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domingo, 8 de marzo de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Desinformación



El ejército en la Plaza del Duomo, Milán (AP)


"La semana pasada se publicó un artículo científico que estableció un nuevo récord -escribe en el Especial dominical de hoy el profesor de la London School of Hygiene & Tropical Medicine, Adam Kucharski ("Coronavirus: El contagio de la desinformación". El País, 25/2/2020)-. Poco después de aparecer en Internet, su “puntuación altmétrica” —que mide la atención que reciben los ensayos de investigación en la prensa y las redes sociales— había sobrepasado ya a cualquier otro estudio anterior. El artículo, publicado en una página web dedicada a resultados preliminares, aseguraba que el nuevo coronavirus que estaba extendiéndose en China tenía fragmentos de código genético similares al VIH, lo que desató las teorías de la conspiración de que el virus se había creado mediante ingeniería genética. Solo había un inconveniente: el artículo tenía defectos importantes y fue desacreditado por los principales investigadores genéticos. Ante las críticas, los autores se apresuraron a retirar el estudio.

El brote de Covid-19 en China ha ido acompañado de la difusión de especulaciones y rumores, que a menudo llegan más lejos y más deprisa que el propio virus. ¿Pero por qué es tan contagiosa esa desinformación? Tanto en los virus como en la información viral, los brotes dependen de qué es lo que se propaga y de las interacciones de la gente que lo propaga. Varias investigaciones recientes han demostrado que algunos contenidos en la Red pueden prender con facilidad. Los análisis de las noticias difundidas en Twitter entre 2006 y 2017 revelan que las falsas tienden a propagarse más y más deprisa que otras. ¿El motivo? La gente parece apreciar la novedad y las noticias falsas, por definición, contienen más datos nuevos que las verdaderas.

Además de la novedad, las emociones pueden influir en que se popularice la información. Entre los factores más poderosos que impulsan la información están el miedo y la repugnancia, por lo que las historias que suscitan esos sentimientos suelen propagarse con más facilidad. También en este caso hay una explicación evolutiva: el miedo y la repugnancia nos han ayudado históricamente a evitar lo que nos podía hacer daño. Esas emociones se explotan ahora para conseguir que los usuarios difundan informaciones nocivas.

Ese carácter contagioso no necesariamente se arregla con el tiempo. Durante un brote, siempre hay especulaciones sobre si el virus está evolucionando y haciéndose más peligroso. Aunque no existen pruebas de que el coronavirus se haya hecho más contagioso desde que apareció en diciembre, lo que probablemente sí está evolucionando son los rumores sobre él, que se propagan cada vez mejor. En 1932 el psicólogo Frederic Bartlett publicó un estudio que mostraba lo que ocurre en la divulgación de una información. Ordenó a los participantes en el experimento que hicieran una especie de juego del “teléfono roto”: uno le contaba una historia a otro, que, a su vez, se la contaba al siguiente, y así sucesivamente. A medida que las historias recorrían la cadena, se volvían más breves y sencillas. La gente también prescindía de los elementos que le resultaban desconocidos y los sustituía por otros que le parecían que tenían más sentido. En la era de Internet, este proceso es todavía más rápido: las ideas complejas y delicadas pueden convertirse rápidamente en historias sencillas, que prescinden de detalles esenciales porque no encajan con las opiniones de quienes las cuentan.

La sencillez se valora especialmente en la Red y el efecto se refuerza por los tipos de interacciones que tenemos. El sociólogo Damon Centola ha destacado que las ideas y opiniones complejas, muchas veces, necesitan un refuerzo social para extenderse: quizá tuiteemos un vídeo de gatos después de ver que lo ha compartido una persona, pero, en general, necesitamos ver a muchas personas publicando una opinión política sutil antes de pensar en unirnos a ellos. Centola llama a estos conceptos complicados “contagios complejos” porque, a diferencia de los “simples” virus biológicos —que se pueden propagar en un solo contacto personal—, la gente tiene que estar expuesta a ellos muchas veces antes de atraparlos. Por eso la estructura de las redes sociales de Internet —en las que lo que domina no son las relaciones con grupos íntimos de amigos, sino los contactos con personas a las que se conoce de forma superficial— ofrece una enorme ventaja a los contenidos contagiosos “simples”, que no necesitan pensar ni discutir mucho antes de difundirlo.

Las redes sociales no solo facilitan la difusión de ideas sencillas y emocionales; también ayudan a que se propaguen más deprisa. Una persona suele tardar alrededor de 20 segundos en compartir una entrada viral de Facebook: si cada usuario, por término medio, la comparte con dos más, el brote se extenderá a toda velocidad. En cambio, una persona infectada con el coronavirus, en general, tarda varios días en contagiar a otras.

El brote de Covid-19 tiene un alcance sin precedentes, con 35 países afectados en las seis semanas transcurridas desde que se notificó. Para hacer frente a la infección hay que reducir la transmisión, pero también hay que abordar las especulaciones y los rumores que se extienden rápidamente, siembran la desconfianza y debilitan los esfuerzos para contener el virus. Ya tenemos una enfermedad que está rompiendo récords. No podemos permitirnos el lujo de que la desinformación también los rompa".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.



El profesor Adam Kucharski



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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miércoles, 14 de noviembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Un mundo de trols y duendes





En los albores de la guerra virtual que, en teoría, es la política por otros medios cuando esta última se agota, es posible que estemos caminando hacia un mundo de trols y duendes en el que esta nueva forma de guerra se esté convirtiendo en la política a secas. Lo anterior lo escribía hace unos días en el diario El País la profesora Olivia Muñoz-Rojas, doctora en Sociología por la London School of Economics e investigadora independiente. 

Hacia finales de 2014, comienza diciendo la profesora Muñoz-Rojas, un grupo de ciudadanos lituanos comenzó a coordinarse para contrarrestar la propaganda del Kremlin en las redes, orientada en aquel país a desacreditar al Gobierno y promover un cambio de régimen por medios democráticos o con la ayuda de un ejército vecino amigo, explica el periodista Michael Weiss. Frente al ejército de trols que presuntamente contaminaba la opinión pública lituana, surgió este autodenominado colectivo de elfos que fue creciendo hasta alcanzar cientos de ciudadanos. Su eficacia terminó por captar la atención de las Fuerzas Armadas lituanas, que definieron a estos activistas virtuales como una nueva estirpe de guerrilleros, y, posteriormente, de la OTAN. “Elfos bálticos batallan contra trols rusos”, resume uno de los titulares que recogen este fenómeno del que se han hecho eco los medios en los últimos años.

No estamos inmersos en Mundo de Warcraft u otro videojuego en línea, pero pocos discuten ya que las guerras —ya sea entre países o en su seno— se desarrollarán cada vez menos sobre el terreno y más en el espacio virtual. Los nuevos ejércitos, compuestos de trols, apoyados por bots (trols automatizados), tienen el cometido de inundar las redes con información tóxica destinada a formar ciertos patrones de comportamiento afectivo y cognitivo en la población que la lleven a actuar de una manera determinada. Para lograr que la población se movilice a favor de los objetivos deseados es necesario saber “comunicar con éxito lo que es correcto como incorrecto y lo que es incorrecto como correcto”, explica el exmilitar y analista estadounidense Stefan J. Banach. Hay que ser capaz, continúa, de “generar desequilibrio a nivel individual y social… cegar las mentes del adversario a través de la propagación de elementos de ambigüedad que atacan, engañan y confunden a las personas y producen distracciones masivas de manera tanto física como no física”. El objetivo de la guerra virtual no es otro que el control social, “someter al enemigo sin darle batalla”, resume Banach, evocando la milenaria cita de Sun Tzu en El arte de la guerra.

Los trols financiados por Gobiernos o actores no estatales reciben inestimable ayuda de los odiadores o haters espontáneos de la Red que, además de difundir información tóxica, acosan a periodistas, políticos y otras personas con presencia pública y mediática. A diferencia de los trols mercenarios, sus motivaciones pueden ser diversas, pero el fin último de sus amenazas, se entiende, es impedir que sus víctimas desarrollen su actividad con libertad. Delatar a los trols u odiadores que están detrás de incidentes sistemáticos de acoso en Internet es el objetivo del programa de televisión sueco Trolljägarna (“Los cazadores de trols”), emitido en 2014 y 2015 y con una nueva entrega en 2018. El veterano periodista Robert Aschberg se reúne en cada episodio con varias personas —desde periodistas hasta ciudadanos anónimos— que han sido víctimas de trols y sale después a la caza de los individuos que están detrás de las identidades virtuales acosadoras. Una vez localizados los trols físicamente, los confronta para que expliquen por qué han acosado a su víctima y, en su caso, les anuncia la repercusión legal de su acción.

Al otro lado del Báltico, el fundador del Grupo de Elfos Lituanos insiste en que, en la lucha contra los ejércitos de trols no se trata de contrarrestar propaganda con propaganda alternativa, sino con información lo más completa, fehaciente y matizada posible y también rastrear la identidad de los trols. El reto es respetar escrupulosamente los principios y valores democráticos —desde la libertad de expresión hasta el derecho a la privacidad de los usuarios de las redes— a la par que lograr neutralizar eficazmente los efectos tóxicos de la desinformación y el odio virtual. Un equilibrio difícil de mantener, tal y como demuestran las críticas que recibió Aschberg a su programa cuando uno de los odiadores a los que expuso (y cuya identidad era pública) comenzó, a su vez, a ser objeto de acoso en la Red. Aschberg responde que ello no hace sino demostrar la envergadura del problema y la necesidad de abordarlo.

Odiadores que son a su vez odiados, trols que se convierten en duendes, y a la inversa… No es difícil argumentar que la Red es tan líquida, lúdica y perversa a la vez —tan ambivalente, en suma— que escapa a la lógica de la predictibilidad institucional que ordena nuestras instituciones democráticas en la actualidad. Pero también, sostienen algunos críticos, puede que se esté dando un uso excesivamente laxo del concepto trolear. De ser una identidad subcultural a principios y mediados de los 2000, explican Gabriella Coleman y otros autores, en la última década, “el término se ha aplicado a tantos tipos de comportamiento en tantos contextos diferentes que lo grande y lo pequeño, lo dañino y lo inofensivo, lo progresista y lo reaccionario acaban aplanados en una categoría resbaladiza que sugiere vagamente algo que perturba. Reenviar opiniones odiosas y acusar al presidente [de Estados Unidos] de hipocresía. Exponer la solidaridad feminista y exponer la misoginia violenta. Todo, de algún modo, se vuelve lo mismo”. Coleman ejemplifica esta laxitud conceptual con el caso de Anonymous.

El movimiento, en su origen, se caracterizaba por hacer gamberradas en la Red sin otra intención que reírse alto y fuerte (laugh out loud, LOL). Seguidamente, pasó a desempeñar un papel clave en reivindicaciones democráticas y de justicia social como las primaveras árabes y Occupy Wall Street. En los últimos años, páginas web anónimas muy frecuentadas como 4chan, que usa también Anonymous, han servido de altavoz para la derecha alternativa (alt-right), generando la impresión de que los Anons siempre actuaron desde ese lado del espectro político. Ciertamente, en el término trol se confunden dos acepciones, como explicó Álex Grijelmo en este diario: la escandinava, en la que troll hace referencia a un ser maligno que habita los bosques; y el verbo inglés to troll, que designa una técnica de pesca consistente en arrastrar lentamente varias líneas con cebos coloridos. La potencia de los trols virtuales se basa, pues, en que lanzan vistosos cebos en los que los internautas pican.

Estamos en los albores de la guerra virtual que, en teoría, no es otra cosa que la política por otros medios cuando esta se agota. Pero es posible que esta nueva forma de guerra se esté convirtiendo en la política a secas. Sería interesante saber qué pensaría hoy Jean Baudrillard sobre el fenómeno. El autor de La guerra del Golfo no tuvo lugar mantuvo en 1991 que la guerra del Golfo había sido vivida como un simulacro de conflicto por parte de la población occidental que en sus pantallas solo veía estilizadas tomas aéreas de los bombardeos estadounidenses y no los muertos y la destrucción causados por las bombas. Intuía ya Baudrillard que el simulacro o la realidad virtual podía terminar convirtiéndose en la realidad dominante.

Aunque los medios tecnológicos hayan evolucionado exponencialmente, incluso el conocimiento neurocientífico, es bueno recordar que la manipulación y la propaganda son tan viejas como la humanidad. Los rumores siempre sirvieron para condicionar, humillar y destruir a individuos y colectivos. Quizá el mejor antídoto contra la información tóxica y el odio, además de una educación crítica y amplia de miras, es desconectarse de la Red y, mientras sea posible, observar la realidad con nuestros propios ojos.



Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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