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sábado, 29 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Una carta y una botella de txakoli





Esta mujer trabajadora que dejó de estudiar con 20 años busca ahora en la lectura completar su formación y seguir aprendiendo a pensar, a ver el mundo desde perspectivas diferentes, escribe en El País la historiadora y ensayista Edurne Portela.

Domingo por la mañana. Último día de la Feria del Libro de Madrid. Estoy sentada en una caseta, mirando a la gente pasar. Auguro una mañana tranquila, a pesar del río humano que atraviesa la feria. Me pregunto si quedará alguien ahí fuera que todavía quiera un ejemplar dedicado. Se acerca una mujer sonriente. Me dice que no puede llevarse ningún libro porque ya ha leído todos. Me confiesa bajito que lo que escribo le ayuda. Es tímida. Yo también, y por eso me da apuro preguntarle en qué sentido. No es desinterés, es pudor. Hablamos unos minutos. Nos despedimos. Me quedo con la impresión de no haber estado a la altura. Me pasa a menudo con las personas desconocidas que se animan a compartir algo de su intimidad y yo no sé muy bien hasta qué punto les incomodaré si pregunto. Vuelvo a la tarde a firmar. La última tarde. Estoy cansada pero contenta. Ha sido una feria espléndida, los libreros y libreras me cuentan lo mucho que han subido las ventas. Hoy es día de paseo más que de compra, pero hay alegría en mi caseta, ganas de conversar. Mis libreros son licenciados en Filosofía y lectores voraces, hablamos sobre la ética de Spinoza y me recomiendan lo último de Byung-Chul Han. A media tarde veo que E. S., la mujer que me ha visitado a la mañana, se acerca a la caseta. En su mano hay una bolsa morada. La extiende, me dice que antes se le ha olvidado dármela y, sin dejarme tiempo a reaccionar, se despide y desaparece en la multitud. En el interior de la bolsa hay una botella de txakoli envuelta en una carta.

En la carta E. S. me explica eso que por la mañana no me ha contado y yo no he sabido preguntar. Además de detalles personales que no compartiré, de lo que realmente habla esa carta es del poder de la literatura. Esta mujer trabajadora que dejó de estudiar con 20 años busca ahora en la lectura completar su formación y seguir aprendiendo a pensar, a ver el mundo desde perspectivas diferentes, incluso a plantarse ante una forma de vivir que iba en contra de sus deseos. La literatura, escribe, ha sido el revulsivo que la impulsó a volverse “díscola” y a rebelarse contra lo que la obligaban a ser. Al leer y descubrirse en la lectura empezó a vivir “consecuente y conscientemente”. La carta habla de una vida anterior y posterior a su encuentro con la literatura, un antes y un después marcado por una toma de conciencia, un cambio de mirada tras el cual no hay vuelta atrás. Y de una nueva felicidad adquirida no porque leer la ayude a huir del mundo, sino a situarse en él y entenderlo mejor, también a sí misma. Y ese nuevo conocimiento, ese torrente de curiosidad y ansia de saber, es para ella una fuente de alegría. Releo la carta varias veces. Lo que más me conmueve es que no lamenta el antes, sino que se entusiasma con el después, con todo lo que le queda por leer y aprender. Esta mujer de 45 años que lleva 25 trabajando a destajo me confirma que la lectura tiene el poder de hacernos más conscientes de la propia experiencia, es decir, de nuestro sentido de la existencia y de la realidad. Llego al corolario: la escritura contiene la contingencia prodigiosa, la posibilidad latente, de abrir para una misma y para las demás nuevas ventanas desde las que asomarse al mundo. Ahí está el reto, ahí la responsabilidad.

Ojalá leas esta columna, E. S., para que sepas lo mucho que te agradezco esa carta que releeré la próxima vez que me pregunte “¿para qué?”. Y por la botella de txakoli, que ya he puesto a enfriar. Brindaré por tus 45 años y por una vida consciente y llena de lecturas.


Feria del Libro de Madrid, mayo 2019. Foto de Julián Rojas


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt


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Entrada núm. 5026
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 22 de junio de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG - 2008] Cuestión de género



María Emilia Casas, presidenta del Tribunal Constitucional


Día ajetreado el de ayer viernes a efectos informativos: La victoria de la selección española de fútbol sobre Rusia y su pase a la final de la Eurocopa-2008; la imparable marcha ascendente de la inflación en España, y el resto del mundo; el salto al vacío del gobierno autónomo vasco convocando un referéndum que divide en dos mitades irreconciliables a su país; el nuevo concepto de "flexiseguridad" laboral impulsado por la Unión Europea. Demasiadas cosas, demasiado tentadoras, todas importantes e interesantes... Pero sin ánimo de resultar original me quedo, como tantas otras veces, con la "Cuarta" de El País, en la que los profesores de la Universidad Pompeu Fabra, Alfred Font (Director del Curso de Postgrado de Negociación Estratégica del Instituto de Educación Continua) y Carmen García Rivas (Directora del Curso de Postgrado de Liderazgo Femenino de la Escuela Superior de Comercio Internacional), analizan el papel y las estrategias de la mujer en su función social de profesionales en el mundo de hoy. El artículo se titula "María Emilia y el lobo", y toma como excurso el reciente incidente en que se ha visto envuelta la presidenta del Tribunal Constitucional, María Emilia Casas. Sean felices, si les dejan; yo lo intento sin excesivo éxito casi todos los días...



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Forges (Homenaje a la Mujer)


"María Emilia y el lobo", por Alfred Font y Carmen García Rivas

El percance de la presidenta del Tribunal Constitucional con una conversación grabada también puede leerse como un ejemplo de cómo la mujer ha sido educada para buscar la aceptación por encima de sus intereses. La calidad profesional y la integridad de María Emilia Casas, presidenta del Tribunal Constitucional, están fuera de duda para cuantos la conocen, empezando por sus no siempre fáciles compañeros de tribunal. Y, sin embargo, cuando una lejana relación le pide que se interese por el caso judicial de una desconocida -posible víctima de malos tratos-, en lugar de adoptar una actitud de cautela estratégica, decir, por ejemplo, "me encantaría poder ayudarla pero mi cargo no me lo permite" y facilitarle el teléfono de una abogada especializada, la señora Casas se siente obligada a estudiar el asunto, llamar personalmente por teléfono a la desconocida y mantener con ella una larga conversación en el curso de la cual acabará descubriendo que su interlocutora, entre otras inquietantes características, es sospechosa de haber inducido el asesinato de su marido. Como es natural, en ese momento se activan todas las alarmas que habían sido generosamente desconectadas, la señora Casas reintegra al instante su rol institucional y se retira como puede de la situación. Pero el mal estaba hecho. Meses después, con la interlocutora ya en prisión, la conversación, que fue grabada, sale a la luz.

Los estudiantes de estrategia saben que si uno empieza por colocarse mal, esto es, en la posición vulnerable de una estructura relacional, todo irá mal. El simple hecho de llamar uno por teléfono -a diferencia de ser llamado o de otro tipo de contacto- implica hacerse responsable de la conversación, conducirla y llenarla de contenido. No digamos ya si se trata de llamar a un desconocido. Uno tiene que explicar quién es y justificar la llamada, mientras que la otra parte, en su posición de solicitada, se limita a emitir desconfiados monosílabos. Además, si uno llama para cumplir un auto-impuesto deber compasivo y solidario tiene que hablar mucho -y por tanto exponerse mucho- para que el interlocutor se sienta bien atendido. Incluso la retirada es difícil cuando es uno el que ha llamado. Para cortar, para "quitármela de encima" como ha dicho la señora Casas y como sin duda es verdad, la presidenta del Tribunal Constitucional tuvo que decir algo que, visto luego por escrito y fuera de contexto, da, francamente, muy mala impresión: "Si recurres en amparo (esto es, al Tribunal Constitucional) vuelve a llamarme".

Como dicen los analistas norteamericanos de la teoría de juegos: ya que todos somos estrategas, más vale ser un buen estratega que uno malo. Estrategia es una palabra con mala prensa, porque suena a cálculo, a manipulación. Sin embargo, ser estratega consiste simplemente en tomar en cuenta por anticipado el conjunto de los incentivos que mueven a las personas en sus interacciones con nosotros. Prever y detectar a tiempo cómo se comportan, qué objetivos persiguen, cómo afectan sus movimientos a nuestras expectativas y cómo nos inducen a actuar en un sentido u otro. Nuestra vida personal, social y profesional es una sucesión de situaciones interactivas de este tipo. Reconocerlas y anticiparlas nos permite estar alerta, evitar entrar a ciegas en un terreno peligroso y también, sobre todo en ámbitos que involucran nuestra responsabilidad profesional, nos ayuda a diseñar preventivamente una estructura relacional que nos deje un margen amplio de seguridad.

Ser estratega no significa ser sistemáticamente desconfiado. Significa proceder objetivamente, con independencia de la confianza, para así poder discriminar a tiempo entre quienes merecen nuestra confianza y quienes deben ser mantenidos a distancia. Ser estratega no significa ser egoísta, porque si uno quiere ser altruista también necesita desplegar estrategias que eviten la explotación de la propia generosidad. Ser estratega no significa carecer de emociones; significa reconocerlas, gestionarlas y, singularmente, evitar la confusión de registros de comunicación. Ser estratega no significa mantenerse inaccesible, pero sí reservarse la facultad de graduar la proximidad, según las situaciones y las reglas del juego. En definitiva, ser estratega no es lo opuesto a ser decente, bueno o solidario. Es tan sólo lo opuesto a ser ingenuo.

Esa ingenuidad en la administración de las buenas intenciones aparece con frecuencia en el comportamiento de mujeres que ocupan cargos de alta responsabilidad. Son personas inteligentes, profesionalmente impecables, conocen las reglas del entorno y, sin embargo, como decía un grupo de ellas en un reciente seminario, "no saben detectar las amenazas". Actúan según expectativas ajenas, que racionalmente no comparten; de manera inconsciente, cumplen estereotipos sociales que las inducen a tener actitudes complacientes hacia cualquier persona, sin tener en cuenta las consecuencias.

Si uno cree que ha de orientar sus acciones a gustar, a complacer, a cuidar, será incapaz de autorizarse a actuar estratégicamente por temor a defraudar a quienes en realidad están esperando un comportamiento de sumisión. Y sobre esta base, ningún liderazgo es posible. Ya advertía Maquiavelo (El Príncipe, 1513) que "todo príncipe debe desear que le consideren piadoso y no cruel; sin embargo, tiene que procurar no usar mal la piedad".

A las mujeres se les suponen talentos emocionales refinados (acogida, escucha, compasión, etcétera) que, naturalmente, son un valor en sí mismos. Sin embargo, como cualquier otro talento, deben ubicarse en la estrategia personal y profesional de quien los posee. Para ello hay que transitar por un proceso de autorización interna que conduzca a una conclusión asertiva: se puede ser buena y estratégica. En ausencia de esa autorización, las mujeres, que desde niñas han recibido el mensaje de ser buenas, en su vida adulta siguen queriendo responder a lo que se espera de ellas. Esa voz interior, que permanece durante toda la vida, desactiva el natural instinto de autodefensa y les hace perder la capacidad de alerta ante situaciones de peligro real.

La sumisión, históricamente necesaria para conseguir la protección del varón, parece haber quedado escrita en la memoria genética de las mujeres y llevarlas a orientar su actividad a la búsqueda de los afectos, de la aceptación, por encima de sus intereses. Las mujeres que llegan a puestos de responsabilidad y de prestigio social se sienten a menudo impostoras, como si ocuparan un lugar que no les corresponde, porque pese a que han hecho un largo trayecto que las hace sobradamente merecedoras del cargo, su educación "en la bondad" las lleva a no querer destacar, a ser humildes y, sobre todo, "iguales" -tremenda palabra devastadora de la identidad-, y a una imprudente proximidad.

Una habilidad básica para ejercer la comunicación estratégica consiste en adecuar el registro al interlocutor, marcando la distancia emocional que nos coloque en situación de decidir lo que deseamos dar y obtener de la relación con el otro. Muchas mujeres suelen mostrar un único registro, la complicidad, especialmente si es otra mujer quien les plantea un problema para el que están sensibilizadas. Pero el registro amistoso es propio de la vida privada, no de la vida profesional, y aun en la vida privada debemos ser capaces de realizar esta adecuación porque también ahí se dan diferentes públicos que a su vez requieren diferentes registros, si no queremos llevarnos sorpresas desagradables.

El registro en la vida profesional viene marcado por factores variados, que además son fluidos y están en transformación, pero se apoya sobre todo en el reconocimiento compartido de las reglas de juego en cada caso. Los hombres parecen tenerlo bien asumido pero las mujeres que acceden a cargos directivos, formadas en la igualdad dentro del género, tienen quizás más dificultades para marcar las distancias, quién sabe si por temor a ser tildadas de arrogantes. La tendencia a la proximidad -en lugar de la ubicación preventiva a la distancia adecuada- no sólo las puede poner en situación de riesgo sino que genera confusión en sus interlocutores, desconcertados ante una cercanía que no esperaban merecer. La incapacidad para mantener la distancia estratégica supone también una devaluación de la propia actividad que puede ser percibida por el interlocutor como de escasa importancia.

Reconocer las reglas del juego que se está jugando, autorizarse internamente a ser y anticiparse estratégicamente a las situaciones amenazantes son tres pasos a seguir. De lo contrario, las mujeres profesionales continuarán sintiéndose intrusas en el mundo del éxito y expiando "la culpa" con movimientos de auto-sabotaje que arruinarán su esfuerzo y su talento. (El País, 27/06/08).






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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Entrada núm. 5002
Publicada originariamente el 28/6/08
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jueves, 6 de junio de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG - 2008] Capitalismo





Educación, libertad e igualdad de oportunidades son las premisas básicas para que fructifique cualquier posibilidad de desarrollo personal y social. Sin ellas, todo es pura entelequia, y en el mejor de los casos, suerte o capricho de la diosa Fortuna.

No soy admirador incondicional del capitalismo, pero tampoco su enemigo irreconciliable. Como dijera Sir Winston Churchill de la democracia, que era el menos malo de todos los sistemas de gobierno, pienso yo del capitalismo: que es el menos ineficiente de los sistemas económicos para crear riqueza. La cuestión es cómo, por quién y para quién se ejerce la democracia y se administra la libertad, y cómo, por quién y para quién se distribuye la riqueza obtenida con el esfuerzo de todos; porque ya se sabe: no hay libertad sin propiedad, ni propiedad sin libertad...

Perogrulladas aparte, me parece relativamente justa la crítica que en El País de hoy formula Álvaro Marchesi, catedrático de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad Complutense de Madrid, al escritor Mario Vargas Llosa por su artículo, también en El País, sobre las posibilidades que el sistema liberal capitalista tiene para el desarrollo de la persona emprendedora y vitalista que no se arredra ante las dificultades de la existencia ni las desventajas de cuna y educación. Muy darwiniano todo... No veo mayores objeciones posibles al triunfo personal y social de los que se esfuerzan y luchan por conseguirlo, pero sería deseable que la base de partida fuera la misma para todos: educación igual y de calidad, libertad de elección, e igualdad de oportunidades. Y a partir de ahí, ya veremos...






Cuatro empresarios de países del Tercer Mundo, comenta Mario Vargas Llosa en un artículo titulado "Las lecciones de los pobres" (EL PAÍS, 1 de junio), demuestran que la pobreza es derrotable con trabajo, propiedad privada, mercado y libertad. El libro 'Lessons from de Poor' cuenta sus casos.

Cuando murió su padre, Aquilino Flores tenía 12 años y sabía que su tierra, Huancavelica, uno de los departamentos más pobres de la sierra peruana, no le depararía más futuro que la inseguridad y el hambre en que había vivido desde que nació.

Entonces, como millares de sus comprovincianos, emigró a Lima. Allí empezó a ganarse la vida lavando autos en los alrededores del Mercado Central. Era un muchacho simpático y trabajador y, un día, el dueño de uno de los carros que lavaba, le propuso que le vendiera algunos de los polos que fabricaba en su taller informal. Le dio 20 y le dijo que se tomara todo el tiempo que le hiciera falta. Pero Aquilino vendió las 20 camisetas en un solo día. De este modo, antes de haber alcanzado la adolescencia, pasó de lavador de autos a vendedor ambulante de ropa en el centro de la Lima colonial.

No tenía casi instrucción pero era empeñoso, inteligente y con una intuición casi milagrosa para identificar los gustos del público consumidor. Un día le preguntó a su proveedor de polos si se los podía confeccionar con figuritas de colores, que eran los preferidos de sus clientes. Y como aquél no fabricaba ropas estampadas, Aquilino subcontrató a un tintorero informal para que añadiera adornos e imágenes a las camisetas que vendía. A veces, él mismo le sugería los diseños y colores.

Como el negocio funcionaba bien, Aquilino se trajo de Huancavelica a sus hermanos Manuel, Carlos, Marcos y Armando y los puso a trabajar con él. De vendedores ambulantes pasaron luego a ser comerciantes estables en el Mercado Central. Para conseguir los mejores sitios del local, estaban allí a las cuatro y media de la madrugada y no se movían de sus mostradores hasta el anochecer.

De intermediarios y vendedores, se convirtieron después en productores. Comenzaron con una máquina de coser en un garaje, luego otra, otra y muchas más.

El gran salto del negocio artesanal de Aquilino Flores comenzó el día en que un comerciante de Desaguadero, la ciudad fronteriza entre Perú y Bolivia y paraíso del contrabando y la economía informal, le hizo un pedido de ¡10.000 dólares de camisetas con dibujitos de colores! Aquilino tuvo una especie de vértigo. Pero él nunca le había escurrido el bulto a un desafío y aceptó el reto. De inmediato, subcontrató a todos los talleres de confección del barrio y trabajando a marchas forzadas llegó a entregar los 10.000 dólares de polos en los plazos prometidos. Desde entonces, la familia Flores se dedicó, además de vender, a producir ropas para los peruanos de bajos ingresos y a distribuir sus mercancías ya no sólo en Lima sino por provincias y a exportarlas al extranjero.

Cuarenta años después de su llegada a Lima con una mano atrás y otra adelante el ex lavador de autos y ex vendedor callejero es el dueño de Topitop, el más importante empresario textil del Perú, que tiene ventas anuales de más de 100 millones de dólares y que da empleo directo a unas 5.000 personas (dos tercios de ellas mujeres) e indirecto a unas 30.000. Cuenta con 35 almacenes en el Perú, tres en Venezuela, varias fábricas y un próspero sistema de tarjetas de crédito para el consumo en sociedad con un banco local. Sigue siendo un hombre sencillo, orgulloso de sus orígenes humildes, que trabaja siempre unas 12 horas diarias y los siete días de la semana. Sus hijos, a diferencia suya, han estudiado en las mejores universidades y contribuido como profesionales a la formalización y modernización de sus empresas, un modelo en su género y no sólo en el Perú.

Tomo todos estos datos sobre Aquilino Flores y Topitop de un penetrante estudio del economista Daniel Córdova y un equipo de colaboradores que aparece en un libro recién publicado en los Estados Unidos: Lessons from the Poor (Lecciones de los pobres), editado por Álvaro Vargas Llosa para The Independent Institute, una fundación que promueve la cultura liberal. En él se estudian cuatro casos de empresas y los clubes de trueque que surgieron en Argentina durante la crisis financiera del año 2001-2002. Las empresas, dos de América Latina y dos de África, que, como las de los Flores, nacieron sin capital alguno, por iniciativa de gentes muy humildes y de educación precaria, y que, a base de esfuerzo, perseverancia, intuición y astuto aprovechamiento de las condiciones del mercado, consiguieron crecer hasta convertirse en poderosos conglomerados que hoy operan en el mundo entero dando empleo a decenas de miles de familias y contribuyen así al progreso de sus países. Es un libro estimulante y práctico que muestra, con pruebas palpables, que la pobreza es derrotable para quienes tienen ojos para ver y conciencia para aprender de los buenos ejemplos.

Lo extraordinario de estas cinco historias es que todas estas empresas salieron adelante a pesar de operar en unos contextos sociales y políticos hostiles al mercado libre y a la empresa privada, envenenados de populismo, intervencionismo estatal y corrupción, donde la propiedad privada era atropellada con frecuencia y las reglas de juego de la vida económica cambiaban todo el tiempo según el capricho de unos gobiernos demagógicos e ineptos.

Lo que muestra esta investigación es que la necesidad y la voluntad de vivir de los pobres son capaces a veces de superar todos los obstáculos que, en los países del tercer mundo, levantan contra la iniciativa individual y la libertad el estatismo, el nacionalismo económico, el colectivismo y otras ideologías anti-mercado. Y que la falta de capital y de formación profesional pueden en casos extremos ser compensadas por la experiencia práctica y el esfuerzo. Si los Flores y los Añaños en el Perú, si la cadena de supermercados Nakamatt en Kenia y las empresas de diseño industrial Adire de Nigeria -los cuatro casos investigados en el libro- alcanzaron, pese a tantos escollos y dificultades que encontraron, la prosperidad de que ahora gozan, no es difícil imaginar lo que ocurriría si los pobres del tercer mundo pudieran trabajar en un contexto propicio, que alentara el espíritu empresarial en vez de asfixiarlo con el reglamentarismo y la tributación confiscatoria y, en vez de inseguridad jurídica, sus comerciantes, artesanos e industriales contaran con reglas de juego estables, claras y equitativas.

Otra de las enseñanzas de esta investigación es que la mejor ayuda que pueden prestar los países desarrollados y los organismos financieros internacionales para combatir la pobreza y el subdesarrollo no son las dádivas ni los subsidios que, en contra de los generosos propósitos que los animan, sirven para embotar la iniciativa y crear actitudes pasivas, de dependencia y parasitismo, y estimular la corrupción, sino crear las condiciones de libertad y competencia que permitan a los pobres trabajar y valerse de sus propios medios para mejorar sus condiciones de vida y progresar. Abrir los mercados que ahora tienen cerrados a los productos que proceden de los países subdesarrollados es, según todos los economistas que escriben en Lessons from the poor, la mejor ayuda posible que los países ricos pueden dar para impulsar el desarrollo en África y América Latina, las dos regiones más atrasadas del mundo, pues en Asia, con excepción de satrapías como Myanmar, ya parece haber despegado.

Los pobres saben mejor que nadie, porque lo han aprendido en carne propia, que no son los Estados ineficientes del tercer mundo, paralizados por el cáncer de la burocracia y roídos por la ineficiencia, los tráficos delictuosos, el amiguismo y otras taras, quienes los sacarán de la pobreza. Saben, como Aquilino Flores cuando se rompía los lomos lavando autos o trotando por las calles de Lima vendiendo camisetas, que su supervivencia dependía sólo de su ingenio, su trabajo y su voluntad de superación. Esa energía puede mover montañas, a condición de que no se agote y esterilice luchando contra artificiales obstáculos que vienen siempre de la intromisión estatal. Los héroes civiles cuyas hazañas describen los estudios de este libro son un ejemplo vivo de que la pobreza en la que viven cientos de millones de personas todavía en el mundo no es una fatalidad irredimible sino un mal que puede ser combatido y vencido con unas armas cuya divisa cabe en cuatro palabras: trabajo, propiedad privada, mercado y libertad. (El País, 01/06/08)






Desde hace varias décadas, escribe Álvaro Marchesi en su artículo "El acceso a la educación, clave de la igualdad", (EL PAÍS, 6 de junio),  los psicólogos cognitivos han estudiado el razonamiento humano y han encontrado determinados errores en los que caen, sin darse cuenta, un significativo número de personas. En algunos casos, en el origen de estos sesgos operan factores ideológicos; en otros son de tipo afectivo y en el resto, simplemente se produce un razonamiento que se salta la secuencia lógica esperada. Uno de los experimentos reportados para comprobar estos sesgos se refiera a la inferencia general desde los casos particulares: si hay un fumador empedernido, por ejemplo, que vive hasta los 90 años, la conclusión "lógica" es poner en cuestión la afirmación de que el tabaco es dañino para la salud. Cuando se formulan relaciones entre determinadas variables comprobadas de forma empírica, no es extraño que algunos interlocutores las pongan en duda y ejemplifiquen su oposición con algún caso concreto conocido.

Esta reflexión me vino a la mente al leer el artículo "Las lecciones de los pobres", del admirado escritor Mario Vargas Llosa (EL PAÍS, 1 de junio). En él, a partir de cuatro casos ejemplares de personas que desde la pobreza han llegado a la cima empresarial, se concluye que cualquier persona puede llegar adonde se proponga con sus solas fuerzas siempre que se profundice en la libertad de mercado y en el espíritu empresarial, y se creen condiciones de libertad y de competencia. ¿Será cierto que los supuestos individuales pueden conducir a reglas generales o existe un sesgo en semejante razonamiento?

Repasemos brevemente la situación social y educativa de Iberoamérica. Según las estimaciones de la CEPAL, la región muestra la mayor desigualdad del mundo, con enormes diferencias entre los sectores de más altos y de menores ingresos. Los pobres se sitúan en torno al 40% de la población y el número de personas que se considera que viven en situación de pobreza extrema se aproxima a los 100 millones de personas. Una cifra que podría incrementarse en 10 millones si se mantiene el incremento del precio de los alimentos.

Esta dramática situación afecta directamente a las condiciones educativas de la población. El porcentaje de personas analfabetas se sitúa en torno a los 30 millones de personas. Además, cerca de 110 millones de personas no han terminado su educación primaria. Estudios recientes señalan que el porcentaje de alumnos que completan la educación secundaria es cinco veces superior entre aquellos que se encuentran entre el 20% más rico de la población que entre aquellos situados entre el 20% de la población con menores ingresos familiares. Mientras que el 23% de los primeros terminan la educación superior, sólo el 1% de los más pobres lo consiguen. El promedio de escolarización en el 20% de la población con mayores ingresos es de 11,4 años mientras que en el 20% inferior es de 3,1 años.

¿Podemos pensar que la alimentación, la vivienda, la salud y el nivel cultural de la familia nada tiene que ver con las posibilidades futuras de los jóvenes? ¿Es posible considerar que el nivel educativo alcanzado y, por tanto, las posibilidades de acceso a una educación de similar calidad, apenas condiciona las opciones profesionales y laborales de los alumnos y que con el refuerzo al libre mercado y a la competencia se puede garantizar la igualdad de las personas ante su destino? Sin duda, existen ejemplos dignos de admiración, como los expuestos en el artículo aquí comentado, en los que se manifiesta la fuerza arrolladora del ser humano para sobreponerse a sus condiciones negativas y para equipararse con los triunfadores de la sociedad que tuvieron durante sus años escolares todo a su favor. Pero de esa situación de excepcionalidad no puede en modo alguno concluirse que las condiciones de partida no limitan de forma brutal los itinerarios vitales de las personas a lo largo de su vida.

¿Qué hacer en esta nueva hipótesis interpretativa? Apostar sin duda de forma decidida para que las condiciones iniciales de toda la población, sobre todo de las nuevas generaciones, sean lo más equitativas posibles y para que todos los niños y jóvenes tengan acceso a una educación básica de calidad que les permita abrirse camino en la vida con mayores garantías de promoción social y de éxito. Entonces sí se podrá exigir esfuerzo y dedicación, innovación y creatividad, superación de los obstáculos y perseverancia. Entonces, y sólo entonces, no habrá cuatro casos envidiables, sino miles de ellos que demandarán el reconocimiento histórico de aquella sociedad y de aquellos gestores públicos que lo hicieron posible. 



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Universidad de Oxford



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4953
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sábado, 1 de junio de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG - 2008] A vueltas con la educación





Siguiendo el hilo argumentativo de la profesora de filosofía de la universidad de Valencia, Adela Cortina, retomo el asunto de la educación. Dice la profesora Cortina en su artículo de ayer en El País, titulado "La educación como problema", que "los nuevos aires insisten en preparar a los alumnos para desarrollar competencias tanto en los estudios técnicos como en las ciencias y las humanidades. El viejo debate sobre si educar consiste en formar o en informar ha pasado de moda, porque ya sabe cualquier maestro o profesor que lo suyo es preparar chicos y chicas competentes. ¿Competentes, para qué? Para desempeñar ocupaciones asignadas por el mercado laboral, claro está."

Dice más cosas, claro está, y muy graves, sobre el proceso de convergencia universitaria europea surgido de la Declaración de Bolonia. Yo no tengo nada claro si a largo plazo ese proceso es positivo para Europa y sus ciudadanos y para su desarrollo científico y humanístico futuro, No tengo "aptitudes ni competencias" para ello, pero leyendo su artículo he recordado unas frases del profesor e intelectual norteamericano, George Steiner, al que ya hice referencia hace unos días en este mismo blog. Dice el profesor Steiner en su autobiografía "Errata. El examen de una vida", (Siruela, Madrid, 1998), citando a Franz Kafka: "Un libro debe ser como un pico de alpinista que rompa el mar helado que tenemos dentro". Y sobre el papel civilizador del arte, las humanidades y la literatura, dice en otro momento: "La literatura tiene la función de civilizar, precisamente porque es el gran instrumento de subversión que pone a la sociedad en tela de juicio al representarla en sus hábitos, prejucios, ritos miedos más íntimos. ¿No será ese poder revulsivo de los libros (de las "biblias") -añade, el que hace enojosa la enseñanza de la literatura (de las humanidades, del arte en general), -añado yo, el que hace enojosa la enseñanza de la literatura para nuestra sociedad tecnificada y postdogmática?."

Porque ese el quid de la cuestión que denuncia la profesora Cortina: Las Humanidades "no son competencias para desempeñar una ocupación, sino capacidades del carácter para dirigir la propia vida. Nada más y nada menos." Y conviene saber lo que está en juego.



Adela Cortina


El problema número uno de cualquier país es la educación, dice Adela Cortina. Y en el nuestro, continúa, el asunto anda revuelto desde instancias diversas que afectan a todos los niveles educativos, incluida la Universidad. Es tiempo de pensar la educación y pensarla a fondo.

La LOE deja la puerta abierta para que las comunidades autónomas recorten horas de materias como la Filosofía, apertura que aprovechan algunas comunidades como la valenciana para reducir su horario; los enfrentamientos por la Educación para la Ciudadanía recuerdan el Motín de Esquilache; Bolonia va a traer una Universidad adocenada, en la que, por mucho que se diga, la calidad acaba midiéndose por la cantidad.

El número de alumnos se ha convertido en decisivo para determinar la calidad de una materia o un postgrado, con lo cual no hay lugar para la especialización. Una cosa es saber mucho de poco, saber cada vez más de menos y acabar sabiéndolo todo de nada; otra cosa muy distinta, saber sólo generalidades, porque eso -se dice- es lo que prepara para adaptarse a cualquier necesidad del mercado.

Éste es el mensaje de Bolonia, asumido con inusitado fervor por carcas y progres, y después nos quejaremos del neoliberalismo salvaje.

Los nuevos aires insisten en preparar a los alumnos para desarrollar competencias tanto en los estudios técnicos como en las ciencias y las humanidades. El viejo debate sobre si educar consiste en formar o en informar ha pasado de moda, porque ya sabe cualquier maestro o profesor que lo suyo es preparar chicos y chicas competentes. ¿Competentes, para qué? Para desempeñar ocupaciones asignadas por el mercado laboral, claro está.

Por eso, si usted tiene que diseñar un plan de estudios de cualquier nivel educativo o un postgrado, el apartado más largo y complicado será, no el que se refiere a los contenidos de las materias, sino el que se relaciona con las "competencias". ¿Para qué ha de ser competente el egresado?

Competencia es, al parecer, un conjunto de conocimientos, habilidades y actitudes, necesarios para desempeñar una ocupación dada y producir un resultado definido. Consulté a un compañero de Pedagogía, excelente profesional, y, con una buena dosis de ironía, me puso un ejemplo muy ilustrativo: alguien es competente para hacer una cama cuando sabe lo que es un somier, un colchón, lo que son las sábanas, se da cuenta de cómo es mejor colocarlas y además le parece algo lo suficientemente importante como para intentar dejarlas bien, sin arrugas y sin que el embozo quede desigual. Era sólo un ejemplo, por supuesto, pero extensible a actividades más complejas, como construir puentes y carreteras, elaborar productos transgénicos, hacer frente a una denuncia, plantear un pleito, curar una enfermedad y tantas otras actividades que corresponden a quien tiene un puesto de trabajo. Preparar gentes para que ocupen puestos de trabajo parece urgente.

Sin embargo, sigue pendiente aquella pregunta de Ortega sobre si la preocupación por lo urgente no nos está haciendo perder la pasión por lo importante. Si en la escuela hay que enseñar a hacer tareas como manejar el ordenador o conocer las señales de tráfico, cosa que los estudiantes van a aprender de todos modos por su cuenta y riesgo, o si hay que incluir en el currículum materias de Humanidades, que preparan para tener sentido de la historia, dominio de la lengua, capacidad de criticar, reflexionar y argumentar. Que no son competencias para desempeñar una ocupación, sino capacidades del carácter para dirigir la propia vida. Nada más y nada menos.

Por otra parte, se insiste, con razón, en que el conjunto de la educación se dirige a formar buenos ciudadanos, y hete aquí que eso no es ninguna ocupación, sino una dimensión de la persona, aquella que le permite convivir con justicia en una comunidad política. No tanto vivir en paz, que puede ser la de los cementerios o la de los amordazados, sino convivir desde la justicia como valor irrenunciable. Y para eso hace falta aprender a enfrentar la vida común desde el conocimiento de la historia compartida, la degustación de la lengua, el ejercicio de la crítica, la reflexión, el arte de apropiarse de sí mismo para llevar adelante la vida, la capacidad de apreciar los mejores valores. Cosas, sobre todo estas últimas, que no pertenecen al dominio de las competencias, sino a la formación del carácter.

No es una buena noticia entonces que se quiera reducir la Filosofía en el Bachillerato, ni lo es tampoco que se pretenda eludir la ética cívica o esa Educación para la Ciudadanía que debería ayudar a educar en la justicia, no sólo a memorizar listas de derechos, constituciones y estatutos de autonomía, que son por definición variables, sino a protagonizar con otros la vida común.

Por fas o por nefas, acabamos limitando la escuela y la Universidad a preparar presuntamente para lo urgente, no para lo importante, para desempeñar tareas y no para asumir con agallas la vida personal y compartida. (El País, 28/05/08)



George Steiner



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4937
Publicada originariamente el 29/5/2008
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

domingo, 26 de mayo de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] Universidad, corrupción y desprestigio





Nuestra obligación es crear una élite dotada de sentido crítico; pero en la mayoría de las universidades está sucediendo lo contrario, escribe el historiador español Felipe Fernández-Armesto es historiador, titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame, en Indiana, EEUU.

He aquí una de las grandes paradojas de nuestros tiempos, comienza diciendo Fernández-Armesto. Las universidades del mundo están experimentando una edad de oro, con más fondos, más clientela, más peso económico y más influencia social que nunca. Y jamás han sido -con unas pocas excepciones honradas- tan inútiles, tan corruptas ni tan irrelevantes para las necesidades urgentes y fundamentales de las sociedades que las nutren y las pagan.

La corrupción se ha manifestado recientemente de una forma chocante y sin precedentes. Altos cargos de algunas universidades de EEUU de enorme prestigio recibieron sobornos de William Singer, un profesional supuestamente dedicado a aconsejar a familias sobre temas de educación. Hijos de ricos y de celebridades ingresaron sin haber logrado las notas precisas en Yale, Georgetown y las universidades de Texas y de California, entre otras. Se manipularon certificados falsos. Se inventaron curricula vitae. Se plagiaron trabajos. Sobre todo, se entregó dinero en cantidades fabulosas -millones- en manos sucias de gente que ejercían cargos de confianza que debían ser sagrados e inviolables. Todavía no se han develado los límites del escándalo: se trata de docenas, tal vez de cientos de casos.

Claro que en cualquier sistema competitivo las familias buscarán formas de conseguir ventajas para sus hijos -empleando tutores, contratando clases privadas, explotando los privilegios que da el dinero o el enchufe social-; es un nivel de corrupción históricamente ineludible en el Occidente capitalista. Lo soportamos para poder mantener un sector universitario eficaz y políticamente independiente, y lo corregimos, dentro de lo que cabe, con becas y apoyo estatal a los hijos de los menos privilegiados. Pero lo que está pasando en EEUU es distinto: si se admite a ricos y tontos para excluir a pobres y hábiles, la universidad se convierte en un casino.

La corrupción del sector estadounidense es extrema pero muy representativa de estos tiempos. Graduarse parece ser imprescindible para un joven hoy. Pero los graduados concluyen su formación de un modo insuficiente y necesitan otro grado más o un curso de formación profesional para poder optar a una plaza. Se engordan las instituciones educativas, mientras sus alumnos se empobrecen y se colman de deudas. En gran parte del mundo, empresas turbias pagan programas de investigación para justificar prácticas más que cuestionables -modificaciones genéticas, daños al medio ambiente, manipulaciones de mercados- o llenar sus cofres con precios desorbitados de las drogas o inventos tecnológicos que se producen. Y gobiernos y organizaciones políticas hacen lo mismo para respaldar su propaganda. En algunos lugares, los profesores se eligen no por sus calidades intelectuales sino por su fiabilidad política. En China, las universidades son órganos de una dictadura para suprimir la religión y reprimir a la oposición política. Yen todo el mundo hemos visto a docentes sancionados o injustamente despedidos por ser demasiado liberales, o demasiado conservadores, o defensores del pluralismo cultural.

El programa típico de estudios en una universidad hoy ya no responde a los valores universales de la verdad, el humanismo y el servicio a los demás, sino a las prioridades comerciales y de consumo o a las exigencias particulares de partidarios de tal o cual moda política o tendencia social: en algunas instituciones, el fanatismo religioso o el libertarismo; en otras, el feminismo, el anticolonialismo, la política de género, el cientifismo, el laicismo y sobre todo la corrección política. Por poner mi ejemplo personal, tras una década de servicio en la Universidad de Notre Dame, por primera vez siento vergüenza por pertenecer a ella.

Tenemos unos murales pintados en los años 80 del siglo XIX en un estilo sentimental y romántico característico de la época por un pintor italiano, Lugi Gregori, a quien contrataron los sacerdotes que gestionaban la universidad para reivindicar el catolicismo norteamericano. Fue una época difícil para la iglesia en Estados Unidos, entre el odio y violencia del Ku Klux Klan, el rechazo por el nuevo ateísmo que iba aumentando su influencia en círculos intelectuales, y la ferocidad política del movimiento anticatólico y anti-inmigrante. El protagonista de los murales es el que estaba considerado como el gran héroe del catolicismo americano en aquel momento: Cristóbal Colón, símbolo de la llegada del cristianismo al Nuevo Mundo. Para representar a los personajes de la Corte de los Reyes Católicos, Gregori retrató a varios profesores de la Universidad, enfatizando así el papel de Notre Dame en la perpetuación del trabajo lanzado por el Christo ferens genovés.

Las pinturas son, por tanto, parte imborrable de la historia del centro y un recuerdo de una época en la que el imperialismo se entendía positivamente en el país de la doctrina del Destino manifiesto. Pues bien, un puñado de supuestos ofendidos denuncia ahora las imágenes de Gregori porque, dicen, suponen un menosprecio a los indígenas. No es así: la visión compleja de Gregori correspondía a la del mismo Colón, para quien los indígenas eran en ciertos aspectos moralmente superiores a los europeos por su inocencia, su sencillez, y su pobreza. Los dibuja con la dignidad de nobles salvajes, ostentando hacia Colón, en sus momentos de desgracia y condena, simpatía y humanidad profundas. Pero, para acatar la ignorancia y el victimismo fingido, la Universidad se ha propuesto ocultar los murales como si fueran las patas excesivamente sinuosas del piano de una matrona mojigata de la época isabelina.

Así que mi Universidad, que solía ser un oasis de libertad en el desierto de la corrección política, ha acabado siendo como las demás en Estados Unidos. Sin defender la verdad, que es lo propio de las letras y las ciencias, se ha dejado vencer por la ignorancia. Propuse al rector que, en lugar de ocultar los murales, encargara una nueva obra para homenajear a los indígenas cuyos terrenos ancestrales ocupa el campus. Ni me contestó. Curioso, ¿verdad?

Es difícil pensar en una Universidad cien por ciento recomendable en EEUU. En mis giros académicos, que me llevaron en 2018 y 2019 a Inglaterra, Colombia, Perú, Chile y España, he sacado buenas impresiones de la Universidad de Buckingham, en Inglaterra, y de la Javeriana de Bogotá, por el vigor del debate intelectual en el profesorado; de las de los Andes de Bogotá y de Santiago de Chile - ésta, católica, y aquélla, laica- por el nivel alto de los estudiantes y el rechazo de la inflación de notas; y, en España, la de Navarra por la atmósfera colaboradora de respeto mutuo que une a profesores y estudiantes. Todas ellas destacan por su resistencia a la corrupción financiera y a la corrección política.

El episodio de los murales colombinos de Notre Dame es parte del abandono de la vocación auténtica de las universidades en nuestros días. Nuestra utilidad pública no consiste en formar profesionales ni hombres de negocios: eso lo podrían lograr los mismos negocios y profesiones a menos coste y con más eficacia; ni en autorizar los tabúes de moda ni los shibboleths de un momento determinado: eso lo harán las redes, internet y la prensa amarilla; ni en estar dispuestos al servicio de los estados ni las potencias de este mundo: ellos tienen fuerzas armadas, medios de comunicación y recursos propagandísticos ampliamente suficientes para imponer su voluntad. Todo lo contrario: nuestra obligación académica es contestar las normas vigentes, crear una élite dotada de un sentido crítico, una inteligencia razonada, una cortesía perfecta, una apertura intelectual inagotable, una simpatía humana sin límites, una dedicación entrañable al bien del mundo y un compromiso incansable con la verdad. Cuando dejemos de tener tales élites -ya no las tenemos en Estados Unidos ni en Inglaterra a juzgar por las desgracias del Brexit y del trumpismo, y quedan muy pocas en España-, estaremos en manos de ideólogos incompetentes o tecnócratas, intelectualmente cerrados.


Dibujo de LPO para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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