lunes, 12 de enero de 2009

Bloqueado

Llevo nueve días bloqueado, nocaut, fuera de combate... Me siento ante la pantalla del ordenador y no puedo escribir ni una sola línea coherente... ¿Por qué?, no lo se... No entiendo como una buena parte de la izquierda europea se lanza a la calle, legítimamente, quizá con justicia, pero con bastante hipocresía, para condenar las acciones de Israel en Gaza, olvidándose de la responsabilidad de Hamas en esa acción; una organización terrorista que tiene secuestrada, literalmente, a un millón y medio de personas en ese territorio palestino. No entiendo que no pare de hablarse de la crisis financiera y económica que aqueja a medio mundo -que no pongo en duda, ¡faltaría más!, pero que también tiene mucho de virtual y prefabricada- pero todos los comercios, restaurantes, zonas de ocio, y supermercados están llenos a rebosar de gentes que consumimos lo que no necesitamos a manos llenas. No entiendo porqué los nacionalistas canarios, gallegos, vascos, catalanes, navarros, murcianos, madrileños, etc., etc., etc., niegan la existencia de la "nación española" y proclaman la "suya" respectiva como pre-existente desde el inicio de los tiempos. No entiendo como se puede producir un caos en el aeropuerto de Madrid-Barajas como el de hace unos días, y que no hayan caído aún una docena de cabezas: desde la de la ministra del ramo, a la de los responsables del SEPLA (¡hay que tener poca vergüenza para llamarle a "eso" un sindicato!) de los controladores aéreos y de la compañía Iberia. No entiendo nada, lo juro. Y eso me tiene absolutamente bloqueado. Aunque espero salir pronto de la situación; quizá a partir del 21 de enero próximo, con suerte... Y es que yo creo más en la genética y el genio individual que en la genética y el genio de los pueblos...

El domingo pasado hablaba con una sobrina y su marido, ambos investigadores y profesores en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria sobre el proceso de convergencia de Bolonia y las enormes dificultades que está encontrando para su implantación. Los tres coincidíamos en una cuestión fundamental, que sabemos va contracorriente y es políticamente incorrecta: la universidad no puede ser una fábrica de títulos, la universidad debe ser una institución elitista por principio a la que se va a "aprender por aprender", no para ganarse la vida; al menos, no como fin último.

Esta misma mañana leía en el número de Revista de Libros (1) de este mes de enero, un interesante artículo titulado "Panfletos antidemagógicos", escrito por Jesús Hernández, profesor titular de matemáticas en la Universidad Autónoma de Madrid, comentando sendos libros de Ricardo Moreno ("Panfleto antipedagógico", Leqtor, Barcelona, 2008) y de Xavier Pericay ("Progresa adecuadamente. Educación y lengua en la Cataluña del siglo XXI", Tentadero, Barcelona, 2008). Lo pueden leer aquí (2) en su formato electrónico original y más adelante, al final de este comentario, en formato de texto. Se lo recomiendo con todo interés. El artículo se abre con una cita del también profesor y matemático Ventura Reyes y Prósper (1863-1922), que dice así: "Enseñar al que no sabe, es obra de caridad. Enseñar al que no quiere, es una barbaridad". Y en el que se dicen cosas como estas: "La secta pedagógica se está infiltrando en la universidad, y así como ha destrozado la enseñanza media va a destrozar también la superior". O esta otra: "Los alumnos (universitarios) casi consideran un derecho que la última asignatura se les tenga que aprobar por que sí". O esta, tremenda: "La universidad empieza a semejarse ya a un parvulario. La enseñanza actual, así la inferior como la superior, no posee otro objetivo que el de entretener a los usuarios de las aulas". Y para terminar, añade, "se dan detalles, citando documentos, de la reunión organizada en 1995 en un hotel de San Francisco por la Fundación Gorbachov, donde se habría planificado lo que podemos llamar, abreviando, el entontecimiento global".

Asumo personalmente con todas sus consecuencias la cita de Ventura Reyes que abre el artículo y que me ha traído el recuerdo de algo dicho por Hannah Arendt (1906-1975), también citada en el artículo que comento, sobre la diferencia entre "educar" y "enseñar". Está extraída de su artículo "La crisis de la educación", incluido en su libro "Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política" (Península, Barcelona, 2003).

Dice Hannah Arendt: "No existe una regla general que fije la posición de la línea divisoria entre la niñez y la edad adulta; esa posición cambia a menudo, según la edad, de un país a otro, de una civilización a otra e incluso de una persona a otra, pero la educación, diferenciada del aprendizaje, ha de tener un fin predecible. En nuestra civilización, ese fin quizá coincide con la licenciatura universitaria más que con la graduación en el instituto, porque la formación profesional que dan las universidades o las escuelas técnicas, aunque relacionada con la educación, es en sí misma un tipo de especialización, en la que no se busca introducir al joven en el mundo como un todo, sino en un segmento limitado, específico, de él. No se puede educar sin enseñar al mismo tiempo; una educación sin aprendizaje es vacía y por tanto con gran facilidad degenera en una retórica moral-emotiva. Pero es muy fácil enseñar sin educar, y cualquiera puede aprender cosas hasta el fin de sus días sin que por eso se convierta en una persona educada". Sean felices. Tamaragua. (HArendt)

Notas:
(1) http://www.revistadelibros.com
(2) http://www.revistadelibros.com/articulo_del_mes.php?art=4191

Fotos:
(1) Atardecer en Maspalomas (Gran Canaria), en:
http://farm3.static.flickr.com/2188/2052497711_9b749f74d3_b.jpg




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Atardecer en Maspalomas (Gran Canaria)




"Panfletos antidemagógicos", por Jesús Hernández
Profesor titular de matemáticas en la Universidad Autónoma de Madrid

Revista de Libros
nº 145 · enero 2009

Ricardo Moreno Castillo
PANFLETO ANTIPEDAGÓGICO
Leqtor, Barcelona 156 pp. 14 €

Xavier Pericay
PROGRESA ADECUADAMENTE. EDUCACIÓN Y LENGUA EN LA CATALUÑA DEL SIGLO XXI
Tentadero, Barcelona 216 pp. 21 €

Enseñar al que no sabe,
es obra de caridad.
Enseñar al que no quiere,
es una barbaridad.

(Ventura Reyes y Prósper)


In semi-literate countries
demagogues pay
court to teen-agers

(W. H. Auden, "Shorts")



El lector que no esté al tanto puede creer que Reyes y Prósper es uno de los muchos profesores víctimas de los últimos treinta años de enseñanza en nuestro país, y su aleluya fruto del fastidio. Pero no, don Ventura Reyes y Prósper (1863-1922), catedrático de matemáticas de instituto, solterón atrabiliario poco dado a la higiene, y uno de los pocos españoles que escribió en una buena revista alemana de la época, no conoció tales desdichas (¡qué hubiera dicho, de hacerlo!).

Sí las ha sufrido el autor de este libro (perdón, panfleto), colega suyo y también profesor, aunque de universidad, en un texto fruto de larga incubación –personal y colectiva–, y las expone en términos generales: en el inventario y diagnóstico de los problemas, aunque no, claro, dadas sus dimensiones, en el examen exhaustivo y enciclopédico de todos ellos. Algo para lo que, dicho sea de paso, hay amplio campo abierto, pese a aportaciones importantes de Julio Carabaña, Juan del Val y otros. El panfleto va, al escribirse estas líneas, por la quinta edición. Una posible explicación es que las connotaciones atribuidas al género han atraído a un público proclive a la demagogia y ansioso de emociones fuertes, pero las adhesiones recibidas por el autor (recogidas al final) van justamente en la dirección opuesta: Eduardo Mendoza, Antonio Muñoz Molina y el prologuista, Fernando Savater, son excelentes ejemplos de escritores no contaminados por la ordinariez ambiental. La palabra «panfleto» debe, pues, ser entendida en el buen sentido que aclaran autor y prologuista, y que se remonta por lo menos a Voltaire. Por cierto, ya que estamos en ello, uno echa de menos al recientemente fallecido Jean-François Revel, tan elogiado por su amigo Vargas Llosa y autor (con cuarenta años y cuarenta kilos menos) de un espléndido panfleto1 en el que se habla mucho de la enseñanza secundaria y se muestra no sólo que en todas partes cuecen habas, sino que ya lo hacían en la culta Francia de los sesenta con De Gaulle.

El panfleto está escrito contra «una reforma educativa que, en un tiempo récord, ha conseguido que la cultura de los alumnos baje hasta niveles alarmantes, que la mala educación en la vida cotidiana de los centros suba hasta cotas vergonzosas, y que los profesores estén más hartos, deprimidos y desesperados que nunca» (p. 16). No hace falta mucha elaboración teórica para sospechar que algo va mal cuando «un 13% de nuestros profesores reconoce haber sido agredido alguna vez, y un 3% asegura que lo es a diario»2, pero no es inútil, a la hora de enfrentarse con las leyes y las prácticas, disponer de alguna concepción de la educación que oriente un poco. Y no se nos ocurre ninguna mejor que la de un libro3de Fernando Savater, cuyo marco mucho más general puede servir como telón de fondo del panfleto. Como afirma Savater en su prólogo, «el verdadero problema no estriba en acertar si hacemos esto o lo otro, sino en recuperar las razones por las que podremos distinguir entre lo que realmente debe y no debe hacerse en materia educativa» (p. 10).

No es que no se esté seguro de cómo conseguir fines claros y distintos, es que no se sabe bien cuáles deben perseguirse: hay vías distintas y argumentos respetables en favor de muchas (ya que no de todas). Por otra parte, no es sólo saber qué debe enseñarse, sino también la manera de hacerlo. Dice Revel que «antes que una cuestión de programas, la enseñanza es una cuestión de nivel: calidad de los profesores, medios de trabajo dados a los alumnos, exigencia con ellos». Y, añadiría uno, esto no es todo. Savater insiste con razón en lo que puede llamarse, quitando solemnidad a las palabras, la necesidad de «entregarles [a los alumnos] la completa perplejidad del mundo», en «hacerse responsable del mundo» ante ellos, en educar para que se hagan a la idea de acabar siendo adultos y alcanzar una madurez tranquila en vez de permanecer en la infancia indefinidamente prolongada. Alguien –creo que Félix de Azúa– ha dicho que en España la adolescencia dura hasta los cuarenta años.

No cabe entrar aquí en análisis detallados –bien necesarios– de los principales problemas. Digamos, un tanto telegráficamente, que es imposible no estar de acuerdo con devolver su importancia a los contenidos y a la memoria (bien entendida), las críticas a la insistencia en la «motivación» (pp. 34-37) y el «elitismo» (pp. 39-44), el carácter conservador (también en el buen sentido, ya bien defendido por Hannah Arendt y Savater) de la educación, las críticas sensatas al «aprender a aprender» y a la «iniciativa personal» (ahora, en cambio, en el mal sentido), y la discusión en ese terreno de la contraposición libertad-igualdad (pp. 45-46). Tres cuartos de lo mismo sucede con el llamado «fracaso escolar» («y en ello reside nuestro fracaso escolar. No en que los que no desean aprender no aprendan, que esto no hay sistema educativo que lo solucione, sino en que los que sí quieren no puedan por culpa del alboroto de los que no quieren», p. 77) y con la buena educación (urbanidad), que «es la condición indispensable para que pueda enseñarse cualquier cosa» (p. 70), lo que lleva a la necesidad de una disciplina (pp. 51-53), cuya ausencia es incompatible con cualquier enseñanza de calidad. Y cuatro cuartos de lo mismo con la visión de la pedagogía más como arte personal que como ciencia del espíritu capaz de convertir el vulgar «recreo» de nuestra infancia en el concepto «segmento de ocio».

El libro se cierra con un capítulo titulado «Por qué no debe estudiarse religión en la escuela pública», tristemente necesario a la vista de la incomprensible (en términos de racionalidad, que no de política a ras de suelo) condescendencia de nuestros gobernantes con la Iglesia católica. Sin espacio para repetir argumentos bien conocidos, digamos tan sólo que el autor coincide con Savater (y con tantos otros) en que la catequesis en una religión no puede ser una asignatura como las demás, y en que sí debe serlo cualquiera que la sustituya (llámese «Historia de las religiones», «Hecho religioso» o de cualquier otra manera), a efectos de proporcionar esa «cultura general religiosa» que se invoca a veces arteramente como disculpa para colar de rondón la primera. Ni que decir tiene, no es menester, y en este caso menos que en ninguno, coincidir con todas las apreciaciones, y aun menos con los remedios propuestos (o sugeridos). Quien escribe comparte la valoración muy negativa de la ESO (p. 58), y menos la de los cursos de formación de profesores (p. 92), y suavizaría mucho, por ejemplo, la condena del diálogo (p. 118). Y disentimos sobre todo, porque es muy importante para entender lo que pasa, con que «si los jóvenes son más díscolos y apáticos que nunca, no es debido a ningún cambio social, es el resultado de una educación equivocada» (p. 17), aunque sí pueda ser cierto que «el bajón en el nivel de conocimiento y comportamiento de los alumnos ha sido rápido y repentino, y además tiene una fecha: la de la implantación de la LOGSE» (p. 19). El asunto es –tememos– mucho más complicado. La educación y el cambio social están ligados de muchas y retorcidas maneras con esa exaltación en nuestros días de lo juvenil que analizan Savater y tantos otros. Todo ello, y mucho más, lleva a preguntarse por las razones del fenómeno, y sobre el asunto volveremos al final.

El texto posee un sello personal indudable, pero es a la vez reflejo de la protesta, el descontento, la indignación, de muchos otros, perfectamente recogido. «¿Por qué lo escribí entonces? Porque un día me senté ante el ordenador y me pregunté: ¿por qué una profesión que escogí porque quise y que durante los primeros años de mi vida profesional me ha dado tantas satisfacciones ahora no me ilusiona? ¿Por qué a tantos de mis compañeros les sucede lo mismo?» (p. 139). Si al morir el general Franco nos hubieran preguntado por la profesión que peor parada iba a salir, sólo los más cándidos hubieran señalado las altas jerarquías de la milicia y el clero. Se hubiera podido pensar, más modestamente, en los ex seminaristas catedráticos de Metafísica o los inspectores de la Brigada Político-Social, pero sería otro error: conservaron el puesto de trabajo y hasta fueron ascendidos. Pero que fuera la de catedrático de instituto...

El autor no hace previsiones de futuro, pero sí apunta tendencias, tememos que con acierto. Un documento relativo al Espacio Europeo de la Educación Superior lleno de banalidades «es señal de que la secta pedagógica se está infiltrando en la universidad, y que así como ha destrozado la enseñanza media va a destrozar también la superior» (p. 115). Y cuando dice que «los alumnos [...] casi consideran un derecho que la última asignatura se les tenga que aprobar porque sí» (p. 62) no sabía, ni podía saber, que los proyectos recién aprobados van mucho más allá.

El libro de Pericay (profesor, periodista, ensayista, excelente traductor de Pla al castellano) tiene otra forma, pues se trata de una recopilación de artículos de prensa a la que se añaden algunos textos más largos, con una estupenda «Carta a mi padre» (padre catedrático de griego de instituto) que hace de prólogo4, y esto lo diferencia del panfleto, con el que comparte tantas cosas. El subtítulo ya anuncia que Cataluña y el catalán ocupan un lugar importante, y así es, ya que el autor sigue de cerca en los artículos cortos las miserias cotidianas, con el objetivo centrado en la lengua y su uso, pero sin perder de vista las líneas maestras, que desarrolla en los largos. En los primeros levanta acta de la miserable actitud del régimen hacia Josep Vergés, cuya actividad editorial en Destino no merece una línea en la Enciclopedia Catalana ni un telegrama de pésame, o protesta contra la impunidad de quienes impiden y boicotean las conferencias de Savater o Juaristi en la Universidad de Barcelona y el cinismo del rector Togores, que además de culpar de las agresiones a la provocación de los agredidos (auto)publica un «Elogio de la superioridad moral» (¡la suya!). Y se recuerda el caso de la niña sordomuda de padres castellanohablantes a la que sólo se ofrecen logopedas en catalán diciendo a los padres que hablen catalán en casa. También se cita al fino y astuto lingüista Branchadell: «La secesión política de Cataluña empeoraría la situación del catalán. Un Estado catalán pasaría automáticamente a tener en su interior una minoría lingüística que debería ser protegida para poder ratificar tratados internacionales, y ello podría forzar a crear una red escolar en castellano». Por menos han hecho ministro a alguno.

También hay razones para la queja, y para la indignación, en la docencia. Así sucede con la supresión de los exámenes de septiembre por ser «un producto netamente español», o la campaña para conseguir la nivelación por abajo del profesorado para hacer desaparecer «las actuales diferencias, tanto en lo tocante a las titulaciones como a la formación y capacitación profesional» (p. 103). Y, en general, con la interminable serie de marrullerías, medias verdades y atropellos legales cometidos en defensa, digamos, del catalán y Cataluña. Cierra el libro el artículo «Historia de una infamia», en el que se examina retrospectivamente el «Manifiesto de los 2.300» (de 1981) y el acierto de sus advertencias. Quien escribe no ve las cosas como entonces, pero tampoco coincide del todo con el autor: lo sucedido después no anula el valor de algunas de las críticas recibidas (Barral, Gil de Biedma) en su momento; otra cosa es que hoy pudieran repetirse sin más. Y esto nos parece compatible con el fino análisis, repetido a lo largo de todo el libro, del juego de los nacionalistas (partidarios en principio del sistema de mérito en la educación, mucho más afín a ellos) fagocitando hábilmente la legislación progresista llegada de Madrid a cambio de hacerse con el control completo de la enseñanza de y con el catalán (p. 205).

El texto «Buenismo y sistema educativo», quizá lo mejor del libro, empieza recordando cómo hace ya medio siglo Hannah Arendt daba muchas claves del asunto. En un estilo que, curiosamente, suena más a intelectual estadounidense que a discípula de Heidegger, dice que «por su propia naturaleza la educación no puede renunciar a la autoridad ni a la tradición, y aun así debe desarrollarse en un mundo que ya no se estructura gracias a la autoridad ni se mantiene unido gracias a la tradición» (p. 132), para a continuación describir la transformación que experimenta ante sus ojos de europea exiliada la educación estadounidense, revolucionándose todo el sistema «con una notable mescolanza de sensatez e insensatez». Arendt insiste en el carácter esencialmente conservador (en el buen sentido de la palabra, que lo tiene: el opuesto a reaccionario) de la educación, algo que han recogido con fuerza Savater y Moreno.

También Pericay, aunque se fija sobre todo en las enseñanzas primaria y secundaria, extiende hacia adelante las características fundamentales del proceso, alcanzando a la universidad, «que empieza a semejar ya un parvulario [...] La enseñanza actual, así la inferior como la superior, no posee otro objetivo que el de entretener a los usuarios de las aulas» (p. 13). Algo parecido afirma en cuanto a la religión, protestando contra la extensión a otras religiones de algunos de los privilegios de que disfruta la católica «cuando un Estado no confesional lo que habría de procurar es que no se enseñara en sus propios centros religión alguna» (p. 87). Hay, sin embargo, una diferencia no desdeñable, planteándose una duda que no aparece en los otros autores antes citados: «Cierto: existe el peligro del adoctrinamiento. Pero no sé qué es peor, si volver a la vieja catequesis o seguir con la del progresismo». Bueno, algunos, entre ellos quien esto escribe, piensan que todavía es menos mala la progresista.

Pericay coincide con Moreno en la fecha adjudicada al brusco cambio a peor de que se hablaba antes: «En 1985 los socialistas aprobaron una nueva ley orgánica, la LOGSE, que ponía patas arriba el modelo de enseñanza tradicional» (p. 12), por lo que «este cordón umbilical que muchos profesores de enseñanza media contribuisteis a salvar, con vuestro esfuerzo y vuestro ejemplo, durante casi cuarenta años, de las miserias morales e intelectuales del régimen franquista, se ha ido al traste. Y, ¡oh paradoja!, por franquista precisamente» (p. 12). Pero conoce demasiado bien el proceso –que, por otra parte, ha presenciado– como para quedarse ahí. En línea con lo dicho por Arendt se refiere al mayo del 68, señalando que en España la extensión de la enseñanza obligatoria y la llegada de la izquierda al gobierno en 1982 llevaron a esta ley. Se trata, pues, de una tendencia general europea (o, al menos, en su zona sur) y no de un invento indígena. Pero ninguno de los dos libros tiene entre sus fines profundizar en este proceso.
A ello está dedicado, en cambio, un libro (o librito), que tiene mucho también de panfleto, de Jean-Claude Michéa5. Allí se analiza la Escuela del capitalismo total, por lo visto orientada a preparar la guerra económica mundial del siglo XXI, y hasta se dan detalles, citando documentos, de la reunión organizada en 1995 en un hotel de San Francisco por la Fundación Gorbachov, donde se habría planificado lo que podemos llamar, abreviando, el entontecimento global. Aquí entran en acción las «ciencias de la educación» que servirán para reeducar a los profesores con vistas a «trabajar en forma distinta» en una «escuela para la mayoría donde deberá enseñarse la ignorancia en todas sus formas posibles». Según el autor, estos cambios llegaron a Europa hacia 1970 y «son llevados a cabo en la mayor parte de los países de Occidente con formas y ritmos diferentes según los contextos locales».

Aun quienes acepten la versión de Michéa habrán de reconocer que afirmaciones como «Partiendo de este análisis, pueden deducirse, con un mínimo margen de error [la cursiva es nuestra], las formas a priori de toda reforma destinada a reconfigurar el aparato educativo según los únicos intereses políticos y financieros del Capital» parecen suponer que las previsiones (?) de las leyes de la sociología barata son tan precisas como las de la mecánica celeste. Más interés tienen, creemos, las citas de Guy Debord (alguien cuya «sociedad del espectáculo» va a haber que ir tomando más en serio a medida que el espectáculo de la sociedad vaya cayendo más bajo) acerca de la disolución progresiva de la lógica.

En cambio, Eduardo Mendoza no necesitó más de una de sus columnas para acabar concluyendo, aunque de manera menos científica y rigurosa, que «hay un proyecto, quizá inconsciente, de manufacturar ciudadanos que no sean malos, pero sí tontos»6. La cita de Philip Roth («Hoy el alumno hace valer su incapacidad como un privilegio») que abre un capítulo del libro de Michéa remite otra vez a esa «cultura de la queja», título castellano de un estupendo libro7 del crítico de arte y amigo de España –con sendos libros sobre Barcelona y Goya– Robert Hughes. Quienes lo leyeran seguro que no han olvidado el espléndido arranque: una larga cita de Auden, de For the time being: A Christmas Oratorio, donde Herodes va desgranando las funestas consecuencias que tendría (tendrá) dejar vivir al Niño: «La Razón se verá suplantada por la Revelación [...] los esbozos de los párvulos se impondrán a las grandes obras de arte [...] la necesidad de las masas de un ídolo accesible en el que confiar las llevará a elegir caminos irreconciliables en los que la educación no tendrá nada que hacer [...] La Justicia será reemplazada por la Piedad como virtud humana cardinal». «Lo que Herodes vio –dice Hughes– fue la América de los ochenta y principios de los noventa», a la que tan grotescamente ha intentado imitar nuestra España. Imitación que, en lo que a la enseñanza se refiere, no se ha limitado a la universitaria, admirable en sus cumbres, sino que se ha extendido a una primaria y secundaria en general horrorosas; con un éxito, tal como era de prever, mucho mayor que en la primera. Diríase que nuestros gobernantes han tomado como divisa no del todo involuntaria los versos del también aquí clarividente Auden que encabezan estas líneas.

Notas:
1. Jean-François Revel, La cabale des dévots, París, Julliard, 1962.
2. Xavier Pericay, «Un problema de autoridad», ABC, 17 de enero de 2007.
3. Fernando Savater, El valor de educar, Barcelona, Ariel, 1997.
4. El libro de Pericay ha sido ya recensionado, junto con otro de Alicia Delibes, en Fernando Eguidazu, «Viva la ignorancia. El fracaso de la educación en España», Revista de Libros, núm. 129 (septiembre de 2007), pp. 28-31.
5. Jean-Claude Michéa, La escuela de la ignorancia, trad. de Isabelle Marc, Madrid, Acuarela Libros, 2002.
6. Eduardo Mendoza, «Destrozos», El País, 29 de mayo de 2006.
7. Robert Hughes, La cultura de la queja. Trifulcas norteamericanas, trad. de Ramón de España, Barcelona, Anagrama, 1994.






sábado, 3 de enero de 2009

Visiones de la política



Preguntarle a nuestros líderes políticos locales que si leen a Friedrich Hayek (1), Milton Friedman (2), Isaiah Berlin (3), John Rawls (4) o Francis Fukuyama (5), por mencionar únicamente a algunos de los pensadores políticos contemporáneos que se citan profusamente en el artículo que comento, parece más ingenuidad que otra cosa. A ellos, desde luego, no creo que les parezca necesario, aunque si lo hicieran quizá, sólo quizá, nos evitaríamos espectáculos tan lamentables como los que nos ofrecen a diario. Por citar un último, el del presidente del Parlamento de Canarias, Antonio Castro (CC-ATI) pidiendo (6) la prohibición de la entrada de inmigrantes en Canarias (¿de dónde o de quiénes?, señor presidente) y el control del índice de natalidad de las mujeres canarias (aunque no explica si eso se haría por la fuerza -como en China-, la persuasión, o mediante alicientes económicos, por ejemplo, con ayudas a las que "menos" hijos, o ninguno traigan al mundo y penalizando a las familias numerosas). Toda una lumbrera política el caballero...

Más posible, aunque difícil de evaluar, es que les suenen los nombres de otros pensadores políticos contemporáneos, ya archivados en el baul de los recuerdos, como Karl Marx (al que todos citan pero ninguno ha leído),o John Maynard Keynes (ahora redescubierto y añorado por los mismos que llevan detestándole desde hace medio siglo). Y por supuesto, seguro que les suenan muy muy lejanos, si es que han oído hablar de ellos y no piensan que eran seres mitológicos, los nombres de Rousseau, Voltaire, Smith, Burke, Condorcet, Godwin, Paine, Robespierre, D'Holbach, Hamilton, Jefferson, Tocqueville o Monstesquieu, todos ellos protagonistas de la Ilustración, que a lo largo del siglo XVIII dieron forma a la idea de lo que hoy son las democracias modernas, siguiendo la estela que veinte siglos antes iniciaron Platón y Aristóteles. Sería mucho pedir, ya lo se... Y ya sabemos todos que los Reyes Magos no existen.

El artículo que comento está escrito por el economista Luis M. Linde, y lo publica Revista de Libros (7), en su número 144, correspondiente al pasado mes de diciembre. Se titula "Los occidentales y sus visiones políticas", y lo pueden leer aquí (8) en su formato electrónico original, o más adelante, como texto, después de este comentario.

Para el profesor Linde, la tesis central del libro "A CONFLICT OF VISIONS. IDEOLOGICAL ORIGINS OF POLITICAL STRUGGLES", de Thomas Sowell (9), profesor de Economía, asociado a la Hoover Institution de la Universidad de Stanford (California) desde 1980, y reeditado por Basic Books, de Nueva York, en 2007, (hay una edición en español de Gedisa, Buenos Aires, 1990, con el título "Conflicto de Visiones"), es la de que las luchas políticas de los últimos dos siglos -especialmente entre capitalismo y socialismo, o entre democracias liberales y dictaduras autocráticas o de partido- componen un bosque, en el que sus árboles, aparentemente tan variados, pertenecen, en realidad, sólo a dos especies –aunque hay ejemplares híbridos–, y que para entender lo que hay en ese bosque, cómo se desarrollan y crecen los árboles, cómo compiten unos con otros, hay que entender la naturaleza de esas dos únicas especies y de las raíces que sustentan el bosque entero.

Para Sowell, dice Linde, en el origen de las luchas políticas desarrolladas, primero, en Europa y, después, en todo el mundo desde finales del siglo XVIII, están las que el profesor norteamericano denomina visión "constrained" ("restringida", "condicionadas", también con significado de "trágica", "pesimista"), y la visión «unconstrained» ("no restringida", "utópica", "optimista" o "tradicional"). Las visiones son, según Sowell, como «mapas» que nos ayudan a transitar por la realidad, a superar nuestras perplejidades. Las visiones políticas «no son sueños, ni esperanzas, ni profecías, ni imperativos morales, aunque cualquiera de tales cosas pueda surgir de una visión determinada. Una visión es un sentido de causación» y, por ello, las visiones son el fundamento sobre el que se construyen las teorías. Las visiones acerca de la sociedad y su funcionamiento, además de inspirar pensamiento y acción política, son importantes en sentido individual porque nos ayudan a formar opiniones y adoptar posiciones en materias en las que somos ignorantes.

La discusión política en la que, para Sowell, se sustanciaron las dos visiones opuestas que han llegado hasta hoy se desarrolló en las últimas cuatro décadas del siglo XVIII y sus principales protagonistas fueron cinco, ahora diríamos, «intelectuales»: Rousseau, el más viejo de todos ellos (1712-1778), Adam Smith (1723-1790), Edmund Burke (1729-1797), Antoine-Nicolas Condorcet (1743-1794) y William Godwin (1756-1836), el más joven, que publicó su aportación principal, su "Enquiry Concerning Political Justice", en 1793, aunque Thomas Paine había publicado, en lo que ya eran los Estados Unidos de América, en 1791, "The Rights of Man", anticipándose a varias de sus ideas. Sowell considera a Rousseau, Condorcet y Godwin los principales exponentes de la visión utópica, y a Smith y Burke los principales exponentes de la visión tradicional. Otros políticos, escritores y «filósofos» participaron en este gran debate: puede citarse, en el campo de la visión utópica, a Robespierre, el primer ideólogo del terror como método de acción política, y a D'Holbach (1723-1789), por su defensa del ateísmo y del materialismo; en la visión tradicional estaría Alexander Hamilton (1755-1804), por su aportación a la defensa del gobierno limitado y del equilibrio entre poderes. Aunque el enfrentamiento entre ambas visiones ha seguido vivo hasta nuestros días, la única aportación moderna que destaca Sowell es la de Friedrich Hayek.

Lo que resulta decisivo para caracterizar ambas visiones es –afirma Sowell– lo que él llama el locus of discretion, el «lugar» en el que se toman o se producen las decisiones, y el mode of discretion, la forma en que se toman las decisiones. En la visión utópica, las decisiones sociales se adoptan deliberadamente por representantes o encarnaciones [en inglés, surrogates; éste es el locus of discretion] de la sociedad, sobre bases explícitamente racionalistas [éste es el mode of discretion]; en la visión tradicional, las decisiones sociales se desenvuelven y se hacen efectivas a partir de decisiones individuales que persiguen fines privados, sirviendo al bien común sólo como consecuencia de las características de los procesos sistémicos, independientemente de las intenciones de los individuos, tal y como ocurre, por ejemplo, en los mercados competitivos.

Aunque Sowell reconoce que la visión utópica está «en su casa en la izquierda política», afirma, a la vez, que la existencia de visiones inconsistentes o híbridas, como el marxismo, el utilitarismo o la ideología libertaria hacen que no pueda, sin más, equipararse visión tradicional a «derecha» y visión utópica a «izquierda». El marxismo es el epítome de la izquierda política, pero no de la visión utópica que domina la izquierda «no marxista»; para muchos, el fascismo –cuya visión es, en varios sentidos, utópica (Hayek defendió siempre la caracterización del nacionalsocialismo hitleriano como «socialismo»)– es el más claro ejemplo de «extrema derecha»; y la ideología libertaria, que muchos consideran derecha extrema, al menos en sus propuestas económicas, es incompatible, dice Sowell, con la función de los procesos sociales sistémicos en la visión tradicional.

Para mostrarlo, Sowell concluye su libro tratando de las diferencias que ambas visiones mantienen en torno a tres grandes ejes del debate político actual: la igualdad, el poder y la justicia.

Sobre la la igualdad, en palabras de Burke, que cita Sowell, «todos los hombres tienen iguales derechos, pero no a cosas iguales», una idea que parece idéntica a esta otra de Hayek: «Ser tratado igual no tiene nada que ver con la cuestión de si la aplicación de la ley en una situación particular puede llevar a resultados que son más favorables a un grupo que a otros». Para la visión tradicional de Burke y Hayek, la igualdad que debe buscar y lograr la acción política no es la igualdad de resultados, sino la de las oportunidades, entendida como «igualación de las probabilidades de alcanzar ciertos resultados [...] ya sea en educación, en empleo o ante los tribunales». Para la visión utópica, por el contrario, la igualdad que debe perseguir y lograr la acción política es la igualdad de resultados. Además, para algunos partidarios de la visión utópica, la reivindicación de igualdad puede llegar muy lejos, porque puede aspirar a compensar incluso aquellas diferencias que no se deben a las instituciones sociales o al medio familiar, sino al azar genético. Así, Condorcet defendía hace ya dos siglos que «tienen que mitigarse incluso las diferencias naturales entre los hombres», una idea que ha obtenido apoyo en nuestros días y que es uno de los motores de la «corrección política», tanto en Estados Unidos como en Europa.

Las dos visiones entienden de modo diferente el origen y significado del poder económico y político, añade Sowell, pero también el uso de la fuerza, la guerra, la ley y su aplicación, el crimen y su castigo. La visión utópica entiende la guerra y el crimen y, en general, el uso de la fuerza como desviaciones, fallos o perversiones del uso articulado de la razón. Para Godwin, por ejemplo, la guerra era una consecuencia de las instituciones políticas en general y, más específicamente, de las instituciones no democráticas, mientras que el crimen era imposible en ausencia de influencias sociales o razones individuales (problemas psiquiátricos, por ejemplo) impuestas, por así decir, a los individuos, porque «es imposible que un hombre cometa un crimen en el momento en que pueda verlo en toda su enormidad»: basta con localizar las causas de los males para combatirlas y eliminarlas, dando así una «solución» al problema. En el polo opuesto, los partidarios de la visión tradicional no creen que haya que buscar causas para el crimen o para la guerra fuera, simplemente, de la naturaleza humana: «Las personas cometen crímenes porque son personas, porque ponen sus intereses y sus egos por encima de los intereses, sentimientos y vidas de los demás». La guerra y el crimen son consecuencia inevitable de la naturaleza humana; los fallos pueden estar en los incentivos que generan ley y orden, porque el uso de la fuerza –legítima o criminal, individual o a través de la guerra– puede ser racional desde el punto de vista de los que esperan obtener beneficios, individuales o colectivos, con ella.

Finalmente, en cuanto a la «justicia social», la oposición entre ambas visiones es absoluta. Sowell señala que Godwin, en su "Enquiry Concerning Political Justice", de 1793, ya definió lo que la visión utópica entiende, hoy, por «justicia social»: el deber de cada ser humano de atender a las necesidades de los demás y lograr, en lo posible, su bienestar, un deber moral individual que se traduce en la esfera pública y política en el deber de los gobernantes de actuar sobre los derechos de propiedad, que Godwin consideraba fundamentales, pero subordinados al logro de lo que él llamaba «justicia política». Pero, igual que ocurría al comparar la posición de ambas visiones respecto a la igualdad, tampoco se trata aquí de que unos tengan sentimientos morales o humanitarios más desarrollados que otros, que unos sientan más compasión por las desgracias ajenas que otros: «Lo que distingue a la visión utópica no es que prescriba que nos preocupemos humanamente por los pobres, sino que considera que la transferencia de beneficios materiales a los menos afortunados no es simplemente una cuestión de humanidad, sino una cuestión de justicia».

Para Hayek, el concepto de justicia social «no pertenece a la categoría del error, sino que carece de sentido» porque –afirma– los procesos sociales sistémicos no son ni justos ni injustos. Hayek cree que el objetivo de la justicia social –lograr mediante la acción política una distribución del ingreso preconcebida y tendente a la igualdad– exige la puesta en marcha de procesos «que pueden destruir la civilización», porque «[el concepto de justicia social] socava y, en última instancia, destruye el imperio de la ley».

"A Conflict of Visions" de Sowell -concluye Linde- no pretende ser una historia de las ideas políticas aunque, indirectamente y de manera diferente a la tradicional, también lo sea, ni un relato sobre la vida y las ideas de los escritores y filósofos que han ido poniendo los jalones de esa historia desde el siglo XVIII, ni una descripción de los sistemas políticos y sus engranajes parlamentarios, electorales o partidistas. Tampoco es un intento de síntesis, ni trata de conciliar o «superar» ideologías diferentes u opuestas; evita, incluso, criticar o dar argumentos a favor o en contra de ninguna de las dos visiones. Aunque sabemos que sus simpatías están más cerca de la visión tradicional que de la utópica, Sowell hace un esfuerzo bastante deportivo para tratar de explicar cómo puede entenderse y justificarse la adhesión a cada una de ellas y los límites que las dos visiones reconocen a su propia eficacia o validez.

Lo que se discute es, en definitiva, cuáles son los límites y las posibilidades de la acción política en el marco de los límites y posibilidades de la acción humana individual y colectiva, porque, si las visiones diferentes son la raíz de posiciones políticas opuestas, las diferencias sobre cuáles son esas posibilidades son, a su vez, la raíz de las diferentes visiones políticas.

He intentado con la mejor voluntad, y muy probablemente sin acierto, reseñar los fragmentos más interesantes del artículo del profesor Linde, reproduciéndolos casi literalmente, pero nada puede sustituir a la lectura del texto completo del mismo. No tengo una concepción elitista de la política, pero si creo en la democracia representativa. La política la tienen que hacer los políticos, al igual que la medicina la practican los médicos y las carreteras las construyen los ingenieros (y los obreros), sin perjuicio del control de sus actividades (las de los políticos) por el pueblo. Para los que sentimos pasión por la "teoría política", como digo en la presentación de mi blog, -casi en el mismo plano que por el paseo, la familia, la conversación amigable, el café y el güisqui "Jack Daniels"-, la lectura de artículos tan interesantes como el publicado por el profesor Linde en Revista de Libros nos compensa sobradamente de las insustanciales y aberrantes barbaridades que a diario sueltan la mayoría de nuestros políticos por sus bocas, afianzándonos en la esperanza de una sociedad mejor, con una clase política más formada y con una ciudadanía más consciente de su poder. Sean felices a pesar de todo y disfruten de lo que queda de las fiestas. Tamaragua. (HArendt)


Notas:
(1) http://es.wikipedia.org/wiki/Friedrich_Hayek
(2) http://es.wikipedia.org/wiki/Milton_Friedman
(3) http://es.wikipedia.org/wiki/Isaiah_Berlin
(4) http://es.wikipedia.org/wiki/John_Rawls
(5) http://es.wikipedia.org/wiki/Francis_Fukuyama
(6) http://www.laprovincia.es/secciones/noticia.jsp?pRef=2009010200_3_199317__CANARIAS-Antonio-Castro-aboga-prohibir-inmigracion-controlar-natalidad-para-consumir-territorio-Canarias
(7) http://www.revistadelibros.com/
(8) http://www.revistadelibros.com/articulo_del_mes.php?art=4167
(9) http://es.wikipedia.org/wiki/Thomas_Sowell


Fotos:
(1) El profesor norteamericano Thomas Sowell:
http://www.utc.edu/Research/ProbascoChair/pictures_clip/Sowell.JPG





http://www.utc.edu/Research/ProbascoChair/pictures_clip/Sowell.JPG
El profesor Thomas Sowell





"Los occidentales y sus visiones políticas", Luis M. Linde

Revista de Libros nº 144 · diciembre 2008


Thomas Sowell
A CONFLICT OF VISIONS. IDEOLOGICAL ORIGINS OF POLITICAL STRUGGLES
Basic Books, Nueva York

Las luchas políticas del siglo XX estuvieron marcadas y condicionadas por la oposición entre capitalismo y socialismo, entre democracia liberal y dictaduras comunistas, en definitiva, por la revolución rusa y su larga cadena de consecuencias. La desaparición de la Unión Soviética, la conversión al mercado de casi todas las economías dirigidas antes mediante mecanismos de propiedad estatal y planificación –unas cuantas convertidas también a la democracia liberal o, al menos, a sus formas– dieron origen a unos años de «estupefacción» intelectual y política, uno de cuyos productos más conocidos fue la, digamos, tesis del «fin de la Historia» de Francis Fukuyama (anunciada en 1989, meses antes de la caída del muro de Berlín, y ampliada y reelaborada en 1992).

La famosa idea de Fukuyama puede resumirse de forma sencilla. Después de casi un siglo de luchas y enfrentamientos, el capitalismo y la democracia se han impuesto a las dictaduras socialistas o comunistas. Naturalmente, seguirán existiendo conflictos de toda clase, seguirán produciéndose «acontecimientos históricos», pero todo eso ocurrirá en el marco del capitalismo y de la democracia formal, no en el marco de una lucha global entre sistemas opuestos. La «Historia ha terminado» porque –decía Fukuyama en una especie de «lema-metáfora» de raíz hegeliana (nota 1)– no hay ninguna opción política y económica viable distinta a la democracia formal y al capitalismo, cualesquiera que sean los problemas de los sistemas democráticos capitalistas que existan en diferentes momentos históricos.

Otro libro de aquella época que dio bastante que hablar fue False Dawn. The Delusions of Global Capitalism (1998) (nota 2), de John Gray, que se situaba en el terreno de Fukuyama, pero con varias ideas a contracorriente. Gray, que nunca ha sido un defensor del comunismo, ni de la Unión Soviética, ni nada parecido, decía que, a pesar de todo, la lucha entre capitalismo y comunismo no había sido una lucha entre fuerzas radicalmente distintas, sino, más bien, una querella entre ideologías occidentales, con las mismas raíces históricas y los mismos valores: la igualdad de derechos entre todos los ciudadanos, hombres y mujeres, la separación de religión y política, la idea del progreso, el valor de la democracia (pocos dirigentes políticos del siglo XX insistieron tanto como Stalin y sus secuaces en reivindicar el carácter democrático de sus principios y políticas); y que el derrumbe de la Unión Soviética había sido el fracaso del régimen «occidentalizador» más ambicioso del siglo XX.

El «fin de la Historia» sufrió una tremenda embestida el 11 de septiembre de 2001, cuando se escenificó la declaración de guerra del islamismo más fundamentalista y violento contra Estados Unidos y, en realidad, contra el mundo occidental y sus valores. Aquella declaración de guerra parecía darle la razón a Gray cuando caracterizaba la lucha entre capitalismo y socialismo como sólo una querella entre ideologías occidentales, y simbolizaba un conflicto que no estaba, desde luego, en el paisaje político pintado por Fukuyama tras la desaparición de la Unión Soviética.

Islamismo aparte, ese paisaje recuerda al que existía antes de la Primera Guerra Mundial, cuando sólo la extrema izquierda y el anarquismo marginales defendían un sistema sin propiedad privada, ni mercados, ni democracia formal frente al capitalismo liberal o la socialdemocracia. No es probable que, hoy por hoy, ninguna ofensiva externa y tampoco, desde luego, la del terrorismo islámico pueda alterar esta situación. Los cambios en ese paisaje dependerán, antes que nada, de la propia evolución política de los países occidentales y de cómo esa evolución debilite, refuerce o transforme su cultura y sus valores. Por eso tiene interés preguntarse: ¿en qué querellas políticas estaremos metidos los occidentales? ¿De qué van a tratar nuestras luchas políticas si el socialismo, tal como lo hemos conocido en el siglo XX, ya no es una opción frente al capitalismo y la democracia?

LAS DOS VISIONES POLÍTICAS DE LA ILUSTRACIÓN

En 1987, unos años antes de la desaparición de la Unión Soviética, Thomas Sowell publicó A Conflict of Visions (nota 3), que trataba, según decía su subtítulo, de los orígenes ideológicos de las luchas políticas. Sowell (nota 4), profesor de Economía, asociado a la Hoover Institution de la Universidad de Stanford desde 1980, y uno de los más conocidos escritores políticos de Estados Unidos –de hecho, hoy, uno de sus patriarcas: nació en 1930 y ha publicado ininterrumpidamente durante más de cuarenta años–, pretendía mostrar que si las luchas políticas de los últimos dos siglos componen un bosque, sus árboles, aparentemente tan variados, pertenecen, en realidad, sólo a dos especies –aunque hay ejemplares híbridos–, y que para entender lo que hay en ese bosque, cómo se desarrollan y crecen los árboles, cómo compiten unos con otros, hay que entender la naturaleza de esas dos únicas especies y de las raíces que sustentan el bosque entero (nota 5).

A Conflict of Visions, que se reimprimió en 2002 y ha vuelto a editarse en 2007, era una reflexión independiente de los problemas de la Unión Soviética y del «socialismo real» y, por ello, su desaparición no le afectó en absoluto. Porque el hecho de que las dictaduras socialistas hayan perdido la guerra económica e ideológica frente al capitalismo y la democracia no afecta a la permanencia y vigor de las dos visiones que, según Sowell, están en el origen de las luchas políticas desarrolladas, primero, en Europa y, después, en todo el mundo desde finales del siglo XVIII: la visión que denomina «constrained» («restringida», «condicionada», también con significado de «trágica», «pesimista») y la visión «unconstrained» («no restringida», «utópica», «optimista») (nota 6). La traducción al español, y en particular la de «constrained», es muy difícil. Intentando traicionar lo menos posible las intenciones de Sowell y tratando de respetar, a la vez, el contenido histórico de ambas visiones, traduciremos «unconstrained» por «utópica» y «constrained» por «tradicional». La justificación de esta elección –que no es completamente satisfactoria, pero parece menos mala que las demás– aparecerá, esperamos, a lo largo de este comentario.

«Una de las cosas curiosas que ocurren con las opiniones políticas –escribe Sowell en el primer párrafo de su libro– es la frecuencia con que las mismas personas se alinean acerca de diferentes asuntos en bandos opuestos. Las cuestiones pueden no tener conexión intrínseca entre ellas. Pueden ir del gasto militar a las leyes sobre las drogas, de la política monetaria a la educación. Sin embargo, las mismas caras aparecen una y otra vez enfrentándose desafiantes desde lados opuestos de la barrera política. Ocurre con demasiada frecuencia para ser una coincidencia y de forma demasiado incontrolada como para tratarse de un complot. Un examen más detenido de los argumentos de ambos bandos muestra [...] que razonan desde premisas fundamentalmente diferentes [...]. Tienen diferentes visiones acerca de cómo funciona el mundo» (Sowell, Conflict of Visions, ed. 2007, p. 3).

Las visiones son, dice Sowell, como «mapas» que nos ayudan a transitar por la realidad, a superar nuestras perplejidades (p. 4). Las visiones políticas «no son sueños, ni esperanzas, ni profecías, ni imperativos morales, aunque cualquiera de tales cosas pueda surgir de una visión determinada [...]. Una visión es un sentido de causación» (p. 6) y, por ello, las visiones son el fundamento sobre el que se construyen las teorías. Las visiones acerca de la sociedad y su funcionamiento, además de inspirar pensamiento y acción política, son importantes en sentido individual porque nos ayudan a formar opiniones y adoptar posiciones en materias en las que somos ignorantes.

La discusión política en la que, para Sowell, se sustanciaron las dos visiones opuestas que han llegado hasta hoy se desarrolló en las últimas cuatro décadas del siglo XVIII y sus principales protagonistas fueron cinco, ahora diríamos, «intelectuales»: Rousseau, el más viejo de todos ellos (1712-1778), Adam Smith (1723-1790), Edmund Burke (1729-1797), Antoine-Nicolas Condorcet (1743-1794) y William Godwin (1756-1836), el más joven, que publicó su aportación principal, su Enquiry Concerning Political Justice, en 1793, aunque Thomas Paine había publicado, en lo que ya eran los Estados Unidos de América, en 1791, The Rights of Man, anticipándose a varias de sus ideas (nota 7). Sowell considera a Rousseau, Condorcet y Godwin los principales exponentes de la visión utópica, y a Smith y Burke los principales exponentes de la visión tradicional. Otros políticos, escritores y «filósofos» participaron en este gran debate: puede citarse, en el campo de la visión utópica, a Robespierre, el primer ideólogo del terror como método de acción política, y a D'Holbach (1723-1789), por su defensa del ateísmo y del materialismo; en la visión tradicional estaría Alexander Hamilton (1755-1804), por su aportación a la defensa del gobierno limitado y del equilibrio entre poderes. Aunque el enfrentamiento entre ambas visiones ha seguido vivo hasta nuestros días (nota 8), la única aportación moderna que destaca Sowell es la de Friedrich Hayek.

Para Smith y Burke, la naturaleza humana es débil e imperfecta. Los seres humanos son egocéntricos, atienden antes que nada a sus intereses, tal como los conciben, casi siempre a corto plazo, y es, en general, inútil pedirles o esperar de ellos que se sacrifiquen por los demás, aunque eso pueda ocurrir cuando, por razones religiosas, morales, de prestigio social, etc., creemos que esa conducta nos puede, en última instancia, beneficiar. No se puede esperar cambiar la naturaleza humana mediante invocaciones al bien común, pero sí pueden establecerse estímulos o incentivos que impliquen una especie de «intercambio» o «transacción» (trade-off) entre el interés individual y los intereses de grupos específicos o del conjunto de la sociedad. Persiguiendo sus intereses económicos, los individuos pueden producir en determinadas circunstancias (igualdad ante la ley, libertad individual, etc.) un resultado que, aparte de ser beneficioso para ellos mismos, lo es también para los demás. Así, para Smith y Burke, la mejor y más efectiva forma de obtener la colaboración de los individuos al bien común no es tratando de cambiar su naturaleza, empeño condenado al fracaso, sino tratando de establecer estímulos que favorezcan o permitan esas «transacciones» entre el interés egoísta de los individuos y el de la sociedad.

Frente a esta descripción de la naturaleza humana y de la relación entre fines individuales y resultados sociales, que es uno de los pilares centrales de la visión tradicional, se sitúa una explicación muy diferente y opuesta: la visión utópica. Para Godwin, los seres humanos pueden sentir y apreciar los intereses y necesidades de los demás y pueden actuar de modo imparcial incluso cuando sus propios intereses están en juego, por lo cual «considera que la intención de beneficiar al prójimo es "la esencia de la virtud" y que la virtud es, a su vez, el camino hacia la felicidad de los seres humanos» (p. 15). Godwin y Condorcet no niegan que los seres humanos sean egoístas, pero creen que esa no es su naturaleza «verdadera», sino consecuencia de la influencia corruptora de las instituciones sociales y de los incentivos que esas instituciones sociales imponen, una idea cuya paternidad se atribuye a Rousseau (p. 21). Para Godwin, igual que para Condorcet, es absurdo esperar que los vicios individuales puedan llegar a producir bienes sociales. Entienden que lo que hay que hacer es imponer la virtud, perseguir y reprimir los vicios e intereses egoístas originados en «los prejuicios, las pasiones artificiales y las costumbres sociales» (Condorcet, citado por Sowell, p. 17), consecuencia de la corrupción por la sociedad y sus instituciones de la naturaleza original del ser humano.

De estas diferencias acerca de la responsabilidad de las instituciones de la sociedad y de los gobiernos en la corrupción de los seres humanos y sobre la posibilidad de que puedan surgir beneficios sociales como resultado de acciones individuales movidas sólo por el egoísmo surgen casi todas las demás diferencias entre ambas visiones, que encontraron una encarnación práctica en las dos revoluciones del último tercio del siglo XVIII, la francesa y la norteamericana: «Las premisas subyacentes de la Revolución Francesa reflejaban más claramente la visión utópica que prevalecía entre sus dirigentes e ideólogos. Los fundamentos intelectuales de la Revolución Americana eran más variados, pues incluía a hombres como Thomas Paine o Thomas Jefferson, cuyo pensamiento era similar en muchos sentidos [al de los revolucionarios franceses], pero incluía también, como influencia dominante en la Constitución, la visión clásica tradicional [...] expresada en The Federalist Papers» (pp. 25-26), cuyo principal inspirador y autor –Alexander Hamilton– tenía una opinión diametralmente opuesta a la de Robespierre, Godwin o Condorcet en cuanto a la relación entre actitudes y sentimientos individuales y el bien de la sociedad.

El más siniestro y sanguinario –y hubo unos cuantos aspirantes a ese título– de los personajes que alumbró y devoró la Revolución Francesa, Robespierre, que consideraba a Rousseau «el tutor de la raza humana», escribió en 1792 que el objeto de la revolución era «fundar, finalmente, las sociedades políticas sobre los principios inmortales de igualdad, justicia y razón [...] [imponer un arte de gobierno] orientado no a engañar y corromper al hombre [sino] a iluminarlo y hacerlo mejor» (nota 9), y no veía justificado, ni conveniente, el fin del terror revolucionario mientras no se consiguiera que «todo el pueblo llegara a ser igualmente devoto de su país y de sus leyes» (p. 25). Con un ánimo muy diferente, Hamilton creía que esperar que los individuos pudieran llegar a actuar olvidando sus intereses y teniendo en cuenta exclusivamente el bien de la sociedad era sólo la expresión de un deseo enteramente falto de realismo. Esta visión tradicional de Hamilton inspiró todo el sistema de checks and balances (que podríamos traducir al español como «frenos y equilibrios») entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, tan característico y crucial en la Constitución americana y tan distinto del sistema constitucional y legal surgido de la Revolución Francesa, «que dio amplísimos poderes, incluyendo el poder de vida y muerte, a los que hablaban en nombre "del pueblo", expresando la "voluntad general" rousseauniana» (p. 26). Robespierre, Condorcet –que rechazó el sistema de checks and balances de la Constitución de los Estados Unidos como una concesión a los conservadores y un abandono de los principios originales de la Revolución Americana (nota 10)– y los demás exponentes de la visión utópica pretendían erradicar el egoísmo de los individuos, es decir, imponer la virtud. Smith, Burke o Hamilton no creían posible lograr tal cosa; es más, temían –y su temor no podía ser más premonitorio– que intentarlo podía tener consecuencias terribles.

Así, la visión utópica concede gran importancia a las intenciones de los individuos (bajo el principio de que los seres humanos pueden asumir como propios los fines de la sociedad, es decir, actuar virtuosamente), quiere soluciones, y no considera importante o primordial atender a lo que ocurre a lo largo de los procesos mediante los cuales se intentan alcanzar tales soluciones, todo lo contrario de la visión tradicional, que ve la realidad en términos de procesos y de lo que ocurre a lo largo de los mismos, no de las intenciones de sus impulsores o agentes, que se consideran irrelevantes para juzgar los resultados y costes de tales procesos.

CONOCIMIENTO, RAZÓN Y PROCESOS SOCIALES

No se trata sólo –dice Sowell– de que ambas visiones lleguen a conclusiones diferentes sobre casi cualquier problema político, económico o social, sino de que llegan a conclusiones opuestas. «No se trata meramente de diferencias de visión, sino de visiones en conflicto» (p. 35). Y este conflicto puede percibirse en muchos terrenos y a lo largo de distintos planos, entre ellos: 1) la formación y movilización del conocimiento; 2) la racionalidad de los individuos frente a la racionalidad anónima y colectiva de la sociedad; y 3) el valor y la utilidad de los procesos sociales espontáneos o no planeados frente a los procesos diseñados y planeados.

1) Para la visión tradicional, el conocimiento es, fundamentalmente, experiencia, «transmitida socialmente, en gran medida, en formas no articuladas, desde los precios, que indican costes, escasez y preferencias, hasta las tradiciones que evolucionan a partir de la experiencia diaria de millones [de personas] en cada generación [...] [pero] no se trata simplemente de que los individuos escojan racionalmente lo que funciona frente a lo que no funciona, sino también –y más fundamentalmente– que la competencia entre instituciones y sociedades enteras conduce a la supervivencia de los conjuntos de rasgos culturales más efectivos, incluso en el caso de que ni los ganadores ni los perdedores entiendan racionalmente qué era mejor o peor en un conjunto o en el otro» (p. 37).

Para la visión utópica, la razón ocupa el lugar de la experiencia. Godwin decía que la «sabiduría del tiempo» es una ilusión de los ignorantes, que «la pretensión de sabiduría colectiva es la más palpable de todas las imposturas», mientras que Condorcet creía que «cualquier cosa que lleve el sello del tiempo debe inspirar desconfianza antes que respeto» (citado por Sowell, p. 40). Una inesperada, pero inevitable y sustancial, consecuencia del rechazo de la sabiduría colectiva es la defensa del mejor derecho de las «mentes cultivadas» o «superiores», «personas de más capacidad y formación», a tomar decisiones en nombre de y para toda la sociedad. Con palabras de Godwin, «la razón es el instrumento apropiado y suficiente para regular las acciones de la humanidad» (citado por Sowell, p. 43), algo que justifica, a su vez, la concepción de los intelectuales como «consejeros desinteresados»: tanto Voltaire como Rousseau y Condorcet defendieron las ventajas para la sociedad de confiar un papel dirigente a los sabios, los filósofos, ajenos a las bajas pasiones y a la ambición, algo que Smith, Burke y otros defensores de la visión tradicional siempre entendieron como un grave peligro.

2) Para Godwin, Condorcet y, en general, para la visión utópica, cualquier acción social y política debe fundamentarse en la razón y debe poder ser justificada desde cero, por su racionalidad y por su contribución al triunfo de la virtud y la justicia. En esta visión, el papel central está ocupado por lo que Sowell llama «el poder de la racionalidad específicamente articulada». Sin embargo, en la visión tradicional, el papel central lo ocupan «los procesos sociales no articulados» que movilizan y coordinan el conocimiento (p. 47), una idea que, de forma simple, ya expresó Bernard Mandeville en su Fábula de las abejas en 1703, veinte años antes de que naciera Adam Smith, siguiendo, a su vez, una corriente holandesa de pensamiento ligada a la defensa de las libertades políticas y de la forma republicana de gobierno (nota 11).

El funcionamiento de los mercados en la concepción de los economistas clásicos, neoclásicos y de la escuela austríaca es el paradigma de la racionalidad sistémica de la visión tradicional. «En un mercado que nadie controla [...] los precios cambiantes, los salarios y los tipos de interés ajustan la economía a las demandas que se desplazan, a los cambios tecnológicos y la evolución de la formación técnica de los trabajadores, sin que ninguno de los actores de este drama sepa o se preocupe de cómo afectan al conjunto las respuestas individuales» (pp. 48-49). La diferencia entre racionalidad individual y sistémica puede encontrarse, dice Sowell, no sólo en el debate sobre procesos económicos, sociales y políticos, sino también en doctrinas religiosas y en la concepción de lo que es y lo que debe ser la ley. El concepto mismo de «razón» es diferente en las dos visiones –dice Sowell–, y cita a Hayek, para quien la «razón» ha pasado de significar la capacidad para distinguir el bien del mal, es decir, distinguir entre lo que estaba y no estaba de acuerdo con las reglas establecidas, a significar «la capacidad para construir tales reglas mediante su deducción a partir de premisas explícitas» (p. 88).

3) Las concepciones opuestas acerca de la formación y utilización del conocimiento y la racionalidad individual o sistémica de las decisiones políticas y sociales conducen, y ésta es la tercera gran diferencia entre ambas visiones, a una profunda discrepancia acerca de la naturaleza de los procesos sociales, que lo cubren casi todo, dice Sowell: «del lenguaje a la guerra, pasando por el amor o los sistemas económicos» (p. 69).

La visión tradicional tiene escasa fe en los procesos que se diseñan deliberadamente, «no cree que ningún conjunto de personas que tomen decisiones pueda enfrentarse eficazmente a las enormes complejidades de diseñar un sistema económico, un sistema legal, un sistema de reglas morales o un sistema político» (p. 70), pero sí confía en la racionalidad y eficacia de los procesos espontáneos que han evolucionado históricamente. Considera, y esto es muy importante, que los procesos deben juzgarse en función de sus características sistémicas, no en función de los objetivos o intenciones que puedan proclamar sus protagonistas. Su gran ejemplo es el lenguaje, en cualquiera de sus formas, la más prodigiosa y crucial creación de la especie, surgida de un larguísimo y complejísimo proceso que nadie diseñó, ni planeó, y que nunca tuvo ningún objeto o intención explícita.

Sowell afirma que la visión tradicional no es una visión estática, ni conservadora, en la que todo lo existente deba ser defendido tal como es: «Por el contrario, su principio central es la evolución. El lenguaje no permanece invariable, pero tampoco cambia de acuerdo con ningún plan. Un lenguaje dado puede evolucionar a lo largo de siglos hacia algo enteramente diferente de lo que era, pero como resultado de cambios incrementales, convalidados por el uso de muchos, más que por los planes de unos pocos» (p. 72). Así, la visión tradicional cree –una idea que ya expresó con claridad santo Tomás de Aquino (nota 12)–, que sólo los cambios producidos por la experiencia pueden ser realmente útiles a la sociedad. Sowell cita a Hayek, repitiendo, en versión darwinista, una idea crucial de la visión tradicional expresada por Burke hace dos siglos: «La tradición no es algo constante, sino el producto de un proceso de selección guiado no por la razón, sino por el éxito» (p. 73).

En la visión utópica, los problemas sociales se ven, más bien, «como problemas de ingeniería», una analogía utilizada, entre otros muchos, por Veblen, quien rechazaba el mercado como mecanismo para fijar precios y defendía las ventajas del control directo por las autoridades y los planificadores (p. 74). Los ingenieros sociales pueden analizar las necesidades sociales y determinar «objetivamente» el mejor modo de satisfacerlas, algo que para Godwin no sólo era posible, sino, incluso, fácil, siempre que se aplicase «buen sentido y percepciones claras y correctas». Llevando el argumento al extremo, George Bernard Shaw escribió que el tipo de sociedad que existe en un momento histórico determinado «es sólo un sistema artificial que puede ser infinitamente ajustado y modificado y sustituido a voluntad del Hombre» (nota 13), algo que desde la visión tradicional sólo puede considerarse una suprema y mortalmente peligrosa majadería.

Ambas visiones difieren, asimismo, en la forma de evaluar los costes o sacrificios que implica cualquier proceso social. En la visión tradicional, las restricciones y compromisos que aparecen y se aceptan o rechazan a lo largo del tiempo, y que tienen un ancla o referencia en el pasado, tales como «lealtad, [...] patriotismo, gratitud, [...] constituciones, matrimonio, tradiciones sociales, tratados internacionales» se consideran con respeto y reverencia precisamente porque incorporan la experiencia acumulada de la sociedad, y ésta es siempre preferible en campos en los que la visión tradicional cree que no hay, ni puede haber, ningún progreso, como la moral o el gobierno (pp. 81-82). En suma, para la visión tradicional, «la ganancia añadida que se obtiene con el conocimiento individual es trivial comparada con la que se obtiene siendo fieles a la experiencia acumulada de la sociedad» (pp. 82-83). Para la visión utópica es todo lo contrario. Cualquier restricción o compromiso asumido en función del conocimiento o de hechos del pasado implica no tener en cuenta las nuevas circunstancias y nuevos conocimientos, cuyo rechazo o desprecio sólo puede ser negativo para los individuos y la sociedad.

En suma, para la visión tradicional, la naturaleza humana es un dato y los procesos sociales dan unos resultados u otros en función de los incentivos que se presentan a los individuos y de las condiciones bajo las cuales los individuos se relacionan respondiendo a esos incentivos. Pero el entramado de interacciones es muy complejo y ocurre con frecuencia que el resultado final de los procesos sociales tiene poco que ver con las intenciones de los individuos o de los grupos sociales, si no resultan enteramente opuestos, algo de lo que hay abundantes ejemplos en la historia. Para la visión tradicional, esto no son fallos de una sociedad o sistema social determinado, sino consecuencia inevitable de la interacción social. Por el contrario, para la visión utópica la naturaleza humana es moldeable y mejorable, y los individuos y grupos mejores, más inteligentes, mejor formados y más conscientes pueden conducir los procesos sociales hacia las metas deseadas, representando y encarnando los intereses de toda la sociedad: si no lo consiguen, eso quiere decir que «han fallado» (nota 14). Además, para la visión utópica, los procesos sociales deben ser juzgados en función de sus resultados. Por ejemplo, dice Sowell, «la naturaleza ilusoria de la libertad y la igualdad para los pobres ha sido, durante siglos, un tema recurrente de la visión utópica, pues para los pobres "no hay libertad en el resultado incluso si hay libertad en el proceso"». Sin embargo, para la visión tradicional no hay resultados justificables moral o intelectualmente, independientemente del proceso que los produjo: los resultados, dice Sowell, no definen la justicia en la visión tradicional (p. 94).

Ninguna visión política puede ser absolutamente tradicional o trágica, o utópica. Lo primero significaría que el ser humano y la evolución social es tán enteramente predeterminados, que nada que hagan o no hagan puede cambiar el curso de los acontecimientos personales y sociales. Lo segundo significaría que los seres humanos son omniscientes y omnipotentes, lo que ninguna de las dos visiones defiende, desde luego. Además –reconoce Sowell–, la distinción entre «soluciones» –que es lo que persigue la actuación política desde la visión utópica– y «transacciones» –que es lo máximo a que aspira la actuación política desde la visión tradicional– no es decisiva, como tampoco lo es la distinción entre la búsqueda del bien común a través de incentivos o tratando de cambiar la naturaleza humana, porque, en ocasiones, también pueden aceptarse o buscarse «transacciones» desde la visión utópica, o puede intentarse influir desde la visión tradicional en la actuación individual a través de apelaciones morales y no meramente de incentivos egoístas (pp. 103-104).

Lo que resulta decisivo para caracterizar ambas visiones es –afirma Sowell– lo que él llama el locus of discretion, el «lugar» en el que se toman o se producen las decisiones, y el mode of discretion, la forma en que se toman las decisiones. En la visión utópica, las decisiones sociales se adoptan deliberadamente por representantes o encarnaciones [en inglés, surrogates; éste es el locus of discretion] de la sociedad, sobre bases explícitamente racionalistas [éste es el mode of discretion]; en la visión tradicional, las decisiones sociales se desenvuelven y se hacen efectivas a partir de decisiones individuales que persiguen fines privados, sirviendo al bien común sólo como consecuencia de las características de los procesos sistémicos, independientemente de las intenciones de los individuos, tal y como ocurre, por ejemplo, en los mercados competitivos (p. 106).

Esta distinción justifica por qué el fascismo no se considera una visión utópica, a pesar de la función del partido y de sus líderes como representación y encarnación de los intereses nacionales y sociales, porque su modo de adoptar decisiones o de elegir a sus líderes no es «racionalidad articulada»; y justifica por qué la visión de John Rawls en A Theory of Justice puede encuadrarse dentro de la visión utópica, a pesar de que «su tema central es la transacción entre igualdad y la necesidad de producir bienestar material», porque para Rawls el «lugar» donde se toman las decisiones es la sociedad, que puede y debe organizar esa «transacción» sobre principios de justicia deducidos o construidos de forma estrictamente racionalista (p. 112). Y también le permite caracterizar como «versiones híbridas» el marxismo –el marxismo clásico, el de Marx– y el utilitarismo. El marxismo, porque mezcla una visión tradicional del pasado con una visión utópica del futuro, en el que los seres humanos alcanzarían, en palabras de Engels, el «reino de la libertad», definido en términos de resultados; el utilitarismo, en la versión de Bentham, es una mezcla de visión tradicional en cuanto a la naturaleza humana y sus debilidades, y visión utópica en cuanto a las posibilidades de los seres humanos para mejorar la sociedad y mejorarse a ellos mismos aplicando solamente la razón, aunque en materia económica sus opiniones estaban muy cerca de las de Adam Smith. En cuanto a John Stuart Mill –dice Sowell–, es difícil colocarlo en una visión u otra porque su retórica pertenecía, sobre todo, a la visión utópica, pero el fondo de sus argumentos está muy cerca de la visión tradicional, y ésta no fue consecuencia de una forma confusa o desordenada de argumentar, sino el resultado de un eclecticismo cuidadosamente buscado.

VISIONES Y POLÍTICAS: IGUALDAD, PODER, JUSTICIA

Aunque Sowell reconoce que la visión utópica está «en su casa en la izquierda política», afirma, a la vez, que la existencia de visiones inconsistentes o híbridas, como el marxismo, el utilitarismo o la ideología libertaria hacen que no pueda, sin más, equipararse visión tradicional a «derecha» y visión utópica a «izquierda» (p. 214). El marxismo es el epítome de la izquierda política, pero no de la visión utópica que domina la izquierda «no marxista»; para muchos, el fascismo –cuya visión es, en varios sentidos, utópica (Hayek defendió siempre la caracterización del nacionalsocialismo hitleriano como «socialismo»)– es el más claro ejemplo de «extrema derecha»; y la ideología libertaria, que muchos consideran derecha extrema, al menos en sus propuestas económicas, es incompatible, dice Sowell, con la función de los procesos sociales sistémicos en la visión tradicional (pp. 126-128) (nota 15). En suma, las dicotomías rotundas, fundadas en las dos visiones opuestas, no son útiles para entender todos los conflictos políticos, lo que no quiere decir que no sean útiles para analizar el alineamiento y el sentido de las propuestas de unos y otros. Para mostrarlo, Sowell concluye su libro tratando de las diferencias que ambas visiones mantienen en torno a tres grandes ejes del debate político: la igualdad, el poder y la justicia.

Empecemos por la igualdad. En palabras de Burke, que cita Sowell, «todos los hombres tienen iguales derechos, pero no a cosas iguales», una idea que parece idéntica a esta otra de Hayek: «Ser tratado igual no tiene nada que ver con la cuestión de si la aplicación de la ley en una situación particular puede llevar a resultados que son más favorables a un grupo que a otros». Para la visión tradicional de Burke y Hayek, la igualdad que debe buscar y lograr la acción política no es la igualdad de resultados, sino la de las oportunidades, entendida como «igualación de las probabilidades de alcanzar ciertos resultados [...] ya sea en educación, en empleo o ante los tribunales». Para la visión utópica, por el contrario, la igualdad que debe perseguir y lograr la acción política es la igualdad de resultados. Además, para algunos partidarios de la visión utópica, la reivindicación de igualdad puede llegar muy lejos, porque puede aspirar a compensar incluso aquellas diferencias que no se deben a las instituciones sociales o al medio familiar, sino al azar genético. Así, Condorcet defendía hace ya dos siglos que «tienen que mitigarse incluso las diferencias naturales entre los hombres», una idea que ha obtenido apoyo en nuestros días (nota 16) y que es uno de los motores de la «corrección política», tanto en Estados Unidos como en Europa.

Pero no se trata –dice Sowell– de que unos sean indiferentes a las desigualdades y otros no, o de que unos tengan sensibilidades morales más delicadas y nobles que otros. Adam Smith se sentía tan ofendido por «los privilegios y arrogancia de los ricos» como Godwin y, en nuestros días, Milton Friedman no estaba menos preocupado por las desigualdades económicas de lo que puede estarlo Ronald Dworkin, uno de los abanderados, hoy, de la visión utópica en Estados Unidos. Y nadie niega que la defensa de un concepto de igualdad referida sólo a procesos y no a resultados puede dar lugar a grandes desigualdades. La diferencia entre ambas visiones está «en el análisis de causas y efectos [...] en lo que puede hacerse [respecto a tales desigualdades], a qué coste y con qué peligros» (pp. 145-146). Y el peligro más grave, bien experimentado en el siglo XX, es que el intento de lograr la igualdad de resultados, fundamentalmente económicos, lleva siempre «a la concentración de poder político [...] a mayor –y más peligrosa– desigualdad en poder político» y a menor libertad, algo que es mucho más grave para la visión tradicional que para la utópica, debido a que ésta considera que la pobreza, la falta de igualdad económica, equivale, en el sentido más propio, a falta de libertad (pp. 141-142).

Las dos visiones entienden de modo diferente el origen y significado del poder económico y político, pero también el uso de la fuerza, la guerra, la ley y su aplicación, el crimen y su castigo. La visión utópica entiende la guerra y el crimen y, en general, el uso de la fuerza como desviaciones, fallos o perversiones del uso articulado de la razón. Para Godwin, por ejemplo, la guerra era una consecuencia de las instituciones políticas en general y, más específicamente, de las instituciones no democráticas (pp. 159-160), mientras que el crimen era imposible en ausencia de influencias sociales o razones individuales (problemas psiquiátricos, por ejemplo) impuestas, por así decir, a los individuos, porque «es imposible que un hombre cometa un crimen en el momento en que pueda verlo en toda su enormidad»: basta con localizar las causas de los males para combatirlas y eliminarlas, dando así una «solución» al problema (pp. 160, 163). En el polo opuesto, los partidarios de la visión tradicional no creen que haya que buscar causas para el crimen o para la guerra fuera, simplemente, de la naturaleza humana: «Las personas cometen crímenes porque son personas, porque ponen sus intereses y sus egos por encima de los intereses, sentimientos y vidas de los demás» (p. 162). La guerra y el crimen son consecuencia inevitable de la naturaleza humana; los fallos pueden estar en los incentivos que generan ley y orden, porque el uso de la fuerza –legítima o criminal, individual o a través de la guerra– puede ser racional desde el punto de vista de los que esperan obtener beneficios, individuales o colectivos, con ella (pp. 158-159).

El enfrentamiento entre ambas visiones es radical en el entendimiento de la justicia (pp. 192 y ss.). Para la visión utópica –de Godwin, en el siglo XVIII, a Rawls, en nuestros días–, en primer lugar, no puede haber compromiso, ni transacción, con la justicia, salvo en aquellos casos excepcionales en que puede calcularse con seguridad que una injusticia evita otra todavía mayor; en segundo lugar, los seres humanos tienen derechos inherentes a su condición y su respeto debe evaluarse atendiendo a los resultados que se obtienen, en la práctica, con tal reconocimiento (pp. 210 y ss.). Para la visión tradicional –de Adam Smith a Hayek–, la justicia, que es fundamental para preservar la sociedad, debe aplicarse «razonablemente», decía Smith, y puede ser sacrificada si ello ayuda a mantener el orden social, en el que se materializa una larga acumulación de experiencias políticas y legales, incluso cuando puede parecer que la justicia «es injusta», o pueda serlo, efectivamente, en casos determinados, porque se evitan, así, otras injusticias que podrían ser más graves o más frecuentes; por otra parte, el respeto de los derechos «inherentes» de los individuos no puede juzgarse atendiendo a resultados, sino a su libertad para participar en procesos sociales «sin tener en cuenta lo deseable de [esos] resultados a juicio de otros» (p. 207) (nota17).

Las diferencias entre ambas visiones no se limitan a cómo se entienden los principios de la justicia, sino que alcanzan también a la naturaleza de las leyes y a la administración de justicia. Para Condorcet, Godwin y otros defensores de la visión utópica, los sistemas legales surgen de la aplicación, a lo largo de la historia, de principios lógicos, son construcciones racionales, aunque no sean inmutables y tengan que modificarse a lo largo del tiempo. Además, las leyes deben aplicarse con equidad, lo que exige que los jueces tengan en cuenta las circunstancias de cada caso y de cada individuo. Para la visión tradicional, por el contrario, los sistemas legales deben mucho más a la acumulación de la experiencia social a lo largo de generaciones que a diseños racionales de unos pocos, por distinguidos y sabios que puedan ser. Las leyes existen para proteger a la sociedad, no para implantar lo que Adam Smith llamó «las reglas prácticas de la moralidad», que se refieren, más bien, a conductas virtuosas o agradables para los demás, tales como la prudencia, caridad, generosidad, gratitud, etc.(nota 18). Las leyes, declaraciones generales por definición, no pueden tener en cuenta la multiplicidad de casos y circunstancias individuales, y el «ajuste» casuístico en su aplicación, además de sometido a toda clase de dificultades y riesgos de arbitrariedad, destruiría su eficacia y su gran virtud, que es, precisamente, proporcionar resultados predecibles fundamentados en la acumulación de experiencias y conocimientos por toda la sociedad (pp. 196 y 198) (nota 19).

Las dos visiones pueden ilustrarse también a través de la diferente forma de entender el desarrollo económico y las políticas justificadas en la «justicia social». Para la visión utópica, que Sowell personifica en Gunnar Myrdal (1898-1987, premio Nobel de Economía en 1974), lo que hay que explicar son las circunstancias del subdesarrollo, por qué muchos países no han alcanzado los niveles de educación y bienestar de los más avanzados y ricos. Para la visión tradicional, que Sowell personifica en Peter Bauer (1915-2002, profesor en la London School of Economics durante más de dos décadas y uno de los más destacados académicos liberales dedicados a los problemas del desarrollo), lo que hay que explicar son «las causas de la prosperidad», porque –pensaba Bauer– no pueden considerarse anormales o excepcionales las condiciones económicas en que vive la mayoría de la humanidad: lo excepcional es el bienestar económico y la paz social de los países occidentales avanzados.

Para Myrdal, el desarrollo económico es el resultado de políticas diseñadas racionalmente, y en ello tienen un papel fundamental los líderes políticos y los intelectuales que aspiran no menos a la igualdad –entre personas y entre naciones– que al crecimiento económico. Para Bauer y los partidarios de la visión tradicional, el desarrollo económico es un proceso que se genera y desenvuelve respondiendo a sistemas de incentivos –no siempre y no todos exclusivamente económicos– y no a políticas diseñadas por representantes políticos o minorías intelectuales selectas (pp.174-178).

Finalmente, en cuanto a la «justicia social», la oposición entre ambas visiones es absoluta. Sowell señala que Godwin, en su Enquiry Concerning Political Justice, de 1793, ya definió lo que la visión utópica entiende, hoy, por «justicia social»: el deber de cada ser humano de atender a las necesidades de los demás y lograr, en lo posible, su bienestar, un deber moral individual que se traduce en la esfera pública y política en el deber de los gobernantes de actuar sobre los derechos de propiedad, que Godwin consideraba fundamentales, pero subordinados al logro de lo que él llamaba «justicia política». Pero, igual que ocurría al comparar la posición de ambas visiones respecto a la igualdad, tampoco se trata aquí de que unos tengan sentimientos morales o humanitarios más desarrollados que otros, que unos sientan más compasión por las desgracias ajenas que otros (nota 20): «Lo que distingue a la visión utópica no es que prescriba que nos preocupemos humanamente por los pobres, sino que considera que la transferencia de beneficios materiales a los menos afortunados no es simplemente una cuestión de humanidad, sino una cuestión de justicia» (p. 215).

Para Hayek, el concepto de justicia social «no pertenece a la categoría del error, sino que carece de sentido» (pp. 214, 217 y ss.) porque –afirma– los procesos sociales sistémicos no son ni justos ni injustos. Hayek cree que el objetivo de la justicia social –lograr mediante la acción política una distribución del ingreso preconcebida y tendente a la igualdad– exige la puesta en marcha de procesos «que pueden destruir la civilización» (citado por Sowell, p. 218), porque «[el concepto de justicia social] socava y, en última instancia, destruye el imperio de la ley» (p. 221).

UNA VISIÓN DE LA ILUSTRACIÓN; OTRA, DE MUCHO ANTES

A Conflict of Visions de Sowell no pretende ser una historia de las ideas políticas aunque, indirectamente y de manera diferente a la tradicional, también lo sea, ni un relato sobre la vida y las ideas de los escritores y filósofos que han ido poniendo los jalones de esa historia desde el siglo XVIII, ni una descripción de los sistemas políticos y sus engranajes parlamentarios, electorales o partidistas. Tampoco es un intento de síntesis, ni trata de conciliar o «superar» ideologías diferentes u opuestas; evita, incluso, criticar o dar argumentos a favor o en contra de ninguna de las dos visiones. Aunque sabemos que sus simpatías están más cerca de la visión tradicional que de la utópica, Sowell hace un esfuerzo bastante deportivo para tratar de explicar cómo puede entenderse y justificarse la adhesión a cada una de ellas y los límites que las dos visiones reconocen a su propia eficacia o validez.

Lo que se discute es, en definitiva, cuáles son los límites y las posibilidades de la acción política en el marco de los límites y posibilidades de la acción humana individual y colectiva, porque, si las visiones diferentes son la raíz de posiciones políticas opuestas, las diferencias sobre cuáles son esas posibilidades son, a su vez, la raíz de las diferentes visiones (nota 21). Sowell no es el primero en caracterizar estas dos visiones opuestas para explicar las luchas políticas. En 1956, Andrew Hacker, profesor entonces en la Universidad de Cornell (Ithaca, Nueva York), definió las dos visiones, la trágica o tradicional y la utópica, en términos muy cercanos a los que utiliza A Conflict of Visions, aunque, curiosamente, sólo para explicar las diferencias entre los dos bandos que peleaban entonces dentro del socialismo británico (nota 22).

Sowell presenta su relato como si las dos visiones enfrentadas hubieran nacido en la segunda mitad del siglo XVIII, a la vez y, por así decir, «nuevas», lo que puede ser útil a efectos de simplificar y facilitar la exposición. Pero lo que nace en la Ilustración (o renace tomando nuevas formas, si no olvidamos la tradición de pensamiento racionalista y utópico que nos llega de Sócrates y Platón) es la visión utópica que, para abreviar, podemos llamar «moderna», en contraposición a la visión política tradicional de la cultura cristiana, que había sido, sin duda, hasta entonces, la visión trágica, inspirada o justificada, en última instancia, en la doctrina de la «caída» y el «pecado original» del cristianismo (nota 23).

En efecto, casi todas las características fundamentales de la visión trágica que Sowell enfrenta a la utópica están presentes en la filosofía política que domina el mundo cristiano hasta el siglo XVII: la naturaleza egoísta, corrompida, del ser humano, su incapacidad para prever las consecuencias de sus actos, lo inevitable de sus errores, la ley y las costumbres como emanación, probada por su utilidad, del pasado, la imposibilidad de resolver realmente, definitivamente, los problemas y los sufrimientos de la vida individual y social (nota 24). Hay, sin embargo, un elemento muy importante de la visión tradicional reformulada en la Ilustración que, más allá de ciertos antecedentes o atisbos anteriores, es realmente nuevo: la racionalidad sistémica, la creencia de que el orden social espontáneo produce, sin que los individuos lo pretendan, resultados que, siendo beneficiosos para ellos y sus objetivos egoístas, lo son también para la sociedad y, por consiguiente, las ventajas de la menor intervención posible de los gobiernos en los asuntos de la sociedad.

A Conflict of Visions de Thomas Sowell es un libro notable. Algunas cosas importantes tienen, quizá, un tratamiento insuficiente (la genealogía del laissez-faire dentro de la visión tradicional; Hobbes como precursor de la visión tradicional reformulada en la Ilustración; o la visión de Bentham, a pesar de su gran influencia en el siglo XIX). Pero decir tanto, con tanta claridad y en tan pocas páginas es una proeza, sean cuales sean nuestras simpatías políticas o nuestra visión, tradicional o utópica.


Notas:

1. Puede encontrarse un penetrante análisis de las ideas de Fukuyama en Keith Windschuttle, The Killing of History, San Francisco, Encounter Books, 1996, pp. 173 y ss.

2. Comentado en Revista de Libros, núm. 27, marzo de 1999, pp. 3-6.

3. Hay traducción al español de la primera edición (1987): Conflicto de visiones, Buenos Aires, Gedisa, 1990. Daniel Rodríguez Herrera comentó este libro en «Thomas Sowell y la teoría de las visiones», La Ilustración Liberal, núm. 19-20, julio de 2004, pp. 183-198.

4. Sowell se doctoró en la Universidad de Chicago en 1968, donde años antes había estudiado con Milton Friedman y George Stigler, los dos premios Nobel, y dio clase en varias universidades antes de incorporarse, en 1980, a la Hoover Institution, de la Universidad de Stanford, en California, donde ha trabajado hasta hoy. Desde marzo de 1960, cuando apareció su primer artículo en la American Economic Review, ha publicado dos docenas de libros y un gran número de artículos sobre temas económicos, políticos y sociales. Lo que empezó a distinguir a Sowell en el panorama político y académico norteamericano en los años sesenta fue su posición respecto a la situación de los negros en la sociedad norteamericana y las políticas defendidas por la izquierda (blanca y negra) y la gran mayoría de los activistas de los derechos civiles. Contrariamente a la opinión dominante y «políticamente correcta», Sowell sostuvo que el fin de la segregación racial no supondría la superación de los graves problemas de todo orden que afectaban a la comunidad afroamericana en Estados Unidos y que las políticas, académicas y otras, de discriminación positiva y de menor exigencia respecto a esa comunidad (la llamada affirmative action) no sólo no ayudaría a resolver los problemas, sino que los agravaría: muchos indicadores sociales, económicos y culturales parecen darle la razón. Sowell ha publicado dos libros de intención autobiográfica de gran interés, A Personal Odyssey, Nueva York, The Free Press, 2000, y A Man of Letters, Nueva York, Encounter Books, 2007, una colección de cartas comentadas que cubren casi medio siglo de su actividad de profesor y escritor.

5. En 1995, Sowell publicó The Vision of the Anointed. Self-Congratulation as a Basis for Social Policy (Nueva York, Basic Books, 1995), cuya traducción literal sería La visión de los ungidos (los que son mejores que los demás, los que saben más que los demás), una detallada discusión de las ideas de la izquierda y de los puntos de vista «políticamente correctos» predominantes en la cultura y en los medios de Estados Unidos desde los años sesenta. Unos años después, en 1999, publicó The Quest for Cosmic Justice (Nueva York, The Free Press, 1999) en torno al gran tema central de la corrección política moderna y de la izquierda, digamos, postmarxista: la igualdad entendida como igualdad de resultados para todos los ciudadanos. Ambos libros contenían aplicaciones y desarrollos de A Conflict of Visions.

6. La traducción al español de Carlo Gardini de 1990 utiliza «restringida» y «no restringida». En su comentario publicado en 2004, mencionado en la nota 3 anterior, Rodríguez Herrera utiliza visión «trágica» y visión «utópica».

7. El libro de Paine era, a su vez, una respuesta a Reflections on the Revolution in France de Edmund Burke, publicado en 1790.

8. Sowell menciona al juez Oliver Wendell Holmes (1841-1935) y a Milton Friedman (1912-2006) en el campo de la visión tradicional, y a Saint-Simon (1760-1825), Robert Owen (1771-1858), George Bernard Shaw (1856-1950), Thorstein Veblen (1857-1929), John K. Galbraith (1908-2006) y Ronald Dworkin en el campo de la visión utópica, pero no cree que ninguno de ellos haya aportado nada realmente sustantivo o nuevo al debate de finales del siglo XVIII: Sowell, op. cit., pp. 32-33.

9. Citado por John Kekes, «Why Robespierre Chose Terror», City Journal, primavera de 2006. Puede consultarse en: http://www.city-journal.org/html/16_2_urbanities-robespierre.html.

10. Max M. Mintz, «Condorcet's Reconsideration of America as a Model for Europe», Journal of Early Republic, vol. 11, núm. 4 (invierno de 1991), pp. 493-506.

11. Harold J. Cook, «Bernard Mandeville and the Theory of the Clever Politician», Journal of the History of Ideas, vol. 60, núm. 1 (1999), pp. 101-124.

12. Andrew Hacker, Political Theory: Philosophy, Ideology, Science, Nueva York, Macmillan, 1961, pp. 148 y 150.

13. Ídem, pp. 74-76. En 1958, cuando iba a lanzar el «Gran Salto Adelante», Mao Zedong (esta es, parece ser, la transcripción que ahora se considera correcta) caracterizó a China como «una hoja en blanco» en la que podrían pintarse y escribirse las cosas más bellas a voluntad de sus dirigentes y de «todo el pueblo»: los resultados fueron decenas de millones de muertos por hambre y enfermedades y la total dislocación y paralización de la economía china; la llamada «Gran Revolución Cultural», que Mao puso en marcha en 1966 para prevenir cualquier posibilidad de ser desalojado del poder, que causó millones de asesinados, encarcelados y represaliados, puede entenderse como una consecuencia catastrófica y criminal de esa visión utópica de China como «una hoja en blanco».

14. La idea leninista del Partido como representación de toda la sociedad y de sus metas políticas como encarnación de sus verdaderos intereses es un ejemplo de la aplicación de la visión utópica a la organización política.

15. Puede defenderse que la visión libertaria no es una visión liberal: Samuel Freeman, «Illiberal Libertarians: Why Libertarianism is not a Liberal view», Philosophy and Public Affairs, vol. 30, núm. 2 (primavera de 2001), pp. 105-151.

16. El profesor de Yale, Bruce Ackerman, y uno de los fundadores de la doctrina de la «renta básica», Philippe von Parijs, entre otros, son partidarios de que el Estado trate de compensar las desiguales dotaciones «internas» o «naturales» de las personas, tales como inteligencia, belleza, invalidez, etc., y no sólo las desigualdades resultado del origen familiar o de las instituciones sociales, asunto al que Sowell ha dedicado otro libro, The Quest for Cosmic Justice (véase nota 5). Las citas de este párrafo, en Thomas Sowell, A Conflict of Visions, pp. 133-136.

17. Parece claro que este concepto de libertad que utiliza Sowell corresponde al, o está cerca del, concepto de «libertad negativa» de Isaiah Berlin, la ausencia de restricciones impuestas por otros, que es la concepción liberal clásica de la libertad.

18. David Lieberman, Adam Smith on Justice, Rights and Law, University of California, Berkeley School of Law, Working Paper núm. 13, diciembre de 1999.

19. El juez del Tribunal Supremo norteamericano Oliver Wendell Holmes –a quien Sowell considera el principal representante de la visión tradicional entre los expertos legales norteamericanos en el siglo XX– rechazaba expresamente lo que puede considerarse «un patrón de justicia más elevado», caracterizado por el ajuste de la aplicación de la ley a circunstancias individuales, a favor de «un patrón de justicia más bajo», la aplicación uniforme y predecible de la ley, precisamente para no confundir justicia y moralidad. Sowell recuerda que en el sistema legal británico existían «tribunales de justicia» (courts of law), que aplicaban la ley, y «tribunales de equidad» (courts of equity), que servían para hacer lo propio, si bien teniendo en cuenta circunstancias individuales. Las reglas del Procedimiento Civil de Estados Unidos declaran expresamente abolida toda distinción entre «justicia» y «equidad», de modo que, a efectos legales, tienen exactamente el mismo significado: nadie puede reclamar o litigar por razones de equidad lo que no puede litigarse o reclamarse por razones legales.

20. Smith y Burke participaron activamente en la campaña para abolir la esclavitud a la vez que Godwin y Condorcet, y Milton Friedman propuso varios mecanismos de ayuda a los pobres, alguno de los cuales han estado en la base de propuestas defendidas por partidarios de la visión utópica y del Estado del bienestar.

21. Los principales manuales de historia de las ideas políticas publicados en Estados Unidos en las últimas décadas contienen exposiciones de las discusiones políticas de la Ilustración, pero el centro de sus análisis es diferente del que utiliza Sowell, por ejemplo: George H. Sabine. A History of Political Theory (multiples ediciones, la primera de 1937); Mulford Q. Sibley, Political Ideas and Ideologies. A History of Political Thought, Nueva York, Harper & Row, 1970; Sheldon S. Wolin, Politics and Vision, Continuity and Innovation in Western Political Thoght (ediciones de 1960 y 2006); John Scott McClelland, A History of Western Political Thought, Londres-Nueva York, Routledge, 1996.

22. «Las concepciones de pecado original y utopía son las que mejor explican el comportamiento del socialismo británico [...]. Las dos son formas de ver y entender la naturaleza humana. Ninguna de ellas prescribe ningún conjunto particular de arreglos institucionales. Más bien, se centran en el carácter de los individuos. Y son puntos de vista diametralmente opuestos y esencialmente incompatibles. La visión utópica mantiene que el ser humano [...] es perfectible [...]. Los proponentes [de la explicación de acuerdo con la idea del pecado original] creen que el ser humano [...] no puede jamás alcanzar la perfección en este mundo. Estará perseguido siempre por la frustración nacida de la distancia entre lo que es y lo que quiere ser», en Andrew Hacker, «Original Sin vs. Utopia in British Socialism», The Review of Politics, vol. 18, núm. 2 (abril de 1956), pp. 184-206.

23. Andrew Hacker, Political Theory: Philosophy, Ideology, Science, Nueva York, MacMillan, 1961, p. 139.

24. Aunque santo Tomás de Aquino tuvo una visión más «optimista» acerca de las consecuencias de la «caída» que la que había defendido san Agustín ocho siglos antes (los seres humanos no habrían perdido su capacidad para conocer la verdad y organizar la vida política y la sociedad mediante leyes que estén de acuerdo con la ley natural y los mandamientos de la ley divina), no dejaba de ser la visión «trágica» tradicional. En el siglo XVI, con la reforma protestante se recuperó, en parte, la visión de san Agustín: la «caída» –entendida como acontecimiento histórico real o como metáfora de lo ocurrido a los seres humanos cuando no aceptan su condición y se rebelan contra Dios y sus mandamientos– habría afectado de modo irreparable a su capacidad para superar la ignorancia y escapar al error, su razón y sus obras habrían resultado irremediablemente corrompidas. La visión cristiana ha oscilando siempre entre ambas visiones. En el compendio más sencillo y básico de la doctrina católica, el Catecismo de la Iglesia Católica (versión actual, aprobada en 1992), se afirma: «La doctrina sobre el pecado original [...] proporciona una mirada de discernimiento lúcido sobre la situación del hombre y su obrar en el mundo [...]. Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres», terminando, sin embargo, con una referencia que Rousseau podría entender: «Mediante esta expresión ["el pecado del mundo", traída del Evangelio de san Juan] se significa también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones comunitarias y las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los hombres»: Catecismo de la Iglesia Católica, Nueva York, Doubleday, 1995, párrafos 407 y 408.



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jueves, 1 de enero de 2009

¡Feliz Año Nuevo!

Decía mi idolatrada Hannah Arendt que "morir es el precio que todos tenemos que pagar por haber vivido". Yo pienso que es un precio razonable por el placer que supone ver pasar los años, y la vida, aprendiendo y sorprendiéndonos a cada instante... En fin, un año más que termina y otro que comienza. Espero que a pesar de todo lo que está cayendo sea para bien... ¡Feliz Año Nuevo! Que les venga a todos ustedes colmado de paz, amor, salud y felicidad, y si también llega un poco de dinero, pues mejor que mejor... La foto es la de un servidor de ustedes, en Madrid, a principios de los años 50... La vida que pasa... Sean felices. Tamaragua. (HArendt)