sábado, 12 de agosto de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy sábado, 12 de agosto de 2017






El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Idígoras y Pachi en El Mundo; Forges, Peridis y Ros en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[Pensamiento] Ateísmo en el islam





Vuelvo a comentar un nuevo artículo de la profesora Ana Soage, doctora en Estudios Semíticos, profesora en Ciencias Políticas en la Universidad de Suffolk y analista senior en la consultoría estratégica internacional Wikistrat. De ella comenté también hace pocos días otro interesantísimo artículo sobre el feminismo en el mundo islámico. En el artículo de hoy, Ana Soage reseña un reciente libro del profesor canadiense de origen paquistaní, Ali Rizvi, titulado El musulmán ateo. Un viaje de la religión a la Razón (St. Martin’s Press, Nueva York, 2016), que trata del crecimiento del ateísmo en el mundo musulmán de hoy, algo que la profesora Soage no comparte del todo.

El ateísmo crece en las comunidades islámicas o, cuando menos, se hace más visible, comienza diciendo la profesora Soage. En la última década han aparecido organizaciones de exmusulmanes no sólo en países occidentales (Gran Bretaña, Francia, Alemania, Bélgica, Holanda, Estados Unidos, Nueva Zelanda), sino también en otros de mayoría musulmana, como Marruecos, Argelia, Pakistán, Irán y Arabia Saudí. Sin embargo, muchos ateos prefieren mantener un perfil bajo para evitar el rechazo de su familia y de la sociedad, la violencia de integristas justicieros y, con frecuencia, la persecución de las autoridades. En efecto, los apóstatas pueden ser condenados a muerte en varios países (Arabia Saudí, Irán, Afganistán, Sudán), y en casi todos los demás existen leyes que castigan la blasfemia con multas y penas de cárcel. Incluso Estados supuestamente moderados como Marruecos, Egipto e Indonesia encarcelan a los críticos del islam.

Además, los activistas exmusulmanes son acusados de formar parte de una conspiración «cruzado-sionista» para destruir el islam, o denigrados como «tíos Tom» u «Oreos» (marrones por fuera, blancos por dentro). En estas circunstancias, no es sorprendente que muchos de los que se han convertido en personalidades mediáticas −como el egipcio Hamed Abdel Samad, el palestino Waleed al-Husseini, el iraquí Faisal Saeed al-Mutar, o el autor que nos ocupa, Ali Rizvi− vivan en países occidentales. Ni que se sientan atraídos por el controvertido y militante «nuevo ateísmo» de Richard Dawkins, Sam Harris, Daniel Dennett o el ya desaparecido Christopher Hitchens. Su principal arma son los medios sociales, que les han permitido difundir su crítica del islam, crear redes de apoyo para otros apóstatas y organizar campañas de concienciación como #ExMuslimBecause, que se hizo viral tras su lanzamiento en noviembre de 2015: en dos semanas, la etiqueta fue utilizada más de cien mil veces.

Con más de 43.600 seguidores en Twitter, Ali Rizvi es una figura prominente del colectivo exmusulmán. Nacido en el seno de una familia pakistaní de clase media en la década de los setenta, pasó varios años de su infancia en Libia y Arabia Saudí, donde sus padres trabajaban como médicos. Él mismo estudió Medicina en Canadá, su país de adopción, pero en los últimos años se ha orientado hacia la escritura, siendo un colaborador habitual de la edición internacional de The Huffington Post. The Atheist Muslim. A Journey from Religion to Reason (El musulmán ateo. Un viaje de la religión a la razón) es su primer libro, y tiene varias lecturas. En primer lugar, es una narración de la experiencia personal del autor, que pretende ser la voz de quienes no pueden hacerse oír. Es, asimismo, un ataque contra la religión desde la perspectiva del «nuevo ateísmo». Finalmente, es un alegato contra dos posturas dominantes en el debate sobre el islam en Occidente tras el 11-S: la xenófoba y la apologista.

Rizvi repasa los episodios que marcaron su periplo «de la religión al ateísmo». Recuerda una visita a familiares en Londres para despedirse de su prima de tres años, que se moría de leucemia, y su cólera infantil contra ese Dios supuestamente «clemente y misericordioso» por someter a la niña a semejante suplicio. Evoca una inspección de la escuela para hijos de expatriados en que estudiaba en Riad, durante la cual un funcionario advirtió que los copos de nieve de papel que habían hecho los pequeños para las decoraciones de Navidad tenían seis puntas (¡como la estrella de David!) y procedió a cortar una de las puntas de cada uno de ellos. Y señala que sus padres intentaron convencerlo de que los aspectos más inaceptables del islam saudí son costumbres locales, pero no tardó en descubrir que el Corán los sanciona, imponiendo castigos como la decapitación de los infieles (8:12-13) y la amputación de la mano del ladrón (5:38), autorizando la violencia doméstica (4:34), aconsejando evitar la amistad de cristianos y judíos (5:51) y un largo etcétera.

El joven Rivzi decidió que son los musulmanes moderados, y no los extremistas, quienes interpretan la religión de manera selectiva. Observó que, desde la perspectiva extremista, las ambigüedades y contradicciones desaparecen, puesto que el islam predica la solidaridad hacia otros musulmanes y la hostilidad hacia los no musulmanes. Y llegó a la conclusión de que su familia y amigos no son buenas personas debido a su fe, sino a pesar de ella, puesto que en la práctica adaptan los textos sagrados a su sentido moral, y no al revés. Por otra parte, su interés por la ciencia lo llevó a ver en la religión un vestigio del pasado y un obstáculo al progreso. Por fin, abandonó el islam «por honestidad intelectual», y tras el 11-S decidió que denunciarlo se ha convertido en una necesidad apremiante porque, en su opinión, el terrorismo es una consecuencia «inevitable» de seguir sus mandatos.

The Atheist Muslim presenta una crítica acertada, aunque no demasiado original, de la religión en general y del islam en particular, desmintiendo ciertos mitos que difunden los apologistas. Revela, por ejemplo, sus manipulaciones de los textos, como la aleya «Quien matara a una persona es como si hubiese matado a toda la humanidad» (5:32), que se cita a menudo para ilustrar la naturaleza pacífica del islam. La misma aleya puntualiza «a menos que [esa persona] hubiera matado o sembrado la corrupción en la tierra», mientras que la siguiente proclama: «La retribución a quienes hacen la guerra a Dios y a Su enviado y siembran la corrupción en la tierra es que sean muertos, o crucificados, o amputados de manos y pies opuestos, o desterrados del país» (5:33). Rizvi afirma que esta y otras muchas aleyas explican las acciones de los terroristas. Reconoce que la fe no es el único factor que los empuja a la violencia, pero la juzga fundamental.

No obstante, el autor concede que la inmensa mayoría de los musulmanes no practican ni apoyan el terrorismo, y en su día a día consiguen compatibilizar el islam con su realidad cotidiana dondequiera que vivan. Para ello, realizan una lectura selectiva de sus fuentes y justifican sus mandatos más controvertidos como apropiados para una época determinada que ha quedado en el pasado. El proceso es similar al que se produjo dentro del judaísmo y el cristianismo, cuyos textos sagrados no tienen nada que envidiar del Corán en términos de violencia, misoginia e intolerancia. La tendencia global hacia el individualismo, que no excluye al mundo musulmán, convierte la religión en un asunto privado y opcional que muchos retienen como fuente de inspiración o consuelo. ¿Qué inconveniente tiene esta acomodación a nuevas realidades y valores? Rizvi opina que tal «disociación cognitiva» es insostenible, aunque tenga su utilidad porque representa una admisión tácita de que existe un problema con el islam.

En cualquier caso, Rizvi mantiene que la solución de ese problema no es la reforma, que no sería posible debido a los dos dogmas centrales de la religión musulmana: el Corán es considerado divino e infalible, y el profeta Muhammad, el ser humano más perfecto que jamás haya vivido. Para ilustrar este último punto, relata que en Arabia Saudí no puede argumentarse a favor de una edad de consentimiento sexual que proteja a las menores, porque ello implicaría una crítica del profeta, que se casó con Aisha cuando esta tenía seis años y consumó el matrimonio cuando tenía nueve. Olvida mencionar que la mayoría de los países musulmanes han establecido edades de consentimiento sexual comparables a las de los países occidentales1y que, además, no implementan los castigos corporales que ordena el Corán (azotes, amputaciones, crucifixiones, etc.). Eso los hace menos literalistas, pero, ¿son menos musulmanes? ¿Debemos entender el islam como algo rígido e inmutable?

El principal reproche que puede hacerse a The Atheist Muslim es precisamente que reduce la religión musulmana a su versión más literalista, conservadora e intolerante, y pasa a declararla incompatible con los valores del mundo moderno. Aunque no debemos juzgar a Rizvi demasiado duramente: en las últimas décadas se han difundido interpretaciones islamistas y salafistas del islam que Estados como Arabia Saudí o Qatar han visto en su interés promocionar, y que se caracterizan por el literalismo, el conservadurismo y la intolerancia. Pero también han aparecido lecturas alternativas, especialmente entre los musulmanes asentados en Occidente, que no deben responder ante las autoridades religiosas y políticas que dificultan el cambio en países de mayoría musulmana. Así, por ejemplo, utilizan la exégesis para realizar interpretaciones del islam compatibles con la igualdad entre los sexos. Quizás el enfoque de Rizvi nos parezca más honesto, pero, ¿es más productivo? ¿Acaso podemos pretender que todos los musulmanes lo imiten y abandonen su fe?

Rizvi recurre a una metáfora médica para responder a esta cuestión: su objetivo, explica, no es hacer que los fumadores dejen el tabaco, sino prevenir que los jóvenes adquieran el hábito. En otro punto, afirma que el mundo musulmán vive un Siglo de las Luces y compara a aquellos que defienden la libertad de expresión, desafían a las autoridades religiosas y desmontan los dogmas del pasado con los revolucionarios de la Europa del siglo XVIII que se alzaron contra la teocracia, la irracionalidad y la superstición. Y es indudable que está produciéndose un gran cambio debido a la globalización y las nuevas tecnologías, que exponen a los musulmanes a más información y nuevas ideas. Como consecuencia, muchos aspiran a obtener los derechos y las libertades que se disfrutan en los países occidentales y, en ocasiones, adoptan una actitud más crítica hacia la religión. Sin embargo, la experiencia de Occidente muestra que el ateísmo no es un prerrequisito para el cambio social, ni resulta automáticamente del mismo.

En relación con el debate sobre el islam en Occidente, Rizvi rechaza las dos posturas que considera dominantes. La xenofobia de la derecha populista es éticamente repugnante, puesto que culpa a toda una comunidad de los crímenes de una pequeña minoría y amenaza a cualquiera cuyo aspecto físico se asocia con los países musulmanes. En el otro extremo está la postura apologista de ciertos sectores de la izquierda, que se basa en otro populismo: el de atribuir todos los males del mundo al imperialismo occidental y ver a los terroristas musulmanes como víctimas que reaccionan al mismo. La denominada «izquierda regresiva» apoya incluso a grupos o regímenes islamistas que tienen un discurso antioccidental, a pesar de sus posiciones contrarias a valores fundamentales de la izquierda como la libertad de expresión, la libertad de conciencia y la igualdad entre los sexos. Rizvi denuncia, asimismo, a quienes utilizan el término «islamofobia» como arma arrojadiza para acallar cualquier crítica del islam, por legítima que sea, y defiende una postura laica y liberal que permita practicar el islam libremente, pero también atacarlo.

The Atheist Muslim da voz a un colectivo a menudo desconocido, y no es difícil simpatizar con su autor, aplaudir su trayectoria intelectual y creer en sus buenas intenciones, concluye diciendo la profesora Soage. Pese a ello, podemos cuestionar su lectura reduccionista del islam, que no refleja la práctica de la mayoría de los musulmanes, y su insistencia de que la religión musulmana es irreformable. La apertura del mundo musulmán a los debates contemporáneos ha provocado tensiones y conflictos, pero es bastante improbable que se produzca un abandono masivo de la fe. Si la cuestión principal es la promoción de los derechos universales, ¿por qué desdeñar los esfuerzos de quienes los buscan en los textos religiosos, por muy poco convincentes que nos parezcan sus argumentos? Por otro lado, Rizvi señala con acierto que proteger a los musulmanes del racismo no significa que no deban criticarse ciertos aspectos del islam. Y un grupo de lectores, los jóvenes de origen musulmán que se plantean preguntas sobre la religión, encontrarán en la lectura de la obra aliento y guía.





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viernes, 11 de agosto de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy viernes, 11 de agosto de 2017






El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Idígoras y Pachi en El Mundo; Forges, Peridis y Ros en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





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[A vuelapluma] Histéricos anónimos, democracia de enjambre





Basta con observar con un poco de interés y curiosidad el funcionamiento de las redes sociales para darse cuenta de que están monopolizadas por una panda de histéricos anónimos que se pronuncian con autoridad supuesta sobre lo que no entienden ni saben. Están en su derecho, indudablemente, lo que ocurre es que si los dejamos pasar sin respuesta, lo único que cabe esperar es una democracia de enjambre, de estilo populista, en la que solo se oirán las voces de aquellos que griten más alto. Ejemplo local, los chicos de la CUP; e internacional, los tuits de Trump o las bravuconadas de Kim Jong-un. 

Manuel Arias Maldonado (1974) es un filósofo, sociólogo, politólogo y ensayista español, profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga, investigador visitante en las universidades de Keele, Oxford, Siena, Munich y Berkeley, que lleva un interesante blog en Revista de Libros en el que suele tratar asuntos de actualidad. En el último número de dicha revista acaba de publicar un interesante artículo refiriéndose al llamado caso Howard Chaykin, un veterano dibujante norteamericano, cuya serie The Divided States of Hysteria –publicadas por Image Comics en Estados Unidos– ha provocado un torrente de críticas y desembocado en el enésimo debate sobre la libertad de expresión en las sociedades liberales. 

Cada día tiene su afán, solía decirse; ahora sería más exacto afirmar que cada día tiene su controversia, comienza diciendo Arias Maldonado. Nuestras sociedades son tan conflictivas, al menos sobre la pantalla del ordenador, que no se entiende el empeño de los agonistas en lamentar los efectos adormecedores del presunto consenso liberal. Esta vez le ha tocado al mundo del cómic, según aprendo en el activo muro digital de mi amigo Pepo Pérez, dibujante y teórico del medio himself. No obstante, se trata de una polémica que trasciende el cómic, a la vez reflejando y amplificando una tendencia preocupante que afecta al conjunto de la esfera pública: aquella que limita la libertad de expresión en nombre del presunto daño que produce su ejercicio. Es un tema que hemos abordado con anterioridad en este blog, atendiendo sobre todo al ejercicio de victimología en que parece haberse convertido la participación en la conversación pública. Pero el caso que nos ocupa invita a contemplar otros aspectos del mismo.

La controversia persigue intermitentemente a Chaykin desde, al menos, la publicación de la serie Black Kiss en 1988: un cómic erótico de aire hard-boiled protagonizado por vampiros transexuales que rondan Hollywood y buscan metraje pornográfico perteneciente a la colección del Vaticano. En esta ocasión, ha concebido una serie cuyo título ya es lo bastante explícito: jugando con el nombre de la república norteamericana, el dibujante describe un país sacudido por el odio racial y el prejuicio político e inmerso, de hecho, en una segunda guerra civil. Si lo hace con éxito o no, lo ignoro, pues no he leído la serie. De hecho, lo mismo puede decirse de la mayoría de quienes han arremetido contra ella, pues el escándalo se ha centrado en una de sus portadas: una superficialidad verdaderamente significativa que remite a la histeria denunciada por el autor. Histeria: reacción desmedida e incontrolable ante un estímulo exterior. Para más detalle, ha sido la portada del número 4 de la serie la que ha provocado un aluvión de protestas que han culminado con su retirada, si bien el primer número ya contenía una escena –el ataque contra un trabajador transexual– que ya generó quejas entre lectores y comentaristas. La cubierta en cuestión muestra a un paquistaní (sabemos que lo es porque su polo muestra la palabra paki en la pechera) que ha sido linchado y cuelga en plena calle con sus genitales visiblemente mutilados. Detrás de él, una marquesina dice irónicamente que se ofrece «final feliz con cualquier almuerzo de la casa».

Image Comics retiró la portada y pidió disculpas por haber ofendido la sensibilidad de los lectores, añadiendo que siendo todos los crímenes de odio horripilantes y deshumanizadores, la intención de la portada era llamar la atención sobre el tipo de sociedad en que nos hemos convertido: una donde los «hechos alternativos» pueden servir de excusa para la agresión racial. Pero la disculpa no ha convencido a todo el mundo: se ha dicho que el comunicado culpa a los lectores por reaccionar impropiamente, desviando la atención de una imagen genuinamente problemática. Al emplear visualmente un crimen de odio «sin añadir nada a la conversación», dice Beth Elderkin, sin contexto ni reflexión, lo único que hace es explotar un asunto escabroso para llamar la atención. Por su parte, Kieran Shiach ha escrito en The Guardian que la respuesta que ha dado Chaykin –quien ha dicho que el problema estriba en que el 45% de los norteamericanos sueña con un acto así– confirma la necesidad de que las editoriales controlen, dentro de su derecho, aquello que publican: «Una portada así no debería jamás ver de nuevo la luz del día». No se molesta en explicar por qué, pero el hecho es que ha bastado la presión ejercida por estas reacciones –multiplicadas hasta el infinito en las redes sociales– para que la editorial haya preferido quitarse el muerto de encima, en sentido literal y figurado, haciendo lo más fácil: sustituir la portada por otra y alejarse del foco público.

¡Menuda historia! Su familiaridad es inquietante: abundan las llamadas a la censura de aquello que resulta incómodo o es etiquetado como inmoral o se identifica como causa de una ofensa. Vaya por delante que la libertad de expresión nunca es ilimitada. Los textos constitucionales de las democracias liberales suelen incluir una cláusula que establece como límite a la libertad de expresión el daño al honor o la intimidad personal, que corresponderá proteger a los tribunales. Y sería deseable que todo aquel que se expresase públicamente observase ciertas normas de civilidad; pero no hacerlo está lejos de ser punible mientras no se sobrepasen los límites arriba señalados. Fuera de esos casos, sin embargo, la limitación de la libre expresión debe encontrarse muy justificada; y raramente lo está. De hecho, como nos recordaba The Economist la semana pasada, la situación es muy distinta en los regímenes no democráticos o sólo parcialmente democráticos, donde el ejercicio de la libre expresión puede tener graves consecuencias: el escritor birmano Maung Saungkha fue condenado a seis meses de prisión por publicar un poema en Facebook que las autoridades consideraron, no sin imaginación, infamatorio para el presidente de la nación. Incluso en la antigua Grecia, como gustaba de recordar Giovanni Sartori, la libertad de palabra no protegía al ciudadano de las consecuencias de sus intervenciones públicas: el mismísimo Sócrates fue condenado a muerte por «corromper a la juventud». Y aunque en las democracias occidentales ya no nos jugamos la cárcel, sí corre peligro nuestra reputación: la esfera pública se ha envilecido tanto que el miedo a exponer las propias opiniones empieza a cundir entre aquellos usuarios que no se escudan en el anonimato. Eso que Byung-Chul Han llama «democracia de enjambre» funciona a pleno rendimiento.

No es éste el lugar para describir en detalle el contraste entre el ideal de la esfera pública y su práctica. Baste señalar que el ideal nos habla de un intercambio razonado de argumentos entre sujetos que se respetan mutuamente y buscan la verdad intersubjetivamente. Por contraste, la práctica siempre ha sido algo menos civilizado. Las falsedades y la cerrazón religiosa o ideológica han dificultado –pero no frenado– esa búsqueda colectiva de la verdad. El concepto de opinión pública encierra así una cierta contradicción: es un ideal democrático que aspira a un ejercicio aristocrático de la razón. Por algo sólo podían participar en ella, originalmente, aquellos que poseían educación y eran capaces de discurrir sobre los asuntos comunes. Eso ha ido cambiando a medida que las sociedades se democratizaban y las redes sociales han terminado por eliminar cualquier barrera comunicativa: quien tenga un smartphone puede emitir opiniones sobre cualquier asunto sin necesidad de presentar credenciales de ninguna clase. Y así debe ser. Pero la falta de civilidad y autocontención ciudadanas están causando problemas inesperados para los que no tenemos aún respuesta.

Es interesante lo que ha sucedido con la publicidad, esto es, con la cualidad de lo público. Tradicionalmente, como puede verse en cualquier película de periodistas, la publicidad era el arma con que podía forzarse a la clase política a responder de sus errores o corrupciones: en cuanto algo llega al conocimiento común, se convierte en otra cosa y los afectados no pueden escapar a la mirada pública. Ahora, la publicidad se ha vuelto tóxica en otro sentido: la conversación colectiva es el espacio donde quien cae del lado equivocado del debate puede ser linchado en nombre del bien común. Hay que evitar todo desliz para poder vivir tranquilo. Por suerte, nadie puede encarcelarnos por hacer un comentario, pero podemos acabar bajo una shitstorm tuitera, e incluso en las páginas de un diario nacional que quiera hacer caja con un titular absurdo. Juan Soto Ivars ha hablado de «poscensura» para referirse a este fenómeno. Y aunque sólo los poderes públicos pueden ejercer la censura, la actitud inquisitorial que tanto abunda en las redes sociales –donde el exaltado siempre tiene razón a base de golpear con ella– conduce fácilmente a una autorrestricción que tiene poco de voluntario.

Por otro lado, como muestra el caso Chaykin, la Red se ha poblado de defensores de la corrección política que enarbolan conceptos tan anticuados como el buen gusto o la moralidad pública para justificar el ataque a las opiniones que les disgustan. Nada hay de malo en una cierta corrección política, rectamente entendida como respeto hacia los demás. Pero lo que contemplamos ahora es un uso espurio de la misma que, en la práctica, conduce a una conversación pública higienizada donde nadie debe poder jamás sentirse ofendido y sólo ciertos discursos poseen plena legitimidad expresiva. Tal como ha señalado Timothy Garton Ash, no es aconsejable que organicemos el debate público a partir de una noción de daño que dependa en exclusiva de la percepción subjetiva del ofendido. Y ello, al menos, por dos razones: porque no es sano constituir una sociedad formada por personas que se presenten habitualmente como víctimas de la ofensa ajena; y porque en un mundo interconectado y heterogéneo, no digamos en la Red, siempre encontraremos cosas que nos ofendan. Es preferible, sostiene, limitar el uso del poder público para restañar los daños reales, objetivables, mientras construimos –esto es un desideratum– una cultura del debate público más cívica y robusta. El pensador británico añade algo obvio: que las palabras y las imágenes tienen un significado abierto que depende en buena medida del contexto. Bajo estas premisas, la retirada de la portada de Chaykin no está justificada.

Este episodio sugiere también que el debate público está experimentando una inesperada regresión hacia la literalidad, que parece anular de golpe todo aquello que la semiótica y la hermenéutica nos han enseñado tras el giro lingüístico acerca de la relación entre la comunicación humana y las comunidades interpretativas. Esta tendencia es algo desconcertante, pues la ironía parecía ser ya un tropo interiorizado por el sujeto contemporáneo: la distancia entre significado y significante, el recelo hacia significados cerrados, la evitación del dogmatismo. En algún momento, un segundo uso de la ironía consistente en el rechazo de cualquier verdad que no sea la propia ha terminado por hacerse más común, invalidando, de hecho, el primer –y mucho más saludable– empleo de la misma. De repente, nos hemos topado con los límites de la ironía: un muro de creencias dogmáticas tanto más fuertes cuanto que se creen llamadas a derribar los dogmas preexistentes y a restañar injusticias seculares. En el caso Chaykin, la seguridad con que se ha fijado el significado de la portada de marras es llamativa: X significa Y. Punto. Es obvio que el dibujo de Chaykin, que forma parte de una obra artística, no es lenguaje literal, sino figurativo. Y, como dice el semiólogo Daniel Chandler, cuando empleamos un tropo, aquello que hemos dicho escapa a nuestro control y se convierte en parte de un sistema de asociaciones mucho más amplio. ¿Quién puede decidir que hemos dicho una sola cosa y determinar además qué es eso que hemos dicho? Para más inri, el significado connotativo de un signo –en este caso, la portada– depende del contexto en que se la recibe: ya sea social o personal. ¿Puede un paquistaní leer esa imagen como la lee un norteamericano blanco o un aborigen australiano? Obviamente, no. Y, por eso, lo connotado está más abierto a interpretación que lo denotado, aunque esas interpretaciones están a su vez condicionadas por el código cultural en cuyo interior se vierte un signo.

Es verdad que los semiólogos no establecen hoy unas barreras tan firmes entre lo denotativo y lo connotativo, pues en fin de cuentas la denotación sólo implica un mayor consenso social (acerca de lo que algo significa) dentro de una comunidad interpretativa. Esto no significa que las connotaciones sean personales: una mesa no es un loro. Pero las connotaciones sí pueden estar marcadas por el estado de una cultura, como lo demuestra, por ejemplo, la alegría con que se aceptaba el esclavismo en el sur de Norteamérica en el siglo XVIII. Esto, aplicado al caso Chaykin, no mejora las cosas, sino que las empeora: la existencia de turbas digitales que se dedican a fijar policialmente qué es correcto o moralmente apropiado, desanimando a los disidentes, puede conducir a una reducción en los significados disponibles y, con ello, a un empobrecimiento de la conversación pública. O, incluso, a un backlash protagonizado por quienes se rebelan contra la dictadura de la corrección política, afirmando su derecho a comportarse deplorablemente: Donald Trump, un suponer.

Pudiera ser, para terminar, que quienes adoptan esta posición restrictiva de la libertad de expresión desde lo que podríamos considerar la izquierda –por oposición a una crítica motivada religiosamente o hecha en defensa de una tradición cultural determinada– estén siendo víctimas de su propia trampa epistemológica. Para entendernos: quien sostiene que las subjetividades son por completo heteronormativas, es decir, que están formadas por los discursos sociales dominantes sin apenas intervención del propio sujeto, no pueden sino aspirar al control de esos discursos para así formar mejores subjetividades. ¡Manufactura de virtuosos! Esto lleva a paradojas inesperadas, como sucede con la posición de aquellas feministas que defienden el derecho al aborto sobre la base de que sólo la mujer puede decidir acerca de su cuerpo, pero se oponen a la maternidad subrogada o atacan a las revistas femeninas por difundir un modelo de feminidad equivocado que termina por determinar qué uso hacemos de nuestro cuerpo. El orden del discurso es entendido así como idéntico al orden de lo real. Timothy Garton Ash cita a la filósofa feminista Catherine MacKinnon: «La pornografía es material masturbatorio. Es usada como sexo. En consecuencia, es sexo». De acuerdo con la misma lógica, la portada de Chaykin que representa un crimen racial es un crimen racial. O no: aunque el decir es un hacer, no es lo mismo decir que hacer. Por ejemplo, decir que mataría a mi vecino es algo muy distinto a matarlo: la diferencia es elemental. Y esa diferencia es la que nos permite representar por escrito o en imágenes aquello que no querríamos ver materializado: como el linchamiento de un paquistaní. Adoptar posiciones paternalistas a estas alturas de la modernidad es un paso atrás, pues es evidente que el ciudadano tiene algo que decir, si quiere hacer el esfuerzo reflexivo correspondiente, acerca de aquello que piensa y siente. 

Estamos lejos de aquellos ordenes sociales unánimes donde la voz de su amo se reproducía heterónimamente en unos súbditos que apenas tenían acceso a voces distintas de la oficial, concluye el profesor Arias Maldonado. Ya sabemos cómo terminan los policías del pensamiento: dejemos que cada uno se haga responsable de sus ideas sin querer imponerle las nuestras.






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[Desde la RAE] Hoy, con el académico Manuel Gutiérrez Aragón







La Real Academia Española (RAE) se creó en Madrid en 1713, por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga (1650-1725), octavo marqués de Villena, quien fue también su primer director. Tras algunas reuniones preparatorias realizadas en el mes de junio, el 6 de julio de ese mismo año se celebró, en la casa del fundador, la primera sesión oficial de la nueva corporación, tal como se recoge en el primer libro de actas, iniciado el 3 de agosto de 1713. En estas primeras semanas de andadura, la RAE estaba formada por once miembros de número, algunos de ellos vinculados al movimiento de los novatores. Más adelante, el 3 de octubre de 1714, quedó aprobada oficialmente su constitución mediante una real cédula del rey Felipe V. 

La RAE ha tenido un total de cuatrocientos ochenta y tres académicos de número desde su fundación. Las plazas académicas son vitalicias y solo ocho letras del alfabeto no están representadas —ni lo han estado en el pasado— en los sillones de la institución: v, w, x, y, z, Ñ, W, Y.

En esta nueva sección del blog, que espero tengo un largo recorrido, voy a ir subiendo periódicamente una breve semblanza de algunos de esos cuatrocientos ochenta y tres académicos, comenzando por los más recientes, hasta llegar a la de su fundador, don Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga. Pero sobre todo, en la medida de lo posible, pues creo que será lo más interesante, sus discursos de toma de posesión como miembros de la Real Academia Española.

Continúo la serie con la dedicada al académico Manuel Gutiérrez Aragón (1942), que ocupa la silla "F". Fue elegido el 16 de abril de 2015 y tomó posesiónde su puesto el 24 de enero de 2016 con el discurso titulado En busca de la escritura fílmica. Le respondió, en nombre de la corporación, José María Merino. Se lo recomiendo.

Guionista, director cinematográfico, productor y escritor, Manuel Gutiérrez Aragón es licenciado en Filosofía y Letras y graduado por la Escuela Oficial de Cinematografía (1970). Miembro de número de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, ha recibido, entre otras distinciones, el Premio Nacional de Cinematografía (2004), la Medalla de Oro de la Academia de Cine de España (2013), la Medalla al Mérito de las Bellas Artes (2013) y la Medalla de Cinematografía de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (2014).




Manuel Gutiérrez Aragón en su toma de posesión en la RAE



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jueves, 10 de agosto de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy jueves, 10 de agosto de 2017






El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Idígoras y Pachi en El Mundo; Forges, Peridis y Ros en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





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[A vuelapluma] La yihad en España





No es frecuente encontrar artículos sobre el terrorismo yihadista firmados al alimón por dos especialistas tan prestigiosos en el tema como Fernando Reinares, director del Programa sobre Terrorismo Global en el Real Instituto Elcano, catedrático en la Universidad Rey Juan Carlos y Adjunct Professor en la Universidad de Georgetown, considerado una autoridad mundial en ese campo, y Carola García-Calvo, investigadora principal de Terrorismo Internacional en el Real Instituto Elcano y profesora asociada en la Universidad Pontificia de Comillas. Pero esta vez lo hacen, en El País, para hablar sobre el fenómeno de la radicalización yihadista en España.

El 78% de los 178 individuos detenidos de 2013 a 2016 por actividades de terrorismo, comienzan diciendo, se radicalizaron en tan sólo cuatro demarcaciones administrativas: la provincia de Barcelona, Ceuta, Madrid con su área metropolitana y Melilla. El fenómeno de la radicalización yihadista que desde el inicio de la guerra civil siria se ha extendido —si bien con distintos grados de intensidad— a numerosos países de Europa Occidental, denota una peculiaridad común a todos ellos. En vez de afectar de un modo uniforme a sus respectivas poblaciones musulmanas, incidiendo sobre ellas de manera proporcional al tamaño y la distribución territorial de las mismas, tiene lugar en bolsas dentro de determinadas áreas geográficas. Así ocurre también en el caso de España. En estas cuatro demarcaciones reside poco más de la tercera parte de los musulmanes que viven en España, por lo que el porcentaje de detenidos que se radicalizaron en ellas duplica con creces al de su población musulmana respecto al total nacional.

A partir de esta constatación, que viene a corroborar la tendencia general europea desde 2012, en el Programa sobre Terrorismo Global del Real Instituto Elcano hemos aislado dos factores cuya incidencia resulta decisiva para entender mejor cómo se configuran esas bolsas de radicalización y explicar por qué algunos musulmanes atraviesan este proceso de transformación cognitiva que conduce a la implicación terrorista mientras que otros, con características sociodemográficas similares, no lo hacen.

El primero de esos dos factores tiene que ver con el hecho de haber estado bajo la influencia de algún agente de radicalización. Nueve de cada diez de los mencionados detenidos en España terminaron por hacer suyas las actitudes y creencias propias del salafismo yihadista en contacto con uno o más de esos agentes, que les guiaron a lo largo del proceso. Este contacto supuso por lo común una interacción cara a cara y con mucha menor frecuencia una interacción básicamente online.

Para la mitad de los detenidos radicalizados cara a cara con uno o más agentes de radicalización, estos últimos fueron activistas, a menudo individuos cuya implicación terrorista dentro o fuera de España les confería cierto carisma, pero también sujetos cuya superioridad entre quienes eran objeto de su adoctrinamiento derivaba de otras fuentes. Amigos, figuras religiosas y familiares destacan además como agentes de radicalización para los detenidos que tuvieron contacto físico sostenido con ellos.

Activistas resultaron ser también el tipo de agente de radicalización más habitual entre los detenidos radicalizados online. Pero, en un número muy notable de estos casos, el papel de agente de radicalización correspondió a personas a las que cabe describir como pares o iguales. A diferencia de lo ocurrido en procesos que supusieron contacto cara a cara con algún agente de radicalización, las figuras religiosas desempeñaron ese rol en muy contadas ocasiones para los detenidos radicalizados mediante Internet y las redes sociales.

El segundo de los factores aludidos se refiere a los vínculos sociales previos que los detenidos tenían con otros individuos asimismo radicalizados. Esos vínculos sociales previos, con detenidos en España y con combatientes terroristas extranjeros de nacionalidad española o marroquí —residentes en España o en Marruecos— se dieron, durante el reciente periodo de cuatro años que cubre nuestro estudio, en hasta siete de cada diez casos.

Una gran mayoría de los detenidos que habían desarrollado esos ligámenes interpersonales con algún otro detenido o combatiente terrorista extranjero se radicalizaron en un entorno bien mixto, es decir online y offline, bien en un entorno principalmente offline. En marcado contraste con este dato, ocho de cada diez de los detenidos que carecían de esos lazos sociales previos al comenzar su radicalización transcurrieron el proceso en un entorno básicamente online.

Estos lazos afectivos entre los detenidos se basan en relaciones de vecindad, amistad y parentesco. Estas tres diferentes variedades de vínculos interpersonales pueden combinarse entre sí. Los casos en que se trataba de relaciones en la misma localidad de residencia son los más frecuentes, seguidos por los de vecindad en el propio barrio que habitaban, por vínculos sociales previos basados en relaciones de amistad y por los que estaban basados en relaciones de parentesco, especial pero no únicamente entre hermanos y hermanas.

La importancia del contacto con algún agente de radicalización remite, por una parte, a la relevancia de la ideología en el proceso que conduce a la implicación en actividades de terrorismo yihadista. La reiterada existencia de vínculos sociales previos, basados en vínculos de amistad, vecindad o parentesco, subraya, por otra parte, la relevancia de las redes locales, constituidas en base a lazos interpersonales y comunitarios, que facilitan la movilización yihadista.

Considerados de manera conjunta, ambos factores sugieren cómo la radicalización yihadista está estrechamente asociada a interacciones sociales en espacios delimitados mediante las cuales determinados individuos hacen suyas ideas que justifican el terrorismo.

En suma, los resultados de nuestro estudio permiten apreciar cómo se vehiculan las actitudes y creencias que justifican el terrorismo yihadista, al tiempo que avanzan en la comprensión de por qué se aglomeran los individuos que discurren por el proceso de radicalización.

Estos hallazgos tienen dos claras repercusiones en el ámbito de la política antiterrorista. Primera: para prevenir esa radicalización resulta clave la detección de los agentes que la promueven y su neutralización mediante una actuación coordinada de los servicios policiales y de inteligencia junto con las autoridades judiciales. Segunda: el Plan Estratégico Nacional de Lucha contra la Radicalización Violenta (PEN-LCRV) debe evitar una dispersión de esfuerzos institucionales, priorizando las demarcaciones y los ámbitos donde tienden a concentrarse esos procesos.



Dibujo de Eduardo Estrada para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 3718
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