Mostrando entradas con la etiqueta Pandemia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Pandemia. Mostrar todas las entradas

martes, 23 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Imaginarios



Fotograma de la película Taking-off, de Milos Forman (1971)


"Espero que nadie me acuse de falta de respeto o de frivolidad, -escribe el filósofo Manuel Cruz en el A vuelapluma de hoy martes [Aguardando la llegada del Apocalipsis. La Vanguardia, 13/6/20]- por proponer una paráfrasis, de resonancias difusamente orteguianas, del dictum de Marx “la ideología de una sociedad es la ideología de la clase dominante” que lo reformulara en estos otros términos: “El imaginario dominante en una sociedad es el imaginario de la generación domi­nante”.

No pretendo atribuir a las generaciones rasgos y capacidades que, manifiestamente, no les corresponden. Es obvio que el poder, o los poderes, son los que son y están donde están, y nada de ello depende de la fecha de nacimiento de los protagonistas. Pero no es menos verdad que el imaginario colectivo más influyente en un momento dado en una sociedad no se puede entender como el resultado mecánico de la eficacia de estructuras económicas, sociales u otras de análoga importancia, sino que más bien es el efecto, el precipitado final, de una particular y contingente ar­ticulación entre ellas. De ahí que en muchos momentos pueda haberse puesto de moda, pongamos por caso, la estética de un sector social objetivamente marginal o que en materia de ideas u opiniones obtengan una gran difusión algunas que no coin­ciden apenas con los intereses de los más poderosos.

Pero precisamente porque no se da una correspondencia perfecta entre las ideas y las estructuras de poder, tampoco habría que descartar que un discurso generacional que irrumpe en el espacio público con una apariencia y unas formas rompedoras termine dando cuenta de lo existente mejor que alguno de los discursos precedentes que se tenía a sí mismo como el no va más de la adecuación a la realidad. Intentaré ilustrar esta idea con un ejemplo. En la famosa película de Milos Forman Taking off , de 1971, hay una escena, a mi entender, reveladora a este respecto. El joven músico con el que se había fugado la adolescente protagonista, y que termina aceptando la invitación a cenar en el domicilio familiar de ella, no es, como inicialmente pensaba el padre de la chica, un pobre hippy colgado de una guitarra que no entiende cómo en realidad funciona el mundo. Por el contrario, es un tipo inteligente que entiende lo que está pasando mucho mejor que su anfitrión. No solo es alguien que ya ha ganado más dinero que él, sino que, por añadidura, ha detectado que la industria de la música va a ser uno de los grandes negocios del futuro inmediato y, por tanto, le va a permitir un triunfo social y un nivel de vida que aquel que tan desdeñosamente le juzgaba no hubiera podido ni imaginar para sí.

Si algo parece dejar claro el ejemplo es que buena parte de los representantes de aquella generación, aunque ignoraban lo que les iba a deparar el porvenir, tenían hambre de futuro. En ese sentido, bien podría afirmarse, como ya hizo no recuerdo quién, que hemos pasado de la generación del futuro a la generación sin futuro. Porque la cuestión, llegados a este punto, es si la nueva generación que ha irrumpido en todos los ámbitos de la vida social de manera irreversible en los últimos años está consiguiendo imponer su presunto imaginario en el conjunto de nuestra sociedad. Por lo pronto, no parece que dicha irrupción haya venido acompañada de un discurso propio, más allá de la gestualidad disruptiva del 15-M, del que va camino de cumplirse ya una década. De hecho, incluso algunas de sus consignas más exitosas (comenzando por el “Sí, se puede”) no van mucho más allá de un voluntarioso remake de las parisinas de hace medio siglo.

Pero, de ser correcto lo anterior, ni sería una buena noticia ni habría que convertir a las víctimas de una situación en responsables de esta. El reproche que, en todo caso, se les podría dirigir a los que llegaron más tarde no es bajo ningún concepto el de haber generado la realidad actual, sino más bien el de no haberla entendido adecuadamente. En realidad, lo cierto es que a quien le calzan como un guante algunos de los rasgos del imaginario colectivo hegemónico en este momento es, si acaso, a la generación declinante, esa que ya ha empezado a emprender el camino de retirada de la esfera pública. En efecto, se diría que aquellos a los que no les queda futuro en sentido casi literal han terminado por proyectar su percepción sobre el resto. Y, de esta forma, resulta que no solo encontramos debatidas en la agenda pública las cuestiones que más les interesan, sino también, e igualmente significativo, constatamos que prácticamente han desaparecido de esta otras, que ocupaban buena parte de la atención colectiva hasta fechas relativamente recientes.

Así, respecto a esto último, son ya casi residuales en sus espacios correspondientes todos aquellos productos culturales que se esforzaban por anticiparnos cómo sería el mundo dentro de unos años. Es cierto que en parte esto se ha debido a que la enorme velocidad de los cambios tecnológicos amenaza con dejar obsoleta en muy poco tiempo cualquier anticipación, por imaginativa que esta pueda llegar a ser. Hasta tal punto ello ocurre que lo que en su momento eran películas de ciencia ficción, como Star wars o Star trek , han terminado convertidas en productos de consumo en clave nostálgica para muchos.

Pero también parece evidente que la desaparición del espacio público de tales temas, y su sustitución por otros, como podrían ser los suscitados últimamente por la pandemia del coronavirus, responden a las preocupaciones de quienes se ven con menos futuro por delante (y que son los más afectados por dicha pandemia, por cierto). Pues bien, de la misma forma que conviene no incurrir en la adánica confusión, propia del adolescente, de creer que se está inventando aquello que se descubre, tampoco habría que caer en la confusión simétrica, propia del anciano presuntuoso, de pensar que la propia desaparición, como persona o como grupo, equivale al fin del mundo".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 6143
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 22 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Conejos blancos




Dibujo de Quintatinta para El País


Habíamos olvidado que la vida siempre ha estado en peligro, comenta en el A vuelapluma de hoy [Memorias de la fragilidad. El País, 18/6/20] la escritora Irene Vallejo. Hemos vivido la amnesia de los afortunados gracias al progreso de la medicina. Ahora es preciso fortalecer la salud, la investigación y la ciencia. 

"Cuántas veces, antes de nacer, nuestras vidas estuvieron en peligro -comienza diciendo Vallejo-. Los zarpazos de la epidemia han amenazado siempre el fino hilo del futuro. En el pueblo de la infancia de mi abuelo, todas las mujeres embarazadas murieron en los años de la letal gripe española, menos su madre, que misteriosamente sobrevivió durante aquellos meses de terror, y pudo dar a luz. Mis padres eran niños cuando la polio se extendió dejando en sus colegios una estela de pupitres vacíos y huecos en las fotos familiares. Una brizna de mala suerte, y todos sus descendientes habríamos quedado borrados. Nosotros, los vivos, somos victorias frente a la fragilidad.

Muchos habíamos olvidado esa fragilidad, junto con las historias en sepia de nuestros padres y abuelos. La nuestra era la amnesia de los afortunados. El progreso de la medicina ha sido tan prodigioso en unas pocas generaciones que a nosotros una vida larga y sana nos parecía —nos sigue pareciendo— lo habitual. Hemos dejado de asombrarnos ante un éxito que, en esta parte del mundo, se ha disfrazado de normalidad. Casi nadie, a lo largo de la historia, había podido permitirse el lujo de ese olvido nuestro. En La favorita, el cineasta griego Yorgos Lanthimos resume la vulnerabilidad humana en una perturbadora imagen. La protagonista de la historia, la reina Ana de Inglaterra, cuida y acaricia en su dormitorio a 17 conejos blancos, uno por cada hijo que murió antes de llegar a la edad adulta. Si una reina a las puertas del siglo XVIII, protegida por el lujo de su palacio, sus médicos y sus riquezas, criaba esa blanca camada de duelo, no cuesta imaginar cómo serían las existencias más precarias. Fiebres, un parto, una diarrea, una coz de un caballo en el pecho, y un rápido fundido en negro. Así era el mundo de antaño, así es todavía hoy en demasiados lugares.

Nuestros cuerpos están fabricados de materiales delicados; como escribió el poeta griego Píndaro, somos la sombra de un sueño. Una larga esperanza de vida no es un dato de la naturaleza, es un avance inaudito del cuidado. Quienes nos cuidan han conseguido logros más y más extraordinarios durante los últimos siglos; mientras, nosotros nos hemos habituado a los éxitos como a la monotonía de un paisaje conocido. Cuando en 1955 se anunció en Estados Unidos la vacuna contra la poliomielitis, sonaron las campanas, se cerraron las escuelas, dieron día libre en el trabajo, la gente brindaba, acudía a las iglesias, sonreía y abrazaba a los desconocidos. Cuando mis padres eran niños, les daban a leer biografías en viñetas de Louis Pasteur, Marie Curie y otros científicos que revolucionaron las formas de vivir y morir. En los últimos años, otros ídolos atrajeron los aplausos, las miradas se volvieron desatentas, los héroes infantiles se quitaron la bata blanca. Los trabajos del cuidado quedaron en la penumbra de las noticias, del interés y la conversación pública, mientras nos suministraban suculentas y rentables dosis de un falso ideal de dorado individualismo, de fuerza, de victoriosa soledad.

La pandemia ha hecho añicos el espejismo y hemos vuelto a verles las orejas a los conejos blancos de la fragilidad. De pronto, los cuidados han abandonado el sótano de las telarañas y se han convertido en el eje de todas las decisiones. Al parecer, ha sido preciso que todo se trastoque y perdamos la cabeza para volver a pensar sensatamente. Otra vez hemos tomado conciencia del valor de la atención y el conocimiento, colocamos de nuevo nuestra esperanza en los expertos del cuidado. Ojalá no enmudezca la memoria de los balcones.

Esos expertos saben bien que atender a los que sufren nos enfrenta a un constante dilema: cuántos sacrificios asumimos para salvar a los demás. A lo largo de la historia, en las recurrentes epidemias que desde tiempos remotos han acechado a la humanidad, la disyuntiva reaparece una y otra vez, retándonos a conjugar los terrores de los sanos y de los enfermos. Hasta hace relativamente poco tiempo, se solía condenar con tablas clavadas las puertas y las ventanas de las casas donde se detectaba la presencia de contagiados y, en el mejor de los casos, les lanzaban alimentos separando las tejas del tejado. Hubo islas donde se abandonaba a su suerte a los infectados en tiempos de peste; Jack London escribió un fascinante relato sobre la rebelión de un leproso destinado a Molokai, cárcel para enfermos en el paraíso de las islas Hawái. En el pasado no era infrecuente aplicar ese apartheid despiadado. Nosotros, en cambio, hemos optado por confinarnos todos los sanos para proteger a los más vulnerables y, aunque parezca una paradoja, aislados somos más que nunca una comunidad. En ese dilema —trágico— hemos tomado una decisión que contradice la apología de la eficacia y la idolatría del éxito imperante en las últimas décadas. Queremos proteger a los más frágiles, con todas nuestras fuerzas, pagando el alto precio que exigirá el futuro. Hemos apostado sin titubeos por los cuidados.

Hace 25 siglos, Sófocles se preguntó en una tragedia cómo actuar ante el dolor ajeno. No es fácil vivir enfermo, pero tampoco lo es vivir con un enfermo. Filoctetes, que da nombre a la obra, es un combatiente griego en el asedio a la ciudad de Troya. Cierto día, una flecha envenenada le provoca una terrible herida en la pierna. Hartos del insoportable hedor que desprende Filoctetes, de sus gritos y quejas, sus propios compañeros deciden abandonarlo en una isla desierta con su arco mágico, que nunca yerra el tiro, para que pueda alimentarse de la caza. Durante 10 años sobrevive en soledad, oyendo el estruendo de las olas que rugen en los acantilados, sin que nadie lo atienda ni se preocupe por él. Transcurrida esa década, una profecía revela a los griegos que solo podrán ganar la guerra gracias al arco de Filoctetes. Ulises y el hijo de Aquiles se embarcan en busca del hombre al que desahuciaron cuando creyeron que era prescindible. En la isla se hacen patentes las consecuencias del abandono sobre los que lo decidieron y sobre el que lo sufrió. Filoctetes les dirige unas palabras con resonancias actuales: “Atrévete. Sálvame”. Sé osado, arriésgate a cuidar del débil, porque eso te hará más fuerte.

Filoctetes es una tragedia singular porque alberga un final feliz. En esta obra los personajes sufren para llegar a aprender que toda armonía es siempre el resultado de una fuerte tensión. Sófocles creía que es posible reconciliar el miedo y la comprensión, la autoridad y la libertad, la costosa protección al frágil con la solidez moral del futuro, y por eso este texto queda abierto al optimismo. Estas enseñanzas del pasado forman ya parte de nuestra mejor tradición humanista. El futuro, ese país desconocido, necesita fortalecer la salud, la investigación y la ciencia. Sin olvidar esa red tejida de relatos e historias, ideas y reflexiones, imágenes y canciones que nos han transmitido el valor incalculable de la fragilidad, la mejor herencia de nuestros mayores. Esas mismas historias que, en tiempos de encierro, nos han aliviado dialogando con nuestras sombras y sueños. El conocimiento, la ciencia y la cultura son cadenas frágiles, tan frágiles como nosotros mismos. No volvamos a descuidar los cuidados".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 6140
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

domingo, 21 de junio de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Conductas



Dibujo de Enrique Flores para El País


La lógica de las normas nos deja una incontrastable verdad: que las medidas para combatir la pandemia fueron concebidas para una ciudadanía que ignora el autocontrol, proclive a la inconsciencia cuando no a la picaresca, y más amante de dar voces que de pensar, comenta en el Especial dominical de hoy [La lógica sutil de las normas. El País, 17/6/2020] el escritor y profesor de la Universidad Pompeu Fabra, de Barcelona, Jordi Ibáñez Fanés.

"Lo confieso: he sido un mal ciudadano -comienza diciendo Ibáñez Fanés-. Todavía en la fase cero, y en Barcelona, salí a la calle fuera del horario “del paseo” para los de mi franja de edad y me encontré por casualidad con un amigo y ahora vecino, al que saludé apartándome la mascarilla, para que pudiese ver mi sonrisa. Él hizo otro tanto. No sé si estuvimos a dos metros de distancia. Juraría que no. Pero lo peor no es eso. Lo peor es que salía para ir a acompañar a otro amigo que sufrió una operación grave justo antes del estallido de la epidemia, y que se ha pasado toda la convalecencia confinado a solas en casa. Me pidió que lo acompañara a comprar tinta y papel, porque luego el regreso a su domicilio implicaba una larga subida, y temía no encontrarse bien. Lo hice encantado. Pero si me hubiese parado la policía, ¿qué les hubiese dicho? Pues que estaba siendo un mal ciudadano —según la lógica normativa del confinamiento— pero un buen amigo. He hecho más cosas prohibidas: no he dejado de visitar a mi madre, de 97 primaveras, durante todo el confinamiento, y eso que estaba bien acompañada por la chica que la ayuda, que se confinó con ella. Sé que me he arriesgado a contagiarla —a pesar de que desde que regresé de un viaje a Madrid los días 6 y 7 de marzo y, temiéndome ya lo peor, extremé todas las medidas de higiene y distancia en las visitas—. Pero también sé que para ella hubiese sido muy duro no verme. Tengo amigos que no han dejado de visitar a sus amores, a pesar de no ser “convivientes”. De haber podido, posiblemente yo también hubiese sido ahí un mal ciudadano en nombre del amor y del deseo.

Pero todo esto tiene una lógica muy endeble, ya lo sé, y encima me temo que hablo de pecados veniales. Es decir, no le tosí a la cara a ningún representante de la ley ni desafié al Gobierno desde las atalayas de la ideología infusa —espontánea, se decía antes— de la sabia intelectualidad libertaria. Pero qué importan los sentimientos del amigo, del hijo o del amante si de lo que se trata es de la “sociedad” o de la “comunidad”, o incluso del “rebaño”. Aunque las palabras importan, por cierto, y mucho. Y también importa distinguir las demandas ruidosas de libertad, en un contexto de pandemia y de elevadísimo riesgo de contagio, padecimiento y muerte, de los actos discretamente libres de este o aquel ciudadano.

Una lógica liberal llevada al extremo de la caricatura diría: “Yo asumo mis riesgos, yo soy dueño de mi vida”. En el tipo de infracciones discretas —o secretas— que he mencionado se pone en riesgo a una persona querida que acepta y comparte ese riesgo. En la elevación de las opciones y las decisiones libres a un discurso general ingresamos en aquel territorio consistente y a la vez disparatado que los kantianos conocen bien: la solidez formal de la ley se sostiene sobre su estricta racionalidad universal, no sobre la casuística sentimental o emocional de cada caso. Es consistente porque la lógica misma de la ley pide una razón libre, no atrapada en la narrativa de cada historia singular. Es disparatada porque sin un régimen de atenuantes o una capacidad de justificación moral ingresamos en una lógica inhumana o marciana: se delata al amigo ante los esbirros del tirano porque no se debe mentir, o se le devuelve el dinero al rico corrupto y malvado mientras se deja morir de hambre a los propios hijos, porque la ley dice que no debes apropiarte de lo que no te pertenece. Los dos son conocidos ejemplos de la razón práctica kantiana, tan sólida y exigente como en realidad impracticable.

Sería un descenso imperdonable de nivel que, por ejemplo, ahora dijese que la normativa de las mascarillas de uso obligado en el espacio público es también impracticable, además de incoherente, si los que potencialmente más contagian son los que hacen deporte, y ellos, lógicamente, quedan exentos de llevarlas. Esa lógica zigzagueante, fruto de una sobrerregulación tan torpe como necesaria, obliga al ciudadano a pensar por sí mismo —¡gran peligro!—, lo que implica en primer lugar ponerse siempre en el lugar de los demás, tanto de los congéneres que te cruzas por la calle como —incluso— de esos hombres y mujeres que han sido sorprendidos sentados en el Gobierno cuando lo que podía verse venir desde fuera los pilló dentro y a contrapié, dominados por esa visión peculiar de la realidad que da la gran responsabilidad mezclada con la lucha permanente por el poder. Podría llamársele el síndrome del fogonero: los que están en cubierta saben que el barco se va a pique si no se paran las máquinas. Pero el fogonero, metido en el vientre de la nave, con más datos que nadie en las manos, sólo piensa en lo que implica detener la caldera y dejar que se enfríe.

Las normas que hemos padecido más o menos estoicamente han sido pensadas por un fogonero que, después de parar la máquina posiblemente a regañadientes e in extremis, subió a cubierta y se llevó las manos a la cabeza al ver de golpe la dimensión de lo que se le venía encima. Hizo como pudo lo que hubiese podido hacer antes y mejor, pero descalificarlo por eso implica tener la seguridad de que los que lo atacan lo hubiesen hecho mejor. Eso, por experiencia histórica y mirando alrededor, es más que razonable ponerlo en duda. Además, las suyas han sido —están siendo, seguirán siendo y volverán a ser— normas pensadas para una ciudadanía que ignora el autocontrol, proclive a la inconsciencia cuando no a la picaresca, y más amante de dar voces que de pensar. Por eso son normas que, para asumirse, a menudo han exigido la coacción policial.

Recuerdo los días más duros de la pandemia, cuando iba a visitar a mi madre con la angustia metida en el cuerpo y cruzándome sin parar con patrullas de la policía por las calles desiertas de la ciudad. Pensaba qué demonios les dirás si te paran, porque objetivamente yo no debía visitar a mi madre. Me dediqué en mi fuero interno a un ejercicio de distinción permanente entre la lógica de la norma y la práctica responsable de la vida. La lógica de la norma previene que sin ella y sin su elemento coactivo la gente —los ciudadanos, el rebaño— no se hubiesen quedado en casa. Pero la práctica responsable de la vida me exigía sobreponerme a la presión policial y a la solidaridad normativa. ¿Hablo de un criterio inevitablemente privado que respeta y comprende la norma, pero sabe que debe saltársela? Ahora bien, ¿eso cómo se lo explicas al fogonero, que ya vuelve a estar trasegando en el vientre de la gran ballena de hierro? ¿Cómo al policía de turno? ¿Y cómo me lo hubiese explicado yo a mí mismo si llego a contagiar a mi madre?".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quizá con mayor profundidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. 



El profesor Jordi Ibáñez Fanés



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 6137
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 17 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Viejos



Imagen en una residencia de Madrid. Foto EFE


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 

No he visto a nadie que plantee dudas sobre la existencia misma de las residencias y sobre la necesidad de cambiar el modelo de cuidado y atención de nuestros mayores, comenta en el A vuelapluma de hoy [Esperando a Godot. El País, 12/6/2020] el escritor Julio Llamazares.

"Desde hace días, -comienza diciendo Llamazares- se ha desatado en los medios una polémica más relacionada con la pandemia infecciosa que ha trastocado nuestra existencia y que lo seguirá haciendo durante un tiempo, como todos hemos aceptado ya. La polémica tiene que ver con las residencias de ancianos y con la responsabilidad de los poderes públicos en la altísima mortalidad producida en ellas por el coronavirus. Dado que la sanidad está transferida a las comunidades autónomas, lo que se dilucida es quién debe afrontar la responsabilidad política, incluso penal, por la situación de esas residencias convertidas en muchos casos en negocios del sector privado y sin las garantías médicas indispensables en centros ocupados por personas con necesidades de salud especiales dada su edad. Sin embargo, no he visto a nadie que plantee dudas sobre la existencia misma de esas residencias y sobre la necesidad de cambiar el modelo de cuidado de nuestros mayores en una sociedad desarrollada y con posibilidades de hacerlo de otra manera.

Como la periodista Luz Sánchez-Mellado escribía hace dos días en este periódico, cada vez que he visitado una residencia de ancianos (no demasiadas, por suerte para mí), “no he visto el momento de irme” de allí ante la sensación de devastación que produce ver esos guardamuebles de viejos en los que éstos esperan su fin como los personajes de la obra de Samuel Beckett a Godot sentados durante horas frente a una televisión permanentemente encendida o dando vueltas sin cesar a unos pasillos que más parecen galerías de cárceles que lugares de paz y de reposo, que es lo que suele vender la publicidad de esos sitios cuando son de lujo. Por compasión hacia la persona que se ha ido a visitar, uno se queda más tiempo del que quisiera, muchas veces sin saber qué decirle o qué hacer, pero, cuando por fin deja atrás el centro, lo hace con la sensación de abandonar un no-lugar, un agujero negro perdido en el universo al que no le gustaría volver y mucho menos para quedarse en él como residente. Como de los tanatorios, la mayoría salimos de las residencias de ancianos como si durante un rato hubiésemos estado en un limbo irreal y tristísimo, en la cara b de una sociedad que oculta lo que no le gusta.

¿No hay otra forma de afrontar los últimos años de nuestras vidas que almacenados en edificios que, salvo en casos extremos de dependencia física o psíquica que necesitan de ayuda profesional, no dejan de ser guardaviejos, almacenes para personas sin esperanza de vida y menos desde que se ingresa en ellos? ¿No se puede encarar la vejez de otra forma que condenándonos a todos (porque todos seremos viejos un día si antes no nos quedamos por el camino) a pasar los últimos años de nuestra vida apartados de la sociedad? Se habla mucho en estos días de que la pandemia global del coronavirus obligará a repensar muchas cosas, del trabajo presencial a las relaciones sociales o el ocio, pero pocos lo hacen, por lo que yo observo, del modo de resolver un problema que es común a todos y que es la forma de atender a nuestros ancianos, que hasta hoy determinan la economía y el trabajo familiar principalmente. Quizá va siendo hora de hacerlo y para ello nada mejor que mirar a nuestro pasado no tan remoto, cuando los viejos no eran estorbos, sino unos miembros más de las familias, que con ellos ganaban sabiduría y algo de ayuda, aunque perdieran un poco de comodidad".







La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 6124
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 16 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Silencios






A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 

La pandemia y el retiro de los humanos, escribe en el A vuelapluma de este martes [Respirar el silencio. ABC, 8/6/2020] el poeta Antonio Colinas, ha traído a la naturaleza un silencio tan sorprendente que mucho invita a pensar. Parece como si los humanos hubiesen callado para dejar hablar a la naturaleza y esta lo hiciera de la manera más llamativa, más silenciosa. Amordazamos a la naturaleza en tantas ocasiones, pero ahora es ella la que nos habla.

"Me refiero, comienza diciendo Colinas- por supuesto, al silencio que sana. Se halla muy presente en quienes han buscado un conocimiento esencial, como meta de la sabiduría, en la tradición literaria y espiritual universal. Sin embargo, en estos días de la pandemia, desde nuestro retiro o encierro, hemos vuelto a recordar ese silencio que acaso -desde la negativa situación, desde la gravedad sanitaria y social que vivimos- pudiera tener un sentido positivo. Porque esta situación nos ha llevado a unas semanas de más profunda vida interior, de humanismo admirable en los sanitarios y en todos cuantos están directamente en lucha con la enfermedad; situación en la que no solo aumenta nuestro sentir y pensar desde el vacío del encierro sino a ensoñar cuanto de positivo pudiera haber en él. En esos comportamientos ejemplares renace la España de la energía, no la anestesiada.

Así es si reparamos en que ese silencio hogareño también se da, de una manera tan sorprendente como rotunda, fuera de nuestras casas, en la naturaleza. De ello supone una prueba contundente la inesperada presencia de los animales salvajes en los núcleos urbanos (ciervos, corzos, jabalíes, zorros, lobos). En algunas zonas, estos desplazamientos ya se habían dado antes a causa de los incendios de los pinares. Con ellos no fueron pocos los animales que murieron, pero otros lograron huir del cenizal hacia espacios más abiertos, en busca de aguas y de los tiernos brotes de viñedos y huertos.

Lo sorprendente es que este silencio de las últimas semanas también ha atraído a las aves a las ciudades. Sorprende una foto del río Moldava en Praga lleno de patos y cisnes. Sólo nos falta escuchar el entusiasmo de la música de Smetana para que la fotografía sea una realidad ideal. En el mismo sentido, y también nos lo revelan las fotografías, es sorprendente la claridad que ha regresado a las aguas de los canales de Venecia y a las islas de sus alrededores, y además con el retorno a ellas de los peces.

Nada diremos de la ausencia de la contaminación atmosférica y de esas imágenes de los cielos nocturnos de los que han desaparecido miríadas de aviones. Así que la pandemia y el retiro de los humanos ha traído a la naturaleza un silencio tan sorprendente que mucho invita a pensar. Parece como si los humanos hubiesen callado para dejar hablar a la naturaleza y esta lo hiciera de la manera más llamativa, más silenciosa. Amordazamos a la naturaleza en tantas ocasiones, pero ahora es ella la que nos habla.

Pensaba en los desplazamientos de los animales salvajes días antes de estallar la pandemia, regresando de la visita a una villa romana de los siglos II-IV, excavada muy cerca del sereno río Tera, en Camarzana. (Ese río en el que de madrugada o al anochecer -en los momentos más silenciosos- podemos ver a los animales que descienden a beber en sus aguas). De esa villa solo se ha descubierto una parte, pues el edificio de 15 habitaciones en torno a un peristilo se pierde enterrado debajo de la carretera general que desde tierras zamoranas sigue a las de Orense.

Sin embargo, lo hallado hasta ahora ha sido muy importante, pues entre los varios mosaicos -los de los tritones con «El rapto de Europa», el de Zeus o el de una cabeza de Ariadna- ha aparecido otro que, en el triclinio o comedor de verano, representa a Orfeo apaciguando a las fieras, entre ellas dos tigres, y con cuatro caballos en las esquinas ¡con sus nombres en la teselas!: Galadius, Finix, Aerisaros y Germinator. ¿Los preferidos del propietario de la villa? El dato es curioso, pues sin duda se trataba no solo de un personaje muy culto sino a la vez muy ligado a la caza y a la agricultura.

Cuando ese día regresé a casa y abrí al azar otra vez las «Cartas a Lucilio», de Séneca, que estaba releyendo, lo hice por aquella carta, la LXXXVI, titulada «La villa de Escipión». Curiosa sincronicidad entre las dos villas: la que acababa de ver en ruinas con mis ojos y la del libro, llena de vida, pues la descripción de la de Séneca es de una claridad y de una frescura preciosas.

Muy pocos días después, un profesor de Clásicas me regala un libro que había comprado para él. Para mí supuso un don doblemente especial y de nuevo se daba otra sincronicidad jungiana en un tiempo muy breve. Se trataba de «La voz de Orfeo. Religión y Poesía», de Alberto Bernabé. En este libro no solo es el mito sino el símbolo de Orfeo el que se nos ofrece en su amplia riqueza, lleno de citas que alcanza a toda la tradición literaria. Hoy el mito de Orfeo está como adormecido, o enterrado, pero los arqueólogos lo han sacado a la luz. ¿Está hoy la idea de Armonía adormecida, enterrada, ausente de nuestro mundo? En la excavación de que hablamos, la eterna lección de las ruinas fértiles.

Como en un círculo que se cierra, pienso de nuevo en el Orfeo que aparece en el mosaico hallado no lejos del río Tera. Una rareza, pues al parecer son muy escasos los mosaicos con la representación de Orfeo. Y no pienso en esa música que él derramaba y que amansaba a fieras, sino también en esa música órfica -callada, o extremada dirían nuestros poetas- que no se oye, pero que sentimos en nuestro interior. Una música que nace del silencio más profundo, desde ese silencio que permanece como enterrado bajo ruinas en el mundo de nuestros días, ruidoso, inarmónico, agitado, belicoso.

Despertar, pues, en la reclusión al silencio que sana en nuestro interior y, gracias a él, a la naturaleza que desea hablar, que se manifiesta con una gran libertad y sin miedos en los campos. También gracias a esta primavera que sigue su curso, ajena a la amenaza que padecen los seres humanos. (El gran árbol que veo desde mi ventana ya tiene todas sus hojas e imagino las cunetas de aquellas calzadas romanizadas del noroeste, del color de la sangre, llenas de flores silvestres). El silencio es, en estas horas tristes, el hermano del respirar y de la luz. «Soledad, serenidad, silencio […] Respirar en el silencio de la luz…», decía yo en uno de los aforismos de mis «Tratados de armonía». A la espera quedamos de respirar en el silencio de esa luz todavía limpia de amenazas sociales, de intereses espurios, de contagios".







La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 6121
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

domingo, 14 de junio de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Sobre la libertad



Dibujo de Martín Elfman para El País


El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quizá con mayor profundidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. 

Los argumentos de la derecha sobre la gestión de la pandemia, escribe en el Especial de este domingo [La libertad de los otros. El País, 28/5/2020] el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política de la Universidad del País Vasco, se han desplegado en torno a una peculiar defensa de la libertad personal, pero cuidar de lo común no es rendirse a una estructura ajena sino a algo de lo que se nutre ese concepto.

"Era inevitable -comienza diciendo Innerarity- que la gestión de la crisis se convirtiera en objeto de polémica política, pero no deja de ser sorprendente que los argumentos de la derecha se hayan desplegado en torno a una peculiar defensa de la libertad individual. ¿Tiene sentido entender como una restricción injustificada de la libertad aquellas limitaciones impuestas para salvaguardar la salud pública? Hay quien está tratando de situar el confinamiento en el marco mental de una restricción de derechos individuales, como si la responsabilidad por la salud de los demás no tuviera nada que ver con las libertades. Era previsible que una crisis de las actuales dimensiones provocara grandes convulsiones, pero nadie podía adivinar que en el barrio de Salamanca reclamaran libertad golpeando una señal de tráfico con un palo de golf y los antisistema exigieran orden y obediencia a la autoridad.

La libertad puede ser entendida como la ausencia de impedimentos para hacer lo que uno quiera o como la capacidad real de hacer lo que uno quiera. Tal vez sea Thomas Hobbes quien mejor ha representado lo primero. En un debate con el obispo Bramhall a mediados del siglo XVII, la discusión se centraba en torno a si era libre o no quien hubiera decidido ir a jugar al tenis sin saber que la puerta estaba cerrada. Actualmente hay muchas puertas cerradas, tanto por la literalidad de nuestro confinamiento como debido a las condiciones estructurales que le impiden a uno hacer lo que desea, y el tipo de libertad que así se impide es muy diferente en cada caso. La tradición republicana defiende, frente a la liberal, que la libertad no consiste en que no haya interferencias, sino en que no haya dominación. La libertad de elegir está condicionada por el hecho de que nadie tenga el poder de hacer imposible esa capacidad. Pues bien: pongamos el caso de que hay una pandemia y todos queremos disfrutar al máximo de nuestra libertad. En ese caso, las autoridades políticas harían bien en impedir que la conducta irresponsable de unos ponga en peligro la vida de otros, sin la cual no habría libertad posible.

¿Qué ha pasado para que la contestación conservadora al confinamiento se haya llevado a cabo apelando a las libertades individuales? Las derechas en España han tenido diversos formatos (conservador, nacionalista, tecnocrático, reaccionario…), pero no han sido especialmente defensoras de los valores individuales. La fórmula más exitosa ha sido combinar un liberalismo económico con un conservadurismo cultural y un creciente nacionalismo. La defensa de las libertades individuales no estaba en su agenda ni en sus discursos (salvo las libertades de los empresarios); no ha existido propiamente un anarquismo de derechas, excepto en alguna medida el lerrouxismo o la definición que de sí mismo daba Baroja, excepciones que parecen confirmar un conservadurismo sin individuos como el carácter general de la derecha.

Desde hace algún tiempo, este paisaje ha cambiado y aparecen cada vez más en el estilo político de la derecha elementos que parecen importados del libertarianismo americano. El actual discurso de Casado calificando al Gobierno de Sánchez de dictadura constitucional y absolutismo moderno coincide con diversas manifestaciones en otros países contra el confinamiento como un atentado contra las libertades individuales. Podríamos recordar aquella crítica de Aznar (que se fue a su casa de Marbella durante este confinamiento) a la limitación de la tasa de alcohol permitida al volante apelando a que nadie debe decirle a uno lo que debe o no beber, o la oposición de los populares a la restricción del tráfico en Madrid central (y en otras ciudades) en nombre de la libertad de los conductores. Esa idea de la libertad individual como principio supremo se plasmó en un reciente manifiesto de la Fundación Internacional para la Libertad, firmado por líderes liberales de todo el mundo, en el que se llamaba la atención sobre el poder desmedido que se habría desplegado con ocasión de la crisis y no sobre la gravedad de la situación. Los medios de comunicación recogen con frecuencia opiniones de retórica libertaria, dibujando así un marco mental que puede resultar gratificante para un grupo amplio de personas de ideología diversa. Resulta curioso que a este grupo se agreguen quienes reivindican la libertad de culto, porque estábamos acostumbrados a que la práctica religiosa se asociara en este país a la necesidad de la tradición y no a la libertad individual.

Del mismo modo que se ha producido una americanización de nuestros estilos de vida, en los productos culturales o en la configuración de nuestras ciudades, un sector de los conservadores europeos importa esquemas mentales de la cultura política norteamericana, promovidos por Steve Bannon, por determinados think tanks o por simple imitación. Su imagen más histriónica es la de aquellos hombres armados que irrumpieron en el Capitolio de Michigan, para mostrar su oposición al confinamiento, siguiendo así la instigación de Trump a rebelarse contra semejante imposición. Podemos sintetizar ese contraste entre las dos culturas políticas en torno al hecho de que los americanos no han realizado toda la transferencia de soberanía desde el individuo hacia el Estado que es una normalidad para los europeos (también a los conservadores europeos de viejo cuño). De ahí que tantos americanos sean contrarios a un seguro médico universal, defiendan la posesión de armas para la autodefensa y se opongan a unos impuestos elevados. El individuo debe poder cuidar de sí mismo; los instrumentos de protección resultan sospechosos de ejercer un paternalismo injustificado. La poderosa atracción que está ejerciendo sobre un cierto sector del electorado conservador este individuo soberano y sustraído de un espacio común podría explicar ese giro y algunas actitudes asociadas, como la segregación urbana, el veto parental, la oposición a las vacunas (de momento, muy minoritaria), la concepción de los impuestos como un saqueo o la propensión a entender la solidaridad en torno a la figura del donante y no del contribuyente. Este modelo de una sociedad de individuos autosuficientes se corresponde con una idea de la producción del bien común mediante la mera agregación a través del mercado y con una concepción de la nación en la que ha desaparecido, ahí sí, cualquier dimensión de voluntariedad.

Si volvemos al terreno de la discusión sobre la libertad en tiempos de pandemia, esta concepción individualista revela sus profundas contradicciones, mientras que su versión republicana se muestra más resistente a la hora de articular mi libertad y la de los demás. Existe una libertad para salir de casa, por supuesto, pero no hay libertad para infectar. ¿Hay un sentido de responsabilidad mayor que limitar la propia libertad de movimiento para no contribuir a la extensión de una pandemia?

Los Gobiernos que gestionan la crisis sanitaria tienen la obligación de justificar cualquier restricción de la libertad mostrando su utilidad a los efectos de contener la pandemia, del mismo modo que cualquier aspiración de recuperar espacios de libertad tiene la obligación de justificar que no es incompatible con el objetivo general de contener la pandemia. Al cuidar lo común no estamos rindiéndonos a una estructura neutra o ajena, sino a algo de lo que se nutre nuestra libertad personal. Jon Elster, uno de los más destacados pensadores republicanos, glosaba la figura de Ulises dejándose atar para no sucumbir a los cantos de las sirenas. Nos recordaba así que muchas veces la mejor manera de preservar la libertad es atarse, no tanto para respetar la de los demás, sino para protegerse de las torpezas que podría uno cometer si llama libertad a cualquier cosa".




El profesor Daniel Innerarity



La reproducción de artículos firmados en este blog por otras personas no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt




Entrada núm. 6115
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 13 de junio de 2020

[DE LIBROS Y LECTURAS] Sobre la vida normal





"En las largas semanas de confinamiento, escribía el mayo pasado el historiador y crítico literario Rafael Núñez Florencio [Todos los caminos conducen a uno mismo. Revista de Libros] surgió en varias ocasiones en charlas telefónicas con los amigos la cuestión de qué añorábamos más de lo que todos dimos en denominar vida normal, o sea, la anterior a la pandemia. Para mí, lo primero, como le pasaba a la inmensa mayoría, era la relación afectiva directa y sobre todo táctil —abrazos, besos— con los seres queridos que residían en otra ciudad o simplemente otro barrio distante. En lo segundo, me temo, tampoco era excesivamente original: como la mayor parte de mis compatriotas, echaba mucho de menos la sociabilidad en torno a la barra de un bar o una agradable cena en un acogedor restaurante. El tercer puesto de la lista lo ocupaba una actividad que antes del encierro parecía trivial o irrelevante: pasear. Me refiero al hecho elemental de salir de casa, a menudo sin rumbo fijo, solo para estirar las piernas y despejar la mente después de varias horas frente a un libro o el ordenador. En otras ocasiones, el paseo —si así puede llamársele— era más premeditado, pues se trataba de partir con tiempo y sustituir el metro o el autobús por una caminata al dirigirme a mi lugar de trabajo o una cita. Ahora, en la cuarentena, costaba trabajo concebir que de golpe y porrazo tuviésemos vedado o al menos restringido algo tan simple como pisar libremente la calle. Ya nos lo habían advertido los filósofos desde la antigüedad grecorromana: la vida humana se compone de pequeñas cosas tan imprescindibles como poco valoradas… ¡hasta que las perdemos!

Solo entonces, como rebobinando nuestros recuerdos, somos conscientes del cúmulo de sensaciones agradables que contienen actos banales. En mi caso, y volviendo al momento mismo de traspasar el portal, sentir en la cara el frescor o la calidez del ambiente exterior, mientras los ojos se acostumbran, como desperezándose, a la claridad circundante; luego, en cuestión de pocos segundos, suelen llegar los efluvios del parque cercano, el rumor de los pinos y los castaños de India y. a veces, si hay suerte y es por la mañana temprano, el aroma fresco de la hierba recién cortada por los jardineros. Confieso que nunca, hasta ahora, había sido consciente de estas menudencias. Buscando atenuar esta imprevista nostalgia seleccioné de mi biblioteca un pequeño volumen que había comprado hace varios meses y cuya relación con todo lo expuesto no van ustedes a tardar en advertir: Elogio del caminar de David Le Breton (traducción de Hugo Castignani, ediciones Siruela). Lo adquirí en su momento porque había leído otra obra de Le Breton que me había gustado, El silencio (ediciones Sequitur), pero después, como pasa muchas veces, se impusieron otras prioridades y el opúsculo quedó varado en los anaqueles de mi biblioteca, acaso perdido para siempre de no haber irrumpido la crisis sanitaria y el confinamiento.

Lo primero que quiero consignar es que en su momento, cuando me fijé en este librito de Le Breton, me llamó la atención el puñado de obras que se habían publicado estos últimos años sobre esa misma materia o aledañas (y me limito exclusivamente al mercado editorial español). Sin ánimo de ser exhaustivo y tan solo a título informativo para el lector que tenga interés en el asunto, podría citarles, aparte, naturalmente, de la obra de Le Breton, Caminar. Las ventajas de descubrir el mundo a pie de Erling Kagge (Taurus), Wanderlust. Una historia del caminar de Rebecca Solnit (Capitán Swing) y dos clásicos con el mismo título de Caminar, obras de William Hazlitt y Robert Louis Stevenson (Nórdica) y Henry David Thoreau (Interzona), respectivamente. Si ampliamos la perspectiva para incluir el paseo, tan indisociable de lo anterior, no me resisto a incluir Un paseo por el bosque de Bill Bryson (RBA) y Filósofos de paseo de Ramón del Castillo (Turner). Como ven, el tema me resulta lo suficientemente atractivo como para rastrear la bibliografía existente pero, con todo, no les quiero engañar, mi conocimiento del asunto no traspasa el nivel de mero diletante. Por ello no está mal recordarles que esto que están ustedes leyendo no es ni pretende ser una reseña ni mucho menos un estado de la cuestión: me limito, en los párrafos que siguen, a compartir mis impresiones desde una perspectiva personal, sin sujetarme a un esquema analítico convencional.

Desde las primeras páginas de su breve obra, Le Breton insiste en que hoy por hoy, «en el contexto del mundo contemporáneo», la determinación de caminar supone una forma de nostalgia o resistencia. Vagar, dice, no puede ser considerado más que un anacronismo «en un mundo en el que reina el hombre apresurado». En efecto, todo nos compele a usar otros medios más rápidos o aparentemente más cómodos, en especial el automóvil, el tren o el avión. Viajar es, la mayor parte de las veces, salvar la distancia que nos separa del lugar al que queremos ir. Incluso los circuitos turísticos suelen organizarse condensando las supuestas experiencias viajeras, ver lo máximo en el menor tiempo, como ya apuntaba aquella película de feliz título, Si hoy es martes, esto es Bélgica. La condición humana se ha convertido en «condición sentada o inmóvil». El desarrollo de las nuevas tecnologías no ha hecho más que incentivar esta tendencia, no solo porque su uso refuerza el sedentarismo sino además porque, en el mundo de las conexiones digitales, el cuerpo o la materialidad en su conjunto viene a ser un lastre o un estorbo en la medida en que no resulta susceptible de transformación, como la realidad virtual. Así, los cuerpos devienen simplemente perfiles. Sin necesidad de extremar el argumento, Le Breton señala un rasgo característico de nuestra era, la proliferación de imágenes que suprimen las piernas: el hombre contemporáneo es casi siempre un hombre sentado, ya sea por ejemplo conduciendo un automóvil o como busto parlante en las pantallas.

Como ya descubría el propio título del ensayo, el autor nos incita a llevarle la contraria a esta tendencia del mundo que vivimos. Caminar no es simplemente un medio sino un «rodeo para reencontrarse con uno mismo». O también, ¿por qué no?, caminar no es un medio porque se convierte en un fin en sí mismo. Al caminar no vamos, sino que misteriosamente nos dejamos llevar. Por eso el vagabundeo se hermana con el silencio, con el que tiene tanto en común: «El silencio es el fondo del que debe nutrirse quien camina a solas». Pasear y callar parecen dos caras de la misma moneda. Ambos nos permiten desconectar de las exigencias del mundo exterior para sumergirnos en nosotros mismos. De hecho, es difícil concebir uno sin el otro. Es verdad que se puede pasear en compañía, de la misma manera que es posible pasear conversando, pero el caminar genuino que defiende Le Breton es una actividad solitaria y silenciosa. Incluso cuando se trata de un largo viaje, el peregrino se echa a la espalda una mochila con lo indispensable y tira hacia delante sin nadie más que su propia sombra, sumido en sus cavilaciones y recuerdos, con sus sentidos abiertos para dejarse penetrar por el conjunto de impresiones del mundo. De este modo el caminante se hace rico solo en tiempo —«él es el único propietario de sus horas»—, pero esta riqueza resulta ser la más importante de todas. El viajero solitario no tiene que rendir cuentas a nadie. En lo que a mí concierne, modestamente, siempre he considerado que pasear era la mejor manera de estar solo sin tener que dar explicaciones a nadie.

El caminante silencioso mueve sus pensamientos casi al compás de sus piernas. Queda implícito en las consideraciones anteriores: pasear significa también meditar. Hay incluso una larga tradición en la filosofía occidental que vincula el movimiento o incluso el vagar sin rumbo fijo con la agudeza mental y la creatividad. Desde Aristóteles, han sido mucho los genios que han encontrado en el paseo la fuente de inspiración. En estas páginas que comento se cita a Kierkegaard: «Mis pensamientos más fecundos los he tenido mientras caminaba». Y también se dice que «en 1802, el filósofo alemán Schelle, amigo de Kant, escribe un corto tratado sobre el paseo considerado como un arte». Comparto el planteamiento porque desde que era adolescente el caminar sin rumbo fijo ha sido para mí el medio natural para despejar la mente e incluso para que surgieran las ideas más satisfactorias. Le Breton, por su parte, apunta que el deambular durante horas o, al menos, sin atenerse a pautas fijas o requerimientos convencionales, procura continuos momentos propicios para la meditación: «El sueño de una noche sin techo es también una formidable invitación a la filosofía, a la reflexión ociosa sobre el sentido de nuestra presencia en el mundo». En realidad no hace falta ponerse trascendente, pues de lo que se trata muchas veces es simplemente de dar rienda suelta a las sensaciones o emociones más íntimas, desatadas por unos estímulos eficaces: «una fuente que se abre paso entre las piedras, el canto de una lechuza, el salto de una carpa sobre la superficie de un lago, la campana de una iglesia al caer la tarde, el crujir de la nieve bajo nuestros pasos, el crepitar de una piña bajo el sol».

Por cuanto modula el tiempo y ensancha el espacio, contemplar el mundo a pie significa también acomodarse al ritmo de las piernas y con ello retomar la perspectiva humana, en contraposición a la ruptura del espacio-tiempo tradicional que han supuesto las máquinas y el desarrollo tecnológico. Lejos de mí, sin embargo —y en esto me parece que me distancio del tono del autor del libro—, edificar sobre todo ello una mitología alternativa, una concepción del caminar como una especie de panteísmo sui generis o, sin llegar a tanto, una concepción mística del caminar como ascesis, una comunión mística con la naturaleza en la línea de los Thoreau y los teóricos tan caros al ecologismo como ideología política. Hay un capítulo, titulado «Espiritualidades del caminar», en el que se enfatiza la conversión del camino en «camino iniciático», se habla del transitar por la naturaleza como la conversión del desafío físico en «desafío moral» y se defiende, en fin, que «muchas rutas son travesía del sufrimiento, que nos acercan lentamente a la reconciliación con el mundo». Me parece bien, pero en lo que a mí respecta me conformo con una versión mucho menos sublime de la pulsión andariega. Sinceramente, no necesito transitar por esa vía del esfuerzo redentor. Tampoco necesito emular a los exploradores que admira Le Breton, aquellos que se empeñaron en llegar a Tombuctú o descubrir las fuentes del Nilo arrostrando un sinfín de penalidades. Si andar, como antes decíamos, es reencontrarse con la perspectiva humana, seamos coherentes y adaptemos la marcha a los límites humanos.

Al fin y al cabo, se trata de algo tan sencillo en mi opinión como disfrutar del paseo. No hace falta imponerse grandes retos sino más bien todo lo contrario, descargarse de imposiciones y abandonarse al placer de caminar. No son necesarios por ello selvas inexploradas ni mundos exóticos, escalar picos inaccesibles o descender hasta cuevas insondables. Es innegable que siempre presenta más atractivo enfrentarse a una cartografía desconocida, pero también puede resultar suficiente y gratificante cualquier espacio familiar: mi ciudad, mi barrio, el parque cercano a mi domicilio. Yo, por lo menos, no necesito más. Me siento por ello completamente identificado con el planteamiento del capítulo dedicado al «caminar urbano». Aunque no viva en París, yo también me siento un flâneur que «camina por la ciudad como lo haría por un bosque: dispuesto al descubrimiento». El autor habla aquí del «cuerpo de la ciudad» y de cómo uno se sumerge en él oyendo, viendo, sintiendo y aspirando. Retomando lo que decíamos al principio —y así cerramos el círculo de esta reflexión— creo que debería añadirse en este punto la capacidad del paseante para canalizar todas esas impresiones visuales, auditivas y olfativas hacia lo más profundo de sí mismo, porque ahí es siempre donde confluyen todos los caminos".



El historiador Rafael Núñez Florencio


La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt




Entrada núm. 6110
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)