lunes, 3 de febrero de 2025

El poema de cada día. Hoy, Para verdades el tiempo y para justicia Dios, de José Zorrilla

 






PARA VERDADES EL TIEMPO Y PARA JUSTICIA DIOS


I

Juan Ruiz y Pedro Medina,

dos hidalgos sin blasón,

tan uno del otro son

cual de una zarza una espina.

Diz que Pedro salvó a Juan

la vida en lance sangriento;

prendas de tanto momento

amigos por cierto dan.

Pasan ambos por valientes

y mañeros en la lid,

y lo han probado en Madrid

en apuros diferentes.

Ambos pasan por iguales

en valor y en osadía,

pero en fama de hidalguía

no son lo mismo cabales.

Que es Juan Ruiz hombre iracundo,

silencioso por demás,

que no alzó noble jamás

el gesto meditabundo.

Ancha espalda, corto cuello,

ojo izquierdo, torvas cejas,

ambas mejillas bermejas,

y claro y rubio el cabello.

Y aunque lleva en la cintura

largo hierro toledano,

dale, brillando en su mano,

más villana catadura.

Y aunque arrojado y audaz

en la ocasión, rara vez

carece su intrepidez

de son de temeridad.

Ágil, astuto o traidor,

hijo de ignorada cuna,

debe acaso a su fortuna

mucho más que a su valor.

Presentóse ha pocos años

de Indias advenedizo,

dizque con nombre postizo

cubriendo propios amaños.

Mas vertió lujo y dinero

en festines y placeres,

aunque fue con las mujeres

más falso que caballero.

Hoy pasa, pobre y oscuro,

una existencia común,

y medra o mengua según

los dados le dan seguro.

Hombre de quien saben todos

que vive de malvivir,

mas nadie sabrá decir

por cuáles o de qué modos.

Modelos en amistad

ambos para el vulgo son,

mas con Pedro es la opinión

menos rígida en verdad.

Porque es Pedro, aunque arrogante

y orgulloso en demasía,

mozo de más cortesía

y más bizarro talante.

De ojos negros y rasgados

con que a quien mira desdeña,

nariz corta y aguileña,

con bigotes empinados.

Entre sombrero y valona

colgando la cabellera,

y alto el gesto en tal manera,

que cuando cede perdona.

Mas si sombras de matón

tales maneras le dan,

tiénela más de galán

por su noble condición.

Que no hay en Madrid mujer

que un agravio recibiera,

que a su espada no tuviera

satisfacción que deber.

Ni hay ronda ni magistrado

que en revuelta popular.

no le haya visto tomar

ayuda y parte a su lado.

Tales son Ruiz y Medina,

de quienes, por concluir,

fáltame sólo decir

que amaban a Catalina.

Es ella una moza oscura,

de talle y de rostro apuesta,

mas tan gentil como honesta,

y como agraciada pura.

Ámala Ruiz, pero calla,

acaso porque su amor,

para mujer de su honor,

palabras de amor no halla.

Él con ansia la contempla

al abrigo del embozo,

pero el ímpetu de mozo

ante su virtud se templa,

que es tan dulce su mirar,

que su luz por no perder,

cuando se quiso atrever

sólo se atrevió a callar.

Y es tan flexible su acento,

que para no interrumpirle,

tener es fuerza al oírle

con los labios el aliento.

Medina, que fue soldado

sobre Flandes por Castilla,

y a los usos de la villa

de más tiempo acostumbrado,

suplicóla tan rendido,

tan cortés la enamoró,

que ella amor le prometió

como él fuera su marido.

«¡Eso sí!, ¡por San Millán!»,

dijo Pedro con denuedo;

y la calle de Toledo

tomó en resuelto ademán.


II


Contento Pedro Medina

con su amorosa ventaja,

mas a carreras que a pasos

iba cruzando la plaza.

Saltábale el corazón

a cada paso que daba,

y frotándose ambas manos

bajo la anchurosa capa.

Los labios le sonreían,

y los ojos le brillaban

al reflejo que en el pecho

despide la amante llama.

Las gentes le hacían sitio

porque cerca no pasara,

que, según iba resuelto,

que fuese audaz recelaban.

Mas él va tan divertida

en sus amores el alma,

que ni ve donde tropieza,

ni cura de los que pasan.

Topó al volver una esquina

una vieja, y al dejarla

derribada en tierra, dijo:

«Nos casaremos mañana.»


Enredósele el estoque

en el manto de una dama,

y rasgándole una tercia,

echála un voto de a vara.

Así dando y recibiendo

encontrones y pisadas,

dio por fin con la hostería

donde su amigo jugaba.

Fue a la mesa, y preguntando

a Juan si pierde o si gana,

pidió vino y añadióle:

-Cuando acabes, dos palabras.

Recogió Juan sus monedas,

y terciándose la capa,

sentóse al lado de Pedro

diciendo bajo: -¿Qué pasa?

-Me caso -dijo Medina.

Miróle Juan a la cara,

y frunciendo entrambas cejas

tosió, sin responder nada.

-¿Qué piensas? -preguntó Pedro.

-En ti y tu mujer pensaba

-contestó Juan suspirando,

con voz ronca y apagada.

-¿Supondrás que es Catalina?

-Y lo siento con el alma.

-¡Cómo!

-Porque tengo celos.

-¡Por San Millán!

-Yo la amaba.

-¿Y ella?

-Nunca se lo dije,

pero ocurrióseme…

-¡Acaba!

-Para decirla mi amor

escribirla hoy una carta.

Callaron ambos: Medina

remedio al caso buscaba,

el codo sobre la mesa,

sobre la mano la barba.


Al fin, como quien resuelve

negocio que aflige y cansa,

pidió papel y tintero,

diciendo a Juan: -¡Por mi alma,

que en mi vida en tal apuro

vacilar tanto pensaba;

y a no serte tú quien eres,

metiéralo a cuchilladas;

pero escribe, y que responda

a cual de nosotros mata!

Escribió Juan, más rasgando

al mejor tiempo la carta.

-Echemos -dijo- los dados,

y al que la mayor le caiga,

si es a mí, la escribo al punto;

si es ti, Pedro, te casas.

Tiró Juan, y sacó nueve;

y asiendo el vaso con rabia,

tiró Pedro, y sacó doce.

Con que los dos se levantan,

y atravesando la turba

que curiosa los cercaba,

parten la calle en silencio,

dándose entrambos la espalda.


III


Son, a mi pensar, los celos

delirio, pasión o mal

a cuyo influjo fatal

lloraban los mismos cielos.

A manos de tal pasión,

el más cuerdo desespera,

pues quien con celos espera,

atropella su razón.

Si con celos esperar

es importuna porfía,

ceder celoso en un día

cuanto se amó, no es amar.

De celos verse morir,

y en silencio padecer,

son celos tan de temer

cuanto duros de sufrir.

Y así, con celos amar

vale casi aborrecer,

pero con celos ceder,

es igual que delirar.

Si otro más favorecido

goza el bien que se perdió,

se habrá el disfavor sentido,

mas perdido el amor, no.

Porque en quien goza favor

sobra tal vez confianza,

y celos sin esperanza

suelen guardar más amor.

Si favor nunca tuvimos,

aún es suerte más cruel,

porque vemos ahora en él

cuanto bien haber pudimos.

Y así pienso que son celos

delirio, pasión o mal,

a cuyo influjo fatal

lloraban los mismos cielos.

Por eso llora Juan Ruiz,

celoso y desesperado,

el bien que Pedro ha ganado

más galán o más feliz.

Por eso en la soledad

se mesa barba y cabellos,

sin mirar que no está en ellos

su amante fatalidad.

¡Oh, que no fueron antojos

sus amorosos desvelos!

Que el amor que hoy le da celos

entróle ayer por los ojos.

«¿Y por qué no me atreví

-clama el triste en su aflicción

y hoy acaso esta pasión

pudiera arrancar de mí?

Mas volveré, ¡vive Dios!

¿Pero que he de conseguir

si la he dejado elegir

marido de entre los dos?»

Y a su despecho tornando,

semejábase, en su afán,

una fiera a quien están

dentro la jaula acosando.

Sin darse el triste solaz,

cruzaba el cuarto sin tino,

pero no hallaba camino

de dar al ánimo paz.

Silbaba al dejar rabioso

paso al comprimido aliento,

y hollaba con pie violento

el pavimento ruinoso.

Iba adelante y atrás

sin reflexión que le acuda,

a la par pidiendo ayuda

a Cristo y a Satanás.

Túvose un momento al fin,

y en el temblor que le aqueja

se ve bien que se aconseja

con un pensamiento ruin.

Volvió a girar otra vez,

y otra a tenerse volvió;

en esto dobló un reló

en una torre las diez.

Entonces, quedando fijo,

exclamó en la oscuridad:

«Hoy se casan, es verdad;

hace un mes que me lo dijo.»

Ciñó con esto el acero

con desdén a la cintura;

y salióse a la ventura,

la vuelta del Matadero.


IV


Es una noche sin luna,

y un torcido callejón

donde hay en un esquinazo

agonizando un farol,

un balcón abierto a medias,

por los vidrios de color

arroja al aire en tumulto

de danza el confuso son.

Se oye el compás fugitivo

que llevan con pie veloz

los que danzan descuidados

dentro de la habitación.

Y se ven cruzar sus sombras

una a una y dos a dos

en fantástica carrera

y en monótona ilusión.

La casa es la de Medina,

que en ella a fiesta juntó

sus amigos y parientes

después de traspuesto el sol.

Allí con franca algazara

festeja a la que adoró,

de quien aguarda esta noche

prendas de cumplido amor.

Está la niña galana

cual nunca el barrio la vio,

suelto en rizos el cabello,

que exhala fragante olor;

la falda de raso blanco

y acuchillado el jubón,

con vueltas de terciopelo

azul, de cielo el color;

con una hebilla de plata

ajustado el cinturón,

de donde baja en mil pliegues

un encaje en derredor;

y de un lazo de corales,

que Pedro la regaló,

lleva en una cruz de oro

la imagen del Redentor.

Tanta ventura en un día

nunca Pedro imaginó,

y así, anda desatentado

girando en la confusión.

A cada vuelta se mira

en los ojos de su amor,

y en la luz de aquellos soles

se le quema el corazón.

Y, en fin, para concluir,

se cantó, cenó y bailó,

como es costumbre en las bodas

desde entonces hasta hoy;

hasta que, cansados unos

del baile, otros del calor,

las viejas del tardo sueño,

los músicos de su son,

los muchachos de la bulla,

y los novios del honor

que les hacen sus amigos

en tan precisa ocasión,

despidiéronse uno a uno

echando sobre los dos

más bendiciones que plagas

causó a Egipto Faraón.

Quedáronse entrambos solos

la amada y el amador,

por vez primera en la vida

a merced de su pasión.

Mirábala embelesado

el amoroso español,

trémulo el rostro de gozo

y de dicha el corazón;

mirábale ella anhelante

encendida de rubor,

húmedos los negros ojos

con tiernísima afición.

Él diciéndola: «¡Alma mía!»,

diciéndole ella: «¡Mi sol!»,

entre el son de ardientes besos

de regalado sabor.

En esto en la estrecha calle

temible ruido sonó

de voces y cuchilladas

en medrosa confusión,

y al angustiado lamento

de uno que grita: «¡Favor!

¡Ayudadme, que me matan!»

Pedro a la calle bajó

con el estoque en la diestra

y en la siniestra el farol.

Asomóse Catalina

amedrentada al balcón,

llamando a Pedro afanosa,

de algún daño por temor.

Alzó Medina la cara,

y la luz con ella alzó,

pero apenas el reflejo

dio en el rostro de su amor,

una estocada traidora

por el costado le entró.

Lanzó un grito el desdichado

que partía el corazón;

lanzó la hermosa un gemido

de intensísimo dolor,

y el moribundo Medina

volviendo el gesto a un rincón,

hacia una imagen de Cristo,

de quien devoto vivió,

dijo expirando: «Soy muerto,

¡acorredme, Santo Dios!»

Y quedó tendido en tierra,

sin movimiento y sin voz.

Alzóse a su lado un hombre,

y exclamando con pavor:

«¡Maldita sea mi alma!»,

mató la luz y escapó.


V


Tuvieron así los años,

uno, dos, tres, hasta siete,

embozada en el misterio

aquella impensada muerte.

En vano acudieron pronto

vecinos a socorrerle,

para vengarle los hombres,

para mentir las mujeres.

En vano salieron unos

casi desnudos a verle,

y otros salieron jurando,

armados hasta los dientes.

Nada sirvieron entonces,

ni jubones ni broqueles;

Medina quedó sin vida,

y sin justicia el aleve.

En vano son las pesquisas

de los irritados jueces,

en vano son los testigos,

las citas y los papeles.

En vano el caso averiguan

una, dos, tres, quince veces;

cada vez más se confunden

los golillas y corchetes.

En vano sobre la rastra

anduvieron diligentes

olfateando la presa

los alanos de las leyes;

porque todos son testigos,

todos declaran contestes,

todos son los agraviados,

mas ninguno delincuente.

Hubo alborotos por ello,

y pendencias más de veinte;

mas Pedro, quedó sin vida,

y sin justicia el aleve.

Catalina le lloraba,

desconsolada y doliente,

minutos, horas y días,

noches, semanas y meses.

Un año estuvo en el lecho

con accesos de demente,

y un año a su cabecera

veló Juan Ruiz sin moverse.

Dio con la puerta en los ojos

a padrinos y parientes,

diciendo: «Mientras yo viva,

no faltará quien la vele.»

Y en vano le murmuraron

de tal conducta las gentes;

Juan se mantuvo constante

a la cabecera siempre,

sin que a sondear su alma

alcanzara algún viviente

a través de la reserva

y el misterio que mantiene.

Curóse al fin Catalina,

y el tiempo, que tanto puede,

siendo remedio y sepulcro

de los males y los bienes,

volvió la luz a sus ojos,

y el pudor volvió a su frente,

y el talismán de la risa

a sus labios transparente;

y salió ufana, diciendo

a cuantos por verla vienen

que la vida con que vive

sólo a Juan Ruiz se la debe.

Éste, a pretexto de amigo

del triste que en polvo duerme,

no se aparta de su lado

hasta que la noche viene.

Entonces a lentos pasos

la esquina inmediata tuerce,

y en las revueltas del barrio

como un fantasma se pierde.

Mas no faltó en él alguno

que a media voz se atreviese

a decir que cuando pasa

por ante el Cristo se tiene,

y el embozo hasta los ojos,

el sombrero hasta las sienes,

cruza azaroso la calle,

como si alguien le siguiese.

En estas conversaciones,

cada vez menos frecuentes,

pasaron al fin los años,

uno, dos, tres, hasta siete.


VI


Pagada la Catalina

de amistad tan firme y tierna,

de tanto afán y desvelos,

de tan rendida fineza,

escuchó a Juan una tarde,

los ojos fijos en tierra,

dulces palabras de amores

de la balbuciente lengua.

Instó un día y otro día,

quedó siempre sin respuesta;

volvió a sus ruegos Juan Ruiz

volvió a su silencio ella.

Pasése un mes y otro mes,

y tornó Ruiz a su tema,

y tornó a callar la niña

entre enojada y risueña.

Mas tanto lidió el galán,

tanto resistió la bella,

que al cabo la linda viuda

dijo a Juan de esta manera:

-Puesto que es muerto Medina

(¡Dios en su gloria le tenga!)

y por siete años cumplidos

mi fe le he guardado entera,

y él ha visto nuestro amor

allá en la vida eterna,

os daré, Juan Ruiz, mi mano,

y mi corazón con ella.

Amigo de Pedro fuisteis,

y yo os debo la existencia;

conque es justo, a mi entender,

os cobréis entrambas deudas.

Púsose Juan Ruiz de hinojos

a los pies de la doncella,

y asiéndola las dos manos

humildemente la besa.

Acordáronse las bodas,

mas Catalina aconseja

que sean cuando él quisiese,

pero que sin ruido sean.

Las malas mañas o antojos,

o tarde o nunca se dejan,

y Juan en su mocedad

gustó de bulla y de fiesta.

Así, aunque pocos convida

para que a las bodas vengan,

buscó unos cuantos amigos

que le alegraran la mesa.

Trajo vinos los mejores,

y viandas las más frescas,

y apuntó por hora fija

de noche las diez y media.

Gustaba Juan sobre todo

de cabezas de ternera,

y asábalas con tal maña,

que a cualquier gusto pluguieran.

Gozaba en esto gran nombre

entre la gente plebeya,

de tal modo, que le daban

el apodo de Cabezas.

Ocurrióle a media tarde

darse a luz con tal destreza,

y embozándose en la capa,

salió en busca de una de ellas.

Mataban aquella tarde

en el Rastro una becerra;

compró el testuz y cubrióle,

asido por una oreja.

Volvió a doblar el embozo,

y contento con la presa,

de la calle en que vivía

tomó rápida la vuelta.

Iba Juan Ruiz con la sangre

dejando en pos roja huella,

que marcaba su camino

sobre las redondas piedras.

En esto, entrando en su barrio,

al doblar una calleja,

dos ministros de justicia

le pasaron muy de cerca.

Él siguió, y pasaron ellos

advirtiendo con sorpresa

la sangre con que aquel hombre

el sitio que anda gotea.

Él siguió, y tornaron ellos

por sobre el rastro que deja,

hasta entrar en otra calle

oscura, sucia y estrecha.

En un rincón, embutida,

a la luz de una linterna,

de Cristo crucificado

se ve la imagen severa.

Paróse Juan; los corchetes,

que en el mismo punto llegan,

viendo que duda y vacila

en la faz de preso le cercan.

-¡Fuera el embozo! -gritaron-;

muestre a la luz lo que lleva.

Volvió los ojos al Cristo

Juan, y helósele en las venas,

a una memoria terrible,

cuanta sangre hervía en ellas.

-¡Fuera el embozo! -repiten,

y él, acongojado, tiembla,

sintiendo un cambio espantoso

que pasa en su mano mesma.

Quiso hablar, y atropellado,

un «¡Dejadme!» balbucea.

Deshiciéronle el embozo,

y mostrando Ruiz la diestra,

sacó asida del cabello

de Medina la cabeza.

-¡Acorredme, Santo Dios!

-grita aterrado, y la suelta;

mas la cabeza, oscilando,

entre los dedos le queda.

-¡Yo le maté! -clamó entonces-,

hoy ha siete años, por ella.

Y sin voz ni movimiento

cayó desplomado en tierra.


Conclusión


Y así fue que aquella noche

de sangrienta confusión,

en que al ruido de una riña

Pedro a la calle bajó

con el estoque en la diestra

y en la siniestra el farol,

no era en ella otro que Ruiz

quien llevaba lo mejor.

Como un imán a una aguja

arrastra constante en pos,

como una serpiente a un pájaro,

a una paloma un halcón

entorpecen y fascinan,

sin que ala ni pie veloz

para huirles les acudan,

a impulsos de su pasión

anduvo así Juan vagando

de la fiesta en derredor.

Y oía por las ventanas

de danza el confuso son.

Y vía cruzar las sombras,

una a una y dos a dos,

en fantástica carrera

y en monótona ilusión.

Así lloraba acosado

de sus celos y su amor,

cuando oyó de una pendencia

vivo y cercano rumor;

cerróse en ella a estocadas

tan sin acuerdo y razón,

que a cuantos hubo a las manos

adelante se llevó.

En esto acudió Medina,

y Catalina al balcón,

de la suerte recelando,

acelerada salió.

Mas al ver cuál afanosa

curaba ella de otro amor,

cegaron a Ruiz los celos,

el despecho le embriagó,

y al tiempo que alzaba Pedro

el brazo con el farol,

matóle a la faz de Cristo,

como villano, a traición.

De entonces, en los siete años,

después del hecho traidor,

ni una sola vez, de miedo,

por ante el Cristo pasó.

Llegó la primera al cabo,

y en ella al Cielo ocasión

de mostrar que hay infalibles

tribunales sólo dos

de irrevocable sentencia,

sin cotos ni apelación:

Para verdades el TIEMPO,

y para justicia DIOS.



José Zorrilla (1817-1893)

poeta español


















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