Hola de nuevo. Y de nuevo a todos feliz martes. El País de hoy publica un artículo del escritor israelí Etgar Keret. Un relato escrito poco después de los ataques de Hamás contra Israel desde la franja de Gaza, el 7 de octubre de 2023. Es un relato sobre el silencio de Dios, al menos yo lo veo así, en el que nadie, ni el propio autor del relato podía saber lo que iba a venir a continuación. Pero lo peor es que Dios sigue en silencio, como siempre. A pesar de ello, sean felices, por favor. O al menos no dejen de intentarlo. HArendt. harendt.blogspot.com
Intención
ETGAR KERET
26 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com
Yechiel Nachman se había pasado 20 años rezándole a su Dios. 20 años enteros en los que ni un solo día había dejado de orar para pedir una boda, un trabajo, buena salud y paz en Israel. Pero no surtió efecto: Yechiel Nachman siguió siendo un solterón sin blanca y asmático, y la paz no se atisbaba en el horizonte. Con todo, no dejó de entrar en comunión con Dios cada día, sin faltar a una sola de las tres oraciones cotidianas. En el fondo de su corazón, Yechiel Nachman había aceptado que sus plegarias quedaran sin respuesta. Porque la oración era un anhelo puro de compasión y justicia, en tanto que la vida era la vida: cruel, desalentadora, ofensiva. De manera que era lógico que esos dos mundos opuestos nunca llegaran a encontrarse. Sin embargo, el 7 de octubre de 2023, el día 22 de Tishréi del año 5784, algo se rompió dentro de Yechiel Nachman. Esa mañana, cuando se iba a celebrar la jubilosa festividad de Simjat Torá, cientos de sus conciudadanos fueron asesinados, y a muchos más se los sacó de su hogar para conducirlos a territorio enemigo.
Cuando ni siquiera había tenido tiempo de absorber las terribles noticias, Yechiel Nachman se encontró envuelto en su manto para la oración en el balcón de su pisito de Beit Shemesh, sin comer ni beber, y sin hacer nada más que rezar durante horas y horas. Así le suplicó al creador: Aquellos a quienes te has llevado, llevados están, pero te ruego que tengas piedad de todos los inocentes arrancados de sus lechos al amanecer y que los devuelvas a casa.
A la mañana siguiente, después de 20 horas de oración consecutivas, Yechiel Nachman entró en la aplicación de alertas Home Front, pero la situación no había cambiado. Se puso el abrigo y caminó con rapidez hasta la casa de su rabino, Nechemia Mittelman.
—Rabino —le dijo—, ya no tengo fe. Antes de quitarme la kipá y de cortarme los tirabuzones, he venido a despedirme.
El rabino estudió con la mirada a Yechiel Nachman y le preguntó con serenidad qué le había hecho perder la fe. Consternado, este contestó:
—Durante toda la noche le he rezado al Altísimo por las almas de los rehenes. Le he rogado que los proteja, que los libere. Y no lo he hecho con la desgana habitual, sino con una intención verdadera y plena. Pero, pese a todo, nada ha ocurrido. Te ruego que me perdones, rabino, pero ya no creo. No creo en un Dios cuyo corazón se endurece ante plegarias tan puras como las mías.
—Con una intención verdadera y plena—, repitió el rabino, acariciándose la barba. —¿Puedo preguntarte cómo de plena era esa intención?
A Yechiel le ofendió la pregunta.
—¿Cómo de plena? Pues totalmente plena.
—Totalmente plena no era —afirmó el rabino, sacudiendo con tristeza la cabeza— porque, de haberlo sido, se le habría dado respuesta. Tu plegaria debió de ser casi plena. Quizá más de lo habitual, pero no lo suficiente.
Con actitud paternal, le puso la mano en el hombro a Yechiel Nachman.
—Te sugiero, Yechilik, que en lugar de cortarte las barbas y los tirabuzones, pongas más empeño en tus plegarias. A juzgar por cómo te tiembla la voz, yo creo que estás muy, pero que muy cerca.
De manera que Yechiel Nachman regresó a su pisito, se volvió a poner el manto para la oración y reanudó sus plegarias. Mientras rezaba, buscaba grietas en su fe y fisuras en su intención, y descubrió que, aunque casi todo el tiempo rezaba poniendo todo el corazón, en ciertos momentos este se distraía. Mientras con los labios susurraba “y regresarán del territorio enemigo”, su corazón contemplaba el cuello largo, como de cisne, de la sonriente cajera de Comestibles Osher, a su despreciable casero, y también la renovación de la receta que tendría que haber solicitado en la farmacia hace mucho tiempo. En cuanto Yechiel Nachman fue consciente de los pensamientos egoístas que perturbaban su plegaria, comenzó a centrarse en ellos para irlos apartando poco a poco de su cabeza.
Al igual que un hombre que intenta empujar una pesada carga cuesta arriba, Yechiel Nachman sudaba y jadeaba mientras rezaba. Sudó y jadeó, jadeó y sudó, hasta que logró arrancar por completo los pensamientos profanos de su corazón e hizo sitio para una intención y una fe mayores, que al final invadieron todo su ser. Y de inmediato la plegaria se transformó: ya no era una serie de versos de un devocionario, sino una súplica verdadera y doliente. Y esta súplica, como cualquier súplica pura, era inagotable; no se contentaba con solicitar el bienestar de sus hermanos secuestrados y de su nación, sino que pedía el de todos los seres humanos, incluidos sus enemigos. Yechiel Nachman continuó entonando sus plegarias sobrecogido, como un jinete que ha perdido el control de su caballo, y escuchaba con curiosidad sus propios ruegos, como si fuera otro quien los articulara. Al final de una oración que se prolongó durante unas 30 horas, Yechiel Nachman entró en Home Front y descubrió que dos de los rehenes habían sido liberados, y que en esos mismos momentos se negociaba un alto el fuego con el enemigo.
Esa noche, al entrar en la sinagoga, Yechiel Nachman notó que el rabino Mittelman lo observaba con ternura. Cuando sus miradas se cruzaron, este sonrió y asintió. Durante el camino de vuelta a casa, Yechiel Nachman ya no tuvo la sensación de estar pisando una sucia acera de cemento, sino la de ir flotando por encima de las nubes. Ahora, pensó, cuando los grandes problemas están en vías de resolución, la próxima plegaria podré dedicármela a mí mismo.
A pesar de encontrarse absolutamente exhausto, esa noche, en lugar de acostarse, Yechiel Nachman puso todo el empeño que pudo en rezar para que le concedieran esposa e hijos. Al principio le pidió al creador que lo uniera a la cajera de Comestibles Osher. Pero su plegaria, como cualquier plegaria pura, eligió palabras e intenciones más dignas de las que ningún Yechiel Nachman hubiera podido elegir, e insistió en rogar que el creador pudiera encontrarle una esposa adecuada.
Mientras rezaba, Yechiel Nachman sintió cierta elevación espiritual, como si hubiera logrado, por primera vez en su vida, contemplar el espíritu de la vida que anhelaba, no solamente sus pormenores. No pidió que se le concediera una mujer, sino un matrimonio; no pidió hijos, más bien ser un padre sabio y cariñoso. Rezó y rezó sin descanso, hasta que se encontró tendido en el suelo con la frente amoratada. Mientras la vecina de arriba le vendaba la herida, le dijo que había sufrido una grave caída y que tenía que ir al médico inmediatamente. Yechiel Nachman le dio las gracias y le explicó que estaba muy cansado y probablemente un poco deshidratado: si bebía un poco de agua, comía algo y descansaba un rato se encontraría bien.
Después de abandonar el piso de la vecina, Yechiel Nachman se pasó por Comestibles Osher, donde compró unos paquetes de schnitzel congelados y seis botellas de agua mineral. Al pagar, la cajera cuellilarga le lanzó su radiante sonrisa y comentó que cuánto debían de gustarle esos escalopes de ternera congelados. Yechiel Nachman le devolvió la sonrisa y dijo que sí que le gustaban mucho, pero que también le gustaban otras cosas. En la tienda no había más clientes, así que se pusieron a hablar de comida, sobre todo de sushi kosher. Yechiel Nachman le prometió a la cajera que la próxima vez que fuera a hacer la compra le llevaría una botella de vinagre de arroz especial que solo se vendía en Jerusalén, y con el que los granos de arroz se pegaban entre sí como imanes a la puerta de un frigorífico.
Por la noche, tumbado en la cama con los ojos abiertos, Yechiel Nachman pensó en lo maravilloso y sencillo que era este mundo y en cuánto sufrimiento y cuántas penalidades había tenido que sufrir todos los días de su vida, simplemente por no haber sabido qué debía pedir y cómo. Ese fue su último pensamiento antes de cerrar los ojos para siempre.
A los apesadumbrados padres de Yechiel Nachman la doctora les explicó que su hijo, al caerse y golpearse la cabeza, debía de haber sufrido un traumatismo cerebral y que, si en lugar de irse a dormir, hubiera hecho caso a la vecina y hubiera ido a urgencias, todavía estaría vivo. Cuando terminó de hablar, la doctora mostró una mueca de pena.
Sin embargo, el espíritu de Yechiel Nachman no estaba nada apenado. Ahora se encontraba en el otro mundo, donde todo estaba bien. No solo al 99%, sino absolutamente bien. Plenamente bien. Y en ese mundo, Yechiel Nachman se pasaba horas y horas manteniendo profundas conversaciones con el creador, ante el que presentaba las quejas y tribulaciones de todos los seres humanos. Y Dios le escuchaba con paciencia infinita y asentía con misericordia. Le escuchaba todo el tiempo, incluso cuando no tenía la menor idea de qué le estaba diciendo Yechiel Nachman. Etgar Keret es escritor y cineasta israelí.
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