Enzensberger en Moratalaz
ELVIRA LINDO
03 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com
Un sábado de tantos, a la hora de comer, llegó mi padre a casa con el cuento de que había visto paseando por Moratalaz al notable poeta, riguroso editor, preciado novelista y agudo pensador alemán Hans Magnus Enzensberger y que no era la primera vez que se lo encontraba en lo que iba de semana. Lo tomamos como uno más de sus insólitos delirios y procuramos no darle bola a la historia. Él captaba perfectamente mi escepticismo y, desafiante, insistió en el asunto. Enzensberger, contaba, paseaba por Moratalaz seguido de un hombre joven al que mi padre bautizó como el mayordomo. Pero ¿es que va vestido de mayordomo?, preguntó mi marido. “No, no”, respondió mi padre, advirtiendo de que no admitía bromas, “pero se nota que el hombre está a su servicio”. Se convirtió en habitual que durante un tiempo se le preguntara por Enzensberger y el mayordomo, del que ya sabíamos, por cierto, que caminaba dos pasos por detrás del pensador alemán. A mi padre le parecía que el que Enzensberger hubiera elegido Moratalaz como lugar de estancia era un síntoma más de su asombrosa inteligencia. Bautizado por la vecindad como “el barrio del bastón”, dada la cantidad de jubilados que lo habitan, Enzensberger había ido a recalar en un distrito donde, cuando un conductor se detiene ante un semáforo en rojo, no puede calibrar el tiempo que habrá de estar detenido porque una nube de bastones, sillas de ruedas y ancianas empoderadas con andadores se harán las dueñas de la calzada. Sin duda Enzensberger, pensador de edad provecta, se sentiría en la gloria en la Florida madrileña.
La broma se alargó como todas las boberías familiares, y pasábamos el rato imaginándonos a Hans, porque para nosotros ya era Hans, tomándose una caña en el Azul y Oro o esquivando balones en los pasadizos de la Lonja. El caso es que un día mi hijo me llamó para contarme algo alucinante que le había ocurrido: iba leyendo en el autobús, camino de Moratalaz, ojo, El filántropo, una novelita que Enzensberger dedicó a Diderot, cuando desde los asientos de delante le llegó el rumor de una conversación en alemán. El cogote del viajero era, desde luego, el de un anciano. Quiso el destino que bajaran en la misma parada y, entonces, mi hijo miró la foto de la solapa y comprobó maravillado que se trataba del mismo, unos años más viejo. En este caso iba acompañado de una anciana. La pareja se perdió entre la gente que a esa hora de la tarde frecuenta las tiendas y bares de la calle Marroquina. Hans andaba por allí, como uno más.
No pasó mucho tiempo cuando el periodista Juan Cruz, el hombre que más historias atesora sobre la intelectualidad, nos contó haber servido de cicerone al sabio sin barreras, ni ideológicas ni físicas, que había venido a Madrid a saber cómo era eso del 15-M y anduvo entre los acampados de la indignación no sin luego dar cuenta de un cocido en Lhardy, porque con los años hay que premiar al estómago, que siente como el corazón y piensa como el cerebro.
Mi padre no mentía, aunque fuera un fabulador nato; lo raro es que no hubieran compartido un vino, porque nuestro héroe hablaba con mucha soltura el español. Me acuerdo de todo esto ahora, leyendo un libro curioso, Artistas de la supervivencia, en el que Enzensberger resume la biografía de un puñado de artistas e intelectuales que vieron su vida sacudida por los envites de un siglo de guerras, purgas y enconadas ideologías a las que Brecht, Sartre, Grossman, Ajmátova, Cela, García Márquez, Pasternak y tantos otros respondieron con mayor o menor dignidad. Son viñetas sencillas en las que de pronto el sabio se despacha con una frase que define la bondad o mezquindad del retratado. El tiempo nos dice que la naturaleza de esas mentes elevadas no les libró de estar a la altura del montón. Y de eso lo sabía todo nuestro amigo Hans. Elvira Lindo es escritora.
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