jueves, 5 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] La muerte de la curiosidad es la de la educación



Foto de Santi Cogolludo para El Mundo


Algo pasa extraño está ocurriendo en las universidades cuando el alumno da por supuesto que su catálogo de convicciones es el ojo de la aguja por el que debe pasar la realidad. Y sí, la curiosidad extrema puede terminar con una biblioteca en llamas, pero con su muerte desaparece la mirada sobre el mundo que permite a libros, ideas o personajes históricos hablar con voz propia y no prefabricada. Claro que el precio a pagar por la curiosidad es la posibilidad de que alguien que no es de tu cuerda te sorprenda. Y hasta ahí podíamos llegar, escribe Jorge del Palacio, filósofo y  profesor de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. 

Cuando termina el verano y toca volver a las aulas merece la pena releer el best seller del filósofo Allan Bloom The Closing of the American Mind. Para Bloom, inmortalizado por Saul Bellow en la novela Ravelstein, uno de los principales problemas de la educación universitaria en EEUU era que la mayoría de los estudiantes ya no buscaba ser educada en sentido clásico, sino salir con sus convicciones morales reforzadas. A Bloom le preocupaba la irrupción en los campus universitarios de la moda progresista que deslegitimaba el canon filosófico tradicional por considerarlo xenófobo, racista o imperialista. Hoy se puede decir otro tanto de algunas actitudes conservadoras.

No hay ningún problema en que los alumnos tengan convicciones morales e ideológicas. Ni en el hecho de que estas sean firmes y sólidas. Incluso los prejuicios ayudan a caminar. Pero algo pasa, sin embargo, cuando el alumno que llega a la universidad da por supuesto que su catálogo de convicciones es el ojo de la aguja por el que debe pasar la realidad. Y si la realidad no pasa, peor para ella.

Las carreras científicas suelen aguantar mejor el embate de la moralización del saber. Pero las Humanidades y las Ciencias sociales se encuentran a merced de la moda que discrimina el conocimiento con criterios ideológicos. El alumno conservador siente amenazado su credo anticomunista cuando descubre la amistad histórica de la derecha española con Fidel Castro, de Franco a Fraga. Le ocurre igual al socialista que se enfrenta a la colaboración del PSOE con la dictadura de Primo de Rivera. Lo saludable sería que ambos alumnos recogiesen el guante e intentasen entender la razón de esas paradojas. Descubrirían que el manual de ideologías no agota la política.

Sin embargo se está creando un ecosistema universitario donde la ideología es la única antorcha que ilumina lo que debe ser conocido. El problema de fondo ya no es solo su efecto sobre la polarización del debate público, sino que este moralismo está ahogando el verdadero motor del conocimiento: la curiosidad. La curiosidad extrema puede terminar con una biblioteca en llamas. Pero con su muerte desaparece la mirada sobre el mundo que permite a libros, ideas o personajes históricos hablar con voz propia y no prefabricada. Claro que el precio a pagar por la curiosidad es la posibilidad de que alguien que no es de tu cuerda te sorprenda. Y hasta ahí podíamos llegar.






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[ARCHIVO DEL BLOG] Latinoamérica, malinterpretada (Publicada el 4/12/2008)



Mapa de América Latina


Cuando la segunda época de este blog salió al mundo, en agosto de 2006, la filosofía que lo inspiraba no era otra que la que figura aún hoy en su cabecera: un intento de observar lo que ocurre en el mundo a partir de las miradas y las palabras de los otros. De ahí que durante un tiempo me limitara a poner en el mismo aquellos artículos, noticias y referencias de libros o prensa que me parecían de mayor interés sin sentir la necesidad de comentarlas, y por tanto, de dejar traslucir mi ignorancia sobre el asunto en cuestión. Con el paso de las semanas me fui envalentonando y me atreví a formular mis propias opiniones y comentarios sobre lo dicho por otros con mucha mayor autoridad, recurriendo para ello a la fórmula literaria de la digresión. Ello me permitía opinar sin necesidad de justificarme dado que mi comentario aprovechaba el hilo del discurso ajeno para, rompiendo con él, hablar de cosas que no tenían expresa conexión o íntimo enlace con aquello de que se estaba tratando. Y ahí sigo, digresionando... Pero la verdad es que no me gusta sacar a colación asuntos sobre los que no tengo un, relativo, conocimiento previo. Y en ese sentido, si África, el continente en el que vivo, es para mi un absoluto desconocido, tengo que reconocer que con Latinoamérica me pasa tres cuartos de lo mismo salvo por el añadido, peligroso, de los prejuicios.

Dicen que un buen arranque de un libro (un artículo, una noticia, una carta...) es la mitad de su éxito. Y supongo que es verdad. Al menos conmigo, funciona. Me ha pasado esta mañana, que nada más recoger del buzón el ejemplar mensual de Revista de Libros, me pongo a ojear el primer artículo del número, titulado "¡Viva la evolución!", y leo este impresionante párrafo inicial:

"La América Latina es cosa mental. La gente ve en la región lo que quiere ver. En el mejor de los casos, ve lo que su ignorancia y prejuicios le permiten ver. Si se invierte la lente a la manera de las Cartas persas de Montesquieu, los resultados son instructivos. Comparados con Brasil, Chile, Colombia y México (vale decir la amplia mayoría de la población del hemisferio), buena parte de los países europeos –por no mencionar los de otras regiones– han sido, a lo largo de los últimos doscientos años, republiquetas más o menos inestables, desiguales y pobres. Ningún sátrapa latinoamericano se compara con los europeos, desde Napoleón hasta Hitler; ningún período de violencia se equipara a los horrores de la guerra civil europea de 1914-1945; la inestabilidad de varios períodos de la vida republicana francesa o italiana poco tiene que envidiar a la de Bolivia; la vida en las favelas de Río de Janeiro no es mucho peor que en las de Nápoles o Marsella, o incluso que en muchas de las residencias municipales gratuitas del Estado de bienestar británico. Y, en compensación, Buenos Aires, São Paulo o Ciudad de México tienen mejores librerías y restaurantes que París, Madrid o Milán; se juega mejor fútbol y la gente de la calle es más cortés. Quien no haya vivido en la América Latina no sabe lo que es la dulzura de vivir, si es que puede pagársela."

Perdóneseme lo extenso de la cita, pero reconozcan conmigo que es como para seguir leyéndolo hasta el final. Les aseguro que merece la pena, y por ello, aparte del párrafo más arriba, reproduzco el artículo íntegramente al final de este comentario.

El artículo está escrito por Hugo Estenssoro, periodista y crítico literario boliviano, colaborador habitual de la prestigiosa "The New York Review of Books", y es un comentario crítico del libro del periodista británico Michael Reid, editor para América Latina de la revista "The Economist", titulado "The Forgotten Continent: The Battle for Latin Americ's Soul", (Yale University Press, New Haven, 2007) que espero no tarde mucho en aparecer en español.

Después de leerlo me he puesto a buscar referencias en Internet sobre el libro y su autor y he encontrado dos de ellas que me han parecido interesantísimas y dignas de lectura. En primer lugar la de Norman Gall , director del Instituto "Fernand Braudel" de Economía Mundial de Sao Paulo, publicada en El País el 19 de enero de este año con el título de "El olvidado progreso de América Latina", y por otro lado, la de Jean-Francois Fogel, periodista francés editor de la edición electrónica de "Le Monde", titulada "Michael Reid y América Latina", y publicada en el blog "El Boomeran(g)" el 21 de enero de 2008 comentando, a su vez, el artículo citado de Norman Gall. Les recomiendo encarecidamente la lectura de los textos citados y de forma especial el de Hugo Estenssoro, en Revista de Libros. Al menos a mi, creo que me va llevar a mirar el acontecer de Latinoamérica con otros ojos. HArendt



http://www.euroamerica.org/sec-conferencias/fotos/f_chile00_24_g.jpg
El periodista británico Michael Reid


"¡Viva la evolución!", por Hugo Estenssoro

La América Latina es cosa mental. La gente ve en la región lo que quiere ver. En el mejor de los casos, ve lo que su ignorancia y prejuicios le permiten ver. Si se invierte la lente a la manera de las Cartas persas de Montesquieu, los resultados son instructivos. Comparados con Brasil, Chile, Colombia y México (vale decir la amplia mayoría de la población del hemisferio), buena parte de los países europeos –por no mencionar los de otras regiones– han sido, a lo largo de los últimos doscientos años, republiquetas más o menos inestables, desiguales y pobres. Ningún sátrapa latinoamericano se compara con los europeos, desde Napoleón hasta Hitler; ningún período de violencia se equipara a los horrores de la guerra civil europea de 1914-1945; la inestabilidad de varios períodos de la vida republicana francesa o italiana poco tiene que envidiar a la de Bolivia; la vida en las favelas de Río de Janeiro no es mucho peor que en las de Nápoles o Marsella, o incluso que en muchas de las residencias municipales gratuitas del Estado de bienestar británico. Y, en compensación, Buenos Aires, São Paulo o Ciudad de México tienen mejores librerías y restaurantes que París, Madrid o Milán; se juega mejor fútbol y la gente de la calle es más cortés. Quien no haya vivido en la América Latina no sabe lo que es la dulzura de vivir, si es que puede pagársela.

La versión oficial es diferente. Los anaqueles de todo el mundo crujen bajo el peso industrializado de la bibliografía miserabilista, según la cual la América Latina es el peor de los mundos posibles y la culpa es de España, Inglaterra y Estados Unidos con sus consecutivas modalidades de imperialismo. De alguna manera, los pueblos de la región son víctimas pasivas, ignorantes, de su propio destino (excepto en el caso de los que escriben), a los que la historia simplemente les ocurre. Esta versión constituye todo un género. Es cierto que, en el caso de la historia latinoamericana, podemos agradecer que a esta versión noire no corresponda otra color de rosa. Pero es alarmante que la abrumadora mayoría de los libros disponibles sobre la región sean más ejercicios retóricos antiamericanos o antiliberales que historias o interpretaciones de la zona. Las alternativas son pocas, difíciles de localizar y en ediciones casi siempre agotadas. Amigos y conocidos me preguntan con frecuencia qué pueden leer para formarse una idea aproximada pero cabal de la América Latina. Suelo responder, con algo de malicia marxista (línea Groucho) que, si prefieren no creer a sus ojos, traten de leer la decena de volúmenes de la historia latinoamericana de la Universidad de Cambridge.

El defecto es que la benemérita historia de Cambridge, además de enciclopédica y cara, no llega a cubrir el último cuarto de siglo, que es sin duda el período más importante desde la época de la independencia. Tres factores han cambiado todo desde entonces. El primero es irreversible: la patria del buen salvaje tiene ahora una población mayoritariamente urbana. Los otros dos podrían ser transitorios: todos los países de la región tienen regímenes democráticos (con la excepción de Cuba), y todos tienen que adaptarse a la globalización (que puede desaparecer, como la del período 1870-1930). En otras palabras, la América Latina, por primera vez en su historia, comienza a participar de manera plena y concreta de la modernidad. Como el resto del mundo –excepto los Estados Unidos, que son la modernidad–, lo hace a rastras y pataleando, deseándola ardientemente al mismo tiempo que se rehúsa a pagar el precio. De hecho, la versión miserabilista de la historia latinoamericana forma parte de un género más antiguo y cosmopolita: el rechazo de la modernidad como la invención diabólica de un pequeño círculo de malvados, con el objeto de dominar, explotar y oprimir al resto de la humanidad.

Es posible ver la historia latinoamericana de otra manera. Las «jóvenes repúblicas» no son doncellas ingenuas y un poco bobitas, víctimas de extranjeros codiciosos y brutales. La región está compuesta de algunas de las repúblicas más antiguas de la Edad Moderna, con un denso trasfondo cultural de siglos. Los doscientos años de independencia que comienzan ahora a conmemorarse han sido genuinamente –trágicamente– independientes, al margen de algunos episodios de opereta más anecdóticos que decisivos para la región. (¿Son Vichy y la República de Saló más o menos «representativos» de la moderna historia europea que la ocupación de Haití o Nicaragua por infantes de marina estadounidenses? ¿Es la historia de Polonia y sus poderosos vecinos más o menos trágica que la de México y Estados Unidos?). El colombiano Germán Arciniegas tuvo la agudeza de señalar que el concepto mismo de independencia, en la acepción moderna, cristaliza en la América Latina. Es decir, los latinoamericanos han sido irrefutablemente dueños de su destino y, comparativamente, lo han hecho tan mal como cualquier otro. Eso que podríamos llamar una historia adulta de la América Latina existe y, hoy en día vastamente minoritaria, ocupa los anaqueles menos visibles y frecuentados de todas la bibliotecas (aunque no de las librerías). Pero, como es el caso de tantas otras disciplinas en los tiempos que corren, encontrar y estudiar esos textos es complicado, caro y laborioso, por lo que queda restringido a los especialistas. Una síntesis completa y breve de la historia latinoamericana moderna (desde la independencia), y de su estado actual, es algo que muchos hemos esperado durante largo tiempo. Forgotten Continent, de Michael Reid –que es, además, rigurosa y amena, honesta y lúcida–, satisface esa necesidad.

Los periodistas anglosajones, especialmente los ingleses, son una grey industriosa que cree, como Mallarmé, que todo termina en un libro. Los corresponsales estadounidenses tienen la ventaja de contar con un mercado enorme e insaciable, aunque los limita el mito adolescente del reportero duro pero sensible, y de prosa acartonadamente espartana. También les perjudica que, en términos profesionales, no les conviene quedarse mucho tiempo en un país o región. Sus libros tienden a ser instantáneas de un corto período, o laboriosos reportajes sobre un tema en particular, con dosis casi siempre excesivas de «color local». Los británicos, tal vez gracias a su reciente pasado colonial, suelen instalarse a largo plazo, aprenden mejor los idiomas, tienen lecturas más detenidas y amplias, y frecuentemente «go native», es decir, toman carta de naturalización cultural y sentimental. Se benefician, además, del estilo más fluido y natural que adquieren desde el colegio escribiendo essays –redacciones– todo el año (aunque entiendo que el sistema está desapareciendo). No sorprende que sus libros nos presenten un nítido espejo en el que frecuentemente nos reconocemos con mayor fidelidad que en los que nos ofrecen nuestros propios autores. Ese es el caso, por ejemplo, de John Hooper y los españoles, o John Ardagh (recientemente fallecido) y Francia.

El libro de Michael Reid es mejor aún. Corresponsal en la América Latina desde 1982, Reid es redactor de la sección latinoamericana del semanario inglés The Economist desde 1999, con sede en Londres. Al contrario de muchos de los latinoamericanistas clásicos de la prensa británica y mundial, Reid se interesa en la región por lo que ella es y no por lo que se imagina que debiera ser o le gustaría que fuera. Forgotten Continent, sin embargo, no es lo que, con justificado desdén, suele llamarse «un libro periodístico». No es una colección de artículos ni de refritos hilvanados para parecer un libro, aunque ésa pudiera ser su materia prima. Siguiendo el excelente consejo de Josep Pla, Reid ha escrito un libro para entender mejor su tema. Algunos reseñistas, que no sólo no han leído la obra, sino que tampoco leen The Economist, han afirmado que era de esperar que un redactor de esa revista viera con buenos ojos las reformas económicas con que la región ha tratado de integrarse en la globalización. Reid aclara en la introducción que sus opiniones no son las del semanario y que, incluso, «muchos de sus colegas» no deben de compartirlas. Podemos creerle, pues la revista ha dado un fuerte viraje a la izquierda (junto con el Financial Times, del mismo grupo) en los últimos años, tan pronunciado que la actitud de centroizquierda de Reid debe de parecer casi reaccionaria. No lo es, y todas sus objeciones a los fetiches progresistas son fruto de una obstinada probidad profesional. Acepta y comparte los nobles sentimientos y las buenas intenciones, pero los hechos son los hechos y las categorías no son intercambiables.

Al mismo tiempo, el libro no es una polémica, sino una investigación, y en eso reside su principal mérito. Reid observa que la izquierda de los países ricos, «mientras disfruta de la libertad y prosperidad de la democracia capitalista», mantiene que los autoritarios caudillos socialistas, supuestamente benevolentes, ofrecen una solución válida a la miseria y corrupción de lo que consideran capitalismo. Capítulo tras capítulo, Reid demuestra que la práctica democrática del capitalismo ha sido tan rara como episódica en la totalidad de la región. Sin embargo, Reid sostiene que la América Latina puede aspirar a «la prosperidad en libertad» de los países ricos. Más aún, que «nunca ha estado tan cerca [de ella] en ningún otro período de su historia». Después de décadas de tropezones y reveses, «la región se ha convertido en el más importante y arduo laboratorio de la viabilidad del capitalismo democrático como proyecto global».

Esta no es una «tesis», sino una observación minuciosamente documentada. Después de plantearla, Reid dedica tres densos capítulos en los que indaga en las raíces históricas del fenómeno que estudia. Sus incursiones en el terreno «académico», además de resumir con concisión y transparencia la bibliografía que normalmente sólo es leída por los especialistas, enriquecen la materia con el análisis de temas que suelen esconderse en la impenetrable jerga profesional de politólogos y economistas. Por ejemplo, el «lector común» de Virginia Woolf –razonablemente bien informado– comprenderá mejor con Reid conceptos básicos como populismo, neoliberalismo, teoría de la dependencia o modelo exportador. Reid investiga sus orígenes históricos, carga ideológica y evolución en la práctica, en oportunos ensayos en miniatura que convierten el libro en sustanciosa obra de referencia. Las nueve páginas de apretada tipografía que enumeran la bibliografía absorbida por el autor equivalen a un curso de verano.

El meollo del libro, sin embargo, son las dos secciones sobre las reformas económicas en el marco democrático de las últimas décadas. La historia latinoamericana independiente se divide en grandes períodos de crecimiento con políticas «liberales» –modelo exportador– y los períodos de estancamiento o regresión bajo el signo populista-progresista, con el modelo «desarrollo para adentro». La terminología al uso es equívoca y desorienta. Por ejemplo, las dictaduras militares son consideradas inevitablemente de derecha y conservadoras, brazo armado del «neoliberalismo». Pero casi todas ellas –y no sólo las dictaduras militares de izquierda, que también las hubo– eran favorables a un Estado todopoderoso que dominaba, cuando no acaparaba, las principales actividades económicas de manera poco distinguible del socialismo. Pocos se acuerdan de que, antes del regreso del liberalismo, reinaron durante más de medio siglo el populismo «social» y un keynesianismo socializado, entre las recetas menos tóxicas. Y todos olvidan que el plúmbeo y parasitario PRI mexicano era, como su nombre lo indica, la institucionalización de un movimiento revolucionario, teóricamente lo opuesto del reaccionarismo conservador.

Parece haber acuerdo en que el retorno «neoliberal» cuajó en el llamado Consenso de Washington, formulado en 1989, que, según la mitología radical, habría impuesto por la fuerza un modelo que ha empobrecido a la región. Sin levantar la voz, Reid se limita a establecer la intrincada cronología comprobable, acompañada de las estadísticas de uso común. Queda así claro que las reformas atribuidas al Consenso de Washington pueden precederlo no sólo en la práctica (como el «tratamiento de choque» de 1985 en Bolivia), sino también en la teoría (la CEPAL comienza a desdecirse en los ochenta). Más aún, lejos de ser dictado, el Consenso se origina básicamente en la región, dado el fracaso épico de todas las opciones «heterodoxas», y tan solo es descrito y bautizado, a posteriori, en Washington. La globalización y sus efectos tuvieron importancia. En 1966 Brasil era más rico que Corea del Sur; en los años ochenta, la situación comienza a invertirse; en 2002 el modelo exportador ortodoxo coreano había superado al rival brasileño. Tanto el socialdemócrata Fernando Henrique Cardoso como el socialista Lula da Silva tomaron nota.

Reid es igualmente contundente sobre la relación entre las reformas, por un lado, y la pobreza y desigualdad, por otro. La simple victoria sobre la inflación, al mismo tiempo instrumento y cadalso de los populistas, y endémica en la región, significó la abolicion del más injusto e implacable impuesto que pueda recaer sobre los pobres. En Brasil, el control de la inflación significó reducir la pobreza en un 20%. Además, cuando las reformas son realizadas de manera sistemática y continua, sus resultados son notables. Por ejemplo, la pobreza ha disminuido en la región desde los noventa en apenas un 5%, lo que es claramente insuficiente. Pero en Chile, donde las reformas económicas han echado raíces y florecido, se ha reducido la pobreza desde un 45% en la década de los ochenta a 13,7% en 2006. Incluso gobiernos menos competentes han conseguido –al liberar los recursos antes acaparados por el Estado– aumentar significativamente los gastos sociales, que la mitología miserabilista considera virtualmente abolidos: entre 1989-1991 y 2002-2003 aumentaron en un 39%, creciendo incluso en la recesión de 1998-1999. Todo esto al tiempo que había que lidiar con gigantescos problemas intratables, como la mencionada marejada migratoria, que muchos países ricos no consiguen manejar con éxito. Lima ha aumentado su población por ocho desde los años sesenta; habría que imaginarse el equivalente en Nueva York o París.

El modelo alternativo, preconizado por Hugo Chávez y Evo Morales, ha conseguido convertir a Cuba, uno de los tres países más prósperos de la región en los años cincuenta, en el segundo más pobre, después de Haití y por encima de Bolivia. En el resto de la región los ingresos per cápita han aumentado en un 11%. Las reformas del último cuarto de siglo han sido casi siempre pocas y tardías, y algunas veces desmañadas y deshonestas. Reid enumera y cataloga sus triunfos y miserias ecuánimemente. Pero el catalejo invertido de Montesquieu impone la debida perspectiva. Es verdad que una quinta parte de los latinoamericanos se debaten en la pobreza, pero también es cierto que uno de los problemas de la región al tratar de aplicar el modelo exportador es que sus salarios son demasiado altos para competir con China e India (la legendariamente pobre Bolivia goza, según la ONU, de un nivel de vida superior al de India, aunque su modestia le impida exigir un lugar en el Consejo de Seguridad).

Pero hay algo más, de capital importancia: todo eso ha sido obtenido en democracia. Brasil es la cuarta democracia más populosa del planeta, y la región ocupa el tercer lugar como grupo de regímenes democráticos. En 1977 sólo cuatro países latinoamericanos no eran dictaduras. Hoy la única excepción al consenso democrático es Cuba, pero ahora aun los epígonos de La Habana cumplen con el requisito previo de elegirse con el voto popular. Además, señala Reid, la democracia no ha sido impuesta por las armas de un invasor. Y todo eso a pesar de que «uno de los problemas a que se enfrentan las democracias latinoamericanas es la persistente negación de todo y cualquier progreso por parte de muchos universitarios, periodistas y políticos». El virtual monopolio en la esfera pública de la versión miserabilista hace que resulte aún más admirable el desarrollo democrático. Eso significa que el ciudadano común –sin suficiente tiempo, recursos o educación para informarse– sabe de ella de alguna manera y está dispuesto, por lo menos, a hacer la prueba.

Con toda su prudencia, Reid es un optimista en la cuestión. Por una parte cree que el actual período democrático impulsará el desarrollo económico, al mismo tiempo que advierte de que «la democracia sólo puede prosperar en la América Latina si va pareja a un crecimiento económico acelerado, pues el crecimiento es en parte una tarea política». Es verdad, como nos recuerda, que la democracia consiguió superar las crisis de la «media década perdida» de 1998 a 2002. Pero hay motivos para dudar. Una de las glorias de Colombia ha sido su secular tradición democrática –que, como Reid apunta, compite con ventaja con buena parte de los países europeos–, sin que eso haya resuelto el relativo atraso económico, o siquiera el problema de la violencia política. Chávez en Venezuela, Morales en Bolivia y Correa en Ecuador fueron elegidos democráticamente, así como la pareja Kirchner en Argentina, y se han dedicado alegremente a demoler la economía de sus respectivos países; la democracia podría ser la próxima en su punto de mira.


Todos los síntomas de la actual crisis económica mundial indican que el segundo gran período de globalización podría estar llegando a su fin. Reid narra con precisión las secuelas del derrumbe posterior a 1929 en la historia y la economía latinoamericanas, una de las cuales fue el surgimiento del populismo clásico. Sería tentador decir que la versión actual repite esa historia trágica como farsa. Pero la «batalla por el alma latinoamericana» que Michael Reid sitúa en el remate arquitectónico de su excelente libro podría ser cruenta. Reid justifica su título algo dramático, El continente olvidado, afirmando que la región no es lo suficientemente pobre para inspirar piedad, ni lo suficientemente peligrosa para incitar a cálculos estratégicos. Pero no puede desecharse la posibilidad de que, entre mandones, aturdidos e indiferentes, se incite a cálculos que terminen inspirando piedad. (Revista de Libros, núm.144, diciembre 2008)



El periodista boliviano Hugo Estenssoro



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[SONRÍA, POR FAVOR] Al menos hoy jueves, 5 de septiembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo escaso sentido del humor, así que aprecio la sonrisa ajena, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada, iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...





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miércoles, 4 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Apología del Senado (como ágora)




Dibujo de Eulogia Merle para El País


Yo, de niño, quería ser senador. No de la Roma repúblicana, que me quedaba muy lejos. Ni del Estado español franquista, cuyo sucedáneo era el Consejo Nacional (que me atraía un poco más). No, yo quería ser senador del Senado de los Estados Unidos de América. Pero me faltaba la nacionalidad, y eso me parecía algo complicado de solventar. ¿Y por qué ese deseo de ser senador del Senado de los Estados Unidos de América, se preguntarán ustedes? Pues muy sencillo, porque quería emular a quien era mi personaje público favorito de principios de los 60: John F. Kennedy. De mi admiración por él en aquella lejana época de mi infancia y primera juventud ya he escrito a menudo en el blog. No voy a reiterarme. Más tarde, con el paso de los años, tras la restauración  de la democracia y la entrada de España en la Unión Europea mis intereses se volvieron más caseros: deseaba ser senador, ahora sí, del Senado español, y miembro del Parlamento Europeo. Pero ya ven, ni siquiera conseguí ser concejal de mi ciudad, cargo al que opté por dos veces. La segunda con ciertas posibilidades de éxito, pero tampoco coló... Termino esta íntima digresión de hoy que no acabo de entender muy bien a qué rábanos ha venido, con una frase que recuerdo haber oído a otra gran persona a la que admiro profundamente: Joan Manuel Serrat. Dijo Serrat (y espero que no sea apócrifa porque se la tengo adjudicada a él con mucho cariño): "La felicidad consiste en aspirar a cumplir todos nuestros deseos y conformarnos con lo que nos toque". Es verdad, por eso soy feliz.

El filósofo y profesor Manuel Cruz, actual presidente del Senado (y espero que por una legislatura completa al menos) escribe sobre el Senado como ágora, ya saben la plaza pública que en Atenas servía de reunión a los ciudadanos de la polis. La Cámara Alta, dice Cruz, tiene la oportunidad de ser un espacio de debate y encuentro idóneo para atender todos los problemas que nos van a definir como individuos, como sociedad y como país en los próximos años. A mí personalmente, que sigo soñando despierto con ser senador (de "senectus": anciano), me ha gustado mucho. Por eso lo subo hoy al blog en este "A vuelapluma". Porque es algo que a mí me hubiera gustado contribuir a lograr como senador del Senado de España.

Quien albergue el firme propósito de neutralizar una demanda tiene a su disposición una vieja fórmula, de eficacia probada, comienza diciendo Cruz. Se trata de presentar dicha demanda cada cierto tiempo, pero cuidándose mucho de que nada cambie como consecuencia de la presentación. De esta manera, se consigue que los destinatarios del mensaje se acostumbren tanto a verla presentada como a la ausencia de resultados. El desenlace último de tanta vana insistencia es que la reclamación originaria queda convertida en una letanía tan previsible como bienintencionada, que se ve incorporada al catálogo de reivindicaciones heredadas, pero de la que nadie espera que se derive verdaderamente consecuencia alguna. Ni siquiera se trata, pues, como en la sentencia de Lampedusa en El gatopardo, de que “todo cambie para que todo siga igual”. A veces, parece que basta con limitarse a formular el deseo, sin más, para así dar por concluido un deber institucional o político.

Eso es en buena medida lo que parece haber ocurrido con el debate sobre el papel del Senado desde hace décadas. El diagnóstico sobre la necesidad de su reforma es compartido de manera prácticamente unánime por todas las fuerzas políticas, y así se ha venido expresando a lo largo de varias legislaturas, especialmente al inicio de las mismas. Todo el mundo ve necesario dotar al Senado de mayor peso y relevancia, y adecuarlo así de forma genuina a lo que la Constitución de 1978 nos dice que es: una Cámara de representación territorial y, también, de segunda lectura legislativa. Sin embargo, las urgencias y coyunturas de una vida política cambiante —que ha pasado de un escenario de bipartidismo imperfecto a un multipartidismo al que aún nos hemos de acostumbrar, pero cuyo destino no deja de ser también incierto— siempre han terminado por imponer su ritmo y sus intereses, aunque estos no fueran siempre los de España. Eso debe cambiar, y ha de hacerlo en la presente legislatura.

Soy muy consciente de las dificultades de la tarea, y a ellas ya me referí en mi discurso de toma de posesión: son demasiados los matices jurídicos y políticos que hacen de mi intención algo complejo, y en cierta medida, ajeno a mi sola voluntad y a la del grupo que me propuso para el cargo que ahora ocupo. Pero no es menos cierto que sí se dispone de un margen determinado para acercar nuestra realidad a nuestras aspiraciones. Un terreno que estoy decidido a explorar en esta legislatura —dure lo que dure— y con el decidido objetivo de no hacer de este un esfuerzo inútil que, en palabras de Ortega, nos conduzca a todos a la melancolía, sino un camino fecundo que culmine una aspiración no solo ampliamente compartida, sino también necesaria y urgente.

Vivimos momentos de zozobra personal y política, de perplejidad ante acontecimientos que cuestionan una forma asentada de entender el mundo. El relato ilustrado se nos presenta en crisis, con la linealidad de la idea del progreso puesta en entredicho y con la consiguiente crisis de nuestra relación con el futuro. Todos hemos escuchado el generalizado lamento de que nuestros hijos e hijas vivirán peor que nosotros. Por añadidura, durante estos años convulsos las instituciones democráticas han perdido solidez y atractivo a los ojos de unos ciudadanos crecientemente desencantados, hasta el extremo de que podría hablarse de una auténtica quiebra de uno de los pilares sobre los que se sostiene el edificio democrático, a saber, la confianza entre ciudadanos e instituciones.

Ahora bien, incluso la desconfianza admite grados, y no cabe llamarse a engaño respecto a que la misma se ve agravada cuando sobre las instituciones de las que se desconfía ya recaía con anterioridad algún tipo de sospecha (de inutilidad, de obsolescencia u otra), como es el caso del Senado de España. Pero precisamente porque me ha correspondido el honor de presidirlo y he asumido el deber político y moral de reivindicarlo, me atrevo a formular esta idea con toda rotundidad. Es hora de cambiar el orden de la ecuación: si el Senado pudo ser parte involuntaria de ese problema, debe ser ahora, con más determinación, uno de los ejes de la recuperación de nuestra autoestima como ciudadanos políticos de una democracia plena.

No se trata de un mero desiderátum, y mucho menos de una mal entendida obligación institucional. Se me permitirá a este respecto una reflexión final que atañe tanto a nuestro sistema político como a nuestro momento histórico general. Dominados como están nuestro debate y nuestra vida pública por las urgencias cortoplacistas y nuestra adaptación inmediata a un nuevo sistema de partidos, el Senado tiene la oportunidad y el deber de pensar a largo plazo, de ser la conciencia estratégica de nuestro sistema político. Desde el regreso de la democracia, nunca como hasta ahora podrán ser más evidentes las virtudes del bicameralismo y del equilibrio de poderes de nuestro andamiaje institucional. No en vano acreditados especialistas gustan de referirse, de tan tentados por demasiados estímulos y falsas urgencias como nos vemos constantemente, a la capacidad de atención como el nuevo cociente intelectual de nuestros días. Pues bien, es este papel de reflexión de fondo el que nuestra Cámara Alta está en disposición de jugar mejor que ninguna otra institución.

Aspiro a que el Senado sea a partir de esta legislatura la Cámara que hable con voz más autorizada sobre aquellos asuntos relacionados con la organización y la estabilidad territorial de España. Porque no son pocas las iniciativas que podremos tomar en este sentido, desde la recepción de las conferencias de presidentes autonómicos hasta el análisis y el impulso de un nuevo sistema de financiación autonómica, pasando por la creación de ponencias y comisiones encargadas de estudiar todo aquello relacionado con lo que, de forma diáfana, podríamos encuadrar como asuntos de competencia territorial. Pero, como Senado, tenemos además una oportunidad añadida en estos años venideros: la de hacernos cargo de los retos estratégicos que afrontamos como país y como sociedad a medio y largo plazo. Ser capaces de elaborar diagnósticos ampliamente compartidos que puedan luego servir de base para el diseño de las políticas públicas adecuadas. Ser, en definitiva, una auténtica y genuina cámara de reflexión, conciencia y brújula, en la que se debatan aquellos asuntos medulares que constituyen el entramado básico de las preocupaciones colectivas que conforman nuestro presente. Con el corolario ineludible que se desprende de lo anterior: precisamente por la trascendencia de la tarea pendiente, se necesita la participación en la misma de todos aquellos ciudadanos que tengan ideas que aportar en orden a construir un mejor futuro para todos.

Estoy convencido de que el Senado tiene ahora, y de forma inédita en los últimos años, la oportunidad de convertirse en una auténtica ágora influyente, eficaz, cercana. En un espacio de debate y encuentro menos asediado por distracciones y complicaciones coyunturales, e idóneo para atender todos aquellos problemas que nos van a definir como individuos, como sociedad y como país en los próximos años. Porque vivimos un auténtico cambio de época, en un crucial momento de transformaciones globales, y todo ciudadano debe sentir y saber que el Senado está a su altura y a su servicio. Ese es mi objetivo, y en base a él quisiera que, pasado el tiempo, se juzgara mi desempeño.





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[NUESTRA EUROPA] Extrema derecha. El club de la discordia



El ministro del Interior italiano Matteo Salvini (Foto de Yara Nardi, Reuters)


Los desencuentros entre los países son cada vez mayores, pero aunque a veces parezca el club de la discordia, a pesar de todo, la Unión Europea sigue funcionando razonablemente bien, escribe Dirk Schümer, corresponsal para Europa del diario alemán Die Welt.

La solidaridad recíproca entre los distintos países de Europa no pasa por su mejor momento, comienza diciendo Schümer. Numerosos europeos occidentales reniegan de la derecha nacionalista de Polonia y Hungría. Ya durante la crisis del euro, cuando en Grecia se exhibían imágenes de la canciller Angela Merkel en uniforme nazi y se quemaban en público banderas alemanas, se endureció el tono contra la supuesta arrogancia de una Alemania económicamente todopoderosa. La política de fronteras abiertas de Merkel ha azuzado todavía más los ánimos contra Alemania en muchos lugares. El ministro del Interior italiano, Matteo Salvini, se ha despachado verbalmente contra los buenistas alemanes que, a sus ojos, desprecian la soberanía y las leyes italianas.

Podría seguir y seguir con la lista de conflictos intraeuropeos: muchos catalanes desprecian a la Unión Europea (UE) porque no ha querido zanjar su conflicto con el poder central. Incluso en Bruselas, funcionarios y políticos se indignan con los “europeos orientales” que se embolsan mucho dinero de los fondos estructurales, pero no muestran solidaridad alguna a la hora de acoger a inmigrantes.

Sin embargo, en las cumbres de la Unión Europea no se oye nada de que estos mismos países pierden de forma masiva a sus médicos e ingenieros, que los abandonan por trabajos mejor remunerados en los Estados de Europa septentrional y occidental, lo que amenaza con la miseria a muchas zonas de Bulgaria, Rumanía y Croacia.

En estos tiempos turbulentos, la Unión Europea actúa —incluso dejando fuera el caos del Brexit— como un club de la discordia organizada. Si la UE fuera un club de fútbol, las disputas entre la delantera y la defensa, los entrenadores y el presidente hace ya tiempo que habrían precipitado su descenso. De forma sarcástica, también se puede defender la conclusión contraria: que a pesar de la rampante desconfianza y los reproches mutuos, la Unión Europea sigue funcionando pasablemente; además, el hecho de que pese a toda la gresca se hayan podido poner de acuerdo para elegir una nueva presidenta de la Comisión es casi un milagro y un indicio de que la formidable idea básica de la cooperación transnacional es más fuerte que el egoísmo nacional.

Y, al contario, también podríamos preguntarnos alguna vez con calma si, personalmente, somos ajenos a los prejuicios nacionales que se deslizan en las noticias e incluso en los comunicados gubernamentales. Hace poco me preguntó irónicamente una francesa qué tal me iba, como alemán, en Italia, “el país de Salvini”. Mi digna respuesta —“en las elecciones presidenciales francesas el Frente Nacional de Marine Le Pen ha recibido el doble de votos que la Liga Norte de Salvini en Italia”— fue rechazada con grandeur por la dama: “Son cosas completamente distintas”, observó.

Es precisamente esta manera de pensar la que termina socavando la Unión Europea. Quien considera que para sí y para los suyos rigen otras normas que para “los otros”, quien quiere solo para sí lo ancho del embudo, está profundamente preso de una estrecha forma de pensar nacional.

Por eso no debería ser ninguna sorpresa que los italianos teman más a la inmigración masiva a través del Mediterráneo que los irlandenses, daneses o letones. Es en Italia donde desembarcan los migrantes. Lo mismo puede decirse de la solidaridad que se exige a los europeos orientales a la hora de acogerlos. ¿Por qué Estados como Bulgaria, que sufre la sangría demográfica de sus ciudadanos mejor formados, debe hacerse cargo de numerosas personas sin formación, que a fin de cuentas acuden atraídos por Europa occidental? Todos debemos cuidarnos de las cómodas generalizaciones nacionales.

Un ejemplo más: no hay “polacos populistas”, porque no todos los ciudadanos de Polonia, ni de lejos, han votado al partido Ley y Justicia. Y, al mismo tiempo, una ojeada al sangriento pasado polaco, con las ocupaciones nazi y soviética, nos ayuda a entender la mayor desconfianza de Polonia a un poder central que dé órdenes desde el extranjero. Lo mismo ocurre con todas las naciones de la UE y sus historias divergentes. Cada país es distinto, funciona de forma distinta, reacciona de manera distinta. Eso es precisamente lo fascinante de la UE. Si reducimos esto a un tosco relato sobre Oriente y Occidente, sobre derecha e izquierda, sobre el bien y mal, la Unión Europea ya ha perdido su diversidad.



La Victoria de Samotracia. Museo del Louvre, París



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