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miércoles, 30 de enero de 2019

[A VUELAPLUMA] Un Internet emocional






España, un país en el que la interacción real entre personas forma parte de su cultura, debería impulsar un uso más emocional de la Red frente al modelo anglosajón puramente informacional, escribían hace unos días en un  artículo de prensa José Balsa Barreiro, investigador postdoctoral del MIT; Manuel Cebrián, también investigador del MIT, Andrés Ortega, director del Observatorio de las Ideas e investigador asociado del Real Instituto Elcano español.

En una de las secuencias más memorables de El indomable Will Hunting (Gus Van Sant, 1997), comienzan diciendo, el psicólogo Sean Maguire (interpretado por Robin Williams) mantiene una conversación distendida en la orilla de un lago con Will Hunting (interpretado por Matt Damon), un incomprendido genio matemático del MIT (Massachusetts Institute of Technology) con escasa inteligencia emocional, al menos hasta ese momento de la película. En su intento por hacerle recapacitar y ganarse su confianza, el psicólogo alude a la Capilla Sixtina en los siguientes términos: “Si te pregunto algo sobre arte, me responderás con datos de todos los libros que se han escrito” —hoy diríamos con Wikipedia— añadiendo, a continuación, “... pero tú no puedes decirme cómo huele la Capilla Sixtina”. Lo que el psicólogo pretende hacer ver a Will es que, a pesar de ser extremadamente inteligente en cuanto a lo mucho que sabe, su conocimiento carece totalmente de emoción. Es más, Will ni siquiera es consciente de su falta de inteligencia emocional. Y es entonces cuando cabe preguntarse: ¿por y para qué debería Will visitar la Capilla Sixtina si ya sabe todo sobre ella?

Por mucho que las tecnologías avancen y podamos llegar a recrear virtualmente la Capilla Sixtina, lo cierto es que nunca podremos reproducir artificialmente el factor fundamental que supone la experiencia y la emoción real de vivir una realidad en un determinado ambiente. Esta realidad puede ser la propia Capilla Sixtina o cualquier otra dentro de un determinado marco espacio-temporal.

Cada cultura procesa la información de una forma propia y única, que la diferencia en mayor o menor medida de otras. También en cómo la información se expresa hacia afuera, por medio de las emociones. Pensemos así, a modo de ejemplo, cómo la acción de sonreír tiene un significado completamente diferente en España y en Rusia. En esta última, el acto de sonreír públicamente debe tener un motivo justificado y la sonrisa ser expresada dentro de un contexto adecuado ya que, en caso contrario, puede ser considerada un acto vulgar, descortés y/o poco sincero.

Tradicionalmente, el choque entre civilizaciones y culturas ha tenido lugar sobre un territorio, siendo entendido este como un espacio físico, sobre el que los distintos Gobiernos toman acciones y/o decisiones geopolíticas que, en última instancia, pueden llevar a enfrentamientos cuerpo a cuerpo en forma de guerras. Pero, en los últimos años, este choque de civilizaciones y culturas se ha extendido a un nuevo escenario más sutil, más allá del estrictamente físico: el llamado escenario virtual. Es precisamente en este contexto en el que Internet se ha convertido en el gran campo de batalla, que desequilibra el presente choque cultural hacia aquellas cosmovisiones basadas únicamente en la pura transmisión de información y en las que apenas existe emoción real.

Internet ha cambiado la forma en que vivimos, sentimos y nos relacionamos. Así, la generación millennial no puede ser entendida sin la Red. Simon Sinek apunta alguno de los principales rasgos que mejor definen a los millennials destacando, entre otros, su baja autoestima, su impaciencia, su falta de habilidades sociales básicas y su indefensión ante situaciones de estrés, entre otros. Internet (y, por extensión, las redes sociales) ayudan a entender el porqué. La primera generación criada en plena era digital esconde su falta de interacciones sociales en amistades virtuales, su frustración temporal en “me gusta” y su realidad detrás de filtros. Sin embargo, sus amistades virtuales suelen carecer de lealtad y compromiso, los “me gusta” recibidos no dejan de ser una gratificación superficial e inmediata, mientras que los filtros empleados tienden a esconder una realidad menos idílica que la mostrada.

En el espacio físico, se pueden seguir diferentes caminos para ir desde un origen (A) a un destino (B). Sin embargo, Internet propone el fin del destino físico, la indefinición de caminos establecidos y la máxima de obtener una recompensa (y satisfacción) inmediata. Así, aunque teóricamente existen infinitas posibilidades para ir de A a B, Internet solo repara en cómo llegar a B de forma instantánea. De esta forma, se contrapone una nueva percepción de libertad para las nuevas generaciones que se enfoca más en el deseo de llegar a una meta (búsqueda en Internet) que, en el placer por recorrer un camino, tal y como se percibía cuando en generaciones precedentes el coche representaba el símbolo máximo de libertad.

A lo sumo, las emociones se limitan en la Red a una simple descripción informacional de las mismas, a la que podemos referirnos como emoción informacional. Esta se basa en una descripción de emociones y no es más que un simple sucedáneo de las emociones reales, las cuales requieren de una relación más cercana entre emisor y receptor, tal como sucede cuando nos comunicamos cara a cara en un ambiente real. Así, aunque ya existan distintas herramientas web como Skype para la comunicación directa, lo cierto es que todavía hay ciertos aspectos que no pueden ser transmitidos (o claramente apreciados) como cierto lenguaje corporal, algunos gestos expresivos e, incluso, el sufrimiento de la incomodidad del momento.

Sin embargo, también es cierto que Internet está generando una cultura del escándalo a través de la transmisión de información, lo que podemos llamar escándalo informacional. Este fenómeno se produce ante la necesidad continuada por generar en las redes noticias de alcance que puedan acaparar la atención del usuario. Esta tendencia continuada y constante por y para llamar la atención (que se ha convertido en un activo) lleva irremediablemente a una insensibilización social provocada por una manipulación deliberada de los medios debido a la constante saturación de noticias y a una profanación de las emociones.

Por lo tanto, Internet, tal y como está concebido actualmente, es una herramienta de comunicación que prima la transmisión de emoción informacional sobre la real. De esta forma perjudica a aquellas sociedades en las que la emoción real juega un papel más importante. Así ocurre, por ejemplo, en España, un modelo de sociedad en el que la interacción cara a cara y la vida en la calle juegan un papel fundamental. La vida es demasiado divertida para contarla en la Red. De hecho, Internet puede ser entendido, en cierta forma, como una herramienta de dominación (e incluso de agresión) cultural por parte de las sociedades anglosajonas hacia el resto del mundo, generando un consiguiente efecto de rechazo y rebelión.

Es en esta batalla virtual en la que las sociedades basadas en la emoción real deben proponer sus propias formas de construir y/o consumir Internet o, por el contrario, parte de sus valores identitarios y culturales propios pueden acabar siendo asimilados por parte de los propios de las sociedades dominantes. Y es justo en este momento en el que debemos empezar a pensar en cómo debería ser implementado en España ese Internet más emocional, cuyos principios deben basarse y desarrollarse acorde a los valores propios de nuestro modelo de sociedad.


Dibujo de Enrique Flores



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 14 de noviembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Un mundo de trols y duendes





En los albores de la guerra virtual que, en teoría, es la política por otros medios cuando esta última se agota, es posible que estemos caminando hacia un mundo de trols y duendes en el que esta nueva forma de guerra se esté convirtiendo en la política a secas. Lo anterior lo escribía hace unos días en el diario El País la profesora Olivia Muñoz-Rojas, doctora en Sociología por la London School of Economics e investigadora independiente. 

Hacia finales de 2014, comienza diciendo la profesora Muñoz-Rojas, un grupo de ciudadanos lituanos comenzó a coordinarse para contrarrestar la propaganda del Kremlin en las redes, orientada en aquel país a desacreditar al Gobierno y promover un cambio de régimen por medios democráticos o con la ayuda de un ejército vecino amigo, explica el periodista Michael Weiss. Frente al ejército de trols que presuntamente contaminaba la opinión pública lituana, surgió este autodenominado colectivo de elfos que fue creciendo hasta alcanzar cientos de ciudadanos. Su eficacia terminó por captar la atención de las Fuerzas Armadas lituanas, que definieron a estos activistas virtuales como una nueva estirpe de guerrilleros, y, posteriormente, de la OTAN. “Elfos bálticos batallan contra trols rusos”, resume uno de los titulares que recogen este fenómeno del que se han hecho eco los medios en los últimos años.

No estamos inmersos en Mundo de Warcraft u otro videojuego en línea, pero pocos discuten ya que las guerras —ya sea entre países o en su seno— se desarrollarán cada vez menos sobre el terreno y más en el espacio virtual. Los nuevos ejércitos, compuestos de trols, apoyados por bots (trols automatizados), tienen el cometido de inundar las redes con información tóxica destinada a formar ciertos patrones de comportamiento afectivo y cognitivo en la población que la lleven a actuar de una manera determinada. Para lograr que la población se movilice a favor de los objetivos deseados es necesario saber “comunicar con éxito lo que es correcto como incorrecto y lo que es incorrecto como correcto”, explica el exmilitar y analista estadounidense Stefan J. Banach. Hay que ser capaz, continúa, de “generar desequilibrio a nivel individual y social… cegar las mentes del adversario a través de la propagación de elementos de ambigüedad que atacan, engañan y confunden a las personas y producen distracciones masivas de manera tanto física como no física”. El objetivo de la guerra virtual no es otro que el control social, “someter al enemigo sin darle batalla”, resume Banach, evocando la milenaria cita de Sun Tzu en El arte de la guerra.

Los trols financiados por Gobiernos o actores no estatales reciben inestimable ayuda de los odiadores o haters espontáneos de la Red que, además de difundir información tóxica, acosan a periodistas, políticos y otras personas con presencia pública y mediática. A diferencia de los trols mercenarios, sus motivaciones pueden ser diversas, pero el fin último de sus amenazas, se entiende, es impedir que sus víctimas desarrollen su actividad con libertad. Delatar a los trols u odiadores que están detrás de incidentes sistemáticos de acoso en Internet es el objetivo del programa de televisión sueco Trolljägarna (“Los cazadores de trols”), emitido en 2014 y 2015 y con una nueva entrega en 2018. El veterano periodista Robert Aschberg se reúne en cada episodio con varias personas —desde periodistas hasta ciudadanos anónimos— que han sido víctimas de trols y sale después a la caza de los individuos que están detrás de las identidades virtuales acosadoras. Una vez localizados los trols físicamente, los confronta para que expliquen por qué han acosado a su víctima y, en su caso, les anuncia la repercusión legal de su acción.

Al otro lado del Báltico, el fundador del Grupo de Elfos Lituanos insiste en que, en la lucha contra los ejércitos de trols no se trata de contrarrestar propaganda con propaganda alternativa, sino con información lo más completa, fehaciente y matizada posible y también rastrear la identidad de los trols. El reto es respetar escrupulosamente los principios y valores democráticos —desde la libertad de expresión hasta el derecho a la privacidad de los usuarios de las redes— a la par que lograr neutralizar eficazmente los efectos tóxicos de la desinformación y el odio virtual. Un equilibrio difícil de mantener, tal y como demuestran las críticas que recibió Aschberg a su programa cuando uno de los odiadores a los que expuso (y cuya identidad era pública) comenzó, a su vez, a ser objeto de acoso en la Red. Aschberg responde que ello no hace sino demostrar la envergadura del problema y la necesidad de abordarlo.

Odiadores que son a su vez odiados, trols que se convierten en duendes, y a la inversa… No es difícil argumentar que la Red es tan líquida, lúdica y perversa a la vez —tan ambivalente, en suma— que escapa a la lógica de la predictibilidad institucional que ordena nuestras instituciones democráticas en la actualidad. Pero también, sostienen algunos críticos, puede que se esté dando un uso excesivamente laxo del concepto trolear. De ser una identidad subcultural a principios y mediados de los 2000, explican Gabriella Coleman y otros autores, en la última década, “el término se ha aplicado a tantos tipos de comportamiento en tantos contextos diferentes que lo grande y lo pequeño, lo dañino y lo inofensivo, lo progresista y lo reaccionario acaban aplanados en una categoría resbaladiza que sugiere vagamente algo que perturba. Reenviar opiniones odiosas y acusar al presidente [de Estados Unidos] de hipocresía. Exponer la solidaridad feminista y exponer la misoginia violenta. Todo, de algún modo, se vuelve lo mismo”. Coleman ejemplifica esta laxitud conceptual con el caso de Anonymous.

El movimiento, en su origen, se caracterizaba por hacer gamberradas en la Red sin otra intención que reírse alto y fuerte (laugh out loud, LOL). Seguidamente, pasó a desempeñar un papel clave en reivindicaciones democráticas y de justicia social como las primaveras árabes y Occupy Wall Street. En los últimos años, páginas web anónimas muy frecuentadas como 4chan, que usa también Anonymous, han servido de altavoz para la derecha alternativa (alt-right), generando la impresión de que los Anons siempre actuaron desde ese lado del espectro político. Ciertamente, en el término trol se confunden dos acepciones, como explicó Álex Grijelmo en este diario: la escandinava, en la que troll hace referencia a un ser maligno que habita los bosques; y el verbo inglés to troll, que designa una técnica de pesca consistente en arrastrar lentamente varias líneas con cebos coloridos. La potencia de los trols virtuales se basa, pues, en que lanzan vistosos cebos en los que los internautas pican.

Estamos en los albores de la guerra virtual que, en teoría, no es otra cosa que la política por otros medios cuando esta se agota. Pero es posible que esta nueva forma de guerra se esté convirtiendo en la política a secas. Sería interesante saber qué pensaría hoy Jean Baudrillard sobre el fenómeno. El autor de La guerra del Golfo no tuvo lugar mantuvo en 1991 que la guerra del Golfo había sido vivida como un simulacro de conflicto por parte de la población occidental que en sus pantallas solo veía estilizadas tomas aéreas de los bombardeos estadounidenses y no los muertos y la destrucción causados por las bombas. Intuía ya Baudrillard que el simulacro o la realidad virtual podía terminar convirtiéndose en la realidad dominante.

Aunque los medios tecnológicos hayan evolucionado exponencialmente, incluso el conocimiento neurocientífico, es bueno recordar que la manipulación y la propaganda son tan viejas como la humanidad. Los rumores siempre sirvieron para condicionar, humillar y destruir a individuos y colectivos. Quizá el mejor antídoto contra la información tóxica y el odio, además de una educación crítica y amplia de miras, es desconectarse de la Red y, mientras sea posible, observar la realidad con nuestros propios ojos.



Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

sábado, 13 de octubre de 2018

[A VUELAPLUMA] Abstinencia





Seguiremos viendo cada vez más propuestas que nos ayuden a lidiar con un mundo hiperconectado, escribe en El País la periodista Cristina Manzano, directora de "Foreign Policy en español" y subdirectora general de FRIDE. El día que cobró conciencia de lo que había hecho, Justin Rosenstein decidió dejarlo todo, comienza diciendo Manzano. ¿Su pecado? Haber creado uno de los inventos más revolucionarios del siglo XXI; el botón del Me gusta de Facebook. Algo en apariencia inocuo, pero que activa al máximo un mecanismo psicológico que de la manera más sencilla produce satisfacción sin compromiso, lo que a su vez desencadena toda una dinámica de dependencia y manipulación hasta hace poco impensable.

Rosenstein es solo uno más de los frikis reconvertidos en abstemios tecnológicos. Que sea otra prueba del esnobismo de Silicon Valley o arrepentimiento genuino poco importa. Hay un movimiento cada vez mayor que alerta de los peligros de la adicción a la tecnología y su capacidad para penetrar en todos los resquicios de nuestras vidas.

En lo personal, junto a sus múltiples ventajas, la conexión permanente y las redes sociales han logrado que la atención se mute en distracción —con alteraciones incluso en la forma en que aprendemos y retenemos información— y está generando una dependencia que puede degenerar en enfermiza, literalmente. Según un reciente estudio, los españoles consultamos el móvil unas 150 veces al día; cada menos de diez minutos.

En lo público, han creado un espacio que, además de ampliar y democratizar la conversación, permite sacar a relucir lo peor del ser humano, con comportamientos inconcebibles en la vida “real”. Un espacio de verdades difusas donde la interferencia y la manipulación campan a sus anchas con sus consecuencias políticas.

En realidad, según el historiador británico Niall Ferguson en su último libro La plaza y la torre, el poder de las redes ha existido siempre, aunque no le hayamos prestado suficiente atención. Ahora cambia la rapidez y el alcance de su influencia. En una reciente visita a Madrid le preguntaron a Ferguson qué podemos hacer, como individuos, para preservar la libertad, y su respuesta fue: “Yo lo estoy dejando”. Él también. En boca de un intelectual público que ha alcanzado gran notoriedad en parte por las redes, sonaba como cuando los curas recomiendan la abstinencia para evitar los embarazos.

Pero sí es necesario aprender a gestionar esta nueva realidad. Algunos límites están llegando por las políticas públicas, como la decisión de Francia de prohibir los móviles en las escuelas, o como las leyes que reconocen el derecho de los empleados a desconectarse fuera de su horario laboral, además de los esfuerzos por combatir las noticias falsas y la injerencia.

En otros casos, la desintoxicación llegará por iniciativa particular, ya sea por hartazgo, autocontención o disciplina. Una encuesta en Estados Unidos revela que un 51%, ante la desconfianza hacia los medios, ha comenzado a contrastar la información con diversas fuentes. Un ejercicio de responsabilidad.

La política del avestruz no suele funcionar. Entre la abstinencia y la dependencia seguiremos viendo cada vez más propuestas que nos ayuden a lidiar con un mundo hiperconectado.





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sábado, 22 de septiembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Suspender el repliquismo





Cuenta la leyenda que un presidente de la Generalitat, tras disfrazar una consulta popular de referéndum por la independencia (pese a no contar con un censo operativo y pese a que ninguno de los observadores, más o menos independientes, allí desplazados, considerase que aquello cumpliese los mínimos) se disponía a convocar elecciones para encontrarle una salida al aparente callejón sin salida en el que se había metido cuando un diputado de su coalición de gobierno (pero de otro partido) le acusó con una piulada (un tuit, en catalán) de ser un Judas, de haber vendido la independencia (pues la promesa era proclamarla justo terminado el recuento o su simulacro) por un puñado de monedas. Lo dice el escritor Gonzalo Torné en un reciente artículo publicado en el diario El Mundo.

Al estadista, sigue contando la leyenda, empezó a temblarle el pulso, desandó el camino de sus propósitos, y ante una opinión pública conmocionada por la inesperada irrupción de la violencia, y pese a la oposición explícita de la Unión Europea, declaró unilateralmente la República Catalana. Lo que viene a continuación se lo saben ustedes al dedillo: celebración fúnebre, caras largas, horas y días esperando sin el menor éxito que alguno de los casi 200 países que se reparten el mundo reconociese la declaración, traiciones internas, fugas, suspensión temporal de la autonomía, privación de libertad de una docena de políticos acusados de delitos que otras judicaturas europeas son reacias a reconocer, parálisis parlamentaria, un juez instructor con causa abierta en Bélgica... y para terminar con una cerecita cómica: la liza del lazo amarillo.

Un pollo de dimensiones formidables que si le seguimos la corriente a la leyenda se originó por un miserable tuit, emitido por un diputado, de los que leemos docenas a diario, por suerte sin consecuencias de estas proporciones. Pero allí les tienen, hoy mismo, seguro: aquel se hace eco de una agresión falsa, esta la tergiversa, el de más allá miente con descaro, la de más acá falta el respeto de un colega y la inteligencia de todos los demás. Reducciones, batallitas, peleas, espasmos verbales, contracciones de la argumentación. La denuncia intempestiva, la exhumación de otros tuits buscando contradicciones intrascendentes, exigencias al minuto de pureza. Todo esto desde todos lados, a diario, como la cosa más normal del mundo. ¿Para qué querría un político tener y gestionar él mismo un perfil de usuario en las redes sociales? Si les parece que la pregunta se responde sola es que quizás hace demasiado que no se formulan. Se me ocurren dos motivos: dar a conocer las políticas propias y las opiniones sobre las ajenas, y para mantener un contacto o trato más o menos personal con sus votantes potenciales (en principio: todos los censados mayores de edad). Lo primero tiene sentido si uno pertenece a una fuerza extraparlamentaria o a una facción disidente en el interior del partido, de otro modo, ¿no salen todos los días en el telediario? ¿no dispone su partido de cuentas oficiales? Lo segundo cuesta leerlo sin morirse uno de risa, la práctica diaria ofrece un saldo contrario: las versiones políticas de nuestros diputados apenas responden a las preguntas directas y tienen el dedo facilísimo para bloquear (si al menos alguien les hubiese enseñado a silenciar). Una cosecha pírrica si la comparamos con la panorámica de deterioro que les he señalado en el párrafo anterior.

Pero no todo es cuestión de imagen. Los perfiles de nuestros políticos electos degradan también las prácticas parlamentarias. El debate parlamentario está basado en un juego de exposición, de réplicas y de contrarréplicas, de enmiendas y esperas (muchas esperas) que conducen a una votación; si bien su resultado es casi siempre previsible (pero no siempre, la pasada moción de censura fue un momento estelar de parlamentarismo imprevisible) este tempo lento posibilita una maduración de ideas, decretos y leyes que la réplica y la contra réplica de Twitter y sus respuestas cortantes en tiempo real imposibilitan. El nervio del parlamentarismo podría definirse como un intento de dar tiempo a los discursos sucesivos y en principio enfrentados de que muestren todos sus lados, a ver si algún otro partido puede encontrar una zona o un flanco donde (pese a no estar del todo conformes, pese a no convencernos por completo) llegar a acuerdos o a entendimientos. La expectativa parlamentaria de llegar a descubrir similitudes o inesperadas complicidades queda abortada en Twitter donde la acción de las versiones digitales de nuestros diputados (como se aprecia en el tristísimo ejemplo que abre el artículo) se basa en el "repliquismo": en atajar cuanto antes cualquier posibilidad que el discurso ajeno penetre lo más mínimo en la zona esponjosa donde se puede llegar a acuerdos, que enseguida suene como algo intolerable, como una vergüenza, un "cómo se le ocurre" o "no sabe con quién está hablando", "con componendas a mí", "bueno soy yo"... El repliquismo es un anti parlamentarismo.

El siguiente prejuicio es algo más abstracto (pero no lo dejen aquí, les prometo que lo abstracto puede llegar a ser muy divertido y todavía nos queda la conclusión): nuestros diputados, como no se cansan de repetir, actúan en representación de la soberanía popular. Desde luego que llegan al Parlamento en representación de los intereses de sus votantes, (que pertenecen a una provincia, aunque en el juego parlamentario español, si el partido es "de ámbito estatal", el detalle no se nota mucho), pero se acepta y asume de manera más o menos tácita que el presidente y sus ministros gobiernan para todos los españoles, que sus leyes nos afectan a todos, que no se las puede uno saltar o esquivar amparándose en que él no votó a estos señores. Al empezar a gobernar los ejecutivos nos recuerdan que pretenden beneficiar a la mayoría de españoles y a representarlos a todos. Y lo mismo se aplica, aunque sea de manera implícita, a los miembros de la mesa (que velan por el cumplimiento de las normas en beneficio de todos) o del jefe de la oposición, quien no sólo defiende las políticas predilectas de sus votantes, sino que controla la acción del gobierno en beneficio de todos; y lo mismo podría decirse cualquier diputado que trabaja en una comisión o en afinar un proyecto de ley... Este espíritu de servicio colectivo lo pisotean a diario las versiones digitales de sus señorías, quienes en lugar de apostar por incluir más usuarios en sus proyectos políticos, parecen exclusivamente dedicados a demostrarles a los suyos que son los suyos, a recordarles a diario sus señas distintivas y esencias irrenunciables (que de tanto insistir terminan luciendo como autoparodias que firmarían con gusto sus rivales), en no tolerar que ni por un momento ni bajo ningún concepto se les pueda "tomar por otros". La impresión es que a las redes sociales el diputado va a cerrarse en banda, a contribuir a la futbolización del debate parlamentario. Los políticos y diputados suelen recordarnos los sacrificios que les supone dedicarse a la función pública. Quizás no sería mucho pedir que añadieran uno que además les liberaría de trabajo no remunerado: que se privasen en beneficio de todos (militantes, simpatizantes, críticos y antagonistas) de sus cuentas digitales en cuanto asuman un acta de diputado. Que se privasen de este entrañable canal abierto con el ciudadano durante el tiempo que sus responsabilidades parecen exigirle otros tonos y también, ay, otros disimulos. 

En un artículo inolvidable Juan Benet aseguraba que "a lo que de verdad se dedica el político es a la política, como no podía ser menos; a sus entresijos, a sus intrigas a sus juegos y conjuros; dedica mucho más tiempo al nombramiento del subsecretario que a poner en marcha las obras de un canal". Sabemos todo esto, pero ya sea desde un cinismo rampante (la convicción de que tras "el aura de solemne y secreta trascendencia» amparan «la tendencia del bobo a vivir en el juego y la futilidad") o desde ciertas prevenciones del gusto y la educación, quizás fuese conveniente no exhibirlo a diario de manera tan descarnada.



Dibujo de Ajubel para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

sábado, 7 de julio de 2018

[A VUELAPLUMA] Atrapados en el Aleph





Estamos atrapados en el Aleph, comentaba hace unas semanas en El País el escritor peruano Jorge Eduardo Benavides (1964). Somos muchos hablando al mismo tiempo, señalaba, y eso crea una realidad grotesca y sin alivio: "Vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano…". 

Parece la descripción de lo que encontramos cada vez que accedemos a Facebook, comenzaba diciendo Benavides, pero no se preocupen, es sólo un fragmento de El Aleph de Jorge Luis Borges, cuento premonitorio de esta realidad paralela que son las redes sociales. O sí: preocúpense, porque sin la magia del genial cuentista, la prosaica acumulación de memes, frases y deyecciones que producen las redes es desalentadora.

Más allá de la sorpresa y de lo inenarrable —lo intolerable, diría Borges— de esa visión aglutinante del universo que contiene el Aleph, es que de alguna manera más bien sombría podemos decir que vivimos en él. En el cuento, el fatuo Carlos Argentino Daneri le participa al narrador que se propone “versificar” toda la redondez del planeta. Ante la desconfianza de su interlocutor el poeta se anima a confesar la fuente de su empresa: el descubrimiento de un punto donde permanecen sin posibilidad de confusión todos los lugares del mundo vistos desde distintos ángulos.

Anodinamente situado en el sótano de su comedor, continúa Carlos Argentino, lo descubrió siendo aún pequeño. Y a esta visión casi cataclísmica de la realidad se entregó con delicia e irresponsabilidad, como nosotros a esa esfera virtual de la vida en la que pasamos gran parte de nuestro tiempo y que constituye un mundo paralelo al de la realidad analógica, donde cruje el pan recién horneado y huele la tinta del periódico, y que discurre casi pacífica ante la desmesura de la otra. Cuando el personaje que nos cuenta la historia se enfrenta al Aleph queda tan aturdido por aquella visión del universo simultáneo que teme, al volver a la calle, que no le quede ya en el mundo una sola cosa capaz de sorprenderlo.

No es que lo que hasta el momento consideramos sin lugar a dudas “la realidad” haya perdido un átomo de su agitación y su potencia, como tampoco en el cuento de Borges la muerte de la mujer amada afecta al universo en su desdeñosa marcha incesante; es que el universo de las redes sociales acumula tanta información y lo hace a tal velocidad que no hay posibilidad de jerarquizarla, de desbrozar la paja del grano. Así, lo pueril y lo razonable, el espumarajo vitriólico y el mensaje amistoso, fluyen a la misma velocidad y ocupan el mismo espacio sin que nosotros, los consumidores de ese teletipo distópico, podamos hacer nada más que sucumbir ante el torrente al que contribuimos con infinitesimales aportes que van a la misma corriente de voces, proclamas, frases, refritos de noticias actuales y pasadas, vídeos de gatitos, agravios de todo tipo y memes de variopinta índole.

La comunidad virtual de la que formamos parte —unos dos mil millones— ha sido un paso natural de la conectividad que explotó en los años noventa. Pero también la banalidad de su uso. Me refiero a que como sociedad que siempre ha demandado mayor grado de injerencia en los asuntos que nos conciernen a todos apenas si hemos aprovechado esa posibilidad. Antes bien, el aporte a través de las redes sociales parece devolvernos a las épocas más oscuras de nuestra historia: insultos, amenazas, cierta inclinación a la horda y movimientos que tienden a un conservadurismo casposo.

¿Qué ha ocurrido? Me aventuro a pensar que, como en El Aleph, la visión de la realidad de forma simultánea e incesante nos desalienta y distorsiona no solo lo que leemos sino nuestras propias opiniones: somos muchos hablando al mismo tiempo y eso crea una realidad grotesca y sin alivio. Prueba de ello es que nos hemos encontrado en la necesidad de acuñar un término que oscila entre el cinismo y la indefensión para definir lo que nos ocurre en las redes: la posverdad, una manera de mentir por acumulación y distorsión. No otra cosa hace el poeta que quiere inventariar el mundo al completo en el cuento de Borges. Esa visión pavorosa del cosmos concurrente que pasa ante sus ojos hace llorar al narrador, desalentado. Quizá porque intuye que una verdad acumulativa solo produce una inmensa mentira. Esa en la que ahora mismo parecemos vivir.



El escritor Jorge Luis Borges (Fotografía de Alicia Damico)



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)
Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

miércoles, 27 de junio de 2018

[A VUELAPLUMA] Facebook, en su laberinto





Los valores y principios de la democracia y el Estado de derecho deben trascender al proceso de digitalización de la sociedad. En este nuevo marco tecnológico es esencial definir y entender las reglas del juego para aprovechar sus ventajas, comentaba en El País el pasado mes de abril Carlos López Blanco, exsecretario de Estado de Telecomunicaciones. 

Al hilo de la muy mediática y exhaustiva comparecencia de Mark Zuckerberg en el Congreso de Estados Unidos, comenzaba diciendo López Blanco, y tras muchas reticencias, en el Parlamento Europeo, es momento de esbozar un primer análisis de las consecuencias del escándalo Cambridge Analytica, no solo para Facebook sino para toda la industria de Internet.

Al igual que Sigfrido, en El anillo del nibelungo, de Wagner, desconocía el miedo —y de ahí su fortaleza—, Facebook y el resto de la industria de Internet han desconocido hasta ahora determinados principios esenciales del mundo en que viven y muy especialmente algunos en los que se basan el Estado de derecho (rule of law) y nuestra economía de mercado.

Efectivamente, la industria de Internet ha vivido imbuida de un juvenil espíritu libertario en virtud del cual la regulación, las normas y los principios tradicionales de la economía y la vida social no iban con su mundo. Y esto no por malicia ni intención de vulnerar la ley, no: la razón fundamental de esta creencia en la arregulación del mundo digital remite a una convicción tan elemental como, aparentemente, ingenua: los principios, la responsabilidad de las empresas de Internet, la confianza depositada en ellas por sus usuarios, y la autorregulación son instrumentos suficientes que hacen obsoleta una regulación tradicional basada en la garantía normativa de una serie de principios (protección de la intimidad, transparencia o derechos de los consumidores) que estas nuevas empresas creían garantizar por sí mismas basándose en su reputación y altos estándares éticos. Estos mecanismos, además, se consideraban los únicos eficientes en un mundo de servicios y empresas globales a escala mundial basadas en la innovación permanente.

Baste un ejemplo de esta filosofía: desde la Revolución Francesa es privilegio de los Parlamentos, representantes de la soberanía, decidir qué contenidos son accesibles o no por los ciudadanos; solo la ley puede limitar la libertad de expresión y la de acceso a ella.

Pues bien, en los últimos años han sido determinadas plataformas digitales (muy destacadamente la del señor Zuckerberg) las que han decidido qué imágenes o qué contenidos eran accesibles o no, y no porque lo dijeran los jueces sino por su sentido común, ciudadanía corporativa y la sofisticación de sus algoritmos. Y no son solo empresas privadas cuando detentan una posición de monopolio en determinados plataformas de uso común. Esto es una anomalía democrática que, sorprendentemente, ha escandalizado muy poco.

El caso de Cambridge Analytica ha supuesto un brusco aterrizaje en la realidad, el descubrimiento por Sigfrido/Zuckerberg del miedo wagneriano. El mundo de Internet está empezando a entender, y si no acaba de hacerlo tendrá muchos problemas, que el conjunto de reglas que llamamos Estado de derecho va más allá de ser una antigualla decimonónica y constituyen la base fundamental de nuestra convivencia democrática. Y ello no por la maraña regulatoria que a veces implican, sino porque reflejan valores de nuestra convivencia y los principios que la rigen y ello es totalmente válido en este mundo del siglo XXI inmerso en un proceso de digitalización acelerado que afecta a todos los sectores de la economía y la sociedad (¡que pregunten a los taxistas!).

La protección de la intimidad de las personas, la libre competencia y la igualdad de los competidores en la economía, la protección de los usuarios y consumidores, la paridad en la carga fiscal o la transparencia son principios fundacionales de nuestro sistema político y económico y entenderlo cuanto antes será esencial para estos nuevos agentes económicos si no quieren verse inundados por una ola de regulación que los acabe limitando, privándoles del espíritu innovador y dinamismo que han sido su mayor aportación a la economía y la sociedad. Esto sería una tragedia para ellos pero también para todos.

Urge pues hacer una reflexión sobre cómo los valores y principios de nuestra democracia, nuestra economía de mercado, cómo el Estado de derecho debe trascender y sobrevivir al proceso de digitalización de la economía y la sociedad. No se trata de aumentar el grado de regulaciones (como algunos defienden). Se trata de entender, todos, gobiernos, reguladores, nuevas empresas digitales y empresas tradicionales, cuáles son las reglas del juego de esta nueva partida, de este nuevo Great Game, reafirmando los valores que han hecho fuertes al Estado de derecho y la economía de mercado y evitando la sobrerregulación. Urge definir el Level Playing Field.

Y en este escenario, Europa tiene un papel que jugar más relevante de lo que muchos creen. El GDPR (Reglamento General de Protección de Datos, que entró obligatoriamente en vigor el 25 de mayo) puede ser un buen ejemplo: preservar determinados principios, en este caso la protección de los datos de los ciudadanos en el espacio digital, puede generar un estándar universal de facto en un mundo en que el exceso de regulación es contraproducente, pero en el que una regulación basada en valores y principios debe promover la continuidad de los pilares del Estado y la sociedad democrática en el siglo XXI y la garantía de los derechos de los ciudadanos. Así lo han debido entender Zuckerberg y Facebook, una vez descubierto el miedo, al inundar la prensa (de papel, por supuesto) de anuncios dando, a toda página, la bienvenida a esta nueva regulación europea.

El GDPR es, junto a la ofensiva fiscal contra Apple y el procedimiento de competencia abierto a Google sobre su sistema operativo, el intento más serio por parte europea de influir en la determinación de las reglas del juego digital y tiene la virtud de poner en duda ese eslogan que, acuñado por los medios de comunicación anglosajones, tanto éxito ha tenido en los últimos años de que los datos son el nuevo petróleo; los datos son mucho más que petróleo, forman parte del patrimonio íntimo de las personas y como tal, más allá de su valor económico, deben ser protegidos. Y no se diga que proteger la intimidad y los datos de los ciudadanos es un freno al progreso. El asunto Facebook demuestra que en esto, como en tantas otras cosas en el mundo digital, es necesario un equilibrio entre los derechos y los negocios.

Estamos, pues, en un momento crucial del desarrollo de la economía y la sociedad digital. Definir y entender las reglas del juego comunes para todos será esencial si queremos aprovechar sus ventajas y evitar las inquietantes distopías de un mundo dominado por un limitado grupo de monopolios de nueva generación. La comparecencia de Zuckerberg con sus consecuencias y la entrada en vigor del GPRD suponen un inesperado buen precedente en este camino. Veremos...



Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)
Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

miércoles, 20 de junio de 2018

[A VUELAPLUMA] La pesadilla





El gran triunfo de las máquinas sobre los humanos en el siglo XXI no son las noticias falsas, sino la docilidad con la que nos hemos adaptado a ellas. Ya no es importante decir la verdad, sino que te crean, comenta en El País el escritor Jordi Soler reseñando al poeta William Blake. 

William Blake, comienza diciendo Soler, fue hijo y detractor de la Revolución Industrial. El tránsito del siglo XVIII al XIX lo hizo asombrado por la velocidad con la que Europa empezaba a mecanizarse y la rapidez con la que las máquinas comenzaban a desplazar a las personas de sus puestos de trabajo. Como también harían Byron o Shelley, el poeta Blake comenzó una resistencia artística, propiamente romántica, contra la mecanización de Europa, que pronto sería la de Occidente, y que a él le parecía un derrotero nefasto de la civilización.

Veía con toda claridad que entregarse a la industria y al progreso era una opción poco afortunada, y en todo caso pensaba que la revolución de la industria debía tener el contrapeso de una revolución cultural, para que la civilización occidental no quedara atrapada en la pura mecanización, en la producción en masa, en la acumulación de capital, en el progreso a toda costa.

Sin el antídoto de la revolución cultural que intentaron los poetas románticos, el mundo que quedó es precisamente el que tenemos ahora, un mundo cada vez más mecanizado en donde las máquinas no solo siguen desplazando a los hombres, sino que ya las tenemos incrustadas en la rutina cotidiana; no solo hacen buena parte de nuestro trabajo, sino que, además, en el caso de los ordenadores, con la humanidad entera prisionera de sus redes, han conseguido que la ciudadanía piense, opine, se exprese y actúe dentro del marco que establece la máquina.

El ordenador con sus redes hubiera sido, seguramente, la pesadilla más espesa de William Blake; en una sola sesión con esta máquina, el poeta hubiera podido comprobar el triunfo inapelable de la Revolución Industrial y la ingenuidad romántica de su revolución cultural. Además, hubiera podido verificar esa realidad diabólica que los habitantes de este milenio vivimos con una desenfadada normalidad: la máquina que piensa por ti acaba contagiándote su forma de pensar. ¿Cuántas veces al día Google, o Waze, o Shazam, o el iluminado de turno en Twitter, piensa por nosotros?

“Debo crear un sistema o ser esclavizado por el de otro hombre. No me interesa razonar y comparar: lo mío es crear”. Esta idea de Blake es toda una invitación a pensar fuera de la máquina, a desconfiar de la fuente de la que todos abrevan y a crear nuestros propios pensamientos. Las redes sociales han pasado de ser el espejo del mundo a convertirse en su directriz, comenzaron reflejando la vida real y ahora son ellas las que nutren la realidad con sus modos, sus formas y sus tics; es como si el ordenador nos devolviera nuestra propia realidad jerarquizada de otra forma, como si la máquina, como temía el poeta, nos indicara qué pensar y a qué parcela de toda la información que circula de red en red nos está permitido asomarnos.

La brevedad que imponen las redes ha cambiado ya, por ejemplo, la manera de comunicarnos con otra persona; la brevedad del whatsapp empieza a desterrar al e-mail, que ya es visto como una no práctica antigualla que venimos arrastrando desde el siglo XX, aunque en su tiempo fue la maravilla hipermoderna que aniquiló las cartas de papel. La secuencia de la carta, el e-mail y el whatsapp es cristalina, e indica que cada vez se escribe menos en mensajes más cortos que llegan más rápido; ya no importan la forma, la sintaxis, ni el estilo, ni la ortografía, lo que importa es que el mensaje, que es invariablemente urgente, llegue rápido, tan rápido que a veces ni siquiera hay que escribirlo, basta con insertar un emoticono. Pero quizá lo que de verdad indica esta secuencia es que la máquina nos señala el camino.

La brevedad en Twitter es imprescindible, la idea que triunfa en esta red social es la que va encapsulada en una frase corta y contundente, y la longitud y la contundencia están por encima de la verdad, un valor que a estas alturas del milenio ya ha perdido un buen porcentaje de su jerarquía. Si la frase es deslumbrante, pero rebasa los 100 caracteres, tendrá menos quórum que una breve, aunque sea opaca; y si lo que se ha tuiteado es un linka un texto largo ya podemos despedirnos de la mayoría de nuestros seguidores.

Los periódicos, uno de los últimos bastiones de la prosa larga, han adoptado ya la frase eficaz de Twitter, la nota condensada y la promiscuidad temática característica de la red social. Los nuevos lectores ya son incapaces de orientarse en las enormes hojas de papel de los periódicos, necesitan la eficacia del link y la velocidad y la ligereza con la que viajan de una noticia a la otra.

En unos cuantos años, la velocidad y la eficacia se han implantado como los valores supremos de nuestro tiempo, se nos inoculan cada vez que dejamos que entre el wifi, y ya han llegado a territorios tan aparentemente ajenos como el del tenis; este deporte ha cedido a la presión, y hoy un tenista, para triunfar, más que talento necesita potencia, resistencia y agresividad, la misma eficiencia que se le exige al tuitero o al periodista o al político para que logren obtener muchos seguidores; porque la máquina nos adiestra cada día con la idea de que el éxito se mide por la cantidad, por el número. En el tenis de este milenio ya no hay espacio para los golpes artísticos, el revés a una mano; la suerte más hermosa de este deporte está en un acelerado proceso de extinción, porque la mayoría de los jugadores eligen el revés a dos manos, que es menos plástico, pero tiene más potencia, es simple y eficiente como un tuit. ¿A quién le importa hacer un golpe bello cuando lo único que importa es triunfar?

¿Y a quién le importa decir la verdad cuando lo único que importa en el siglo XXI es que te crean? El gran triunfo de la máquina sobre nosotros no son las fake news, las mentiras que se multiplican hasta que se convierten en verdad, sino la docilidad con la que nos hemos adaptado a ellas. William Blake, ese poeta que era capaz de vislumbrar el mundo entero en una flor, vería con desconcierto cómo la máquina ha conseguido ya imponernos la brevedad y la velocidad como valores primordiales, y cómo va consiguiendo poner en entredicho la verdad y normalizar la mentira en la vida pública sin que nadie se escandalice. Y, desde luego, no le gustaría nada la devaluación que ha sufrido la palabra, que ya vale poco si no va montada en un tuit.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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