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domingo, 21 de junio de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Conductas



Dibujo de Enrique Flores para El País


La lógica de las normas nos deja una incontrastable verdad: que las medidas para combatir la pandemia fueron concebidas para una ciudadanía que ignora el autocontrol, proclive a la inconsciencia cuando no a la picaresca, y más amante de dar voces que de pensar, comenta en el Especial dominical de hoy [La lógica sutil de las normas. El País, 17/6/2020] el escritor y profesor de la Universidad Pompeu Fabra, de Barcelona, Jordi Ibáñez Fanés.

"Lo confieso: he sido un mal ciudadano -comienza diciendo Ibáñez Fanés-. Todavía en la fase cero, y en Barcelona, salí a la calle fuera del horario “del paseo” para los de mi franja de edad y me encontré por casualidad con un amigo y ahora vecino, al que saludé apartándome la mascarilla, para que pudiese ver mi sonrisa. Él hizo otro tanto. No sé si estuvimos a dos metros de distancia. Juraría que no. Pero lo peor no es eso. Lo peor es que salía para ir a acompañar a otro amigo que sufrió una operación grave justo antes del estallido de la epidemia, y que se ha pasado toda la convalecencia confinado a solas en casa. Me pidió que lo acompañara a comprar tinta y papel, porque luego el regreso a su domicilio implicaba una larga subida, y temía no encontrarse bien. Lo hice encantado. Pero si me hubiese parado la policía, ¿qué les hubiese dicho? Pues que estaba siendo un mal ciudadano —según la lógica normativa del confinamiento— pero un buen amigo. He hecho más cosas prohibidas: no he dejado de visitar a mi madre, de 97 primaveras, durante todo el confinamiento, y eso que estaba bien acompañada por la chica que la ayuda, que se confinó con ella. Sé que me he arriesgado a contagiarla —a pesar de que desde que regresé de un viaje a Madrid los días 6 y 7 de marzo y, temiéndome ya lo peor, extremé todas las medidas de higiene y distancia en las visitas—. Pero también sé que para ella hubiese sido muy duro no verme. Tengo amigos que no han dejado de visitar a sus amores, a pesar de no ser “convivientes”. De haber podido, posiblemente yo también hubiese sido ahí un mal ciudadano en nombre del amor y del deseo.

Pero todo esto tiene una lógica muy endeble, ya lo sé, y encima me temo que hablo de pecados veniales. Es decir, no le tosí a la cara a ningún representante de la ley ni desafié al Gobierno desde las atalayas de la ideología infusa —espontánea, se decía antes— de la sabia intelectualidad libertaria. Pero qué importan los sentimientos del amigo, del hijo o del amante si de lo que se trata es de la “sociedad” o de la “comunidad”, o incluso del “rebaño”. Aunque las palabras importan, por cierto, y mucho. Y también importa distinguir las demandas ruidosas de libertad, en un contexto de pandemia y de elevadísimo riesgo de contagio, padecimiento y muerte, de los actos discretamente libres de este o aquel ciudadano.

Una lógica liberal llevada al extremo de la caricatura diría: “Yo asumo mis riesgos, yo soy dueño de mi vida”. En el tipo de infracciones discretas —o secretas— que he mencionado se pone en riesgo a una persona querida que acepta y comparte ese riesgo. En la elevación de las opciones y las decisiones libres a un discurso general ingresamos en aquel territorio consistente y a la vez disparatado que los kantianos conocen bien: la solidez formal de la ley se sostiene sobre su estricta racionalidad universal, no sobre la casuística sentimental o emocional de cada caso. Es consistente porque la lógica misma de la ley pide una razón libre, no atrapada en la narrativa de cada historia singular. Es disparatada porque sin un régimen de atenuantes o una capacidad de justificación moral ingresamos en una lógica inhumana o marciana: se delata al amigo ante los esbirros del tirano porque no se debe mentir, o se le devuelve el dinero al rico corrupto y malvado mientras se deja morir de hambre a los propios hijos, porque la ley dice que no debes apropiarte de lo que no te pertenece. Los dos son conocidos ejemplos de la razón práctica kantiana, tan sólida y exigente como en realidad impracticable.

Sería un descenso imperdonable de nivel que, por ejemplo, ahora dijese que la normativa de las mascarillas de uso obligado en el espacio público es también impracticable, además de incoherente, si los que potencialmente más contagian son los que hacen deporte, y ellos, lógicamente, quedan exentos de llevarlas. Esa lógica zigzagueante, fruto de una sobrerregulación tan torpe como necesaria, obliga al ciudadano a pensar por sí mismo —¡gran peligro!—, lo que implica en primer lugar ponerse siempre en el lugar de los demás, tanto de los congéneres que te cruzas por la calle como —incluso— de esos hombres y mujeres que han sido sorprendidos sentados en el Gobierno cuando lo que podía verse venir desde fuera los pilló dentro y a contrapié, dominados por esa visión peculiar de la realidad que da la gran responsabilidad mezclada con la lucha permanente por el poder. Podría llamársele el síndrome del fogonero: los que están en cubierta saben que el barco se va a pique si no se paran las máquinas. Pero el fogonero, metido en el vientre de la nave, con más datos que nadie en las manos, sólo piensa en lo que implica detener la caldera y dejar que se enfríe.

Las normas que hemos padecido más o menos estoicamente han sido pensadas por un fogonero que, después de parar la máquina posiblemente a regañadientes e in extremis, subió a cubierta y se llevó las manos a la cabeza al ver de golpe la dimensión de lo que se le venía encima. Hizo como pudo lo que hubiese podido hacer antes y mejor, pero descalificarlo por eso implica tener la seguridad de que los que lo atacan lo hubiesen hecho mejor. Eso, por experiencia histórica y mirando alrededor, es más que razonable ponerlo en duda. Además, las suyas han sido —están siendo, seguirán siendo y volverán a ser— normas pensadas para una ciudadanía que ignora el autocontrol, proclive a la inconsciencia cuando no a la picaresca, y más amante de dar voces que de pensar. Por eso son normas que, para asumirse, a menudo han exigido la coacción policial.

Recuerdo los días más duros de la pandemia, cuando iba a visitar a mi madre con la angustia metida en el cuerpo y cruzándome sin parar con patrullas de la policía por las calles desiertas de la ciudad. Pensaba qué demonios les dirás si te paran, porque objetivamente yo no debía visitar a mi madre. Me dediqué en mi fuero interno a un ejercicio de distinción permanente entre la lógica de la norma y la práctica responsable de la vida. La lógica de la norma previene que sin ella y sin su elemento coactivo la gente —los ciudadanos, el rebaño— no se hubiesen quedado en casa. Pero la práctica responsable de la vida me exigía sobreponerme a la presión policial y a la solidaridad normativa. ¿Hablo de un criterio inevitablemente privado que respeta y comprende la norma, pero sabe que debe saltársela? Ahora bien, ¿eso cómo se lo explicas al fogonero, que ya vuelve a estar trasegando en el vientre de la gran ballena de hierro? ¿Cómo al policía de turno? ¿Y cómo me lo hubiese explicado yo a mí mismo si llego a contagiar a mi madre?".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quizá con mayor profundidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. 



El profesor Jordi Ibáñez Fanés



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 1 de diciembre de 2015

[Historia] Aprender a decir no. El gesto de Rosa Park




Rosa Park (1913-2005)


El 1 de diciembre de 1955, hoy hace sesenta años, una mujer negra de 42 años llamada Rosa Louise Park, sube a un autobús de transporte público de la ciudad de Montgomery, Alabama (Estados Unidos)  y se sienta en una de las zonas reservadas a los blancos. El conductor del autobús la requiere para que abandone ese asiento y se coloque en la parte del vehículo reservada a los ciudadanos de color. Rosa Park se niega a levantarse y ceder su asiento a una persona de raza blanca. El conductor del autobús la denuncia y Rosa Parks, tras pasar por el juzgado, es encarcelada por haber perturbado el orden con su conducta. Ese hecho, aparentemente trivial, es la chispa que pone en marcha el movimiento pro-derechos civiles de la población negra de los Estados Unidos.

En respuesta al encarcelamiento de Rosa Park, Martin Luther King, un pastor bautista relativamente desconocido en ese tiempo, organiza una protesta contra la compañía de autobuses públicos de Montgomery en la que colabora también la activista y amiga de la infancia de Rosa Parks, Johnnie Carr. En ella se convoca a la población negra a organizarse para moverse por la ciudad por sus propios medios y no tomar los autobuses urbanos. La huelga tiene un éxito fulgurante. La compañía de autobuses entra en déficit, y poco después las autoridades locales dan por acabada la práctica de la segregación racial en los autobuses. Este suceso provoca la generalización de protestas similares en otras ciudades del Sur de los Estados Unidos contra esa y otras prácticas segregacionistas.

Un año después de este suceso la lucha judicial contra la ley segregacionista de la ciudad de  Montgomery y del Estado de Alabama llega a la Corte Suprema de los Estados Unidos, que declara inconstitucional la segregación en los transportes públicos de todos los Estados Unidos. 

Rosa Parks se convierte en un icono del movimiento de derechos civiles. Se va a vivir a Detroit, Michigan, a principios de 1960, y comienza a trabajar para el famoso congresista negro del partido demócrata John Conyers, en una relación 
que durará más de veinte años. 

En 1999 recibe la Medalla de Oro del Congreso de los Estados Unidos de América. Muere a los 92 años, y sus restos son honrados en la Rotonda Central del Capitolio, en Washington, convirtiéndose en la primera mujer y la segunda persona de color en recibir este honor.

Ocho años después del gesto de Rosa Park, concretamente el 28 de agosto de 1963, veo emocionado por televisión pronunciar un memorable discurso a aquel casi desconocido pastor protestante de ocho años antes llamado Martin Luther King. Pero no es el discurso de Luther King lo que más me impresiona. A mis diecisiete años esas cosas se me escapan. El recuerdo que más persistentemente ha quedado grabado en mi memoria es el de una inmensa multitud de gentes, negros y blancos, hombres y mujeres, niños y ancianos, caminando hacia el "Lincoln Memorial" de Washington con pancartas y gritos, repitiendo una y otra vez el mismo eslogan: "Freedom, now!" (¡Libertad, ahora!). A mí, que era de "francés", se me quedaron grabadas a fuego en el alma.

No dejen de ver este vídeo: son los diecisiete minutos más trascendentales de la historia reciente de los Estados Unidos de América y tuvieron lugar ese 28 de agosto de 1963. Un discurso casi tan trascendental como aquel que otros hombres ansiosos de su libertad pronunciaron un 4 de julio de 1776 en la ciudad de Filadelfia, Pensilvania, aunque sus compatriotas negros tardarían aun 187 años en verlo convertido en realidad tangible.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







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