuencias, contrario a la libertad, según el cual la simple función de la moral y la política es permitir que el mayor número posible de seres humanos experimente el mayor grado alcanzable de felicidad. Precisamente en tiempos de crisis, según Nietzsche, el recurso de motivación más importante no es una justicia redistributiva definida en abstracto, sino un horizonte formulado individualmente de lo que significa llevar una vida con sentido y autodeterminada.
La relevancia de la sentencia de Nietzsche para el invierno de descontento que se avecina es evidente. La cuestión de por qué vale la pena vivir se convierte, en tiempos de máxima tensión, en equivalente de la pregunta de por qué merece la pena renunciar o incluso luchar. Y de la misma manera que no hay duda de que, en los próximos meses, la guerra de agresión rusa contra Ucrania exigirá a las democracias de Europa una cantidad de renuncias como no han vivido desde hace al menos medio siglo, tampoco la hay de que una retórica demasiado abstracta sobre los principios o el deber (“defensa de los valores”, “deber moral de solidaridad”) no llevará a ninguna parte en primera instancia, y pronto conducirá a una fatiga explosiva.
Quien quiera una representación visual de la encrucijada de la inminente fase de resistencia, puede remitirse a una imagen del maestro intelectual de Nietzsche, Arthur Schopenhauer. La parábola de Schopenhauer describe una sociedad de puercoespines, los cuales “en un frío día de invierno se apiñaron muy juntos para que el calor que se dieran unos a otros los protegiera de morir congelados. Sin embargo, no tardaron en sentir las púas de los demás, lo cual hizo que volvieran a separarse. Cuando la necesidad de calentarse los acercó de nuevo, el mal de las púas se repitió, de manera que se veían arrojados de un mal a otro hasta que encontraron una distancia intermedia a la cual podían soportarlo mejor”.
Difícilmente podrían describirse con mayor precisión las abrumadoras exigencias del próximo invierno. El hecho de que Schopenhauer se refiera a los puercoespines como “sociedad” pone de relieve no solo los aspectos puramente privados del dilema, sino también, explícitamente, los políticos y morales: por supuesto que la energía vital propia debe emplearse para proteger a los demás, pero es igualmente necesario poner límites bien definidos a la voluntad de formar un rebaño con la clara conciencia de que ello produce heridas difíciles de curar.
En las democracias occidentales existen actualmente fuerzas políticas y gobiernos que conciben la obligación de mantener la distancia social impuesta por el Estado a la manera del rebaño de Schopenhauer como solución higiénico-energética ideal para el futuro. Se implantará un régimen centralizado, que contará presumiblemente con una estricta legitimación científica, con el objetivo de permitir que el mayor número posible de ciudadanos actuales y futuros vivan, o, para ser más exactos, sobrevivan, de la manera más saludable, sostenible y, por ende, energéticamente eficiente. Y esto podría hacerse contra su voluntad individual explícita, si es necesario, llegando incluso a socavar en gran medida los derechos fundamentales y los principios de mercado por los que se rigen precisamente las sociedades liberales. Esta idea profundamente utilitarista e iliberal es el enlace distópico que conecta las experiencias de los dos últimos inviernos de coronavirus en Europa occidental con el próximo invierno de estrangulamiento energético decretado.
No está claro que esta permanente retórica de crisis sobre la “hibernación colectiva” sea capaz de estabilizar las democracias modernas. Al fin y al cabo, nadie renuncia voluntariamente a nada si todo lo que se le ofrece a cambio es la perpetuación, controlada desde el exterior, de esa misma renuncia. Pero el problema no es solo de viabilidad, sino que afecta a la esencia misma de nuestra autopercepción liberal. A diferencia de los sistemas totalitarios, la naturaleza de las sociedades abiertas es ofrecer a los ciudadanos algo más que la perspectiva de la mera supervivencia. El porqué que guía a las sociedades progresistas nunca es solo sobrevivir colectivamente, sino vivir una buena vida lo más autodeterminada y con las mejores expectativas posibles.
Desde esta perspectiva, el hecho de que James Watt patentara la máquina de vapor en la misma década en que Immanuel Kant llevó a la madurez su filosofía de la autoilustración crítica de los sujetos responsables es mucho más que una simple coincidencia histórica. En las sociedades libres de Occidente, la movilidad era y es el verdadero signo de la mayoría de edad, y la soberanía energética representa la condición misma de la posibilidad de un autodesarrollo libre.
Con este telón de fondo, resulta inquietante lo poco claro que está qué configuración adoptará en el futuro un discurso liberal orientador bajo el signo de un estrangulamiento perpetuo, al parecer sin alternativas, de la energía y la movilidad, o cómo se podría implementar democráticamente. Los relatos propuestos por ahora, todos ellos basados en el principio de “menos es más”, suenan más a conjuro para ahuyentar el mal y carecen de toda plausibilidad en el mundo real. Además, se basan sin excepción en un recorte más o menos explícito de la libertad de elección individual por parte del Estado. Visto así, el “invierno de los puercoespines” que se acerca constituye tan solo un ejemplo del invierno mucho más largo y peligroso desde el punto de vista político del liberalismo ilustrado, una perspectiva que realmente hace temblar.
El filósofo John Stuart Mill refutó en una ocasión el estricto utilitarismo colectivo de sus homólogos británicos argumentando que el bienestar impuesto desde fuera nunca satisface del todo a quien piensa por sí mismo: “Mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho”. Por decirlo en una variante adaptada al presente: “Mejor ser un Sócrates tiritando que un puercoespín abrigado por el Estado”. Lo que probablemente habrá que demostrar pronto, y hasta encarnar.

















jueves, 22 de septiembre de 2022

De como vivir la vida

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de cómo viviríamos la vida si supiéramos la hora de nuestra muerte, pero a ninguno de los encuestados, dice en ella el escritor Fernando Aramburu, le agradó la idea de vivir obsesionado con una cuenta atrás. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.





Encuesta crucial
FERNANDO ARAMBURU
20 SEPT 2022 - El País

Pregunté a varias personas si aceptarían conocer la fecha y hora exactas de su muerte. Sugerí la posibilidad de que el dato constase en un documento oficial que todo recién nacido recibiría de manos de un funcionario del Ayuntamiento presente en el paritorio. A ninguno de los encuestados agradó la idea de vivir obsesionado con una cuenta atrás. Hubo quienes vacilaron; pero, después de imaginarse la situación con detenimiento, se pronunciaron a favor de permanecer en la comodidad de su incertidumbre. En lo que estuvieron todos conformes fue en la convicción de que, conocida la provisión de días, cambiaríamos de estrategia vital. A buen seguro aprovecharíamos el tiempo disponible en función de criterios prácticos. El consentimiento en el tedio alcanzaría rango de imprudencia temeraria. Con toda probabilidad concederíamos máxima importancia a muchas cosas que ahora nos cuesta poco posponer y al fin entenderíamos lo superfluas que son otras tras las que corremos desalados. Uno gestionaría con más cabeza la angustia existencial y conocería con precisión la hora de dejar resueltos sus asuntos administrativos y testamentarios.
Quiero creer que evitaríamos un sinnúmero de conflictos. ¿Para qué meterme en porfías si el próximo viernes estaré criando malvas? Como los condenados a la pena capital a quienes se concede un último deseo, presiento que, cercanos al desenlace, nos inclinaríamos por elegir algún disfrute: el viaje al país que siempre quisimos conocer, una fiesta por todo lo alto, la relectura de un libro venerado... Un aguafiestas me replicó que, si ya no hay margen para un juicio y un castigo, podríamos permitirnos toda suerte de fechorías. Allá él. Yo me inclinaría en el instante final por algo que nos diese gusto a mi gente y a mí. Y que la suerte, según reza un aforismo de Isabel Bono, “me encuentre dentro de casa con el paraguas abierto”.


















miércoles, 21 de septiembre de 2022

De los peligros que acechan a las democracias





 Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va del peligro que acecha a las democracias europeas, esas añejas democracias, que como dice en ella el escritor y ensayista Moisés Naím, ni son ni tan añejas ni están tan consolidadas como para sobrevivir el asalto de fuerzas que desean acabar con ellas. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.




¿Quién es Giorgia Meloni?
MOISÉS NAÍM
18 SEPT 2022 - El País

En los últimos tiempos en Italia está circulando un viejo video protagonizado por una bella joven diciendo cosas menos bellas. Maquillada al estilo de los años noventa, se voltea desde el asiento delantero del coche y responde en un francés acentuado pero muy correcto las preguntas de la televisión francesa. “Para mí, Benito Mussolini fue un buen político. Todo lo que hizo, lo hizo por Italia, y eso es algo que no se encuentra en los políticos que hemos tenido en los últimos 50 años”. Esa joven muy probablemente será elegida primera ministra de Italia el próximo domingo.
Georgia Meloni ya no tiene 19 años, ni habla tan abiertamente de su admiración por Mussolini. Pero no parece haber olvidado la tradición política a la que pertenece. Recordemos que el fascismo nunca fue formalmente expulsado de la vida política italiana. En Alemania, los aliados impusieron un rigoroso programa que excluyó permanentemente a los exnazis del poder. En cambio, en Italia, a partir de 1946 los antiguos fascistas pudieron reagruparse bajo un nuevo partido, el Movimiento Social Italiano.
Así se seguía llamando en 1992, cuando Giorgia Meloni, con tan solo 15 años, se unió a su ala juvenil. Desde entonces, el partido cambiaría de nombre varias veces. Pero que nadie lo dude: Hermanos de Italia, el partido que dirige Giorgia Meloni, es el partido sucesor del partido sucesor del partido fundado por Mussolini. Nunca ha renunciado al legado de Il Duce. ¿Quiere decir que Italia vuelve al fascismo? No necesariamente.
Que Giorgia Meloni se encuentre hoy a las puertas del poder tiene menos que ver con el neofascismo y más con lo atractiva que resulta la antipolítica para el votante italiano. Meloni es tan solo el caso más reciente de una larga racha de outsiders radicales y populistas que han venido creciendo en popularidad en Italia desde los años noventa. De hecho, Meloni cuenta hoy como socios de coalición a los líderes de dos de las tres últimas oleadas de antipolítica en Italia: el ya anciano Silvio Berlusconi y Matteo Salvini, líder de la Liga, otro partido más de la ultraderecha antisistema.
Haber logrado flanquear por la derecha una figura tan extrema como Salvini demuestra las habilidades políticas de Giorgia Meloni. Pero revela aún más la propensión del público italiano de votar por quien nunca ha gobernado. Meloni, cuyo único paso en un Gabinete fue como ministra de la Juventud de Berlusconi entre 2008 y 2011, se saltó la agotadora guerra interna de los inestables gobiernos de coalición de los últimos cinco años. Con sus credenciales de outsider a salvo, ha sido la beneficiaria del repudio crónico que muestran los italianos por quienes los gobiernan.
Estamos en 2022, y estas cosas ya no sorprenden a nadie. Con la extrema derecha alcanzando el poder hasta en Suecia y los partidos radicales antisistema acechando el poder en todo Occidente, Meloni ya no es una excepción en la tendencia internacional. Al igual que Marine Le Pen, ha sabido presentar en términos más potables los temas tradicionales de la extrema derecha, como la xenofobia y el nacionalismo acérrimo.
Todo empezó con Silvio Berlusconi, quien llegó al poder en 1994 con eslóganes antisistema muy similares a los que enarbola hoy Meloni. Fue Berlusconi quien demostró la vigencia del populismo en la Europa actual. Fue quien hizo de la polarización una parte central de su estrategia política, y cuyo extenso imperio de televisión y prensa marcó la pauta para crear una realidad alternativa basada en la posverdad. He llamado a esto la política de las tres P: populismo, polarización y posverdad.
Pero, aunque Berlusconi haya sido el pionero, cada generación sucesiva de radicales antisistema en Italia ha aportado su granito de arena para profundizar las tres P. Por eso Italia se ha convertido en el mayor ejemplar de la antipolítica europea, tendencia que ha venido a parar en su extremo lógico: el fascismo.
Lo interesante es que los gobiernos de Washington y Bruselas no parecen estar especialmente alarmados por la posibilidad de que Italia se convierta en una fuente de inestabilidad en el corazón de Europa. Los líderes estadounidenses y europeos tienden a consolarse pensando que en Italia los presidenti del consiglio no duran. El país ha tenido 69 primeros ministros desde la Segunda Guerra Mundial.
El mundo está acostumbrado a pensar que los líderes italianos verán sus ambiciones frustradas por un sistema constitucional y político que todo lo demora, todo lo complica y todo lo bloquea. Pocos creen que la Meloni durará mucho, o que hará muchos cambios. ¿Y si se equivocan? ¿Y si Giorgia Meloni decía en voz alta en 1996 lo que hoy piensa pero no dice?
Es una pregunta que debe interesarle al mundo. Las añejas democracias consolidadas de Europa no son ni tan añejas ni están tan consolidadas como para sobrevivir el asalto sostenido de fuerzas que secreta o no-tan-secretamente desean acabar con ellas.



















martes, 20 de septiembre de 2022

Del fracaso de los proyectos comunista y fascista

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va del fracaso de los dos grandes proyectos políticos del siglo XX, pues como dice en ella el historiador José Álvarez Junco, comunismo y fascismo terminaron de manera desastrosa, porque ambos generaron dictaduras y guerras que condujeron a indecibles sufrimientos para todos, empezando por sus propias sociedades. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.








Gorbachov y los fracasos del siglo XX
JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO
17 SEPT 2022 - El País

La reciente muerte de Mijáil Gorbachov debería obligarnos a pensar. Porque no fue uno más de los personajes que ocuparon el poder durante la tormentosa historia rusa del último siglo, sino el impulsor y responsable de las reformas que, tras revelarse imposibles, acabaron llevando al derrumbamiento del comunismo. Y este, a su vez, había sido uno de los dos grandes proyectos políticos que el pasado siglo ofreció como alternativas a la democracia parlamentaria, en cuya difícil construcción y ampliación se esforzaban las sociedades más civilizadas y sensatas del mundo.
El segundo de esos grandiosos proyectos había sido el fascismo, que también nació y murió en el siglo XX. Ambos se propusieron sustituir la democracia, con sus reglas y sus límites al poder, por dictaduras redentoras que, según ellos, crearían de la noche a la mañana un “hombre nuevo” e inaugurarían la fase definitiva en la historia humana.
Los dos terminaron —otra importante coincidencia— en fracaso. Pero no en un fracaso cualquiera, sino en uno desastroso, acompañado, en ambos casos, por hechos sangrientos de enorme magnitud. Porque los dos, que aparecieron ante el mundo como enemigos feroces, se aliaron, contra todo pronóstico, cuando vieron la posibilidad de repartirse Polonia, y desataron así la II Guerra Mundial.
Gorbachov fue, y de ahí su importancia, el liquidador del primero de esos proyectos. El comunismo, nada menos que la culminación del viejo sueño igualitario, cuyo origen podría remontarse hasta Platón o los ensueños utópicos, y cuya expresión moderna era la socialdemocracia, de la que los revolucionarios se escindieron en su origen. Su idea nuclear era que la propiedad privada es la causa última de todos los conflictos políticos y sociales, y que la colectivización de los bienes era, por tanto, el paso obligado para iniciar la solución de nuestros problemas. Esta idea se apoyaba en estudios muy enjundiosos de mediados del XIX sobre la historia de la humanidad, explicada en términos de lucha de clases, con los intereses económicos como motor último de los enfrentamientos humanos. Todo aquel pasado conflictivo debía conducir a una última y definitiva revolución, que haría tomar el poder al proletariado, la clase absolutamente desposeída y sufriente —es decir, pura—, la cual organizaría un sistema económico colectivizado que, por primera vez, no generaría ningún nuevo grupo dominante u opresor. Por el contrario, haría nacer una comunidad cuyos miembros estarían integrados en su entorno social e impulsados por una actitud cooperativa y fraternal. Y la paz reinaría al fin para siempre en el mundo.
El “fascismo”, en cambio, o la familia de fenómenos políticos a los que se aplica ese nombre, era una deriva radical del nacionalismo, un fenómeno relativamente reciente, pues provenía de la época en que las revoluciones antiabsolutistas impugnaron los derechos soberanos de dinastías o monarquías imperiales y transfirieron la legitimidad política a la nación. El fascismo elevó esa nación a realidad esencial, eterna y sagrada, superior a cualquier otro valor moral. Y construyó su “hombre nuevo” sobre su integración absoluta y radical en esa idealizada comunidad nacional. El mandato ético derivado de este planteamiento no era precisamente la paz, sino más bien lo contrario: la predisposición a “morir por la patria” (traducido, el derecho y deber de matar en nombre de la patria) y el establecimiento de un orden jerárquico de naciones según su superioridad racial. Pero esto iba acompañado por otras muchas cosas: entrega al grupo, culto al líder, rechazo de un materialismo que se suponía producto de la modernidad o cohesión de todas las fuerzas sociales y culturales alrededor de la mística nacional, a cuyos valores supremos serviría una autoridad sin límites.
Incluso descritos de manera tan sucinta, se ve bien lo grandioso de ambos proyectos. Y una referencia, no menos breve, a su recorrido histórico explicará por qué es inevitable añadirles el calificativo de desastrosos. Porque ambos generaron dictaduras y guerras que condujeron a indecibles sufrimientos para todos, empezando por sus propias sociedades. El comunismo dio lugar a Stalin, con su reinado del terror —incluso sobre sus camaradas de partido—, sus purgas, su policía secreta, sus campos de concentración —donde murieron entre cinco y diez millones de personas, básicamente de hambre—, su participación en guerras que originaron otras docenas de millones de víctimas... Unas cifras paralelas a las atribuibles a Hitler, supremo dirigente del lado opuesto y paradigma habitual —con toda justicia— del mal absoluto.
Ninguno de estos dictadores, por cierto, fue un loco en quien recayera el poder debido a un incidente desafortunado, error que si se pudiera rectificar dejaría limpia la trayectoria de aquel proyecto político. No. Stalin, por ejemplo —o Mao, al que no se debe olvidar en esta lista de criminales masivos—, se limitó a desarrollar todo el esquema dictatorial, basado en el partido único, el ejército rojo y la policía secreta, diseñado, y comenzado a poner en marcha, sin el menor escrúpulo ético o político, por Lenin y Trotski.
Mientras no reconozcamos esto, mientras haya todavía hoy quien se sienta cómodo, e incluso orgulloso, ostentando en su solapa la insignia de “comunista” o “fascista”, estaremos poniendo trabas a un futuro político cuya única legitimidad sea la democrática. Todo aspirante actual al poder debería declarar, como primero de sus principios irrenunciables, que su proyecto se aleja radicalmente de aquellos dos fracasos criminales llamados comunismo y fascismo.
Pero su declaración debe ser clara: contra ambos a la vez y por igual. Porque es muy fácil presentarse sólo como enemigo de una de esas dos alternativas. Incluso es habitual denostarlos y sumarse a frentes anticomunistas o antifascistas. Pero es también típico ser sólo una de estas dos cosas. Lo cual puede muy bien ser un artilugio o disfraz para defender, o al menos no condenar con igual firmeza, la opción opuesta.
El fascismo tiene peor prensa, y hoy casi nadie se identifica abiertamente con él. Hay grupos, como Vox en España, que defienden posiciones muy cercanas a lo que llamamos fascismo, pero evitan el nombre. El comunismo, en cambio, ha sobrevivido con menor carga peyorativa. Se justifican muchas veces regímenes como el cubano, el coreano del Norte, el venezolano o el nicaragüense, elogiando incluso la “justicia social” que allí impera comparada con los países de su entorno, pero evitando llamarlos “dictaduras”, única etiqueta política que, en rigor, les corresponde. Más aún, hay quien se declara “comunista” y se integra en un Gobierno democrático —el español actual, por no salir de casa— sin ruborizarse ni escandalizar a quienes se sientan a su lado.
De ahí que la obra de Gorbachov haya sido tan importante. Y que su desaparición nos obligue a evocarle con respeto y agradecimiento.