domingo, 17 de septiembre de 2023

De libros franceses sobre asuntos españoles

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura para hoy, de la escritora Emilia Pardo Bazán, va de libros franceses sobre asuntos españoles. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










Tres libros franceses de asunto español
EMILIA PARDO BAZÁN - Revista de Libros
01 SEP 2023 - harendt.blogspot.com

La vie universitaire dans l’ancienne Espagne, por Gustavo Regnier; Ambrosio de Salazar et l’étude de l’espagnol en France sous Louis XIII, por Alfredo Morel Fatio; Le diable prédicateur, por Leó Rouannet.
Este texto apareció publicado originalmente en la revista La Lectura (Madrid), en el Tomo III, en octubre de 1903.

El primero produce honda depresión de ánimo. Es como si, decrépitos y sin fuerzas, al borde del sepulcro, contemplásemos un retrato, imagen hermosa de lo que fuimos en la lozana juventud.
Este libro de Gustavo Regnier, que ostenta a la izquierda de la portada el emblema y blasón de la Universidad salmantina, con la arrogante leyenda: Omnium scientiarum princeps Salmantica docet, reconstruye la vida escolar de las épocas gloriosas, el florecimiento breve y rápido, descomposición de las Universidades de España, tomando la de Salamanca por tipo. En el arte, en la erudición, en la literatura picaresca, espiga el autor francés referencias y noticias que le permiten reconstruir el cuadro, o mejor dicho, los múltiples cuadros: el animado espectáculo de la Rua, el barrio librero, hormigueando de estudiantes, con sus manteos y sus becas de colores varios; el interminable desfile de alumnos de tanto colegio: los mayores, los de las órdenes militares, los menores, los eclesiásticos, sin olvidar el de los Irlandeses, que se bañan en el Tormes, así en estío como en riguroso invierno… Luego, las aulas, pequeñas, sombrías; la tempestuosa lección del catedrático; la bárbara y sucia novatada al escolar recién venido; la alegre y democrática confraternidad que se establece después; el modo de vivir de los diversos estudiantes, desde el opulento hijo de familia hasta el humilde capigorrón que se ha puesto a servir para poder estudiar; desde el galán de monjas al generoso, a quien hacen tiro busconas y zurcidoras, como la tía Fingida de Cervantes; y más en realce, los tunos y sopistas de goliardesca memoria, dedicados a la rapiña o sostenidos por la bazofia conventual, penetrados de la idea picaresca, ebrios de libertad, de travesura y de vagabundeo. Al repasar estos capítulos del brillante estudio de Regnier experimento una impresión extraña: la de haber visto lo que en ellos se refiere. Y es que en la Universidad de Santiago, supongo que en todas las españolas, durante el último tercio del siglo XIX, por los años del 70 al 75, existía aun, tradición indestructible (evaporada la gloria, evaporada la soberanía), mucho de lo consuetudinario de época tan bizarra. No puedo detenerme aquí a consignar analogías; es indudable que la costumbre fue vigorosa y late aún, en medio del infinito abatimiento del espíritu universitario y la completa transformación de su ideal.
Lo más ameno del libro de Regnier es la pintura de la vida escolar; lo más instructivo, la reseña del origen y progreso de las Universidades españolas y motivos de su decadencia. Vemos ascender la marea de las fundaciones de Universidades al acercarse el siglo de nuestra apoteosis, el XVI. «Parece ―escribe el autor― que se apodera entonces de España una calentura de sabiduría». La fuerza del cuerpo vigoroso es en el cerebro ansia científica; los reyes, los magnates, los prelados rivalizan en fundar colegios y aulas, que dotan espléndidamente; en Aragón se encargan de ello los municipios, como en Barcelona los conselleres. En cien años surgen veinte Universidades; ¡y en lo venidero, desde fines del XVI a nuestros días, sólo acrecerán la lista cinco o seis!
Con sagacidad señala Regnier la diferencia de sentido que existe originariamente entre Salamanca y la más ilustre de las nuevas, que es Alcalá. Salamanca, esencialmente democrática e impregnada del espíritu libre de la Edad Media; Alcalá iniciando la centralización que va a extenderse sobre toda España y a congestionar su sangre. Y lo más curioso de la magna obra de Cisneros ―aviso a los que creen castizo cuanto lleva el sello de los Reyes Católicos― es el carácter francés que Cisneros declaraba al repetir: «Hágase esto more parisiensis». En Salamanca el estudio es enciclopédico, humanista; teológico en Alcalá. La decadencia nace en forma de grano oscuro en el mismo seno hermoso y encendido de la granada.
El fracaso de las pequeñas Universidades silvestres, Sigüenza, Osuna y Oñate, da pie a Regnier para una de sus fructuosas excursiones al través de Lope y Quevedo. En nuestras letras desentrañan a veces los extranjeros que están versados, como Regnier, el alma misma de la vieja España. (De los extravagantes escritos y rara biografía de Diego de Torres Villarroel, es indecible el partido que saca Regnier para diagnosticar la decadencia.) Interesante en extremo el cuadro de la transformación de la nobleza española, que antes solo pensaba en batallas, cuando Isabel la Católica, por su influencia, la atrae al intelectualismo; ver, por ejemplo, al marqués de Denia aprendiendo el latín a los sesenta años, y a las damas arguyendo en latín. No me atrevo a decir que aquello fue siglo de oro, porque no duró un siglo la efervescencia cerebral del Renacimiento en nuestra patria; pero fue, al menos, el momento áureo, «único ―declara Regnier― en la Historia en que España parece que quiere competir en actividad científica con las demás naciones». Regnier no se adhiere, por otra parte, a la tesis de nuestra superioridad ―ni aun entonces― en las ciencias de investigación. Los sabios investigadores que pudieran citarse, Serveto, Ciruelo, Sílices, estudiaron en Francia.
Ya, desde el prestigioso reinado del César, la decadencia asoma. La explicación histórica del fenómeno nada tendrá de original; se habrá escuchado y leído millones de veces-pero justamente-se repite demasiado, con sobrada conformidad de pareceres de gente entendida, ajena a bastardos impulsos, para que no haya en ella alta dosis de verdad. La gradual desaparición de la libertad, las suspicacias despertadas en el poder por la Reforma, el Santo Oficio en acecho, la prohibición a los españoles de estudiar en el extranjero, van estancando nuestra cultura. La apariencia es la misma; nada ha cambiado al exterior; dentro, el gusano roe las fibras y seca la savia. La enseñanza se petrifica; se arraiga aquella pueril tiranía aristotélica que, en el siglo XVIII, tanto desesperaba al padre maestro Feijóo.
A las causas generales históricas agrega Regnier otras particulares: la competencia hecha á las Universidades por los colegios de jesuitas y por los colegios mayores, presto corrompidos también; las luchas intestinas de las Universidades y las algaradas estudiantiles; las contiendas teológicas y filosóficas entre las órdenes religiosas, contiendas de las cuales encontramos igualmente ecos y reminiscencias a cada momento en Feijóo; belicosos regionalismos entre los escolares ―¡temprano! Nada hay nuevo bajo el sol―; la relajación de la disciplina; la corruptela de los puntos frecuentes, bajo pretextos como el del día de barba. Poco a poco, los claustros van quedando desiertos; el colegio de León lo forma un solo estudiante, en una pieza, rector y colegial; los diplomas se venden, y mientras Europa avanza, nosotros nos hundimos sin advertirlo siquiera.
A un libro que de tal modo convida á la meditación y tan á lo vivo nos amonesta, no sé ponerle reparo alguno. En las obras ha de mirarse el conjunto, la claridad del juicio y la copia de la información, que un levísimo error no hace desmerecer en nada. Regnier no ha menester indulgencia, sabe mucho y lo expone mejor; tiene arte para atraer y picar a los lectores sin sacrificar la gravedad del tema.
La traducción de El diablo predicador, por Leó Rouannet (quien ya tradujo entremeses, romances y autos), trae prefacio, bibliografía y notas. Nadie ignora que El diablo predicador, drama popularísimo, es uno de nuestros acertijos literarios; siempre que un docto le da vueltas, despiértase el interés de los aficionados, esperando alguna luz. Por eso leo con redoblada atención el prefacio de Leó Rouannet.
El dictamen del entendido hispanófilo es favorable al sevillano Belmonte Bermúdez, aunque sin atribuirle definitivamente la paternidad del célebre drama. Belmonte Bermúdez reúne más probabilidades que Diego de Villegasque Francisco de Malaspina, que Felipe IV y que Fray Damián Cornejo; contra este último nombre alega Rouannet razones cronológicas. Por lo demás, digo yo, el cronista de la Orden de Menores tenía imaginación y desenfado suficientes para desenvolver, sobre la base dada por Lope, el originalísimo drama, en el cual palpita tan hondamente el espíritu franciscano, el alma de las Florecillas, de las Conformidades, de la mística seráfica y de la leyenda de los Tres Socios. No porque se parezca Fray Antolín, ni aun en caricatura, a Fray Junípero; el Tontuelo del niño Jesús, lejos de ser esclavo de su estómago, cruza por el mundo como el más soñador e idealista enamorado de la Pobreza, y el tipo francamente cómico de Fray Antolín ―reproducido por el duque de Rivas en Don Álvaro, explotado hasta por zarzueleros, siempre grato al público es otra encarnación de Sancho―, más acentuado el contraste entre la psicología y la fisiología por el hábito de San Francisco. Volviendo a Cornejo, bien hubiese podido trazar la figura del lego glotón y apicarado, el que compuso ciertos versos que se conservan manuscritos en la Biblioteca Nacional.
El diablo predicador está rehabilitado ante la crítica. Aunque todavía críticos alemanes, como el citado por Rouannet, manifiesten la misma ininteligencia beocia que Ticknor ante la mística y lo sobrenatural, el estudio del franciscanismo, de su estética y su humanidad ha avanzado demasiado en estos últimos tiempos, merced a un criterio más fino y amplio, para que no se perciba lo que hay de bello en ese drama y lo profundamente que encarna un aspecto de nuestro sentimiento nacional. Ojalá restablezcan en el repertorio El diablo predicador. María Guerrero y Fernando Fontanar podrían hacerlo, cuidando como ellos saben la mise en scene, esencialísima en tal drama; si el público lo saborea demostrará que no tiene el paladar enteramente estragado ni el entendimiento con callo duro de incultura.
Del estudio de Alfredo Morel Fatio sobre Ambrosio de Salazar, hay que decir lo mismo que de todos los trabajos retrospectivos de este hispanófilo admirable; cumple mucho más de lo que promete; va mucho más allá del tema propuesto. Las fatigas y estrecheces del dómine murciano que, aprovechando el momento favorable de las bodas reales, se estableció en Francia para vivir de enseñar el español, se convierten, bajo la segura pluma de Morel Fatio, en un tratado de historia interior, que esclarece nuestro pasado político y arroja destellos de luz sobre nuestra evolución hacia la decadencia en el siglo XVII. Y es que Morel Fatio se encuentra lleno de información, repleto de noticias, observaciones y conocimiento de las cosas españolas, y aunque sigue la marcha de los escritores franceses (él es suizo, si no me engaño). Componiendo apretado y ceñido al asunto, el caudal le rebosa, le chorrea por entre los dedos; además, nos lo advierte en el prefacio: «En España, aun en las regiones al parecer más conocidas, yacen intactos preciosos descubrimientos; lo inexplorado y virgen de las tierras tienta a los inventores».
Ambrosio de Salazar es un hidalgo trashumante como tantos españoles cuando aún no se habían divorciado aquí la inteligencia y la acción. Morel se inclina a que su héroe pertenezca a los Salazares estrellados, a los de Vizcaya (de los cuales también procede quien esto escribe), y no le regatea las trece estellas y la puente, dándonos nueva ocasión de comprobar la pericia de genealogista español, ya demostrada al tratar de las fuentes históricas de Hernani y Ruy Blas. Antes que dómine fue Salazar liguero; la necesidad le impulsó a la carrera de la enseñanza, y formas de la lucha por la vida constituyeron sus escritos y trabajos. Pero en el destino del pobre dómine y gramático influyen decisivamente los acontecimientos históricos. A. la sombra del trono de Francia una infanta de España, la prevención contra los españoles se borraba o se atenuaba, y prevalecía la curiosidad y deseo de conocer al entonces poderoso enemigo; y Salazar, hábilmente, publica, bajo el título de Almoneda general de las más curiosas recopilaciones de los reinos de España, un libro que, guardadas las distancias, era entonces lo que hoy los Boedeker.
Del grado de violencia que la prevención contra los españoles alcanzaba, dan testimonio las interesantes referencias a fieros, baladronadas y libelos dedicados a satirizar nuestro carácter, o como hoy se dice, el alma nacional, estudiada, conocida y maltratada desde los siglos XVI y XVII ―aun no bien fuimos nación, por agregado de pueblos―. Leed á Macías Picavea, a Ganivet, a Costa, a Unamuno, y os sorprenderán, en sus desapasionados estudios del casticismo y la psicología castellana, las afinidades, v. gr., con el retrato satírico del Señor o hidalgo de Castilla, hecho por Simón Molard. La intención es diferente; la observación, sea guiada por el odio o por el amor, coincide Salazar emite asimismo su parecer, reconociendo la diversidad del alma francesa y la española, y no en favor nuestro, por cierto, comprobando nuestra indiferencia por aprender cosas nuevas, nuestro mal entendido orgullo, nuestra ignorancia del idioma francés, mientras los cortesanos de París se apresuran a estudiar el castellano; porque conocer a una nación rival, es ya tenerla medio vencida. Ningún enemigo se nos resistiría, si a fondo y completamente le conociésemos.
Uno de los más nutridos capítulos del libro de Morel es el que consagra a la gramática y la lexicografía española en Francia a principios del siglo XVII. Sólo leyéndolo se aprecia lo versado y reforzado que está el autor en punto tan concreto, aunque tan esencial para la filología y los orígenes del idioma literario español. No se le queda trasconejada á Morel particularidad alguna ni la de la acusación de plagio lanzada contra Cervantes; no siendo la referencia menos picante la que hace al rarísimo Método de Juan de Robles, del cual extrae un entusiasta elogio de la mujer parisiense, que si procede de un español del siglo XVII «suspenso y enajenado», podría ser firmado, en su espíritu, por cualquiera de nuestros modernistas adoradores del boulevard. Este capítulo demuestra como no anduvo descaminado Valera al asegurar que nuestra decadencia militar y política ha influido decisivamente en el aprecio a nuestra literatura, aprecio inseparable del que se hace de la lengua. Morel no cree que exageró Cervantes al decir en Persiles que todo francés o francesa aprende la lengua castellana; pero añade que, ya en el siglo XVIII, solo algún literato la estudia, y Ambrosio de Salazar no hubiese podido vivir de propagarla.
En tiempos en que éramos todavía grandes y temibles, no solo vivió Salazar, sino que le salieron competidores y peleó con ellos encarnizadamente: su polémica con César Ondin lleva el sello de las guerras de pluma de la época, en que no se escatimaban las más feroces injurias a propósito de la acepción de un vocablo. Todavía en nuestros días hay sus Salazares, y no dejan de ser útiles, porque, entre los hervores de la cólera, algo de lingüística y de etimología y hasta de literatura vamos aprendiendo los que no tomamos tan a pecho esas disputas.
Considerando á Salazar como traductor, Morel (que, entre paréntesis, coloca por cima de la labor del gramático la del traductor literario y la declara más ardua) hace un alarde de su familiaridad con la lengua española, señalando y corrigiendo las locuciones defectuosas por el traductor empleadas.
No abulta Morel los merecimientos del dómine que ha elegido por héroe: le presenta cual fue, suspicaz, quejumbroso, semidocto, compilador, menesteroso, remando en el tintero para subsistir; pero no es la alteza del personaje la que nos atrae y graba en nuestra memoria su figura avellanada y seca de soldado de la Liga y pedante mercenario; es lo ahincado y amplio del estudio, su carácter de generalidad, unido a su minuciosa indagación. Libros semejantes merecen y conquistan el respeto y la simpatía de los que los disfrutan. ¡Lástima que seamos pocos!































No hay comentarios: